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lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

 

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Controversia histórica

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelve el doctor Horacio Gómez Aristizábal a enriquecer con esta obra la bibliografía colombiana, y esta vez se va por los caminos de la Historia presentando enfoques novedosos sobre temas que han sido muchas veces tratados, pero que él desea hacer controvertidos mediante el examen de nuevas tesis.

La Historia, cono lo pide Hipólito Taine, «tiene por instrumento la crítica prudente y la generalización circunspecta». El mismo autor, que define esta actividad como un arte y una ciencia, reclama para su buen desarrollo, y desde luego para que los hechos no lleguen desfigurados al público, inspiración, reflexión y espíritu creador. El buen estilo es otro ingrediente fundamental.

Escribir Historia es algo más que narrar sucesos, que muchas veces, por falta de concreción, de claridad o correcta interpretación, pierden identidad. Hay historiadores que abundan en datos inconexos que no consiguen estructurar una época. El verdadero historiador es el que les toma el pulso a los tiempos y los ubica adecuadamente. Los que no lo son, y son muchos los seudohistoriadores, presentan los sucesos en montón y con desorden, como si fuera al lector al que correspondiera ordenar­los y buscarles significado.

Si la Historia exige exactitud y comprobación, tam­bién impone sentido crítico. Este último requisito, de tan complejos alcances y delicada responsabilidad, es qui­zá el que le da más categoría al auténtico investigador. Historiar también es crear, aunque sin salirse de la realidad. Otra cosa sería la fantasía desbocada, que tanto abunda en estos predios. Muchos libros se pierden por inútiles y también por apasionados.

Horacio Gómez Aristizábal, mente inquieta y escru­tadora, sabe que la Historia no podrá ser una ciencia exacta, pero tampoco la hace utópica. Se propone en este ensayo asumir el papel de quien va a debatir episodios ya conocidos, para darles mayores dimensiones. Con la mente abierta que siempre lo ha distinguido, pero además respetuoso de la verdad, inquiere aquí y allá y crea inquietudes. Esa es una de las condiciones más exi­gentes del historiador.

Flaubert, para crear Salambó –uno de los capítulos más densos de la guerra–, tuvo pri­mero que husmear los escombros de Cartago y luego enfrentar­se a críticos de la época, hasta lograr definir el calor de aquellos tiempos.   Al historiador le obliga indagar, profundizar, interpretar. De lo contrario es mejor que cuelgue su pluma. Los hechos no se mueven: hay que descubrirlos, rotularlos y decantarlos.

No tendría sentido la Historia si no sembraran lecciones. Es ella la gran maestra de los tiempos, la guía permanente de la humanidad y, por esencia, la sabia consejera a la que no siempre oímos, porque no consultamos.

Gómez Aristizábal, al abordar terrenos tan extensos como la hispanidad y la decadencia de Bolívar, la emancipación americana, el deterioro del pueblo colombiano o la pobreza educacio­nal del país, somete al juicio público variados puntos de vista con los que aspira a trazar nuevos cauces para la exégesis de nuestra cultura.

Su imaginación es rica en divagaciones y sus plantea­mientos suscitan sorpresas y aportan ideas para mejor comprender nuestra idiosincrasia y orien­tar nuestro destino republicano.

La Patria, Armenia, 5-VII-1982.

 

 

 

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La Historia contra la pared

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Juan Zuleta Ferrer, director de El Colombiano, periodista por temperamento y formación, recorre la historia contemporánea del país en los vibrantes editoriales escritos a lo largo de los últimos cuarenta y ocho años. La Biblioteca Pú­blica Piloto de Medellín, bajo acertada y altruista gestión de Alejandro González, ha que­rido enaltecer la trayectoria de uno de los periodistas más bri­llantes de Colombia al recoger en libro los editoriales con que este hombre de ideas y fieros combates viene partici­pando en el juego de la demo­cracia.

La Historia contra la pared, título del libro que define el carácter del autor, expresa los alcances de un periodismo independiente y constructivo, que diferente a tantos estilos que se consumen por el arrebato de las pasiones o la ausencia de bagaje intelec­tual, se mete en la propia Histo­ria para enjuiciarla y buscarle grandeza. Zuleta Ferrer, cen­sor implacable de todos los go­biernos, oficio duro y enal­tecedor que muy pocos saben ejercer, ha fustigado con su pluma acerada los actos públi­cos que se apartan de la moral y no satisfacen las necesidades de la comunidad.

Y ha sido, so­bre todo, defensor incansa­ble de la soberanía de Antioquia, a la que todos los días quiere más grande, sin impor­tarle las asperezas de la lucha ni las dimensiones del enemigo, y siempre con la lanza en ristre para atacar el centralismo del país y propugnar el vigor de la provincia.

Condición muy especial de Zuleta Ferrer ha sido su vi­goroso regionalismo, pero no el ciego egoísmo que tiene fre­nadas a muchas ciudades, sino el sano afán de superación que estimula el amor a la tierra natal. Como lo expresa el doctor Carlos Lle­ras Restrepo en el prólogo del libro, “Juan Zuleta ama a Antioquia porque siente y cree que esa es la mejor manera de amar a Colombia».

Fue Lleras Restrepo uno de los blancos que encontró Zuleta para lanzar sus dardos contra la descentra­lización de poderes y que lo llevó a escribir uno de sus más célebres editoriales, El espíritu de los diez mil rostros, definida así por Zuleta la activi­dad del expresidente en el Pa­lacio de Bogotá, asimilando la leyenda oriental sobre Confucio. Le hace a Lleras un homenaje que destaca la vigilancia del estadista sobre la acciden­tada vida colombiana, y protesta por tanta concentración de funciones que no permiten al gobernante abar­car la totalidad de los problemas.

No se equivocó Zuleta Fe­rrer en la comparación, como que nueve años después de es­crito el editorial, este espíritu de los diez mil rostros llegó has­ta Medellín a testimoniar su admiración al periodista grande de la Montaña. El doctor Lleras Restrepo, temible en la lucha, lo mismo que generoso en el reconocimiento, exalta la impor­tancia de su adversario de otras épocas y admira su tem­ple, su claridad de pensamiento, su aporte al progreso de Antioquia y, sobre todo, la dignidad de su persona y el significado de sus causas. Medita Lleras en la omnipresencia presidencial y lleva a Antioquia tesis nove­dosas sobre el descentralismo o «federalismo moderno» y so­bre la redistribución de fuerzas políticas –sin crear nuevos partidos–, temas de actua­lidad que habrán de ser moti­vo de reflexión para las clases dirigentes del país.

La vida del doctor Juan Zule­ta Ferrer da para muchos comentarios que se ven limita­dos por la brevedad de esta no­ta. Como periodista de tiempo completo, sin vacilaciones y con la fe encendida en sus creencias, su voz se ha hecho sentir en el panorama de la nación. Distante del sectarismo, ha cumplido jornadas vehemen­tes de auténtica democracia. Al hombre de convicciones hay que respetarlo.

La prensa colombiana se siente orgullosa con un órgano de la valía de El Colombiano. Es la biblia de los antioqueños. Sus páginas han sido honradas por plu­mas muy prestantes. Un Otto Morales Benítez o un Belisario Betancur, militantes en parti­dos contrarios pero hermana­dos en el tiempo, en el tempe­ramento y en sus afanes patrióti­cos, y ambos presidenciales pa­ra bien de Antioquia y de Co­lombia, son algunos de los hombres notables que han pa­sado por los registros de El Colombiano.

La Historia queda frente a la pared al repasar los escritos del periodista que ha sabido pulsar el alma colombiana. El periodista, testigo de la Historia, debe ser también crítico de su tiempo y no conformarse con el papel de simple informador. Además de criticar los sucesos reproba­bles, el periodista debe ayudar a escribir la Historia de los pueblos.

La Patria, Manizales, 19-VIII-1978.

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Hitos de la identidad caldense

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con este título y el sello de la Editorial Manifraf, de Manizales, el escritor Jorge Eliécer Zapata Bonilla, presidente de la Academia Caldense de Historia, publica varios textos cortos sobre la vida de su departamento, con un denominador común: mostrar el proceso histórico de Caldas a través de una serie de sucesos que definen la identidad de la comarca.

Zapata Bonilla ha sido un estudioso y un divulgador constante de los valores de la región. En 1980 publicó la Historia de Supía, su tierra natal; en 1987, Visión del Occidente de Caldas; en 1990, Efemérides supieñas; en 2002, Municipios de Caldas, y ahora, el título a que se refiere esta nota. Es, además, poeta, cuentista,  ensayista y colaborador de periódicos y revistas.

En su libro destaca el capítulo de la colonización antioqueña, el hecho más notable de la vida caldense; se detiene en la creación del departamento, en 1905, bajo el gobierno del general Rafael Reyes; resalta el mestizaje de la raza caldense, y del país en general (tema muy trabajado por Otto Morales Benítez en infinidad de estudios), como factor determinante de la idiosincrasia colombiana, y se refiere a la obra literaria de ilustres caldenses que han dejado valiosos trabajos sobre la identidad regional, como Otto Morales Benítez, Albeiro Valencia Llanos, el presbítero Nazario Botero Restrepo y Adel López Gómez (nacido en Armenia, pero residenciado casi toda su vida en Manizales).

Todos ellos representan hitos perdurables del Gran Caldas, geografía dividida en tres unidades administrativas durante la segunda mitad del siglo pasado. La división territorial no ha significado el divorcio de los ideales y la manera de ser de los moradores, ni la renuncia a los imperativos de la raza paisa y su comportamiento social. Por el contrario, la independencia administrativa abrió caminos de progreso que le dan impulso a toda la región, que ha dado en llamarse Eje Cafetero como un emblema nacional.

Adel López Gómez, gran cantor de la tierra, de la gente y el paisaje, plasmó en sus cuentos retratos sobre el alma antioqueña, ubicada lo mismo en Antioquia, en Caldas, en Risaralda y en el Quindío. Otto Morales Benítez, ensayista extenso y profundo, es autor de obras ya incorporadas a la bibliografía regional, entre ellas, Testimonio de un pueblo y Cátedra caldense, a las que se refiere Zapata Bonilla en su libro.

En esta obra se da cabida, además, a ciertas particularidades del costumbrismo caldense, como las danzas de los resguardos indígenas, que trasladadas a la época actual imprimen un hito como expresión de la alegría, el espíritu abierto y el vigor característicos del pueblo caldense. O el envuelto y la arepa de chócolo, indispensables en los hábitos culinarios de estos departamentos, y que significan una tradición imprescindible de sus habitantes. Arepa y paisa son palabras inseparables, y hasta los crucigramistas, cuando están flojos de imaginación, presentan este acertijo que cualquiera descubre.

Es oportuno aplaudir el ánimo regionalista de Zapata Bonilla en su tarea de rescatar las tradiciones, las costumbres y la historia de Caldas. Puede decirse que toda su obra está encaminada hacia dicha finalidad. Desde la Academia Caldense de Historia ha dejado su propio hito.

El órgano oficial de esta entidad, llamado Impronta, va por los siete años de vida y se ha convertido en un semillero de la cultura caldense, y de gran provecho para los historiadores, los profesores, los estudiantes y en general  las personas amantes de su terruño. Este libro es un abrebocas para querer más a Caldas.

El Espectador, Bogotá, 10-XI-2010.
Eje 21, Manizales, 12-XI-2010.
La Crónica del Quindío, Armenia, 13-XI-2010.

 

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Una silla histórica

lunes, 11 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hermógenes Maza, convertido ya en el vencedor de Tenerife tras dra­máticos actos de arrojo y desenfreno, no sació nunca la sed de venganza y tropelía que desde lo más recóndito de su ser había jurado hacer implacable, en las noches atroces de su cautiverio en Caracas. El apetito de sangre, de re­friega, solo terminaría al apagarse su vida. Los estudiosos se detienen en ciertos rasgos o circunstancias para hallar la explicación del carácter de las personas. No hay duda de que los vejá­menes que sufrió el  héroe en la prisión le dejaron cicatrices incurables.

El mayor desborde de odio parece centrarse en los sucesos que siguieron a la toma de Tenerife. Rondando por las aguas del Magdalena, en inmedia­ciones de Mompós, penetró a un con­vento que se hallaba abandonado y halló una silla, perteneciente a la abadesa de hermanas carmelitas que allí habitaban. El mueble, hasta entonces asiento de reflexión y con­sejo, iba a convertirse en el trono de la furia.

Lo hizo transportar al borde del río y se po­sesionó de él para ejercer su «justicia», la justicia que llevaba quemándole el corazón y que descargaría, con el ímpetu de Diomedes, sobre las cabezas de los cautivos. Estos fueron desfilan­do a empellones y en su presencia de­bían pronunciar bien la palabra Fran­cisco, bien Zaragoza, para determinar si eran españoles o americanos. Si la pronunciación de la ce o la zeta era española, el prisionero era condenado a muerte. ¡Vere­dicto impresionante éste en que el solo acento, imposible de modificar ni aun en momentos de serenidad ante el mie­do, determina la salvación o el sinies­tro!

Los verdugos, armados de machetes, daban el golpe de gracia antes de lanzar el cuerpo al río. Las aguas del Magdalena se tiñeron de san­gre por largas horas, hasta que el encono del patriota pareció aplacarse al pasar ante la silla de la muerte el último de los enemigos.

Se habían invertido los papeles. Años atrás, en la mazmorra de Caracas, se le había sometido a horribles tor­turas, y varias veces había sido con­denado a muerte. Su cautiverio fue una muerte lenta. Pero cuando logró evadirse, convirtió su ex­periencia en el filo inexorable de la muerte reprimida que le infligieron a diario. Maza pasó a ser verdugo, por caprichos del destino. No perdonó, co­mo no lo perdonaron a él. La saña del enemigo se mostró incontenible y solo la audacia e intrepidez del militar lo llevaron a saltar las tapias de la cárcel, en inmediaciones de su ejecución.

Los biógrafos se adentran en in­finidad de detalles para explorar el pa­sado que suele llegar en fragmentos o en mensajes, coherentes unos y los más confusos, de los que arranca la his­toria. La imaginación une en ocasiones vacíos irremediables, pero de todas maneras el estudio salva grandes eslabones que son los que integran el alma de la noticia. Se recogen, otras veces, elementos físicos que custodian los museos como pertrechos de la gran­deza. Los sables, los cañones de nuestra libertad han sobrevivido a muchos naufragios. Las botas y los uniformes militares que nos dieron lustre, han re­sistido la embestida de los años.

La silla que inspiró aquel grito de venganza, de furor e in­dependencia, fue carcomida por el tiempo Puede pensarse que tras el sangriento castigo se lanzó a la tur­bulencia de las aguas, manchada como había quedado por la sangre insurgente. Alguien ha debido sal­varla para la posteridad. Su significado, su elocuencia, son relevantes en la per­sonalidad del héroe de Tenerife. El arrebato se acrecentó y engrandeció ante ella. En aquel instante surgió la fiereza del hombre aguerrido, del héroe humillado. En esa explosión de ira y vehemencia quedó plasmado el carácter del general Maza.

Los héroes nos pertenecen con sus atributos y debilidades, sus glorias y fracasos. Esa silla, que dibuja un acto de ímpetu, tiene mucho de historia patria.

La Patria, Manizales, 8-XI-1972.
Prensa Cultural Nueva, Ibagué, noviembre de 1993.

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