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Las guerrillas del Llano

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los testimonios más representativos y veraces de la violencia política que azotó al país en los años cincuenta del siglo pasado lo presenta Eduardo Franco Isaza en su libro Las guerrillas del Llano.

La primera edición de dicha obra apareció en Caracas en 1955, y en Colombia circuló en forma clandestina debido al clima de represión y censura que se vivía entonces. La segunda edición es de la Librería Colombiana, de Bogotá, en 1959, con prólogo de Juan Lozano y Lozano; la tercera, de Hombre Nuevo, de Medellín, en 1968; la cuarta, del Círculo de Lectores de Colombia, en 1988; la quinta –que logré conseguir hace poco, luego de buscar el libro durante largos años– la efectuó Planeta Colombiana en 1994.

El autor, nacido en Sogamoso en 1920 y miembro de una prestigiosa familia, fue uno de los principales dirigentes guerrilleros del movimiento liberal que surgió en el Llano  para combatir el régimen conservador que se había encarnizado contra su partido. Eduardo Franco Isaza vivió, entre los años 1947 y 1953, dentro de la guerrilla que él mismo ayudó a organizar junto con otros tenedores de tierra en las sabanas de Casanare, todas las peripecias, angustias y horrores que representó aquella contienda histórica, una de las más demoledoras de Colombia.

Esta rebelión campesina estaba orientada desde Bogotá por el doctor Carlos Lleras Restrepo, presidente del Partido Liberal, quien en asocio de otros copartidarios suyos realizaba colectas para financiar los gastos inherentes a dicho conflicto armado, que no eran pocos ni fáciles de sostener. Mientras tanto, los guerrilleros luchaban casi con las uñas –sin armas suficientes y en precarias condiciones de alimentación y salubridad– para contrarrestar los ataques del adversario que se replegaban en el amplio territorio bajo el ímpetu de los “chulavitas”, denominación proveniente de una vereda del municipio boyacense de Boavita, que se hizo célebre por salir de allí las hordas asesinas que causaron en el país innumerables estragos.

Los “chulavitas” les dieron encarnación a los “pájaros” y unos y otros pasaron a la historia con la connotación de matones. Los cuerpos armados del régimen conservador exhalaban por los poros sangre chulavita, y a ellos se enfrentaban con arrojo, como centauros, los 1habitantes del Llano, acaudillados, entre otros, por Guadalupe Salcedo Unda, Eliseo Velásquez, Eduardo Franco Isaza, Rosendo Colmenares, Tulio Bautista, Dumar Aljure, Antonio Villamarín, Eduardo Fonseca. Eran dos poderosas fuerzas de choque y destrucción que se disputaban el dominio de las pampas y los montes para destruir al enemigo.

En esta guerra a muerte, que no solo estaba declarada en los Llanos Orientales, sino en el país entero, Colombia se desangraba en una pavorosa ola de criminalidad. El nervio de tal conflagración eran los odios políticos entre liberales y conservadores. Odios atávicos que comenzaron desde el propio nacimiento de la República con la rivalidad entre Bolívar y Santander, continuaron con las guerras del siglo XIX y llegaron a las entrañas del siglo XX. Colombia siempre ha estado en guerra.

Dice Augusto Trujillo Muñoz en su reciente libro De la Escuela Republicana a la Escuela del Tolima: “Tanto a nivel nacional como en las distintas regiones del país el lenguaje de la oposición conservadora era vehemente y, a menudo, agresivo. También lo había sido el del liberalismo frente a la hegemonía conservadora durante los años veinte. Quizá eso ayudó a incubar el fenómeno de la violencia de la mitad del siglo”.

Esta última lucha fratricida, pintada por Franco Isaza con realismo y lenguaje vehemente, donde a veces campea el alma poética de la llanura en medio del fragor de las balas, dejó en la comarca llanera alrededor de doscientos mil muertos, y en Colombia, alrededor de trescientos mil. Los combates se extendían desde Villavicencio hasta Arauca y desde el río Meta hasta el Vichada, en una extensión de 200.000 kilómetros cuadrados de llanuras, montañas y selvas.

La crueldad chulavita llegaba hasta los límites de la demencia. No solo se mataba, sino que se mataba con sevicia. El siguiente relato, que sitúa Franco Isaza en Puerto López, pinta la maldad diabólica que se aposentaba en las almas sanguinarias: “Un día un sargento conduce a cinco ciudadanos a la cantina del popular turco Chalela. Los hace beber hasta la embriaguez, él también se anima con unas cuantas copas. Al final los hombres mareados quedan dormidos sobre el mostrador y las mesas, entonces el sargento desenfunda su revólver y los despacha uno por uno con un tiro en la cabeza, les aligera los bolsillos de dinero y se larga en un avión de guerra”.

Los llaneros buscaban despejar su territorio de esta gente advenediza y bárbara. Y estos, a su turno, incitados por la peor pasión partidista de que se tenga noticia en la historia colombiana, no podían comportarse como mansas palomas. El terrorismo se apoderó de las tierras y de las almas. En la capital del país, los dos partidos libraban, desde la cumbre de sus mandos desquiciados, inútiles tentativas por conseguir la paz de la nación. Lejos de lograrlo, ardían las rotativas de El Espectador y El Tiempo y las llamas llegaban hasta las residencias de Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo.

Con la caída de la dictadura civil de Laureano Gómez y el inicio de la dictadura militar de Rojas Pinilla, se sintió un respiro en el Llano. Vino la invitación a que los guerrilleros abandonaran las armas, y a cambio se les ofreció la amnistía. Esto sonaba bien, por supuesto. La mayoría de los líderes rebeldes, creyendo en la buena fe del armisticio, se aprestó a firmar la paz, para regresar a sus hatos. En sentido contrario, Eduardo Franco Isaza, que pedía garantías para dar este paso, se opuso a la rendición incondicional.

A la postre, se quedó solo. Fue el único que no se entregó al general Rojas Pinilla, y se asiló en Venezuela. En ausencia, un juicio de guerra lo condenó a 24 años de cárcel. En Caracas escribió el libro a que se refiere esta nota. Allí, casado con una hija del jefe liberal Plinio Mendoza Neira, ejerció el periodismo durante varios años. Hoy, de 87 años de edad y residente en Bogotá, ya el país no lo recuerda. Dice él que luchó con coraje por la libertad del Llano y por la paz de los colombianos. Desde luego, hay que creerle. Se trata, sin duda, de un personaje legendario de aquellos episodios de sangre y violencia que concluyeron, en apariencia, hace medio siglo.

Eduardo Franco Isaza se queja en su libro del abandono en que los jerarcas del liberalismo dejaron a la guerrilla llanera, que ellos mismos habían empujado a la revolución. En el momento del naufragio del partido y de la angustia nacional que sufrió Colombia durante aquellas calendas, las figuras más importantes de la colectividad se ausentaron de la escena: Alfonso López Pumarejo se residenció en Londres; Eduardo Santos, en París; Alberto Lleras, en Estados Unidos; y otros se acomodaron en el exilio: Plinio Mendoza Neira, Alberto Jaramillo Sánchez, Julio Ortiz Márquez, Germán Zea Hernández… En esta crítica lo acompaña el autor del prólogo, Juan Lozano y Lozano, alta cifra del liberalismo.

El comandante general de las guerrillas del Llano, Guadalupe Salcedo, que creyó en la palabra oficial e hizo entrega solemne de las armas –con foto histórica que le dio la vuelta al mundo–, terminó traicionado. El 6 de junio de 1957, cuando se hallaba en la zona industrial de Bogotá, agentes de la policía lo cercaron y le ofrecieron respetarle la vida si se rendía. Con las manos en alto, murió acribillado por varios disparos. Hoy es una leyenda de la violencia de los Llanos Orientales.

Con la muerte de Guadalupe Salcedo hace medio siglo se cerraba un capítulo atroz de la vida colombiana, y comenzaba otra guerra, la que ha llegado a nuestros días: la del secuestro y el narcotráfico. La diferencia entre ambas es que la anterior no perpetraba secuestros y tenía otros ideales. Pero toda guerra es abominable. Así lo expresa Eduardo Franco Isaza en su libro: “La guerra siempre es desastre, muerte, destrucción, dolor. Ningún hombre normal quiere la guerra”.

El Espectador, Bogotá, 25 de enero de 2008.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 18, mayo de 2008.

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El último encomendero

jueves, 14 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El tema de la colonización antioqueña, que cuenta con amplia bibliografía representada en textos de historia, novelas, cuentos, poemas y múltiples expresiones del folclor popular, presenta nueva versión en El último encomendero, del escritor tolimense Luis Eduardo Gallego Valencia, persona que por otra parte tiene estrechos nexos ancestrales y afectivos con los departamentos del Quindío y Caldas.

La colonización antioqueña está considerada como uno de los sucesos más notables y conflictivos del siglo XIX, que llevó a grandes masas de población a desplazarse, en busca de los terrenos baldíos, por el sur de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Tolima, norte del Valle, Chocó y otras regiones. Esas muchedumbres de trashumantes tuvieron que desafiar toda suerte de penalidades, como la del medio ambiente, plagado de fieras y plagas agresivas, y la de los terratenientes, que trataban a los colonos como esclavos y se rehusaban a concederles la propiedad legal de los predios trabajados en medio de  sudores y lágrimas.

Mientras los poderosos protegían con prepotencia las grandes extensiones de tierra llegadas a su poder en virtud de alguna merced real o concesión, los desheredados no conseguían una pequeña franja para morar con su familia y poder subsistir. Los primeros defendían sus títulos documentales, y los segundos reclamaban el derecho a la propiedad que les otorgaba la ley del trabajo. Pelea implacable entre ambas partes, que originó a lo largo de muchos años un permanente clima de malestar y rencor de los peones, y de represalia y hostigamiento de los potentados.

Gallego Valencia sitúa la acción de su novela en una parte de la cordillera central andina, entre los ríos Arma y Chinchiná, y mueve a sus actores (que son los mismos personajes de la realidad, pero movidos en ocasiones por los hilos de la ficción y de la probabilidad histórica) en penosas travesías que los conducen a sembrar cosechas, fundar pueblos, aglutinar a sus familias dentro de las parcelas conquistadas y crear mecanismos de defensa. Al paso de los transeúntes van apareciendo poblaciones como La Ceja, Salamina, Aranzazu, Aguadas, Pácora, Neira.

Cuenta el escritor que esta novela histórica, o historia novelada, le surgió en el viaje que hizo en compañía de su hermano Alirio por el norte de Caldas, cuna de sus antepasados, cuya geografía e historia deseaba mostrarle en el propio teatro de los acontecimientos, para que captara el espíritu de la colonización antioqueña oculto en aquellos parajes abruptos. Su hermano, fuera de profundo conocedor de esos hechos, era cifra prestante de la cultura quindiana.

Ese fue el primer toque en la sensibilidad del futuro novelista, quien a partir de ese momento se dedicó con pasión a leer numerosos libros sobre la materia, a buscar  información en enciclopedias y bibliotecas, a escuchar opiniones y a forjarse, como conclusión, su propio criterio para la escritura de El último encomendero, libro que hace parte de la trilogía de novelas que ha bautizado con el nombre general de Reminiscencias de la colonización antioqueña.  En los próximos días aparecerá el segundo título, El enigma del Nevado, memorias de un espíritu radical, que describe la colonización antioqueña en el norte del Tolima y hace una semblanza de la personalidad legendaria del general Isidro Parra.

Son tres las principales figuras históricas que actúan en la novela comentada: Juan de Dios Aranzazu, hombre de amplia cultura y gran influjo político (llegará a ser presidente encargado de la República), quien ha recibido como herencia una poderosa merced real; Cosme Elías González, el último encomendero, malvado y cruel, y que proviene de una casta de latifundistas que ejerce su poder tiránico desde mucho tiempo atrás; y Fermín López, hombre sencillo y tímido, a la vez que arrojado y valiente, que se vuelve el adalid de miles de colonizadores que a lo largo de diez años se rebelan contra los atropellos y las injusticias que los oprimen.

Los historiadores destacan a Fermín López como héroe de la gesta colonizadora y le asignan el título de “moisés antioqueño”, por encarnar al precursor de la conquista lograda para las legiones de labriegos desposeídos. Con su victoria, los campos baldíos entran a producir riqueza nacional y a beneficiar a sus trabajadores, no sin antes haber sido sometidos éstos a vejámenes sin cuento y a enredados pleitos judiciales por la posesión de la tierra.

Gallego Valencia pinta en su novela, con colorido y el empleo de  lenguaje castizo y vigoroso (que a veces parece no permitir resuello en la lectura, sujeta a párrafos extensos y a la ausencia de diálogos), el clima de perturbación, penuria y sacrificio que sufrieron los primitivos pobladores en busca de una esperanza de vida. La obra define con propiedad los lugares, objetos y costumbres reinantes. Hay viveza en la narración y tino para plasmar el temperamento de los personajes. Sin duda, es la fiel interpretación del ambiente de aquella época borrascosa. Esa debe ser la novela histórica en su reto de reflejar la temperatura de los tiempos.

Parece como si el autor hubiera conocido palmo a palmo los ásperos caminos transitados hace dos siglos por miles de héroes anónimos. Son los mismos caminos, ya ‘civilizados’ en la época moderna, que el escritor recorrió para husmear las huellas de la historia, como lo hizo Flaubert sobre las ruinas de Cartago antes de escribir Salambó.

El Espectador, Bogotá, 26 de octubre de 2007

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Comentarios:

Me latió deprisa el corazón mientras leía tu artículo signado del bello estilo literario, la capacidad de síntesis y la ilustración del ensayista consumado. Luis Eduardo Gallego Valencia.

Al leer tu reseña magnífica dan ganas de salir corriendo a leer esa novela que narra las peripecias de nuestros antepasados. Yo nací en Cali, pero mi padre era de Jericó (Antioquia), y mi madre de Risaralda (Caldas); así que me tocan en el corazón estos temas de la colonización antioqueña en el Viejo Caldas. Alfredo Arango, Miami.

Excelente análisis de la novela sobre un tema apasionante y casi siempre mal interpretado. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

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Laureano Gómez, monstruo de la moral

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cuatro décadas, el 13 de julio de 1965, falleció en Bogotá, a los 76 años de edad, Laureano Gómez, el líder conservador más destacado del siglo XX. Sobre él escribió Hugo Velasco Arizabaleta en 1950 –una de las épocas más agitadas de la política colombiana– el libro Biografía de una tempestad, título que refleja el temperamento del caudillo. A raíz de su tempestuosa vida pública y sus encendidas arengas parlamentarias, que alternaba con fulgurantes escritos periodísticos, fueron varios los apelativos que le endilgaron a Laureano Gómez: monstruo, máquina infernal, relámpago, basilisco, águila, tempestad…

Estremecedor en la tribuna, su voz vibraba en el país con ímpetu arrollador, y tanto los gobiernos liberales como los conservadores, que lo temían y lo respetaban, y asimismo lo odiaban o lo amaban, sabían que era el implacable catón que denunciaba la deshonestidad pública y condenaba con furor a los transgresores, en cualquier sitio donde se hallaran.

Recuérdese la censura proferida contra el presidente Marco Fidel Suárez, su copartidario, por haber vendido a un banco extranjero sus sueldos y gastos de representación, para atender los costos de traslado del cadáver de su hijo, fallecido en un accidente en Estados Unidos. Esta venta fue calificada por Gómez como una indignidad, y fue uno de los motivos que llevaron al Presidente a renunciar al poder, dominado por profundo abatimiento. A la muerte de Suárez, su crítico severo, cicatrizado ya aquel episodio, escribió bellísima página donde exalta las grandes cualidades del patriarca.

La mejor expresión que se ha expresado sobre Gómez la dio Guillermo Valencia: “Formidable este Laureano Gómez. Como una racha huracanada, firme, impasible y sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas. El hombre tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar. Que deslumbra y hiere como el rayo y con el trueno de su voz hincha y colma las sordas oquedades del abismo y del pecado”.

Nunca conoció la claudicación y vivió siempre convencido de sus principios, aun en medio de los peores riesgos y de las graves equivocaciones en que a veces incurrió. Es común equivocarse en la política y en el trato con los hombres. Lo que él no admitía era que se pudiera resbalar en la moral.

En épocas adversas, cuando el poder se alejaba de sus manos y los amigos lo abandonaban, que no fueron pocas, más se robustecía su voluntad y crecía su fibra espartana. Jamás transigió en materia doctrinaria, porque el pensamiento estaba por encima de mezquinas circunstancias. Prefirió la cárcel, el oprobio y la pobreza, e incluso el destierro cuando lo derrocó la dictadura militar, al desdoro de la dignidad.

Formado con los jesuitas, de ellos aprendió la solvencia intelectual. Frente al clero y la religión mantuvo distancia en algunos momentos cruciales, pero acataba la divinidad y solía repetir que “el hombre es una brizna en la mano de Dios”. Lector impenitente de los clásicos, incursionó en los rigurosos caminos de la dialéctica, de donde extrajo la erudición y el bello estilo que forjaron al maestro de la elocuencia y del lenguaje castizo.

En la Revista Colombiana y los periódicos El Siglo y La Unidad, fundados por él, explayó la mente y escribió páginas memorables. Allí hizo célebres varios seudónimos: Jacinto Ventura, Cornelio Nepote, Eleuterio de Castro, Juan de Timoneda, Gonzalo González de la Gonzalera. Ocupó las más altas dignidades de la República y de su partido y en todas desplegó posiciones radicales, que a unos fascinaban y a otros exasperaban. Los campos más acordes con su carácter demoledor eran el parlamento y el periodismo, desde donde vigilaba al país con ojo de águila. Era hombre diverso y desconcertante.

Hoy, tanto tiempo después de aquellas épocas turbulentas, todavía quedan rezagos de la pasión sectaria que no ha dejado purificar la conciencia nacional de viejos resquemores. Los adversarios no podían ver al caudillo avasallante, al periodista fiscalizador, al tribuno grandilocuente, al estadista intelectual y probo. Ni admitir que era el orador más brillante que ha tenido el parlamento colombiano, dotado de vasta formación humanística y admirado en los países latinoamericanos.

En aquellas calendas, Colombia vivía una terrible época de rivalidad política, con muertos diarios a lo largo y ancho de la nación, que hoy ensombrecen las páginas de aquel pasado fratricida. De esa ferocidad no se libró ninguna de las dos colectividades. Quienes sin mucho análisis de la historia sólo han visto en el líder conservador un terror de la lucha partidista, y acaso interpretan el mote de El Monstruo como equivalente a hombre cruel, deberían considerar que la denominación va más allá, bajo esta acepción del diccionario: “persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”.

Tanta era la garra de Laureano Gómez para la lucha y tanta su jerarquía nacional, que en momentos aciagos para la democracia, cuando el país se derrumbaba en 1957 entre los peores actos de la dictadura, pactó con Alberto Lleras Camargo los acuerdos que terminaron con el régimen militar y crearon el Frente Nacional.

Monstruo de la moral: quizá sea la nota precisa que puede dársele a Laureano Gómez. Todos sus actos estaban subordinados a la cátedra de la pulcritud y la honradez en la vida pública, norma que no se cansó de sostener con denuedo. Su lucha fue infatigable e inclemente, porque la moral no podía tener esguinces. No puede tenerlos, a pesar de la disolución social de la época actual.

Cuánta falta le hace hoy Laureano Gómez al país. Si él viviera, la corrupción chocaría contra una roca. Colombia sería otra.

El Nuevo Siglo, Bogotá, 31 de julio de 2005.

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Comentarios:

Soy tu lector impenitente. Divulgaré entre mis alumnos, desde mi orilla liberal, el conocimiento del “monstruo”. Utilizaré para ello tu columna, si así me lo autorizas. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

Siquiera me hiciste caer en la cuenta de que Laureano Gómez ya hace 40 años que murió. Creo que ya podemos irle perdiendo el miedo. En cuanto a los seudónimos del caudillo conservador, creo que te faltó Fray Jerónimo, con el que se autoentrevistaba en El Siglo. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí sus escritos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted, al igual que muchos otros, no muchos, compatriotas, tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Nunca miré con simpatía a Laureano Gómez, porque me parecía un sectario y por lo que le hizo a Marco Fidel Suárez. Pero leyendo tu artículo sobre él pude apreciar una serie de facetas desconocidas para mí y mi concepto varió mientras te leía. ¡Trascendencia de la palabra, que puede edificar o destruir, arrancar o sembrar! Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

El leopardo mártir

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En Bucaramanga, de donde era oriundo el personaje, adquirí hace varios años el libro José Camacho Carreño, el leopardo mártir, título que recuerda una época ya desdibujada en nuestros días: la de los Leopardos, aguerrido grupo de políticos e intelectuales que se hicieron famosos en el país en la segunda y tercera décadas del siglo pasado.

 Otto Morales Benítez me facilitó dos viejos textos de José Camacho Carreño, básicos  para comprender el pensamiento del ilustre santandereano: el prólogo de las Memorias de Florentino González (1933) y el libro Bocetos y paisajes (1937), trabajos que encierran un acervo de riqueza intelectual. También leí el  vehemente ensayo de Horacio Gómez Aristizábal, escrito en los inicios de su profesión de penalista y su carrera literaria, donde sostiene que Camacho Carreño fue un espíritu atormentado toda la vida.

En la selecta biblioteca de Vicente Pérez Silva descubrí un tesoro invaluable: el álbum de recortes de prensa que él viene elaborando desde hace largos años y que hoy supera las 240 páginas, en tamaño oficio y color azul purísimo (enseña política de los Leopardos). Allí reposa la historia completa de este grupo legendario, decantada por las plumas de eminentes escritores del pasado. Todo este material, diverso en sus apuntaciones históricas y en sus enfoques críticos, me ha permitido abrir un horizonte amplio sobre el fulgurante leopardo.

No resisto la tentación de transcribir para mis lectores las palabras de Pérez Silva anotadas al comienzo de su preciado archivo (tal vez único en el país), como abreboca del suculento manjar que en sus páginas he degustado durante varios días: “Del acopio de escritos que recoge este álbum de recortes surge omnipresente la imagen de José Camacho Carreño, santo de mi devoción, al igual que la de los otros compañeros de generación que integraron el famoso grupo de los Leopardos. Este álbum hace parte de mi propia vida”.

En este legajo secreto, custodiado con tanto celo por el acucioso investigador, encontré la carta que Manuel Serrano Blanco le dirigió en 1952 a propósito de la noticia anunciada por Pérez Silva sobre el libro que en aquellos días –¡hace medio siglo!– había comenzado a preparar sobre el “santo de su devoción”. Conocida la confidencia, el reto para él no es otro que el de publicar cuanto antes dicha obra, de indudable valor, que el dilecto amigo le debe a la literatura colombiana.

Camacho Carreño nació en Bucaramanga el 18 de marzo de 1903 y murió en Puerto Colombia el 2 de junio de 1940. Itinerario demasiado fugaz, que sin embargo le permitió realizar rutilante labor en diversas actividades. En cualquier campo donde actuó –como político, parlamentario, diplomático, orador, ensayista, crítico o periodista–, dejó rastros de su inteligencia luminosa.

Desde temprana edad se adentró en la lectura de los clásicos y cultivó las disciplinas del lenguaje castizo, la oratoria refulgente y la dialéctica acrisolada. Su verbo subyugante, su ademán airoso, su fogosa elocuencia, su estampa varonil agitaban multitudes. Un coloso de la oratoria. Era el tribuno auténtico, huracanado y demoledor, que hacía vibrar el alma nacional con el poder de la palabra y el ímpetu y donaire de su talento. Sus defensas penales son de antología y sólo vienen a encontrar equivalencia en las de Jorge Eliécer Gaitán, de su misma generación.

A los 26 años llegó a la Cámara de Representantes, de la que fue dos veces presidente. Allí libró memorables duelos oratorios con prohombres de la talla de Antonio José Restrepo. Fue embajador en Argentina y Uruguay. En el campo del periodismo, su primera vinculación la hizo con El Nuevo Tiempo, donde alternaba con figuras consagradas, como Marco Fidel Suárez y Guillermo Valencia. Luego fue columnista asiduo de El Tiempo y allí divulgó sus mejores páginas sobre política, literatura y diferentes temas del acontecer nacional.

Los Leopardos aparecieron en el año 1924 como protesta contra el sistema político imperante y los dignatarios de su propio partido, que no permitían el surgimiento de nuevos dirigentes. El grupo lo formaban cinco jóvenes rebeldes y locuaces, nacidos entre 1900 y 1903, con similares ideas, temperamento y garra combativa: Augusto Ramírez Moreno, José Camacho Carreño, Silvio Villegas, Eliseo Arango y Joaquín Fidalgo Hermida (que se separó al poco tiempo y no dejó mayores huellas sobre sus actos posteriores).

Ramírez Moreno, al bautizar el grupo en honor de los leopardos pertenecientes a un circo que pasaba por Bogotá, recomendó “adoptar un nombre de guerra, algo que dé la sensación de agilidad, de fiereza, algo carnicero como los leopardos”. Con dicha impronta, los bizarros gladiadores de la inteligencia marcaron toda una época de la historia política y literaria del país. Desde la tribuna pública, la academia y los periódicos se lanzaron como una tromba contra las castas privilegiadas.

Derrocaron ministros, fustigaron a Laureano Gómez (que no era poca cosa) y atacaron el abuso y la sinrazón. Nunca se había conocido fuerza colectiva tan arrolladora. Dotados de delirante elocuencia, dejaron páginas magistrales que hoy enaltecen las letras colombianas. Sus estilos fueron clasificados de la siguiente manera: Eliseo Arango, el sustantivo; Silvio Villegas, el adjetivo; Camacho Carreño, el verbo, y Ramírez Moreno, la interjección.

En el libro El leopardo mártir se estremece la sensibilidad al enterarnos de la defensa que Camacho Carreño hizo de sí mismo dentro del proceso judicial en que se vio envuelto tras la agresión recibida de un hermano de su señora, en la despedida del año 1938. Por tal hecho, que significó grave ofensa a su dignidad y su hombría, se vio compelido a asesinarlo. El drama, ocurrido en la cumbre de su gloria, conmocionó al país entero y asimismo destruyó su vida

El 2 de junio de 1940, José Camacho Carreño, que sufría severo estado depresivo a raíz de la terrible desgracia (desde la cuna llevaba inoculado el brote de la ciclotimia), murió ahogado en Puerto Colombia, donde aquel sábado departía con unos amigos frente al mar. Luego del almuerzo y tras intensas libaciones, abrumado por la tórrida temperatura que le quemaba el cuerpo y el alma, se tiró al mar en busca de refresco. Y no regresó con vida. El mar ahogó su pena, y las olas –poéticas y trágicas– rugieron con resonancias de inmortalidad.

Han pasado 65 años. Días después de la tragedia, Augusto Ramírez Moreno, su acongojado compañero de la elocuencia, a quien le temblaba el alma y se le enmudeció la voz, decía lo siguiente en carta enviada a la madre del mártir:

“José era un genio, señora. Su cabeza fue un mundo sideral y las hebras de su pelo eran estrellas. Intuía y analizaba con igual empuje y con idéntica eficacia. Como tribuno jamás oí nada semejante: su palabra era líquida llama unas veces y en ocasiones un bastión. La inteligencia en Colombia se estremece porque la muerte de José la sacude como un terremoto”.

El Espectador, Bogotá, 23 de agosto de 2005.

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Comentarios:

Felicitaciones sobre tu artículo sobre Camacho Carreño. Impecable. Me encantó. Hernando García Mejía, Medellín.

Con profunda emoción y regocijo he leído su excelente artículo sobre Camacho Carreño. Vine a Caracas a realizar mi especialización en neurocirugía, la cual termino en diciembre de 2005. Siempre había querido leer el libro del leopardo mártir, el cual conseguí en uno de mis viajes a la bella Bucaramanga y devoré en mis noches de turnos del hospital. Usted nos resume un acontecer que no puede olvidarse. Jairo Enrique Contreras, Caracas.

Esta página tan conmovedora resume y deja una huella de dolor en el corazón de quienes no sabíamos de Camacho Carreño. Qué bien por la historia que reposa en manos de nuestro común amigo Vicente Pérez Silva. Inés Blanco, Bogotá.

La muerte del general París

miércoles, 2 de diciembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Tiempo, en su edición del pasado 25 de junio, informó que el general Gabriel París Gordillo, presidente de la Junta Militar que reemplazó al general Rojas Pinilla en 1957, había muerto en la ciudad de Bogotá y que sus exequias se realizarían al día siguiente con asistencia del presidente Álvaro Uribe Vélez. Al día siguiente, en lugar de las exequias y de los numerosos avisos funerarios que se presentían, apareció en el mismo diario la rectificación de la noticia, con esta manifestación de un hijo del general: “Él está en una finca del Tolima, no tiene problemas de salud y hasta da conferencias”.

Lo cual, por supuesto, es digno de celebración. Un personaje de la categoría del general París, que aparte de cumplir brillante carrera militar tuvo alta figuración en aquellos lejanos sucesos, ocupa sitio destacado en la historia colombiana. Sus otros compañeros del gobierno provisional fueron los generales Luis E. Ordóñez Castillo, Rafael Navas Pardo, Deogracias Fonseca Espinosa y el contralmirante Rubén Piedrahíta Arango. En ese tiempo, el general París contaba 47 años de edad, y hoy tiene 95. De entonces a hoy mucha agua ha corrido bajo los puentes, y la historia se ha olvidado.

El alto militar resucitó con estas palabras suyas, expresadas desde Flandes a un corresponsal del periódico, municipio donde reside desde hace varios años: “No estoy muerto, estoy vivito y coleando, con 95 años de vida, bien bebidos y bien comidos”. Palabras que equivalen a otra célebre frase que se viene repitiendo a lo largo de los años, como respuesta irónica, e incluso festiva, ante las muertes inexistentes (que las hay, las hay, como queda visto): “Los muertos que vos matáis gozan de completa salud”.

Ya ocurrido el caso, es pertinente hacer unas reflexiones sobre la falsa noticia,   cometida acaso por los apuros con que se arma el diario los fines de semana. Esto, desde luego, no justifica semejante equivocación. Frente a los códigos de responsabilidad que debe observar el periodismo en el campo informativo, no se entiende cómo se coló la pifia sin que nadie la hubiera detectado.

El Manual de Redacción de El Tiempo, en el numeral 2.05.07, dice que “los rumores no son noticia” y recomienda a los periodistas acudir a fuentes serias de información para confirmar la exactitud de los hechos. Aquí se pretermitió esa regla. Era fácil buscar contactos con la familia del presunto muerto, o con los mandos militares, y de paso enterarse de otras circunstancias relacionadas con el deceso. Y no se hizo.

La noticia fue a dar a página interior del periódico y no tuvo la notoriedad que ha debido concedérsele. La presente nota no entra a enjuiciar la gestión pública cumplida por el general París, figura sobresaliente del gobierno militar –tanto el de la dictadura como el le que siguió en el período de transición–, sino la equivocación cometida al darse una noticia infundada.

La rectificación apareció en el mismo espacio interior del diario, cuando lo indicado era hacerlo en primera página por tratarse de un error de gran tamaño, ya difundido en todo el país. Además, El Tiempo ha debido presentar excusas al general y su familia, por las incomodidades y el dolor que les causó. Una hija suya que vive en Bogotá quedó consternada cuando supo la muerte de su padre, y las horas siguientes fueron de ahogo y sufrimiento en medio de las incontables llamadas telefónicas que entraron a su residencia. ¿Qué piensa sobre este caso la defensora del lector de El Tiempo, en lo referente al ejercicio periodístico?

En la hoja de vida del general París se destacan las posiciones de comandante de la segunda y cuarta brigadas, con sedes en Barranquilla y Medellín. Durante el gobierno militar fue comandante del Ejército, embajador extraordinario y plenipotenciario en una misión en Estados Unidos, ministro de Justicia y de Guerra y encargado del Ministerio de Relaciones Exteriores. El 10 de mayo de 1957, a la caída de la dictadura, Rojas Pinilla lo escogió para presidir la Junta Militar, la que designó un gabinete de reconciliación nacional y convocó al plebiscito que estableció la alternación de los partidos en el poder durante 16 años, fórmula conocida como el Frente Nacional.

El 7 de agosto de 1958, los cinco militares entregaron el gobierno al doctor Alberto Lleras Camargo tras cumplir un papel de equilibrio y moderación luego de los graves hechos que había vivido la nación, y Colombia pasó a otro proceso histórico. De ese equipo, el único sobreviviente es el general París.

El Espectador, Bogotá, 30 de junio de 2005.

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Comentarios:

Felicitaciones por tu muy acertado y ameno artículo sobre la “muerte” que El Tiempo le dio al general París. Das una lección sobre cómo se deben manejar esas cosas desde el rigor periodístico que merecen. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

En nombre de toda nuestra familia, le agradezco infinitamente el artículo que escribió sobre la metidota de pata de El Tiempo. Y lo que usted dice es cierto: ni le dieron a la noticia la dimensión que merecía, ni la corrigieron con la misma fuerza. Tan cierto es esto, que cuando me comuniqué telefónicamente con él, me dijo que lo grave de ese asunto no era que lo hubieran matado, sino que no lo habían revivido. A mí, además de haberme dañado el sueño –pues mi mamá me llamó muy a las 5 a.m. a darme la noticia–, por poco me hacen abordar un avión hasta Bogotá. ¿Puede creer que hasta la oficina de Protocolo de la Presidencia llamaron a mamá a preguntar si la noticia era cierta, pues el presidente Uribe estaba preocupado y necesitaba saber los detalles de la situación? Enrique Gómez París, director de Desarrollo Económico, Gobernación de Santander.

La reacción que tuvo tu corrección sobre la supuesta muerte del general París es más que merecida, pues tú pusiste las cosas en su sitio. Los columnistas mayores –¿viejos?– al menos tenemos la virtud de la indagación, la reflexión y la prudencia, asuntos bastante menospreciados por los jóvenes picateclas. Hernando García Mejía, Medellín.

(El general París murió en Girardot el 21 de marzo de 2008, a los 98 años de edad. Es decir, murió cerca de tres años después de que El Tiempo dio la falsa noticia).

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Defensora del lector de El Tiempo: Cecilia Orozco T:

El 10 de julio intervino en este caso la Defensora del lector con la columna Sucesión de errores, quien anota, entre otras cosas: “Pese a que las posibilidades de equivocarse siempre están presentes, no es usual que se cometa un error tras otro (…) La responsable es una reportera experta en trabajos espinosos (…) Pero es obvio que en esta oportunidad falló (…)”.

La Defensora del lector  hace hincapié en las siguientes normas periodísticas:

“Podemos aprender varias lecciones de este capítulo excepcional:

“A. Las apariencias son más engañosas de lo que solemos aceptar. Con demasiada frecuencia, los periodistas llegamos a conclusiones apresuradas, basados en premisas tales como “todo indica que”…

“B. Es indispensable entender que cada uno de los datos que se van a utilizar tiene importancia y, en consecuencia, debe ser preciso. Muchos reporteros le dan prioridad a la verificación del punto central de su artículo y subestiman los detalles. Si estos son de corte histórico, el desprecio parece incrementarse, lo que puede conducir a serias inconsistencias, como quedó demostrado.

“C. La falta de interés en la historia es una falencia grave en cualquier periodista, no importa cuál posición ocupe en su profesión.

“Finalmente, si uno se equivoca, lo peor es evitar el tema. La mejor forma de salir airosos del apuro es reconocer con grandeza el error y guardar en la memoria –para no fallar de nuevo– el descuido que nos hizo caer en la trampa”.         

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