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Breve recuerdo de Alfredo Iriarte

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un año fallecía en Bogotá Alfredo Iriarte. Su muerte sorpresiva produjo conmoción en el mundo de las letras, la academia y el periodismo. Había sobresalido como  escritor original, dueño de estilo incomparable y maestro en el arte de la sátira y la ironía. Su Rosario de perlas, que escribió desde el año 1991 hasta el 2002, era uno de los espacios más leídos de El Tiempo, y en él glosaba, con gracia y erudición, los yerros gramaticales que pescaba en los periódicos. Fue siempre vehemente defensor de la pureza del idioma.

Su obra la conforman más de una docena de libros, entre ellos, Bestiario tropical, Cazuela de narraciones estrambóticas, Crónicas descomedidas, Episodios bogotanos, Espárragos para dos leones, Muertes legendarias. Este último, publicado después de su muerte, recoge los días finales de grandes personajes de nuestra historia y ventila sucesos apasionantes y misteriosos de sus vidas. En 1988, como acto conmemorativo de los 450 años de la fundación de Bogotá, escribió la historia de la ciudad en tres tomos, obra publicada por la Alcaldía con el auspicio de importantes entidades públicas y privadas.

A Alfredo Iriarte lo conocí en Armenia en 1982. Por aquellos días desempeñaba yo el cargo de gerente de un banco. Él, como jefe de relaciones públicas de la Compañía Colombiana de Seguros, había viajado a la capital quindiana en asuntos relacionados con su oficio. Y le pidió al gerente local de la compañía que le presentara a alguien que pudiera decir cosas interesantes, para hacerle un reportaje con destino a la revista Magazín al Día, donde era autor del espacio bautizado como “Sala de citas”. El escogido fui yo.

En sus columnas de prensa, Iriarte movía temas polémicos que creaban opinión pública. Esto era lo que perseguía en Armenia, y me lo advirtió de entrada. Para tal efecto, me invitó a que le contara detalles curiosos, ojalá críticos, que hubiera vivido o presenciado en mis relaciones con personajes salidos de lo común. Al finalizar la tarde, se presentó en mi oficina acompañado del gerente de la compañía, Raúl Mejía Calderón, exalcalde de Armenia, y de un fotógrafo que había contratado para ambientar su Sala de citas ambulante.

Pronto surgieron mis tres personajes, que encajaban en la regla: el médico revolucionario Tulio Bayer, a quien yo había conocido en el Putumayo antes de sus andanzas guerrilleras; el escritor boyacense Eduardo Torres Quintero, hombre genial, y el insigne cronista de Tipacoque y agudo crítico de los problemas nacionales en sus columnas de prensa, Eduardo Caballero Calderón. Una nómina de lujo. Pero faltaba hablar.

El cronista, haciendo gala de su simpatía proverbial, estimulaba mis confesiones con el gracejo oportuno y su personalidad desabrochada. Era el auténtico entrevistador, sencillo, recursivo e inteligente, que no necesitaba de grabadora para captar el nervio de la conversación, sino que dejaba que ésta se desarrollara al natural, sin la tortura del micrófono y de la pose solemne. El arte del reportaje depende más del entrevistador que del entrevistado. Es él quien le pone el condimento a la charla, la matiza y la hace fluir. Así se obtienen revelaciones insospechadas, que de otra manera se ahogarían en el atolladero de los temores y las timideces.

Seguía mis palabras con atención y porte amable, y abría sus ojos de lince cuando hallaba algún episodio singular que valía la pena percibir y rastrear en su exacto significado. Entonces hacía una breve anotación en la libreta de apuntes, con trazos gigantes que llenaban toda la página y que sólo él lograría traducir cuando repasara sus garabatos. Supuse que por medio de este sistema anticuado, en plena era de las comunicaciones, no iba a captar todo lo que yo le expresaba. Sin embargo, su destreza mental le permitía, al retener los puntos sustantivos, desenvolver más tarde el ovillo de la conversación y rescatar deliciosas anécdotas.

Cuando días después leí la revista, quedé sorprendido de la fidelidad con que había interpretado mis relatos. El sólo título del reportaje era un acierto y movía la curiosidad del lector para penetrar en el contenido: Hubo una ocasión en que las vacas sagradas de Manizales dieron leche adulterada. El episodio había ocurrido treinta años atrás, siendo Tulio Bayer secretario de Salud de Caldas. Tulio sabía que la leche que entraba a Manizales, suministrada por personajes de la alta sociedad -considerados intocables-, venía adulterada. Y como nadie hacía nada, lo hizo él: utilizando a estudiantes universitarios, creó puestos de control en todas las entradas a la ciudad y descubrió que el producto estaba mezclado con agua. El escándalo, como es obvio, levantó muchas ampollas, pero la medida fue ejemplarizante.

Alfredo Iriarte, en aquella entrevista memorable en la ciudad de Armenia, hace 21 años, llenó a cabalidad su Sala de citas. Me puso a echar corriente, como se dice en lenguaje popular. Ambos quedamos contentos con el reportaje. Conocí entonces al gran periodista, escritor y académico, que a partir de ese momento ingresó en mi lista de autores selectos.

El Espectador, Bogotá, 4 de diciembre de 2003.

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Paseo por la Séptima

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No tiene la Carrera Séptima de Bogotá la espectacularidad de la Gran Vía de Madrid, pero posee, como aquella, encanto y vitalidad. A comienzos del siglo XIX, cuando la incipiente aldea apenas llegaba a 20.000 habitantes, la Calle Real comprendía el sector de la carrera 7a. entre calles 11 y 14, donde estaban localizados los almacenes de entonces. Por allí pasaba el riel para el tranvía de mulas, que andaba (como su nombre lo indica) a paso de mula, y en los alrededores no se advertía ningún signo que mostrara indicios de expansión urbanística.

Un siglo después, la aldea había saltado a 100.000 habitantes, y el comercio, con pasmosa morosidad, se extendía un tramo más sobre la Calle Real. Ese estrecho perímetro, escenario de grandes sucesos religiosos y políticos, se preservaba -y se preserva- como una reliquia histórica de Bogotá. Avancemos otros cien años y estaremos en los albores del siglo actual, donde las 20.000 almas amodorradas se transformaron en más de siete millones de seres frenéticos que pueblan hoy la metrópoli vertiginosa.

La Carrera Séptima -o la Séptima, como la llamamos con abreviación familiar- es el mejor termómetro del crecimiento urbano. Cuando la vía llegó a la plazoleta de San Diego, el alcalde de turno proclamó un progreso evidente, y fue mayor el grito de victoria que se escuchó cuando pasó por Chapinero, y años después por la Avenida Chile, la Calle Cien y Usaquén, hasta desembocar, como una ráfaga del urbanismo incontenible, en La Caro, es decir, en plena autopista hacia Tunja. Nunca los comerciantes de las tres calles morosas del año 1800, época en que podía saborearse la aldea a sorbos de quietud infinita, pudieron pensar que vendrían más de 200 calles de avance desconcertante.

Sin embargo, este cambio de piel ha dejado intacto el sentido de la Calle Real, como referencia amable del ayer legendario. La ciudad monstruo de nuestros días ha destruido el sosiego de antaño y ha traído esta era alborotada y traumática. Cuando el alcalde Fernando Mazuera, un visionario del progreso, construyó los puentes de la calle 26, considerados excesivos en aquellos días y que hoy son elementales, se estaba apenas cortando el cordón umbilical del apretado vecindario.

La Séptima se fue alargando como una serpiente encantada, cada vez con mayor brío, durante los 200 años encerrados en este recuerdo. La vieja Calle Real pasó de ser minúsculo territorio de escasos comercios y taciturnos pobladores, a la arteria briosa y fundamental para el desarrollo capitalino, vía que atraviesa con cierto garbo femenino, y acaso con arrogancia, el alma de la urbe desmesurada de comienzos del nuevo milenio. Es tal su pujanza, que rompió todos los diques y desfiguró la imagen de la remota aldea. El gigantismo destructor respetó, por fortuna, el centro histórico, pero el deterioro que registra la zona lo hubieran llorado los iniciadores del comercio santafereño.

Un grupo de indigentes se apoderó de varias de esas calles y las convirtió, ante la tolerancia de las autoridades, en letrinas y dormitorios públicos, cada vez más lesivos para la sanidad y la estampa del lugar. Los tesoros localizados en sectores como La Candelaria, Egipto, Santa Bárbara, San Victorino, Las Cruces, y en general el centro de la ciudad, van en franco retroceso, debido a la falta de preservación de esas joyas urbanísticas y a la ausencia de normas eficaces que impongan una superior calidad de vida.

Hace poco realicé un paseo detenido por la Séptima, desde la Plaza de Bolívar hasta la plazoleta de San Diego, en plan de contemplación de la antigua Calle Real, remozada hoy con los barnices y el esplendor del modernismo, y el espectáculo fue deprimente. La invasión de menesterosos, desplazados, comerciantes callejeros y toda suerte de estorbos públicos, comprendiendo en ellos los raponeros ocultos en la muchedumbre, son los azotes contemporáneos del transeúnte.

Hoy ya no se transita con tranquilidad por esas calles, y menos con agrado. A cada paso salen al encuentro personas de la peor laya, dedicadas a importunar, exhibir sus lacras y reclamar ayuda con agresividad. El sosiego y el encanto de otras épocas han desaparecido en manos del progreso arrasador. Esta mezcla de fulgores y miserias retrata, es cierto, el drama social de las grandes urbes, pero no podemos ser complacientes con la mediocridad. De lo contrario, tendremos una urbe deshumanizada.

Limar los lunares que afean el centro de Bogotá -el mayor patrimonio de la ciudad y la cara de mostrar- ha de ser afán prioritario. Debe cambiarse la suciedad por el aseo, la zozobra por la seguridad, la dejadez por la estética. Se requiere que las autoridades piensen en grande, animadas por sustantivos planes de desarrollo, y comprometan la voluntad ciudadana y el concurso de arquitectos idóneos y de verdaderos asesores del urbanismo. Las calmosas calles del pasado fueron borradas por la celeridad de los nuevos tiempos, lo que  no puede evitarse y además resulta indispensable para estar en la onda de la “modernidad”. Pero admitamos que nos cambiaron el paraíso por el infierno.

El Espectador, Bogotá, 3 de abril de 2003.