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De la humildad a la grandeza

miércoles, 2 de diciembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A 150 años del natalicio de Marco Fidel Suárez y 78 de su muerte, el tiempo se ha encargado de mantener su nombre como el de uno de los hombres más ilustres del país en los campos de las letras, la cultura y la política. Su período presidencial se vio afectado por serios contratiempos, muy propios de aquella época –como la ferocidad de las guerras civiles, las discordias de los partidos y la crisis económica de 1921–, pero la historia le reconocería sus dotes de gobernante y sus acendradas virtudes humanas, intelectuales y patrióticas.

Nace el 23 de abril de 1855 en Hatoviejo, hoy municipio de Bello, en una desmantelada choza donde su madre, Rosalía Suárez, se gana la vida en el oficio de lavandera. Con los precarios ingresos que recibe, y que años después incrementa con el amasijo de galletas que el propio Marco Fidel vende antes de ir a la escuela, la humilde mujer atraviesa una etapa amarga, que no logra superar a pesar de sus esfuerzos por obtener otro nivel de vida.

Este ambiente de pobreza y abandono ensombrece los primeros años del infante y le transmite acerbas sensaciones sobre la sociedad. La condición de hijo natural, tan grave en aquella época, es un estigma que lacera su juventud. Ya en la cumbre del poder, superado con su férrea voluntad aquel maltrato social, y orgulloso con ser el hijo de la lavandera, siente agrado al llamarse a sí mismo el “presidente paria”, y se refiere a su madre como “mi abejita diligente”.

El amor por Rosalía es tan arraigado, limpio y noble, que la ha entronizado en el corazón como su reina irrenunciable. El padre de Marco Fidel, José María Barrientos, esclarecido miembro de la sociedad antioqueña, que no había reconocido a su hijo por gazmoñerías de la época, un día le propone que use su apellido. Pero él le contesta que, si durante tanto tiempo se ha dado a conocer con el sólo apellido de su madre y así ha adquirido notoriedad, no tiene por qué cambiar de denominación, y por tanto conservará su autenticidad.

De las experiencias de la niñez y la juventud se deriva el temperamento tímido y nervioso, movido por ocultos brotes de insatisfacción e hiperestesia, que tendrá toda la vida. Ciertos gestos sombríos y actitudes hostiles nacen de su carácter inseguro y le crean inestabilidad emocional, circunstancia que en la edad adulta, tal vez como una represalia contra la desigualdad humana, lo lleva a empuñar la pluma mordaz contra sus detractores. Esta conducta se refleja con mayor acento en varios pasajes de los Sueños de Luciano Pulgar, obra deslumbrante sobre las letras, la filosofía, la historia y la condición humana, donde campean la sátira, la crítica política y el bello estilo, dones que motivan a don Juan Valera para declararlo como “el Cervantes de nuestro siglo”.

A los 14 años se matricula en el Seminario de Medellín, donde se descubre su precoz inteligencia. No sólo sobresale en la gramática y el arte, las matemáticas y la física, la teología y el derecho canónigo, sino que abriga la firme ilusión de ser sacerdote. Deseo que se trunca al negársele ese destino. En vista de lo cual, ingresa como maestro a la escuela de varones de Hatoviejo. En 1879 se alista en la guerra y es nombrado teniente en el campo de batalla. Derrotado su ejército, regresa a la vida civil con tres frustraciones: la de no haber podido ser sacerdote, la del fracaso militar y la de haber perdido el puesto de maestro.

Resuelve entonces irse para Bogotá. Un año después irrumpe en el mundo de las letras con un ensayo sobre la Gramática Castellana, que resulta premiado por la Academia Colombiana de la Lengua. A partir de entonces su nombre vuela como un meteoro en el panorama cultural: reemplaza a Miguel Antonio Caro como director de la Biblioteca Nacional, se desempeña como amanuense de Rufino José Cuervo, es elegido miembro de varias academias y escribe eruditos ensayos sobre diversas materias. Con Caro, Carrasquilla y Marroquín integra la nómina  de los retóricos, que tanto lustre le dará al país.

Alterna las tareas académicas y literarias con la penetración en el derecho internacional, y un día descubre la política, que no es su campo de acción, pero que llega a seducirlo. En 1885 es nombrado funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, organismo del que será ministro en tres ocasiones, lo mismo que ministro de Instrucción Pública y encargado del Ministerio de Hacienda. En 1914 es presidente del Congreso y director de su partido. Y en 1918 es elegido Presidente. En este mismo año fallece en Estados Unidos su hijo Gabriel, de 19 años, pena de la que, junto con la pérdida de su esposa en 1899, nunca se repondrá.

El cadáver de su hijo es traído en barco al año siguiente, y para atender los costos de la repatriación ha tenido que vender sus sueldos. Esto da lugar a furiosas manifestaciones de protesta, a la cabeza de las cuales está Laureano Gómez, que tilda el acto como una indignidad. En noviembre de 1921 renuncia a la Presidencia, forzado, ante todo, por las presiones políticas que recibe a raíz de la aguda crisis económica y financiera que vive Colombia, de la que no es responsable, y en segundo lugar, por los ataques de Laureano Gómez a raíz de la venta de los sueldos. En acto de decoro –y al mismo tiempo de humildad–, Marco Fidel Suárez, al dejar la Presidencia, devuelve las condecoraciones que le habían sido conferidas por varias naciones.

Ya por fuera del poder, se suscitan encendidas controversias bajo el fragor de las pasiones políticas. Pero el devenir de los años hace fulgurar su figura como la del gran estadista que tuvo que ejercer el gobierno en medio de un país destrozado por la guerra y carcomido por el sectarismo. Se le escarnece hasta extremos inauditos, incluso por parte de sus secuaces. Sufre la adversidad con temple espartano, y al mismo tiempo con inmensa tristeza. Su honradez y dignidad son superiores a su tiempo. Una personalidad de su época, situado en terreno contrario –Luis Eduardo Nieto Caballero–, proclama, apartándose del montón, que Suárez “es un excelso patriota”. Este juicio lo redime de la iniquidad.

Marco Fidel Suárez muere en Bogotá el 3 de abril de 1927, a los 72 años de edad. En Bello, convertida en monumento nacional, se conserva la modesta choza, visitada todos los años por miles de turistas e intelectuales, donde el personaje llegó al mundo y engrandeció la historia.

El Espectador, Bogotá, 2 de agosto de 2005.

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Comentarios:

Bello y bien documentado tu artículo sobre Suárez, una de las figuras humanas más puras y apasionantes de la historia colombiana. Hernando García Mejía, Medellín.

Leí sus artículos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Me ha conmovido mucho lo que escribiste sobre Marco Fidel Suárez porque desde niña mis padres me enseñaron a quererlo y a apreciarlo. Admito tu ecuanimidad para narrar los sucesos y las desdichas de este compatriota sin igual. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Los dos Uribes

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace veinticinco años me obsequió Rafael Gómez Picón el libro de su autoría titulado “Rafael Uribe Uribe en la intimidad”, obra que he vuelto a leer en estos días junto con otros documentos valiosos -entre ellos varios ensayos de Otto Morales Benítez- que me propuse unir para rastrear con mayor enfoque la extraordinaria personalidad del inmolado líder antioqueño. De esas lecturas he sacado certeras señales tanto sobre la época tormentosa que le tocó vivir al héroe, y que produjo a la vez una implacable tormenta interior en su alma, como sobre las estrechas similitudes que existen entre él y otro Uribe de nuestros días: el doctor Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República.

Debo confesar que la correspondencia dirigida por el general Uribe a su esposa entre los años 1885 y 1895 me causó honda conmoción. Difícil hallar un epistolario tan entrañable y enternecedor, tan lleno de afecto, ideas y sabiduría. Esas cartas constantes, muchas de ellas escritas en la prisión o en el fragor de las batallas, no solo revelan las angustias y esperanzas del aguerrido político, sino que pintan la temperatura de aquellos tiempos dominados por los odios y la pasión sectaria.

El país de entonces vivía bajo la permanente contienda bélica, y al general Uribe le correspondió participar en las guerras de los años 1876, 1886, 1895 y 1899. Su liderazgo como abanderado de la paz y fustigador de la injusticia social lo mantenía más en la cárcel que al lado de su familia. Hoy, el azote de la guerrilla tiene ensangrentado el mapa de la patria, desde mucho tiempo atrás, y sometido al presidente Uribe a los mismos atentados de que aquél fue objeto.

El general Uribe fue un luchador solitario que en infinidad de ocasiones expuso su vida por la defensa de sus ideas. En 1896 era el único miembro de su partido que asistía al Congreso, y su voz se escuchaba en todo el país. Por su parte, a Uribe Vélez le ha correspondido afrontar grandes cruzadas sin el respaldo de su colectividad, y también su liderazgo se siente en todo el territorio nacional. Las luchas de ambos eran y son lo mismo de audaces, y dirigidas a iguales objetivos: el progreso social, el imperio de las libertades, la condena de la opresión, el fomento del campo y de la economía, la erradicación de la pobreza.

El general Uribe nunca se arredró ante las dificultades, y sus ideas eran claras e incisivas. Desafiaba el peligro con altas cargas de coraje y jamás retrocedió ante el adversario. Sus lides las ganaba más con el filo de la inteligencia que con el filo de la espada. Con vehemencia defendía los principios morales y los valores de la familia. ¿Hay acaso alguna diferencia con el presidente Uribe, uno de los elementos humanos de mayor carácter que haya tenido Colombia? Otra semejanza, muy pronunciada en ellos, es su vocación por el campo.  Finqueros de nacimiento, aprendieron en el ámbito campesino a valorar al hombre y sacar pautas para ennoblecer el ejercicio de la vida pública. La tierra significó para ellos, fuera de un medio de laboreo y sustento, una identidad con las raíces de la patria.

Edificante ejercicio el de leer una por una, como lo he hecho con morosa delectación, las cartas que ubican a Rafael Uribe Uribe en la intimidad de su hogar. Allí se encuentra el esclarecido pensador y el arrojado militar y político que recorre el país dentro de sus propósitos justicieros, y que muchas veces va a dar la cárcel, y al mismo tiempo envía cartas seguidas a su esposa para mantener vivo el afecto familiar y no dejar desfallecer a los suyos en las garras del infortunio. El más optimista y afirmativo de todos es el propio prisionero. “Todavía no ha nacido -le escribe en una de sus épocas aciagas- el que me vea sin bríos o amilanado (…) Tomo las cosas por el lado bueno, y si no lo tienen, presto paciencia y espero”.

En repetidas ocasiones le dice a su esposa que no se deje vencer por el desaliento y que conserve, por el contrario, el ánimo templado para superar los reveses y sacar a los hijos adelante. A ellos les recomienda, con el mismo tesón, que todos los días se levanten temprano, destierren la pereza, hagan ejercicio continuo y aprendan las fórmulas de la vida sana y productiva, como métodos para llegar lejos.

Esas misivas son mensajeras de los mejores consejos sobre la dignidad humana, sobre la guarda de los valores y la derrota de los vicios. No quiere lágrimas en la familia: “Si el lloro y la melancolía son muestras de amor -le advierte a doña Tulia-, creo que, como interesado principal, puedo decirte que no me gusta ese modo de quererme y que ojalá me lo cambies por otro”. Además, desea una esposa bien arreglada y sugestiva, que no se deje engordar ni perder la figura. Todo un tratado de estética y glamour, dictado por un prisionero invencible que nunca se dejó apabullar por el fracaso y que en los calabozos se dedicó a leer, estudiar, escribir y aconsejar.

En diferente escenario, el presidente Uribe Vélez irradia esa misma maravillosa personalidad. Ahí lo vemos todos los días levantándose con las primeras luces del día a practicar la lectura, el deporte y la meditación, para pasar luego a dirigir, con mente clara, mano firme y corazón abierto, los ingentes problemas de un país sumido en la atrocidad de la guerra. Los mismos consejos que el general Uribe daba a sus hijos, son los que inculca en los suyos el otro Uribe,  nacido un siglo después, quien con el mismo talante, altura de miras y concepción filosófica de la existencia y sus complejidades, sigue los mismos derroteros trazados en la historia colombiana por su coterráneo, auténtico paladín de la patria.

El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2003.

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Cadena de errores y de dolores

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Categórico el análisis que hace Cecilia Orozco, defensora del lector de El Tiempo, sobre los errores cometidos por el diario al difundir la noticia infundada sobre la muerte del general Gabriel París Gordillo, presidente de la Junta Militar que en 1957 reemplazó al general Gustavo Rojas Pinilla. A raíz de esa serie de equivocaciones, esta columna se pronunció con el artículo La muerte del general París (edición virtual de El Espectador, 30-VI-2005).

A la crítica que formulé en torno al delicado asunto, se sumaron diferentes mensajes recibidos por la periodista Orozco, según lo manifiesta en su columna, lo mismo que varios mensajes que lectores de mi artículo me hicieron llegar. No era para menos, tratándose de un error garrafal que se deslizó sin ningún obstáculo, por falta de control del periódico, y, que fuera del impacto social que produjo en el país, causó malestar y dolor en la familia del general.

Dice la defensora del lector que, al averiguar qué había ocurrido, se encontró con que la autora era “una reportera experta en trabajos espinosos”, que en otras ocasiones había presentado sus trabajos sin la menor objeción. Pero esta vez falló, y de manera grave. Manifiesta la reportera que por aquellos días pensaba tener una entrevista con el general París, y que una fuente la llamó a informarle que el general había fallecido. Así soltó la información, dando cuenta de la fecha y el lugar de las exequias, e incluso de la presencia del presidente Uribe.

Sin embargo, el muerto era el general Abraham Varón Valencia, ministro de Defensa en el gobierno de López Michelsen. La falla de la reportera consistió en no verificar la información. “Los rumores no son noticia”, dice el Manual de Redacción de El El Tiempo, regla de oro que debe cumplirse en el periodismo. Además, la reportera de marras cometió otro error, al manifestar que no quedaba ningún sobreviviente de la Junta Militar, cuando en Cali reside el general Deogracias Fonseca Espinosa, con 97 años de edad.

Nadie está exento de cometer errores, pero en caso tan destacado y de fácil comprobación como el que se comenta, a la periodista se le fueron las luces y dejó de ser la hábil reportera para “trabajos espinosos”, como la califica la defensora de los lectores. La noticia ocasionó fuerte malestar en la familia del general París, y rajo confusión y pena a una hija y a una hermana suyas. Aunque al día siguiente El Tiempo hizo la rectificación, ésta no tuvo el despliegue que merecía, ni a la familia se ofrecieron palabras de reparación por el daño ocasionado.

De este episodio debe quedar una clara lección sobre el rigor con que debe manejarse el oficio periodístico. La columna de Cecilia Orozco marca en este sentido tres pasos fundamentales (que ojalá siguieran todos los periodistas), y concluye con esta valiosa recomendación: “Si uno se equivoca, lo peor es evitar el tema. La mejor forma de salir airosos del apuro es reconocer con grandeza el error y guardar en la memoria –para no fallar de nuevo– el descuido que nos hizo caer en la trampa”.

* * *

Como corolario de este “espinoso” y amargo tema, publico el mensaje que me llegó de Bucaramanga, de un sobrino del general París:

“Lo que usted dice es cierto: ni le dieron a la noticia la dimensión que merecía, ni la corrigieron con la misma fuerza. Tan cierto es esto, que cuando me comuniqué telefónicamente con él (el general París), me dijo que lo grave de este asunto no era que lo hubieran matado, sino que no lo habían revivido. Ni siquiera se enteró del reportaje del lunes siguiente en el que notificaban su supervivencia. Ni una nota de excusa… nada.

“A mí, además de haberme dañado el sueño –pues mi mamá me llamó muy a las cinco a.m. a darme la terrible noticia–, por poco me hacen abordar un avión hasta Bogotá. A Dios gracias la roña me ganó y en mi casa alcanzaron a comunicarse con Flandes para corroborar la situación. ¿Puede creer que hasta de la Oficina de Protocolo de la Presidencia llamaron a mamá para preguntar si la noticia era cierta, pues el presidente Uribe estaba preocupadísimo y necesitaba saber los detalles de la situación?

“… y no me voy sin rectificarle otro error que apareció en El Tiempo y usted lo recogió: mi tío Gabriel no es el único superviviente de la Junta Militar. Reside en Cali el general Deogracias Fonseca Espinosa, con 97 años cumplidos (es el expresidente más longevo de la Historia de Colombia). Henrique Gómez París, director de Desarrollo Económico, Gobernación de Santander”.

El Espectador, Bogotá, 14 de julio de 2005.

Boyacá y su Academia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el Ciclorama del Puente de Boyacá, el pasado 9 de abril, la Academia Boyacense de Historia se reunió en sesión solemne para celebrar sus cien años de vida. No ha podido escogerse mejor escenario para esta efemérides: allí palpita el corazón de la patria en medio de los símbolos que recuerdan la derrota de la opresión española y el nacimiento de la libertad. A partir de ese momento se iniciaba la historia grande de un pueblo que rompía las cadenas de la esclavitud y se volvía soberano.

La Academia Boyacense de Historia fue fundada el 9 de abril de 1905 con el nombre de Centro de Historia de Tunja (que llevó hasta 1946), por Cayetano Vásquez Elizalde, y su primer presidente fue el canónigo Aquilino Niño Camacho. A través de los años, la entidad se ha encargado de mantener prendida la llama del nacionalismo y el culto a las tradiciones, comenzando por afirmar los episodios históricos de la propia región. Pocas zonas del país aglutinaron en los días de la Independencia tanta variedad de personajes y de sucesos heroicos como los ocurridos en esta tierra de epopeyas y oraciones. Y pocas poseen en los días actuales su misma esencia cultural.

El segundo presidente fue el canónigo Cayo Leonidas Peñuela Quintero, tío de la poetisa Laura Victoria, célebre historiador y polemista que en 1912 fundó el Repertorio Boyacense, órgano oficial de la Academia, el que acaba de llegar a 341 ediciones. Se trata de la revista más antigua de las academias regionales de historia y del departamento de Boyacá, por cuyas páginas han desfilado egregios escritores dedicados a destacar los valores de la comarca, decantar la historia, fortalecer la cultura y afianzar el sentido de pertenencia a la patria. Es una publicación de lujo y de sólido contenido, en la cual se ventilan los temas más variados y profundos que hacen relación con el campo académico, siempre con la mira puesta en Boyacá y en Colombia.

Quince presidentes ha tenido la institución en su siglo de existencia. Seis de ellos provienen del ámbito eclesiástico, lo que refrenda una de las características más propias de Boyacá: el espíritu religioso que se respira en todas partes. Y dos secretarios perpetuos: Ramón C. Correa Samudio, que estuvo al frente del cargo, con ejemplar entrega y maravillosa labor productiva, durante 68 años, y Enrique Medina Flórez, insigne personaje de las letras y la docencia, que lo reemplazó en 1991 y acaba de recibir, en la ceremonia del Puente de Boyacá, la exaltación como miembro benemérito. El presidente actual, que ha ocupado la posición en dos ocasiones, es Javier Ocampo López, maestro de historia y gran promotor de la cultura boyacense.

En el centro académico se ha dado cita, a través de todas las épocas, lo más granado de la inteligencia boyacense: literatos de amplio prestigio, historiadores de vasta cultura, prestigiosos sacerdotes, profesores e investigadores, dedicados todos a la causa común de escudriñar la historia y difundirla en conferencias, libros y otros medios de comunicación. Son ellos, sin duda, una de las fuerzas vivas con que cuenta el departamento para mantenerse como modelo cultural del país.

Hay varias actividades institucionales que merecen especial mención: una es la “Cátedra de Boyacá”, dirigida a maestros y estudiantes, programa que se desplaza por los municipios con seminarios sobre la historia, las letras, el arte y la arquitectura, entre otros aspectos, y que busca la identidad local y regional; otra, el equipo de las “guardias cívicas”,  conformadas por grupos juveniles que impulsan el civismo y preservan el patrimonio histórico en toda la comarca; la tercera, la administración del Archivo Histórico Regional de Boyacá, donde se protege la memoria documental que viene desde la conquista y colonización del país; y por último, la labor bibliográfica que, estimulada por la Gobernación de Boyacá, ha hecho posible la publicación de 135 libros hasta el momento, sobre diferentes asuntos históricos y culturales.

El paisaje y el espíritu son en Boyacá las insignias mayores de esta raza legendaria, a la que tanto le cantó Armando Solano en páginas memorables, y no en vano los actuales directivos de la corporación prosiguen en el empeño que animó al fundador y a sus colaboradores: recoger e interpretar el alma boyacense en los innumerables estudios realizados por parte de mentes eruditas que engrandecen la vida regional.

El Espectador, Bogotá, 28 de abril de 2005.
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La Cardeñosa

sábado, 10 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En julio de 1537, cuando los españoles buscaban un camino para llegar a los Llanos Orientales y descubrir el tesoro de El Dorado, encontraron a los indios teguas, que moraban en el actual municipio boyacense de Campohermoso y poseían grandes conocimientos medicinales extraídos de las yerbas. Eran famosos por sus sorprendentes poderes curativos y puede decirse que de allí nació la ciencia médica en Colombia. De ellos se derivó el término “tegua”, con el que más tarde se denominaría a la persona que ejerce la medicina sin poseer título profesional.

Estos indios valerosos se opusieron al conquistador español y lucharon con desespero por proteger sus valiosas riquezas, representadas en oro y esmeraldas, que guardaron con sigilo en profundas guacas diseminadas en sus tierras montañosas. De ellos se dice que eran formidables constructores de acueductos y puentes colgantes. Además se distinguían por su amor a la naturaleza y su organización comunitaria. A lo largo del tiempo, los guaqueros se apoderaron en forma gradual de la fortuna escondida en los montes, hasta hacer desaparecer toda huella de la comunidad teguana, la que se extinguió durante el curso del siglo XX, en forma silenciosa y en medio del olvido de los nuevos tiempos.

De aquella cultura emerge la imagen fulgurante de la Cardeñosa, india de extraordinaria belleza rescatada como prototipo de la mujer teguana y por extensión, de la mujer boyacense. El ilustre escritor de la comarca Pedro Gustavo Huertas Ramírez, expresidente de la Academia Boyacense de Historia y catedrático de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, es autor de diversas  investigaciones sobre este personaje legendario, y a través de los años se ha convertido en el mayor pregonero de sus atributos y su trascendencia histórica.

La primera noticia que tuve sobre la Cardeñosa fue en el libro Guerreros, beldades y curanderos. El enigma de los indios teguas, que el citado escritor publicó en 1995. Ahora, de su misma autoría, sale la obra Boyacá: perfiles de identidad regional y nacional, donde, con el rigor histórico con que Huertas Ramírez elabora sus trabajos, ofrece distintos enfoques sobre la idiosincrasia boyacense y sus símbolos regionales. Entre ellos está el de la preciosa nativa, que esta vez adquiere mayor relevancia gracias al reconocimiento público que ha recibido tanto de los medios culturales como del sector oficial.

¿Quién era la Cardeñosa? La mujer más bella que los españoles hallaron en tierras colombianas, ante quien se sintieron deslumbrados como si el hechizo proviniera de una deidad mágica. Todos pretendían conquistar sus favores, pero ella, recatada y huidiza como el viento, esquivaba los asedios y mantenía su reputación impoluta. Juan de Castellanos dice que era “una india que doquiera pudiera ser juzgada por hermosa, gentil disposición y rostro grave”. Fray Pedro Simón afirma que “era tan hermosa, modesta y grave, que podía competir con la española más adornada de estas prendas”. El obispo Lucas Fernández de Piedrahíta la describe como “una india que en cualquier parte del mundo pudiera señalarse en hermosura”. Todos los documentos de la época coinciden en el mismo concepto.

Las crónicas no revelan el verdadero nombre de la india, pero se sabe que se le dio el apelativo de Cardeñosa por su semejanza con una española, dotada también de singulares encantos, que los conquistadores habían conocido en la ciudad de Santa Marta, fundada doce años antes. A su turno, la dama española debía su nombre al hecho de ser oriunda del municipio de Cardeñosa, circunstancia ignorada en la época actual y que vino a descubrir el historiador Huertas Ramírez. Con ese motivo viajó en agosto de 2004 a aquella localidad española y se entrevistó con sus autoridades para hacerles conocer la existencia de otra Cardeñosa: no un pueblo, sino una india colombiana convertida en mito.

El municipio de Campohermoso, donde se han confeccionado diferentes obras artísticas para exaltar a su diosa aborigen, creó el galardón bautizado como la Cardeñosa de Oro, estatuilla con que se premia cada dos años a los ganadores del Festival Regional del Folclor Llanero. Así, el fervor popular conserva la memoria de una etapa histórica iluminada con el embrujo de esta mujer fabulosa.

El Espectador, Bogotá, 5 de mayo de 2005.
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