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Instituto Caro y Cuervo

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 50 años –el 25 de agosto– el presidente Al­fonso López Pumarejo sancionó la Ley 5ª de 1942, por la cual la nación se asoció a la celebración del centenario de Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo. Era ministro de Educación Germán Arciniegas. Por esa ley se creó el Instituto Caro y Cuervo en honor de estos dos grandes humanistas, nacidos am­bos en Bogotá con un año de diferencia (Caro en 1843 y Cuer­vo en 1844). Como dato curioso, sus edades, al morir, también se llevaron un año de diferencia (Caro murió de 65 años y 8 meses, y Cuervo de 66 años y 8 meses).

Sus vidas fueron paralelas no sólo en el ciclo cronológico sino sobre todo en sus realizaciones como eruditos de la lengua. Cuer­vo está considerado el más grande de los lingüistas españo­les del siglo XIX. Caro es uno de nuestros clásicos más desta­cados. El instituto que se honra al llevar sus nombres resulta el reflejo de los viejos tiempos de­dicados al estudio, la investiga­ción y el trabajo creativo, tan distintos de los actuales que nadan entre la molicie y la frivo­lidad.

Jorge Eliécer Gaitán, un hom­bre superior de este siglo, sien­do ministro de Educación en 1940 fundó el Ateneo Nacional de Altos Estudios, cuya finalidad era dedicarse “únicamente al cultivo de la ciencia pura, a la investigación de la verdad por sí misma y al estudio de los gran­des temas de la naturaleza y del pensamiento humano». Otro de sus propósitos fue el de culmi­nar la redacción del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, obra que que­dó trunca a la muerte de Cuervo, y en la que se sigue trabajando en forma in­tensa.

El Ateneo, del que dependió en principio el Instituto Caro y Cuervo, fue la primera semilla de la magna obra que cumple hoy, para orgullo de Colombia, diez lustros de vida admirable.

No en vano corre sangre pura por las venas de esta institu­ción. Como defensora y difusora de la lengua y la cultura, ningún organismo nacional la supera. Es un semillero que inyecta cien­cia a filólogos, literatos, antro­pólogos e historiadores, incluso de otros países. En su amplia gama de publicaciones se reco­ge, con altura ejemplar, el testi­monio de un país enriquecedor de las letras. Son sobresalientes sus revistas Thesaurus y Noticias Culturales y la serie bibliográfica La Granada Entreabierta.

El hecho de que en 50 años de existencia el instituto sólo haya tenido cuatro directores, denota un triunfo contra los vicios bu­rocráticos. Los personeros de la entidad, pertenecientes a las más altas esferas académicas, cientí­ficas y docentes, y dotados ade­más de eximias virtudes perso­nales, por sí solos pregonan excelencia: Félix Restrepo, José Manuel Rivas Sacconi, Rafael Torres Quintero, Ignacio Chaves Cuevas. A ellos se suma el nom­bre también ilustre de Fernando Antonio Martínez, que estuvo encargado de la dirección por espacio de varios años. Preciso es destacar, además, el concur­so de distinguidos colaborado­res que han contribuido y con­tribuyen desde diferentes posiciones al engrandecimiento institucional. Estos 50 años re­presentan un júbilo para Colom­bia y las letras castellanas.

Con esta afirmación de patria y cultura, bueno es traer a cola­ción las palabras pronunciadas hace cinco años por el director actual, Ignacio Chaves Cuevas, con ocasión del ingreso de varios socios honorarios:

«Y es que resulta en verdad alentador y vivificante –para una institu­ción como la nuestra– el encontrar en medio de una sociedad desmemoriada y mezquina, per­sonas que todavía se preocu­pan, sienten y viven la cultura y apoyan con su talento y su trabajo la labor de las contadas instituciones que en el país luchan por la construcción y el progreso de la ciencia”.

El Espectador, Bogotá, 30-VIII-1992.

 

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Cuestiones idiomáticas (3)

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Gazapera – Argos

(El Espectador, Bogotá, 25-III-1989)

exegeta

De mi muy  querido amigo Gustavo Páez Escobar he recibido el siguiente mensaje:

Apreciado Argos: la palabra exegeta, ‘intérprete o expositor de la Biblia’, es voz grave. Esa particularidad fonética se debe al origen griego del vocablo. Pero la tendencia de la gente es a pronunciarla como esdrújula: exégeta. En esto  influye la eufonía, supongo yo. Exegeta, sin tilde, suena mal. Por eso se dice exégesis, vocablo esdrújulo aceptado en el diccionario de la Academia, lo mismo que exegético. ¿Qué dice el amigo Argos?

Respuesta

El amigo Argos, querido Tavo, dice que todos los días se aprende algo nuevo, puesto que él ignoraba lo que acabas de enseñarle acerca de que exegeta fuera voz grave.

Pues sí. No bien leí tu cartica me di a averiguar qué traerían los libros sobre este punto, y encontré lo siguiente: el diccionario de la Academia registra a exegeta únicamente como palabra grave; pero trae a exégesis, exegesis, con ambas acentuaciones.

Don Manuel Seco opina: «exégeta. Es incorrecta, según la Academia, la pronunciación esdrújula: debe decirse exegeta. La acentuación exégeta, que es la más extendida, se debe a la analogía con exégesis: Galiano advierte que las dos formas se deben considerar buenas». Acerca de esta preferencia por el esdrújulo exégeta vale citar estas consideraciones de Cuervo:

«Muchas graves se han convertido en esdrújulas a causa de la ignorancia de las lenguas sabias y de la pedan­tería de querer dar aire cientí­fico y campanudo a vocablos que en manera alguna han menester semejantes arreos».

Hasta aquí Cuervo. Pero es cierto que a exégeta, esdrújulo, le acontece igual que a otras voces en las que el uso ha he­cho prevalecer la pronuncia­ción esdrújula espuria, como en éstas que fueron antes graves: analisis, farrago, paralisis, y ahora son definitivamente es­drújulas: análisis, fárrago, pa­rálisis. Otras hay en que coe­xisten ambas acentuaciones, como conclave y cónclave, medula y médula.

Y otras, por fin, que por eufemismo se han hecho es­drújulas, como este exégeta, de que hablamos (para evitarle relación con la jeta), y el nombre del gran general ro­mano Lúculo, pues la cosa se pone grave si lo conservamos cual voz grave, como le co­rresponde.

Salpicón – Gustavo Páez Escobar 

(El Espectador, Bogotá, 12-III-1992)

Buen o mal alcalde

Sófocles, autor de la nueva Ga­zapera, cita la siguiente frase de mi autoría: «Los planes en ejecu­ción determinarán a la postre si Caicedo Ferrer fue buen o mal alcalde». Y formula esta glosa: «Los adjetivos bueno y malo se pueden apocopar en presencia de un sustantivo al que se refieren, solamente cuando lo preceden inmediatamente, así la frase co­rrecta es bueno o mal alcalde«.

Con perdón de Sófocles, con­sidero que debe regir para el adjetivo bueno la regla del apócope, ya que la conjunción o (que establece una alternativa de dos  posiciones) determina que tanto bueno como malo son inseparables del sustantivo. El asunto es de fonética: la expresión bueno o mal alcalde hiere el oído. Fíjese que los dos adverbios en mente que usted anota en tan breve intervalo (solamente e inmediatamente) producen terrible estridencia.

En esta materia yo me guío mucho por una de las reglas que recomienda León Daudí en Prontuario del lenguaje y estilo: «En casos dudosos usar siempre la construcción que mejor suene al oído. El oído es la mejor razón para todos los que tienen el genio del idioma».

Preguntas y Respuestas, Manuel Drezner

(El Espectador, 4-II-96)

El artículo

A quien pregunta si la escritura correcta es el acta o la acta, un acta o una acta, usted le responde que, aunque el sustantivo es femenino, por eufonía suele usarse el artículo en masculino (el, un) para evitar el encuentro de la letra a repetida. Y agrega que esta re­gla no es fija, ya que no se dice el acción sino la acción, el aventura sino la aventura.

Me permito hacer esta aclaración: lo que establece la norma es el empleo del artículo masculino cuando la primera sílaba del sustantivo femenino empieza por a o por ha acentuadas: el agua, el águila, el hada, el hampa. Se dirá, en cambio, la alborada, la aventura. Se exceptúan los nombres propios de mujer (la Águeda, la Ana), los apellidos aplicados a una mujer (la Arias, la Álvarez) y las letras (la a, la hache). Con los sustantivos que conservan la misma forma tanto para el masculino como para el femenino, debe hacerse la distinción de sexo: el árabe, la árabe.

Sin embargo, también se oye entre gente culta (sin que haya lugar a reproche) una alma, una águila. Aquí se rompe la regla y se demuestra que el idioma es en ocasiones cuestión de moda, de capricho (iba a decir de dictadura, y que me perdonen los académicos). Gustavo Páez Escobar.

El amigo tiene razón, y se­guramente los académicos lo perdonarán cuando señala que el idioma definitivamente es caprichoso. Manuel Drezner.

El lenguaje en El Tiempo – Fernando Ávila

(El Tiempo, 22.IV-1996)

Directivo y directiva

El lector Gustavo Páez Esco­bar hace comentarios varios sobre el Manual de Redacción de El Tiempo. Por una parte se­ñala que la palabra directiva alude a la junta de gobierno, por lo cual solo hay una directi­va en la empresa. Según ello, no es válido hablar de las direc­tivas sino de los directivos, que sí suelen ser varios.

En realidad, el Diccionario de la Lengua Española, 1992, dice en el número 2 de la palabra di­rectivo que como sustantivo fe­menino (la directiva) es la me­sa o junta de gobierno de una entidad. Pero, previamente ad­mite directivo y directiva como persona que tiene la facultad de dirigir; y con tal significado vali­da el uso de estos vocablos co­mo adjetivo y como sustantivo. Por eso no parece disparatado el uso que se le da en el Manual a la palabra directivas para referirse a las personas que diri­gen.

(De acuerdo. Directivas (plural) se refiere a las mujeres que desempeñan funciones ejecutivas en la empresa. Directiva (singular) es la junta que gobierna la vida de la empresa. En este caso, no hay sino una directiva. El error del Manual consistió en haber empleado muchas veces la palabra directivas para referirse a la junta directiva de la entidad, no a las mujeres con funciones ejecutivas. GPE)

Júnior y Thesaurus

Otra anotación de Páez Esco­bar versa sobre la palabra jú­nior, que en el Manual aparece sin tilde. Efectivamente, debe escribirse con tilde, pues es palabra grave terminada en ere. Por supuesto, esta palabra no tiene nada que ver con el nom­bre del equipo futbolístico de Barranquilla, Junior, nombre inglés cuya jota tiene sonido ye, como en otros sustantivos del mismo idioma: John, Jane, et­cétera. El júnior español, que obviamente se pronuncia con sonido jota, es sustantivo co­mún para referirse al más jo­ven.

Sobre thesaurus, que el Ma­nual exige cambiar por tesau­ro, Páez pide que se exceptúe el nombre de la revista Thesau­rus, del Instituto Caro y Cuer­vo. Por supuesto, se hará así, pues se trata de un nombre propio, cuyas traducciones (Te­soro o Tesauro) no serían perti­nentes.

Whiskys y contextualizar

Páez añade que el plural de whisky es whiskys y el de brandy, brandys, observación oportuna, pues muchas veces se escribe erróneamente whiskies, que es el plural en inglés. Para terminar, Páez felicita a los autores del Manual por crear el verbo contextualizar, que no aparece en el Dicciona­rio. En efecto, en él aparece contextuar, acreditar con tex­tos, pero no contextualizar, dar un contexto.

Amedrentar, amedrantar

(El Tiempo, 25-V-1996)

Señor Director:

En su columna del 17 de mayo, Alfredo Iriarte glosa a Arturo Abella por la defensa que este hizo el 11 de mayo, en su espacio de televisión, del vocablo amedrentar, en vez de amedrantar, y dice que ambas voces son correctas. Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia prefiere la pri­mera. En efecto, cuando en esta obra figuran variantes de una palabra, la preferida por la Academia es la que lleva de­finición directa. En este caso, amedrentar. Esta última pala­bra, consagrada por el uso, suena mejor. Parece, enton­ces, que el asunto es de foné­tica. En su Diccionario de Dudas, dice Manuel Seco: «Deben evitarse formas erró­neas como amedrantar y amedentrar”. Y Fernando Co­rripio expresa lo siguiente: «amedrantar: aceptada, pero es preferible amedrentar”Gustavo Páez Escobar.

Chunchullo

(El Tiempo, 31-III-1996)

Señor Director:

Tiene toda la razón el columnista D’Artagnan respec­to al chunchullo: el Diccionario de la Lengua Española está desactualizado al no darle entrada a este vocablo de legítimo sabor colombiano. En cambio, registra chinchulín (del quechua chunchulli, tripas menudas) como localismo de Bolivia, Ecuador y Río de la Plata, y que no es otro que el apetitoso plato criollo que a D’Artagnan le tiene disparado el colesterol.

Dos diccionarios que tengo a la mano albergan nuestra legítima expresión: el Nuevo Diccionario de Colombianismos, del Caro y Cuervo, que además registra el femenino chunchulla (tal vez porque las mujeres no se quedan atrás en glotonería pringosa), y el Peque­ño Larousse.

Cuando con todos los honores ingrese al diccionario mayor nuestro término vernáculo chunchullo (y tiene que ingre­sar), D’Artagnan tendrá la paternidad responsable de esa criatura, hoy huérfana en los registros académicos.

Gustavo Páez Escobar.

(El diccionario de la Real Academia ya ingresó el vocablo: “chunchullo. 1. m. Col. Parte del intestino delgado de la res, del cerdo o del cordero, que se come asada o frita”. Descanse en paz, D’Artagnan. GPE, julio/2011).

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La resurrección de Argos

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A la muerte de Argos, ocurrida el 15 de agos­to de 1989, sugerí en esta columna la publicación de un libro con sus Gazaperas, obra básica para toda biblioteca culta. Ese libro, en 620 páginas, ha visto la luz con el sello de la Universidad de Antioquia. Se trata de una colección de las glosas gramaticales formuladas por Argos en diversos periódicos, la cual que fue organizada por Jorge Franco Vélez, fiel discípulo del desaparecido corrector del idioma.

El índice temático lo preparó Carlos García Zapata, del De­partamento de Lingüística y Li­teratura de la Universidad. Como los temas se hallan divididos en 21 capítulos, otros tantos son los índices, lo cual dificulta la rápida localización de un asunto deter­minado. Como Argos trataba con frecuencia materias afines en una misma columna, y los títulos de éstas son los que se citan en los índices, se han perdido mu­chos temas que deben figurar allí. Ojalá para la reedición del libro se elabore un índice general y completo.

Con esta obra resucita Argos dos años después de su muerte. ¡Lo que puede la edición! Argos –el académico– y Roberto Cadavid Misas –el ingeniero civil– son dos seres distintos por más que se trate de la misma persona. Mien­tras el constructor de carreteras (o el pión graduado, como su padre llamaba a estos profesiona­les) ya no se levantará de su descanso eterno, el genio del idio­ma vivirá entre la gente estudiosa.

Es difícil volver a hallar un crítico del lenguaje y del estilo que posea la gracia y la erudición del ilustre gazapero antioqueño. Es la única persona que ha leído un diccionario entero para buscarle errores. Este ratón de biblioteca, insaciable en su sed de lectura de cuanto texto caía en sus manos, gozaba al señalar, con su fino humor inimitable y su asombrosa maestría pedagógica, los deslices de gramática o de historia en que incurrían altas figuras de las le­tras y la política.

Su cátedra en El Espectador se convirtió en el espacio más leído de la prensa nacional. Los columnistas de periódico, sobre todo, lo primero que hacían todas las mañanas era leer la Gazapera con el temor de amanecer en el banquillo, y luego con afán de ensanchar los conocimientos so­bre la lengua. De esta manera permaneció vigente, durante lar­ga temporada, la mejor universi­dad del español que haya existido en Colombia.

Hoy nos hace falta Argos para preservar el idioma. Algunos tra­tan de ocupar su puesto, y la silla continúa esperando otro maestro. Mientras tanto, podemos enriquecernos con las enseñanzas perennes del libro que aquí se comenta, por cuya ejecución merecen un aplauso la Universidad y las personas que en él intervinieron, y al que es preciso acudir con frecuencia para extraer de sus páginas la máxima utilidad. En este periódico ha comenzado a publicarse una nue­va Gazapera, que busca estabili­dad. Ojalá el príncipe de los cien ojos oriente esta tribuna del buen decir.

El Espectador, Bogotá, 2-IV-1992

 

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La Constitución y el idioma

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El arte de la brevedad consiste en condensar el pensa­do eliminando las palabras innecesarias. Quien es experto en esta materia sabe expresar, sin faltar a la claridad, las mayores ideas con el menor número de términos. El mayor reto para el novelista es lograr escribir novelas ejemplares que, como Pedro Páramo, quepan en menos de cien páginas.

Para la mayoría, el enemigo común es la cómoda tendencia a la escritura larga y ampulosa. Los miembros de la Asamblea Constituyente, enredados al principio en discusiones bizantinas, se dejaron atropellar por el tiempo. Habían olvidado algo elemental: la necesidad de redactar con método, a lo largo de sus deliberaciones, un documento bien estructurado, elocuente y breve. Pero la brevedad exige tiempo y éste se dejó agotar. Por eso, nuestra Constitución es modelo de frondosidad idiomática.

Tratándose de la Carta Magna, deberían refulgir en ella la concisión y la sencillez. En las Tablas de la Ley, de tan asombrosa simplicidad, están consignadas las mayores guías de la conducta humana. La Constitución debe ser un compendio de normas, no un código. Un código fue lo que se pretendió elaborar, y de ca­rrera. La Carta debe ser documento sobrio, elemental y maestro. Comprensible para todo el mundo. De ella han de desterrarse la retórica y la verbosidad. Sobran los tonos doctorales al igual que los términos demasiado eruditos, y sobre todo los rebuscados.

En la Constitución aparecen palabras extrañas y disonan­tes, como subsidiariedad (art. 288) y complementariedad (art. 298). ¿Qué son los pre­supuestos plurianuales? (art. 339). La siguiente frase figura en los artículos 214 y 215: «Si el Gobierno no cumpliere con el deber de enviarlos, la Corte Constitucional aprehenderá de oficio y en forma inmediata su conocimiento».

¿Será  fácil  aprehender el conocimiento? Este verbo, de todos modos desafinado, significa asir, coger, prender. Otra frase: «Calificar y declarar precluidas las investigaciones realizadas» (art. 250). Un abogado sabe qué significa precluir: cerrar, terminar; pero el hombre común no. Como es término de juristas, no se en­cuentra en los diccionarios comunes de la lengua.

La coma es un diablillo que suele causar desastres. Bien empleada, le da fluidez y hermosura a la frase. Mal co­locada, frena el ritmo y altera el sentido de la oración; in­cluso ocasiona líos jurídicos. Si se usa para la enumeración, se suprime entre los dos últimos elementos cuando van unidos por conjunciones. No debe ponerse  entre el sujeto y el verbo.

Veamos, entre las mu­chas comas incorrectas que contiene el texto, las siguien­tes: «Los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados…» (Art. 93). «Son ramas del Poder Público, la Legislativa, la Ejecutiva, y la Judicial» (art. 113).

La tilde no es signo consen­tido por los escritores. Muchos la tienen desterrada. Otros la anotan a la diabla. En el texto no se marcó tilde a prohíbe y oírlos (arts. 17, 34, 35, 110, 136, 137), donde ocurre la fi­gura del hiato. Y se marcó a constituida, continua y dis­continua (arts. 95, 197 y 321), palabras graves terminadas en vocal (la combinación ui se considera diptongo).

Se acostumbra, sobre todo en el sector oficial, anotar con mayúscula el nombre de los cargos. Al Ministro lo en­cumbran con mayúscula, y en cambio al pobre portero lo de­jan en la oscuridad. Algunos piensan que el Doctor es más que el señor, tal vez porque éste se halla borrado por la sociedad moderna.

La ma­yúscula mal usada se ha con­vertido en signo sicológico con sentido reverencial, no gramatical. Ahí la noble dama se vuelve pedante y aduladora. La elegancia está en la senci­llez. Hoy la tendencia es es­cribir en minúscula el título de los oficios por tratarse de nombres comunes, y por más elevadas que sean las digni­dades. Permítanme los señores constituyentes, por lo tanto, el empleo respetuoso de voces llanas como estas: presidente, ministro, embajador, magis­trado, contralor, procurador, senador, representante, dipu­tado, concejal, alcalde, gobernador…

En fin, la Carta —esta sí en mayúscula— está escrita. Ojalá los legisladores del futuro tengan tiempo para la breve­dad y nos reduzcan a menos de la tercera parte el mamotreto actual, desde luego mejorán­dolo.

El Espectador, Bogotá, 18-VII-1991.

 

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Poetisa

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De acuerdo con el Dicciona­rio de la Real Academia de la Lengua, la mujer que escribe versos o está dotada de ima­ginación poética recibe el nombre de poetisa. Y si se trata del hombre, se le llama poeta. Las dos palabras diferencian los sexos, y la poesía será siempre poesía —ni masculina ni femenina—, porque el arte es único.

Dentro de las cam­pañas de liberación femenina, en los últimos tiempos se ha puesto de moda designar a la poetisa con el título del varón: poeta. Se comete así un error de concordancia. Es lo mismo que decir señora ministro —un sustantivo femenino con uno masculino—, o sea, un caso de hermafroditismo idiomático; o distinguido ministro, tratán­dose de una dama, con lo que se desconoce de plano el bello sexo de la agraciada funcio­naria.

¿Acaso las campañas de li­beración buscan borrarle el sexo a la mujer? ¡Ni más fal­taba! Esto sería lo mismo que arrebatarle, en aras de una causa mal entendida, su dulce identidad. No se trata de masculinizar a la mujer, sino de ponerla a competir por los puestos y las dignidades. Decir la poeta Guiomar equivale a inyectarle hormonas mascu­linas a la tierna poetisa y así desnaturalizarla. Esto no es invención del cronista. Es el genio del idioma.

Hay dos palabras similares: profeta y profetisa, consagra­das para cada sexo. También existen definiciones exclusivas: pitonisa será siempre palabra femenina por asimilación con la mujer que en la mitología de Apolo predecía el porvenir. Si dijéramos el pitoniso Ramiro, o sea, un caso de masculinidad adulterada, ya sabríamos de qué se trata.

Al entrar la mujer a ocupar las posiciones que antes eran exclusivas del varón, la sabiduría del idioma reconoció a nuestras queridas competido­ras, con los términos indica­dos, ese justo derecho. Y cada cual continuó en su puesto. En los tiempos antiguos sólo había médicos. Hoy también hay médicas. Lo mismo ingenieras, abogadas, capitanas, alcalde­sas, gobernadoras, ministras, rectoras, gerentas, presidentas, zapateras, peluqueras…

Sin embargo, algunas universidades todavía le dan el título de ingeniero o médico —sus­tantivos masculinos— a la mujer. Parece que en tales recintos no hubiera entrado la evolución del idioma, que también es una conquista de la mujer.

Poetisas siempre las ha ha­bido —y las habrá—, por más que ciertos alardes feministas persigan, en desmedido afán por igualarlas con el hombre, volverlas machos. ¡Y dicen que el hombre es el machista! La poesía, mientras tanto, seguirá siendo poesía. No importa quién la elabore.

La  poetisa Meira Delmar —que no el poeta— hizo esta defensa de la mujer en su discurso de ingreso a la Aca­demia Colombiana de la Len­gua:

“Tal vez no sobre aquí una breve observación dirigida a los que opinan que se encarece más a la poetisa si se le llama poeta, olvidando así no sólo elementales principios de gramática, sino la verdad in­cuestionable de que si la obra de arte cumple su cometido y trasciende su propia materia —palabra, sonido, color y forma— para transformarse en ese «algo más» que constituye su real esencia, no será ni más alta porque se le atribuya a un creador, ni menos porque se le asigne a una creadora”.

El Espectador, Bogotá, 27-V-1991.
Prensa Nueva, Ibagué, septiembre de 1991.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, N° 172, noviembre de 1991.
Revista Mefisto, N° 165, Pereira, julio de 2009.

* * *

Comentarios:

Como asiduo lector de El Espectador, he leído cuidadosamente todas sus colaboraciones, entre las que cabe destacar la referente al pretensioso poeta que usan las hijas de Apolo como una voluntaria abdicación de su feminidad. Tal escrito pienso publicarlo próximamente en nuestro Boletín. Horacio Bejarano Díaz, secretario de la Academia Colombiana de la Lengua.

En más de una ocasión he escrito sobre el tema: es contrario al buen uso y a la concordancia llamar poetas a las poetisas. Lo dice el Diccionario de la Lengua y lo manda la Academia Colombiana. Vuelvo al tema después de leer un artículo del escritor Gustavo Páez Escobar […] Páez Escobar cita al secretario ejecutivo de la Academia de la Lengua, Horacio Bejarano Díaz, quien se muestra totalmente de acuerdo con las ideas expuestas al respecto por Páez Escobar, y reafirma que éstas coinciden con las de la entidad rectora del idioma en nuestro país. De manera que Meira del Mar, Maruja Vieira, Dora Castellanos, Mariela del Nilo, mis ilustres colegas en la Academia, son poetisas, a mucho honor y conforme con lo que mandan las Academias Española y Colombiana de la Lengua. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 14-XI-1997.

 

 

 

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