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Trágico cronopio navideño

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En El Tiempo de este 19 de diciembre, Jotamario Arbeláez presagiaba la muerte inminente del periodista y escritor Ignacio Ramírez Pinzón, víctima de un cáncer voraz que lo destrozaba poco a poco, desde diez años atrás, en medio de terribles dolores. Cuando la nota sobrecogedora de Jotamario apareció en el periódico, Ignacio ya estaba muerto: murió a la madrugada de ese mismo día.

El “cronopio mayor”, como se le conocía, demostró durante su cruel enfermedad un valor inaudito, hasta el punto de considerar a la muerte como su compañera habitual, casi amorosa, con la que aprendió a codearse como si se tratara de su mejor aliada en las horas de angustia que envolvieron su existencia en los últimos años.

Reacio a los médicos y a los fármacos, prefería resistir el sufrimiento con fortaleza espartana, y hasta se burlaba de quienes se compadecían de su postración progresiva. Sólo cuando las fuerzas lo abandonaron por completo y el cerebro dejó de producir ideas, se sintió derrotado por la vida. Y entregó sus blasones.

Se dolía de no ser ya capaz de vigorizar el alma de su revista Cronopios, lo que era tanto como entenebrecer su ilusión, ahogar su propia alma soñadora. En sus instantes supremos de soledad e impotencia, se acordaría de Cortázar, su ídolo, a quien le había pedido prestado el nombre de batalla con el que se identificaba con el mundo, nombre que, de tanto enaltecerlo, pasó a ser de su propiedad.

La palabra cronopio –inventada por Cortázar dentro de una visión fantástica– se volvió título de honor que sólo podía dispensarse a los grandes amigos, a los nobles amigos, y adquirió para ellos los sinónimos de personas “ingenuas, idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales”, es decir, quijotes en el ancho sentido del término. Eso era Ignacio Ramírez Pinzón: un quijote de las letras, de la amistad y el altruismo, no sujeto a cánones ociosos ni a jerarquías acartonadas. Con esa insignia ganó todas las batallas, incluso la de la muerte, porque se volvió eterno.

Su obra literaria, conformada por siete libros –en los géneros de la narrativa, la crítica de arte, las entrevistas a literatos y las narraciones infantiles–, se divide en dos conceptos: lo que es su propia creación, y el interés que dedicó a estimular la obra de los demás. En este último terreno, su generosidad fue definitiva para que muchos escritores iniciales perseveraran en sus afanes, y edificante para que los experimentados hallaran la palabra de aliento y el justo reconocimiento que no se obtienen en los círculos del privilegio. Cronopios queda como el mejor legado de este mecenazgo.

Conservo con gran aprecio su libro Hombres de palabra, escrito en asocio de Olga Cristina Turriago, donde recogieron una serie de entrevistas con escritores colombianos residentes en el país y en el exterior, obra que se convierte en valioso material de consulta para apreciar –dentro del universo intelectual que se extiende por todo el mundo– los estilos, los temperamentos, las maneras de pensar y los diferentes enfoques, antagonismos, tendencias, odios y amores que se originan en este campo siempre controvertido, alrededor de treinta figuras de nuestras letras. Como dolorosa ironía, dicho libro lo recibí de sus autores como regalo de la Navidad de 1989. Hoy, 18 años después,  la fiesta navideña se empaña con la despedida final del amigo ilustre.

Como homenaje a su memoria, rescato a continuación la maravillosa página titulada El año nuevo de la paloma, que Ignacio publicó en Cronopios como inicio del 2007, y donde la libertad de una paloma que había llegado a su residencia en las postrimerías del año viejo, simboliza el tránsito de su alma y de su cuerpo dolientes hacia el reposo eterno.

* * * * *

El año nuevo de la paloma

Por Ignacio Ramírez, director de Cronopios

He pasado la media noche del año viejo al año nuevo acariciando a una paloma blanca. Está en el garaje de mi casa, en un sótano sin aire, merodeado por los gatos vagabundos y lleno de la contaminación de los automóviles que duermen aquí sus metálicos sueños, sus pesadillas maquinales.

¿Cómo llega una paloma blanca a un garaje recóndito?

El celador del edificio del frente dice que cerca de las diez de la noche del 29 de diciembre vio como si un ángel gigantesco se empequeñeciera en el aire de las tinieblas y llegara disfrazado de novia diminuta a husmear en los árboles.

—Yo la vi entre las ramas y parece que despertó a los pájaros que estaban durmiendo, porque hubo alboroto y agitar de plumas de todos los colores. Inclusive revoloteó cerca de los venados de luces decembrinas que adornan los edificios de esta calle.

Otros vigilantes salieron sorprendidos por la desfachatez de la paloma. Ninguno entendía qué hacía a aquellas horas esta alocada aventurera emplumada alterando las leyes de la luna y las estrellas, donde las palomas son constelaciones y no aves terrestres como esta quizás sea.

Hemos llegado a pensar que puede tratarse de un artilugio escapado del sueño de un ser cósmico. Una entelequia sideral.

Yo al principio creí que hablaban de un pichón de albatros, una inusual nevada tropical así de grande. Acaso una hostia voladora.

Alfonso, mi compañero de la portería del edificio donde paso mis insomnios y escribo mis Cronopios, me contó que la pajarita blanca se perdió cuando tuvo que abrir la puerta para que entrara un carro cuyo dueño llegaba de una fiesta.

Y no se supo más. Pero cuando yo activé la señal de mi llegada y parqueé mi carro en su lugar de hábito, se apareció ante mí, batió sus alas y vino a picotear mis pies que ya casi no son capaces con sus pasos de regreso.

Me miró con sus ojazos negros y me saludó con un inaudible y diminuto arrurrú que yo sentí como si fuera una canción de mar, un instrumento de misterio, gaviota en tierra, farallón de plumas albas.

Alfonso fue por una casita que aquí guardan los residentes para cuando hacen viajes largos con sus mascotas. Le trajo arroz tan blanco como su plumaje y encendió la luz eléctrica que pareció alumbrarle el corazón del baile porque se dedicó a dar vueltas y más vueltas como suelen hacer los pájaros trompos cuando las pájaras trompas les agitan las pitas.

Yo pasé mis dedos por las plumas de su cabeza y por primera vez en esta vida dura sentí lo que significa ser materia blanda.

Estaba preocupado por las enfermedades, por las deudas, por el drama imprevisto de mi hermana mayor que está entre la espada y la pared de la vida y de la muerte, como yo —aunque parece que su muerte será corta y la mía larga—.

La palomita me alegró la vida. Vino a buscarme. Sé que es mía. Y sé que es mensajera porque traía tres lacitos de cintas de colores atados en una de sus patas.

Entiendo que como todos busca su libertad, pero no quiere irse. Yo le digo que ahí está el cielo del día y de la noche, que siga su camino, que aproveche que aún puede trasegar y vaya en nombre mío por los senderos que comienzan en la aurora y retozan todo el día y descansan o cantan toda la noche. Abro la puerta… ¡Y nada! Ahí está mi palomita blanca a la que transitoriamente bauticé Albertina Rafaela porque por supuesto me trae remembranzas de aquella loca parienta lejana suya que se equivocó buscando el norte y llegó al sur, la que confundió el trigo con el agua, el mar con el cielo y la noche con la mañana.

Si no fuera por la amenaza de los gatos noctívagos la adoptaría y le convertiría su casa de madera en un palaciego palomar digno de su ostensible estirpe de reina aventurera. Y le sembraría un jardín repleto de margaritas blancas.

Si no fuera por los gases de los carros saldría a buscarle el aire a donde fuera. Lo traería del Amazonas o de la Cochinchina y hasta de la Patagonia si fuera necesario. Volaría por ella con alas de cartón, desataría a la tierra de su cordón umbilical y lo pondría a elevarse como una cometa con un mensaje que dijera déjenme vivir en paz y prometo recuperar la risa.

Pero me da mucho miedo que corra el riesgo de morir envenenada o apabullada por la violencia, como mueren hoy en día los seres humanos… ¡Mejor morir volando que corriendo!

Por eso, porque quiero salvarle la vida para que regrese al viento y riegue la noticia de que yo quiero irme con ella, esta mañana le escribí al periodista Gustavo Gómez, de Caracol, suplicándole que anuncie por su emisora que busco con urgencia a un colombófilo que me instruya sobre cómo puedo desequivocar a una paloma equivocada («que las estrellas eran rocío / que el calor, la nevada, //… que tu falda era tu blusa, / que tu corazón su casa»)…

Pero hay algún intríngulis entre Albertina Rafaela y yo: Gustavo me respondió por correo electrónico que hoy por ser año viejo la mayor parte de la programación está pregrabada y en consecuencia él no podría estar al frente de la operación Paloma blanca, y aunque dijo que había pasado mi comunicación a sus compañeros, parecen andar despalomados pues ninguno de ellos atendió el arrurrú de la emergencia.

Por eso he bajado al garaje en esta media noche entre el año viejo y el año nuevo. La paloma se levantó y vino a acompañarme en esta soledad tan sola.

Esta vez picoteó la palma de mi mano y aunque yo nunca lloro porque gasté todas mis lágrimas cuando fui joven y vivía siempre enamorado, hoy he sentido húmedos los ojos al besar las plumas de la cabeza de esta niña bonita emplumada y coqueta, compañera blanca. Pero no era llanto sino rocío nocturno tan común y corriente en las pupilas de los hombres que encuentran palomas blancas en los parqueaderos subterráneos.

Toda la noche soñé con la libertad, que no es la jaula abierta sino el picoteo de la lejanía.

(Ella se durmió en la orilla.
Yo, en la cumbre de una rama).

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2007.

* * *

Comentarios:

(Correo dirigido a Óscar Domínguez). Esta carta de Ricardo Bada me llegó esta mañana mientras me secaba copiosas lágrimas, salidas de un corazón tan endurecido como los de nuestros gobernantes y motivadas por la nota más bella, más emotiva, más del fondo del alma como la publicada hoy en El Espectador sobre nuestro querido Nacho. Te saludo en la orfandad en que quedamos sin nuestro papá Cronopio. No conozco al señor Gustavo Páez Escobar pero sería un gran honor conocer a esa persona generosa que intuyó muy certeramente la grandeza del alma de Ignacio Ramírez. Hernando Jiménez.

Muy certeros sus comentarios sobre las dos caras de Nacho: el hombre de palabra y el que se ocupaba de la palabra de los demás. Nacho me contó otra historia que no tuvo tiempo de escribir: el de una paloma mensajera que año y medio después de emprender el vuelo, regresó “a pie” a su palomar, herida y todo. Estoy consultando colombófilos para que me expliquen semejante fenómeno. Por allá se le enviaré cuando la redondee. Oscar Domínguez.

Muchas, muchas gracias por tan hermoso texto sobre Ignacio. Él te lo hubiera agradecido desde lo más profundo de su ser y tú bien lo sabes. Yo, en su nombre, te lo vuelvo a agradecer. No solo es bello, también proviene de una persona muy especial como tú. Olga Cristina Zurriago Montoya, Bogotá.

Me conmovió profundamente la página a la ploma, y claro, él decidió que su alma se fuera con ella, porque encontró en su cercanía no solo la suavidad de sus plumas, sino, quizás, el afecto a que se refiere y a la soledad infinita que acompañaba con su revista, y como bien dices tú, Ignacio no ha muerto, porque tenemos sus palabras y la blancura de su alma con rostro de paloma. Inés Blanco, Bogotá.

Emilio Robledo Uribe

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de sus cien años de vida, el maestro Emilio Robledo Uribe ha sido objeto de múltiples y entrañables tributos de admiración y afecto por parte de organismos oficiales, de instituciones universitarias y académicas y del amplio círculo de sus familiares y amigos.

Ha sido la suya una existencia de pleno y jubiloso desarrollo en los campos del derecho, la cátedra universitaria, la academia y las humanidades, y de entrega total a su familia y al cultivo de sus convicciones filosóficas y religiosas. Su maestría como tratadista le ha hecho ganar prestigio en las ciencias jurídicas, siendo de destacar el texto “nstrumentos negociables, convertido en venero de estudio y consulta de miles de estudiantes y abogados.

Su labor docente en prestigiosas universidades ha dejado huella indeleble en las juventudes estudiosas. Grandes figuras de la vida pública del país, que han recibido sus sabias enseñanzas a lo largo de varias generaciones, hoy lo recuerdan como el maestro por excelencia que no se conformó con irradiar conocimientos teóricos, sino que hizo de su cátedra una brújula de la ética, la dignidad, la altura de las ideas y la solidaridad humana. Combinaba sus clases con los ingredientes de la gracia y la profundidad.

Entre sus discípulos aprovechados recuerda al presidente Alfonso López Michelsen, de quien en reportaje reciente dice que era dado a las travesuras, travesuras por supuesto ingeniosas –como todas las suyas–, y en quien siempre reconoció aguda inteligencia. Formador de juventudes y de futuras celebridades, Emilio Robledo tuvo el don de la intuición al descubrir e incentivar muchos talentos ocultos.

Nació en Manizales en noviembre de 1907 y es hijo de Emilio Robledo Correa, oriundo de Salamina, eminente médico, profesor universitario, ministro, académico, parlamentario, escritor y poeta. Ambos cultivaron las artes de la poesía y las letras en general, y tienen características comunes, entre ellas la de la longevidad, ya que el padre alcanzó la cima de los 87 años.

Robledo Uribe fue el único constituyente que se opuso a la reelección del general Rojas Pinilla, hecho que lo hizo distinguir en aquellos tiempos difíciles. Más tarde, en la Junta Militar de 1957, se desempeñó con lujo como miembro de la Comisión Paritaria de Reajuste Institucional, que reactivó la vida democrática del país.

En estos días, el gobernador de Caldas se hizo presente en Bogotá, en la Fundación Santillana, para rendir honores a Robledo Uribe con motivo de su centenario de vida. Allí vimos a personalidades representativas de la región rodeando al hijo ilustre de Manizales, quien dio muestras de estupenda lucidez y vivo espíritu hacia los valores familiares y sociales, al igual que de alto optimismo hacia la suerte de Colombia en esta época de conflictos.

De igual manera, la Academia Colombiana de Jurisprudencia, de la que es miembro de número y miembro honorario, exaltó sus virtudes en homenaje de días pasados. Como parte de ese tributo, la entidad ha recogido en cinco volúmenes su obra intelectual, que se convierte en rico tesoro universitario.

Su yerno, el ex ministro Jorge Mario Eastman, que parece una prolongación de esa estirpe privilegiada, enalteció con sentidas y justas palabras la trayectoria humana, jurídica y literaria del gran colombiano y caldense que nos da ejemplo de sabiduría, recto juicio y hondo sentido cristiano y patriótico, en medio de esta sociedad tan necesitada de derroteros morales, espirituales y éticos.

El Espectador, Bogotá, 17 de diciembre de 2007.

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Un instante de Enrique Santos Castillo

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La verdadera dimensión humana y periodística de Enrique Santos Castillo vino a evidenciarse con motivo de su muerte, ocurrida el pasado 26 de noviembre. Es de los hombres que dejan huella y nunca se olvidan. El país se conmovió con su deceso y le rindió calurosos honores por sus grandes virtudes como periodista, hombre de hogar y ciudadano eminente. Su padre, Enrique Santos Montejo, “Calibán”, lo llevaba de niño a jugar en los talleres de El Tiempo, en compañía de su hermano Hernando, y desde entonces a ambos les nació la fiebre por el periodismo.

Hernando murió en 1999, siendo director de El Tiempo. Y Enrique, jefe de Redacción por espacios de 36 años y editor general durante los últimos 20 años, se había retirado del diario apenas dos meses antes de morir. Muerte plácida, como su vida, según lo cuenta su hijo Juan Manuel, ministro de Hacienda, en bello artículo donde refleja no sólo su sentimiento filial en el duro momento de la despedida, sino la estampa del padre bondadoso y recto que inculcó en los suyos recias lecciones de vida.

Según lo describen quienes estuvieron cerca de él, vivía el periodismo con pasión y vehemencia. Su olfato por la noticia le permitía desentrañar el nervio de cada día, y con esa destreza innata rotulaba las noticias y movía la primera página del diario. Nunca escribió un artículo y ni siquiera un pie de foto, pero era severo para enderezar las notas de los redactores y hacer concisa la redacción. Se le veía llegar al periódico con numerosos papelitos en el bolsillo, en los que había anotado, leyendo la edición del día, los errores descubiertos y las dudas que debía resolver con su grupo de trabajo.

Iniciaba las jornadas diarias como el maestro regañón, casi a la usanza de los viejos tiempos de la férula y el castigo inclemente. Bajo la temperatura de los juicios y los regaños implacables, todos lo temían, pero aprendían la lección. Después, en los corredores o en la cafetería, les echaba el brazo al hombro y era como si nada hubiera sucedido. Para él existieron siempre dos familias: la suya propia y la que se formaba bajo el cobijo del periódico.

El rigor militar le venía de su adhesión, en sus épocas juveniles, a las figuras guerreras de Mussolini y de Franco, aunque detestaba las crueldades de Hitler. Un día quiso ingresar a las huestes que luchaban por Franco, pero su tío Eduardo, dueño del periódico, se lo impidió. De todas maneras, sus ideas fueron siempre de extrema derecha. Pero era un ser paternalista y bonachón. Tenía aptitud política, pero detestaba el poder. Sin embargo, lo ejercía en la sombra, pues su relación con presidentes, ministros y congresistas significaba un superpoder.

Sólo una vez tuve ocasión de conversar con él. Lo conocía de lejos, y nunca había llegado el momento de tratarlo. Esto sucedió en 1989, en la última visita de la poetisa Laura Victoria al país. Ella me pidió que la acompañara, junto con su hija Beatriz (Alicia Caro, en el cine mejicano), a una entrevista con el director del periódico. Laura Victoria, cuyos nexos con El Tiempo y la familia Santos vienen de vieja data, deseaba dicho encuentro después de largos años de ausencia de Colombia.

Hernando Santos salió de su despacho y se disculpó por no podernos recibir de inmediato, sino media hora después, mientras atendía a unos visitantes extranjeros. Acto seguido se presentó su hermano Enrique, advertido sin duda de la presencia de Laura Victoria. Conocí entonces al personaje, al que fui presentado como columnista de El Espectador  y paisano suyo boyacense. Me saludó de abrazo, como si fuéramos viejos amigos, y me manifestó con sonrisa bromista: “Excelente por lo boyacense, pero tengo que cuidarme de la competencia”.

Fueron momentos de efusión y gracia, veloces instantes de amistad y sencillez, donde quedó retratado el carácter caballeroso que lo distinguía. Me llevó a pasear por los alrededores de su oficina, mientras Laura Victoria y su hija se quedaron conversando con Roberto García-Peña, director emérito del periódico, y en el recorrido les hacía gracejos a quienes lo saludaban con familiaridad. Su exquisito don de gentes, mezclado de alegría y amabilidad, era su característica constante. Así lo recuerdo. Así lo recuerdan quienes vivieron cerca de su mundo cotidiano o compartieron el calor del hogar.

El Espectador, Bogotá, 6 de diciembre de 2001.

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Dolorosa pérdida quindiana

miércoles, 2 de diciembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

El título de la novela de César Hincapié Silva, Un veterano encuentra su destino –cuya presentación realicé hace un año en Armenia ante una nutrida concurrencia–, parece premonitorio de la tragedia que habría de sobrevenirle al autor. Nunca, por supuesto, el novelista pensaría que manos criminales, guiadas por los peores instintos de bajeza y salvajismo, pudieran perpetrar semejante atrocidad. El hecho ha estremecido las fibras más sensibles de la sociedad quindiana.

En Hincapié Silva se conjugaban acrisoladas dotes de caballerosidad, cultura y civismo. Trabajador incansable de su región, hizo de la abogacía y la política las herramientas adecuadas para mantenerse en diálogo constante con sus paisanos y buscar caminos de progreso para la comunidad. Siempre estuvo comprometido con el bien común, unas veces como funcionario público, otras como concejal de Armenia o diputado a la Asamblea del Quindío, otras como catedrático o agudo e inteligente periodista.

Fue el primer jefe de Planeación del Quindío y desde allí impulsó el desarrollo de la comarca emprendedora que emergía en el concierto nacional, gracias a su espíritu de progreso y su sentido de organización, como el “Departamento Piloto de Colombia”. El joven abogado y economista, que se había especializado en Brasil en Administración y Planeamiento, contaba no sólo con el vigor de la juventud sino con el apoyo de los conocimientos, y su vocación de servicio le permitió el exitoso desempeño de su cometido.

Fue en aquellos días de 1969 cuando, llegado yo a la ciudad como gerente de un banco, conocí al personaje y entablé con él perdurable amistad. Después se radicó en la capital del país, donde ocupó algunos cargos y fue docente en varias universidades. De regreso en Armenia, abrió su oficina de abogado y comenzó a intervenir, como conferencista, escritor y periodista, en la vida pública de la región. Sus actuaciones provocaban polémica, y con ese motor se debatían muchos asuntos de interés local. El periodismo lo llevaba en la sangre y lo ejercía como instrumento de combate y tribuna cultural.

Se inició en dicha labor bajo la orientación de Gilberto Alzate Avendaño, su ídolo político, de quien sacó la garra del gladiador y el talante del intelectual. Sus primeras notas las escribió en el Diario de Colombia, cuando lo dirigía el caudillo caldense. En el Viejo Caldas fundó el periódico Desarrollo y Cultura, donde hizo famosa la columna El muro de las lamentaciones. Dirigió la publicación Hoy Quindío, adscrita a La Patria, y por último fundó el Correo de Occidente, quincenario de esmerada edición y fino contenido cultural y político. Para él la cultura y la política eran inseparables.

La tarea literaria, que se le acentuó en la última década, y que en el momento de su muerte lo tenía consagrado a la elaboración de una nueva novela, se tradujo en varias obras que enriquecen el patrimonio cultural del departamento: El camello de la planeación, Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío, Cuentos sobre el tapete, La historia después del terremoto y Un veterano encuentra su destino. Pocos días antes de su muerte, declaró: “Me siento satisfecho porque además de mis actividades profesionales, sociales y públicas tuve tiempo para la parte intelectual. Me siento satisfecho de tener una capacidad permanente de trabajo”.

La escritura le surgía a borbotones, como cascada incontenible, y él se jactaba de su capacidad para producir libros voluminosos. Así mismo era su conversación: fluida, ágil, amena, rica en ideas, a veces torrencial. Gran conversador. De la misma manera, las cuartillas le brotaban a granel. Era como si la muerte lo estuviera apurando. Le faltó vida para realizar una serie de proyectos que le bullían en la mente. Se los frustró el torvo destino, que a veces se agazapa en la punta de un puñal.

Su formación académica lo alejaba de mezquinos intereses, y con el intelecto libraba todas sus batallas. Su trono estaba en la sapiencia y su campo de batalla, en la crítica social. Era un espíritu burlón y, como Voltaire, manejaba la sátira corrosiva y la pluma urticante. Con ese talante desplegó sus ideas moralistas. Sus críticas levantaban ampollas en el vecindario, pero se recibían con respeto y fomentaban la moral pública. Siempre transitó por los senderos de la verdad y la justicia.

Mucho me temo que el vacío que queda en su residencia al desaparecer la célebre Tertulia de César, donde todos los viernes y desde hace 30 años se reunía con sus amigos a hablar de cultura y de temas sociales, no lo llenará nadie en la ciudad. Con su muerte infame, otro terremoto ha sacudido la comarca quindiana. Pero aceptemos este consuelo: las ideas no se asesinan, porque las ideas nunca mueren.

El Espectador, Bogotá, 26 de mayo de 2005.

* * *

Comentarios:

He quedado estupefacta por la noticia. Esta semana vi las películas La Virgen de los sicarios y María, llena eres de gracia. Y parece que los mensajes de estas películas no son exagerados. Colombia está enferma de un cáncer social demasiado grave. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Tu columna toca todas las facetas relevantes del genio y personalidad del gran quindiano. Me han conmovido la sinceridad y nobleza de tu manera de expresarte sobre un amigo cuya generosidad de corazón y honda humanidad quizá no supe interpretar en su valor trascendente y puro. Héctor Ocampo Marín, Bogotá.

Mi más sincero pésame por la muerte de tu buen amigo. Uno se va quedando solo y al final mira hacia atrás y no ve sino cruces. Linda la nota que le dedicaste. Hernando García Mejía, Medellín.

Qué tristeza la muerte trágica de César Hincapié. A través de tu artículo y de las noticias de prensa pude darme cuenta de su vida meritoria y valiosa. En mi juventud conocí a sus padres y fui amiga de su mamá, doña Rina, profesora de música en el conservatorio de Manizales, y persona muy apreciada y querida en la ciudad. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

¡Qué pena que estas cosas ocurran en Colombia y en nuestra querida Armenia, y a una cuadra de la catedral! Hugo Palacios Mejía, Bogotá.

Comparto plenamente tu homenaje a César Hincapié, descendiente de dos insignes maestros de la música y el canto, fundadores de conservatorios de música en Manizales y Armenia. Pienso que con la muerte de César se apaga no solo su vida sino, también, el vigoroso liderazgo cultural de una familia que sirvió con inmensa generosidad a la región quindiana. César Hoyos Salazar, Bogotá.

Laura Victoria

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 (Palabras en la sesión conjunta de la Academia Boyacense de Historia y el Concejo de Tunja, con motivo de los 190 años de la independencia de Tunja)

El primer contacto que tuve con Laura Victoria ocurrió en agosto de 1985. En aquella ocasión le envié una carta a Ciudad de Méjico, donde residía desde su viaje de Colombia 45 años atrás, cuando por insuperables problemas conyugales y buscando la custodia de sus hijos, se radicó en el país azteca. Y allí ha permanecido por el resto de sus días, con un receso de tres años, correspondientes a su desempeño como agregada cultural de nuestra embajada en Roma. Hoy cumple 64 años fuera de Colombia y se acerca a su centenario de vida.

En aquella carta le expresaba mi admiración por su obra y la extrañeza porque su nombre se hubiera silenciado en el país, lo cual  obedecía, sin duda, a su larga ausencia de la patria. Ella me contestó a los pocos días con una sentida manifestación de pesar por su lejanía de Colombia y por la dificultad, casi insalvable, de su regreso, dadas las hondas raíces que ya había echado en Méjico. Añoraba su propia tierra, sus paisajes y su gente. Recordaba su época de gloria en los años 30, cuando revolucionó la literatura colombiana con su poesía erótica. Evocaba a Soatá, nuestro pueblo, y mencionaba a miembros de mi familia con los que había tenido estrecha amistad.

De pronto aparecía yo como un eco lejano de Soatá y de Colombia, y esta circunstancia le produjo al mismo tiempo sorpresa y regocijo. Le entusiasmaba, por supuesto, que en mi carácter de escritor, y no obstante la diferencia de años que nos separaba, me ocupara de su nombre y de su poesía, cuando sus propios contemporáneos la habían relegado al olvido y apenas quedaba un pequeño círculo de amigos que hablaba de ella de tarde en tarde.

Por aquellos días escribí en El Espectador, en torno de lo que significa la ingratitud humana hacia las glorias del pasado, la columna que rotulé “Una poetisa olvidada”. Puede decirse que en 1985, hace 18 años, comenzó a perfilarse el libro que hoy ve la luz gracias al patrocinio de la Academia Boyacense de Historia, y que lleva por título “Laura Victoria, sensual y mística”. A la Academia, en nombre de Laura Victoria y el mío, expreso nuestro vivo reconocimiento por haber hecho realidad esta obra, y aplaudo su empeño por rescatar esta figura ilustre de las letras boyacenses.

Desde aquel año surgió entre los dos una copiosa correspondencia, aspecto que no sólo representó un sólido lazo de amistad, sino una oportunidad privilegiada para escrutar yo el alma de la sutil escritora de provincia que medio siglo atrás se había convertido, al decir del maestro Valencia, en una revelación de la poesía colombiana.

Nada fácil resultaba escribir la biografía de Laura Victoria, tanto por la distancia con los sucesos que la llevaron a la celebridad, como por la falta de documentos o referencias que facilitaran dicho propósito. Después de leer todos sus libros y obtener algunos datos dispersos sobre su itinerario humano, me impuse la tarea de escudriñar mayores testimonios que ampliaran mi visión sobre esta vida extraordinaria. A medida que lograba nuevos avances y conseguía que alguien me revelara episodios ignorados, comprendía que la existencia de la poetisa, por lo batalladora, ardorosa y liberada de prejuicios, era apasionante. Más tarde descubrí que allí se escondía una verdadera novela.

Como parte de la investigación, le hice un reportaje extenso, que fue publicado en un diario bogotano. De esta manera, cada vez avanzaba más en mis indagaciones, aunque muchos aspectos seguían ocultos. En 1988 viajé a Méjico con mi esposa, y durante 15 días tuve con la escritora amplias tertulias sobre el objetivo que perseguía. Al año siguiente fue ella la que visitó a Colombia en compañía de su hija Beatriz -la célebre Alicia Caro del cine mejicano- y aquí continuó el diálogo entrañable.

Cuando tiempo después le comuniqué, ya de manera formal, que quería escribir su biografía y le pedí que me enviara el mayor acopio posible de documentos, correspondencia, fotografías y recortes de prensa, accedió gustosa a mi deseo. Las lagunas que se me fueron presentando las salvaba con reiteradas preguntas que le hacía por el correo electrónico de su hija. Como la historia se llena también con imaginación, creo que el ensayo que he elaborado presenta el perfil cabal de esta gran protagonista de su tiempo, que rompió los moldes obsoletos de la sociedad puritana de entonces y le abrió a la mujer horizontes de libertad.

Aquí está retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina, y que con sus poemas ardientes estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó en alto el nombre de Colombia por los aires de América.

 Tunja, 10 de diciembre de 2003.

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