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Un gran quindiano

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando Raúl Mejía Calderón fue alcalde de Armenia, y yo era habitante de la noble villa, publiqué en este mis­mo diario, el 14 de octubre de 1978, la nota que titulé La escoba de don Raúl. Registraba en ella el acto cívico del nuevo burgomaestre que, escoba en mano, había salido a barrer las calles de Armenia, acompañado de las autori­dades y de numerosos vecinos, acto con el que iniciaba con ritmo paisa una vigorosa campaña por el aseo urbano.

Repaso hoy, con motivo del fallecimiento de este varón ejemplar, el comentario periodístico que le había contado al país cómo en Armenia el mandatario municipal, antes de consumirse en los rompecabezas financieros, había comenza­do por poner la casa en orden. En ese escobazo la ciudada­nía aplaudió el empeño progresista de la nueva administra­ción, que cumpliría un ejercicio dinámico, consagrado al bien público y de gran sentido ético.

Raúl no era oriundo de Armenia, sino de Aranzazu (Cal­das). Pero su larga vinculación al Quindío, y sobre todo sus brillantes acciones por el progreso regional, le hi­cieron ganar el título de quindiano auténtico. Fue de­nodado defensor de los intereses comunitarios y se hizo querer de la gente por su caballerosidad, desprendi­miento, afán de servir y honorabilidad a toda prueba.

Como líder cívico que siempre fue, tanto desde la em­presa privada como desde la oficial, demostró que el ser­vicio a la humanidad es la mejor justificación de la vida. Nunca fue esclavo de los bienes materiales ni per­siguió comodidad distinta a la de disfrutar con los su­yos, como lo hizo a plenitud, de los dones generosos de su recatada y espléndida existencia.

Fue, por sobre todo, paradigma de la moral. Lo mismo que repudiaba la deshonestidad en cualquier campo, y so­bre todo en la vida pública, admiraba la decencia y el de­coro de la gente de bien. Esta actitud de su carácter fue notoria en los diferentes cargos que desempeñó: diputado a la Asamblea de Caldas, secretario de Agricultura de Caldas, personero de Montenegro, secretario de Fomento y Desarrollo del Quindío, gobernador encargado del Quindío, concejal de Armenia, alcalde de la ciudad, gerente de la Compañía Colombiana de Seguros.

Esta última entidad, donde trabajó durante largos años y en cuyo servicio lo sorprendió la muerte, lo con­taba como uno de los ejecutivos más destacados del país. Yo le pregunté, en sorpresivo encuentro a comienzos del año que tuve con él en Bogotá –y que se convertirla en calurosa despedida luego de nuestra entrañable amistad–, por qué no había entrado a disfrutar de su pensión de jubila­ción. Y él, orgulloso, me respondió que no estaba hecho para el ocio y que su mejor conquista para la vejez era la de sentirse útil en la empresa que lo apreciaba.

*

El Quindío pierde con Raúl Mejía a un ciudadano de di­fícil repetición. Su nombre queda incrustado en la re­gión como modelo de rectitud, afabilidad, trabajo y civismo. En Armenia hubo un estremecimien­to ante la súbita embestida del destino. Edelmira, la dolorida esposa, sabe con sus hijos que queda esta ciudad que les retribuye en afecto todo cuanto Raúl le entregó en generosidad. El civismo da categoría. Y la amistad con los hombres buenos crea compromisos y obliga a mostrar ante el país este ejemplo de superación, de dig­nidad y de hechos positivos.

El Espectador, Bogotá, 6-IV-1990.

 

Teresa Cuervo: una lección palpitante

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue mujer excepcional. Al lado de Carlos Cuervo Márquez, su padre –político, ministro, parlamentario, diplomático y hombre de letras–, aprendió hondas leccio­nes de vida. Viajera constante, se impregnó de cultura y de experiencias diversas y asimiló el movedizo y edi­ficante mundo de la diplomacia. Cuando él murió en 1930, siendo embajador en Méjico, su hija sintió que el mundo se le había partido en dos.

Teresa Cuervo Borda, que a los veintidós años era una inquieta estudiante de pintura, sorprendió a la recatada sociedad bogotana de principios del siglo con la apari­ción, entre escandalosa y revolucionaria, de la primera mujer que en Colombia dibujaba desnudos. Ya desde enton­ces reflejaba un rasgo sobresaliente de su personalidad: la independencia y la audacia. En Méjico tomó ciases de pintura del maestro Armando Dreschler, con quien estuvo a punto de casarse, y allí forjó, entre la vida social y la labor artística, la sólida estructura para lo que sería en Colombia su desempeño como fundadora del Museo de Arte Colonial y directora, por espacio de 28 años, del Museo Nacional.

Luchando contra la penuria de las finanzas y los esco­llos propios de organizaciones en formación, esta dama intrépida, que no había nacido para la quietud, le ponía claridad a todo cuanto tocaba. La firmeza de su carácter y el sutil encanto de sus dotes femeninas le abrían las puertas de los gobiernos y el corazón de los hombres. Talentosa y culta, discreta y batalladora –e irradiando siempre ese charme francés que le hacía ganar admiracio­nes por todas partes–, Teresa fue la gran ejecutiva de su época, cuando la mujer apenas se atrevía a abrir el portón de la casa paterna.

En 1942 creó la Sociedad de Amigos del Museo de Ar­te Colonial. Conforme crecían las donaciones y progre­saban las salas de artistas, el patrimonio cultural se afianzaba más en Colombia. Ella trajo la primera exposi­ción de originales de Goya, Watteau, Pantoja de la Cruz, Bassano, Ribera y otras celebridades.

En 1944 fue invitada por Estados Unidos a inter­cambiar conocimientos con los bibliotecólogos, directo­res de archivos y de museos del país. Allí fue objeto de grandes homenajes y al cabo de varios meses regresó a Co­lombia con la riqueza de nuevos descubrimientos. Su nom­bre tenía trascendencia internacional.

En 1946 fue nombrada directora del Museo Nacional, car­go que desempeñó hasta poco antes de morir. Le correspon­dió transformar el antiguo Panóptico, donde eran guardados los mayores delincuentes del país, en templo del ar­te. Venció todos los obstáculos hasta lograr consolidar una obra inmensa, orgullo hoy de la nación. Teresa Cuervo Borda hizo de su apostolado una norma de vida. Y de su virtud, una lección palpitante.

A la muerte de su padre pasó por una dura época de es­trechez económica, que resistió con fortaleza y dignidad. Era toda una dama, amable y encantadora, que derrotaba los infortunios con el temple de su alma. El recuerdo del gran amor de su vida, el capitán de barco Collins, de origen inglés, siempre la acompañó y la fortaleció. Poco antes de morir (a los 86 años) le pidió a Elvira, su so­brina predilecta –Elvira Cuervo de Jaramillo, la política de hoy–, que le bajara del armario unas cartas y unas fotos. Eran de Collins, que había continuado escribiéndo­le y amándola. Un dulce amor secreto, que Teresa se llevó a la tumba: dispuso que las fotos y las cartas fueran en­terradas con ella, como así sucedió.

Varios gobiernos extranjeros la habían condecorado por su prestancia internacional. El nuestro le concedió en dos oportunidades la Cruz de Boyacá, en las administra­ciones de Carlos Lleras Restrepo y de Misael Pastrana Borrero.

*

Al cumplirse en 1989 el centenario de su nacimien­to, se unieron el Ministerio de Educación Nacional, la Fundación Beatriz Osorio, la Sociedad de Mejoras y Or­nato de Bogotá, Salvat Editores y Villegas Editores, bajo el entusiasmo de Elvira Cuervo de Jaramillo, para ren­dir a la dama ilustre un hermoso homenaje en el libro que lleva por título Teresa Cuervo, el que cuenta con prólogo de Álvaro Gómez Hurtado. Su autor, Juan Luis Mo­reno Carreño, ha escrito, en galano y descriptivo lenguaje, la afortunada semblanza sobre esta mujer de alcur­nia –descendiente de José Ignacio de Márquez y de Rufino José Cuervo– que es reconocida por la historia como la pionera del arte en Colombia.

El Espectador, Bogotá, 30-XII-1989.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nos. 46-47, enero-abril/1990.

 

El automóvil de don Miguelito

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En una de las páginas de Tipacoque, el libro de Eduardo Caballero Calderón que con tanta propiedad pin­ta los ambientes pueblerinos, el escritor se detiene en Soatá y comenta el siguiente encuentro político: «Des­pués, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputa­do Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico».

Tal vez ser cojo en aquellos tiempos era en Boyacá un blasón de los ásperos caminos. Algo tiene que ver la co­jera con la política, y el cronista de Tipacoque, que se metió a político por equivocación, omite revelarnos lo que se tramó en aquella cita sigilosa de diputados. Nos lo hubiera podido contar don Miguelito, testigo de excep­ción, pero él acaba de marcharse para la otra vida. Al verlo ahora en su automóvil funerario, me acordé de la página de Caballero Calderón y se me ocurrió pensar que con él se iba también parte de la historia de Soatá.

Si aquel automóvil era el primero que había llegado al pueblo, puede deducirse cuánto tiempo ha transcurrido desde que el diputado Caballero puso su honorable pierna coja en aquellas laderas de dátiles, orquídeas, conserva­dores y canónigos, como él las llama en sus crónicas ma­gistrales. La vida de los pueblos cuenta también con protagonistas magistrales, que tipifican el alma universal de la provincia y que, al desaparecer, es como si se que­brara algo en la entraña de la tierra.

Don Miguelito es uno de esos personajes. La historia de Soatá no quedaría completa sin él. Atado sentimen­tal y materialmente a su comarca, solía desplazarse a ella con alborozo, desde la fría altiplanicie bogota­na, para buscar el afecto de su patria chica. Cuando ya presentía su muerte cercana, realizó el últi­mo viaje y gozó a plenitud, llevándole la contraria a la enfermedad que todos los días lo reducía, ante las de­licias del clima y el encanto de los paisajes.

Fue alcalde de Soatá. Todos lo recuerdan co­mo el hombre justo, ecuánime y ejemplar. Sabio varón, como uno de los patriarcas nacidos en las páginas del Evangelio, había aprendido las lecciones imperecederas de la virtud y el carácter. Siempre buscó la notorie­dad de su pueblo. A sus hijos les enseñó a querer pri­mero la patria chica. Después los hizo ciudadanos de bien.

Por eso, cuando se derrumba uno de estos robles gi­gantes, es preciso mirar a la provincia. Los pueblos son la esencia de la patria. En el trabajo discreto y laborioso que se ejecuta en los límites lejanos está la mejor fibra nacional. Don Miguelito, como siempre se le llamó con cariño, queda incrustado en la histo­ria de su pueblo.

Con su muerte he perdido un lector constante. Siem­pre que me veía con él me comentaba el último artículo y me sugería temas para otras columnas. Le gustaba debatir los temas nacionales y ponía su mayor énfasis en la corrupción pública y en las desviaciones ciudadanas. Se sentía orgulloso del sobrino escritor y hallaba en él un eco de sus propias ideas.

Hoy tiene El Espectador un lector menos. Pero era, sobre todo, un lector ponderado que sabía desentrañar el alma de las noticias y de los editoriales. Gran co­nocedor de la historia colombiana, a su lado se aprendían lecciones y se paladeaban episodios ignorados. El automó­vil de don Miguelito, en el que tanto viajó el diputado de Tipacoque, hoy es una leyenda, leyenda que se confundía con la idiosincrasia comarcana.

El Espectador, Bogotá, 13-II-1989.

 

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La conocí entre sueños

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No sé cómo los demás han tenido la primera visión de su madre. Es difícil definir el momento en que la nueva criatura, ese ser medio irreal que apenas se mueve por instintos, toma el contacto inicial con la vida. Y encontrarse con la existencia ha de ser, como en mi caso, el vago sonido de caricias y susurros que hace grata la atmós­fera pero no nos permite ser todavía conscientes. Acaso ese efluvio de besos y halagos, tan amorosamente dispensado y tan extrañamente recibido, se queda para siempre arrull­ando el alma de quien más tarde, hecho realidad y dolor, deseará muchas veces regresar a ser niño.

Cuando abrí los ojos del entendi­miento al primer soplo fresco de la naturaleza, percibí, como nadando entre gasas de finísima blancura, la figura magnética de un ángel dis­pensador de bondades. Ángel que no puede andar sino en los espacios etéreos. Tal vez mi madre me dijera en esos instantes: ¡Duérmete, mi niño; duérmete, mi Dios….! Las madres del mundo entero consideran a su hijo la viva personalización de Dios. Y no están equivocadas.

En ese ser minúsculo, que primero fue amor para luego volverse milagro, está plasmado el mayor prodigio divino. No hay, y nunca habrá, fe­nómeno más asombroso que el de crearse vida en el cuerpo elemental de la mujer. Si no existiera esa fórmula inescrutable, el mundo ha­bría desaparecido.

La madre, no importan sus con­diciones sociales o económicas, es el credo supremo que tiene el individuo. Creyendo en la madre se cree en Dios. Podrá ser pobre y humilde, pero superior a ella, incluso en las altas dignidades, las solemnes eru­diciones o las falaces opulencias, nada se conoce. Marco Fidel Suárez se enorgullecía, siendo presidente de Colombia, en proclamarse hijo de una lavandera. Negar a la madre es ne­garse a sí mismo. Enaltecerla, es defender la existencia y afirmar el carácter.

Siempre en la cuna recibimos un estigma. Ese niño que entre balbu­ceos y lloros apenas se nota dentro de su mundo frágil, ya ha quedado marcado para el resto de sus días. Será imposible que rompa, de ahí en adelante, y por más poderoso que llegare a ser, los lazos de su estirpe. Hay quienes en las cumbres de la fama o de las prósperas posiciones se avergüenzan, por soberbios, de su linaje.

El peor lastre camina con ellos y no es raro hallar en esos desertores de la sangre los ejemplos más evidentes del infortunio y el desarraigo.

Lo mismo que la conocí entre sueños, su figura ha seguido presente en este gran sueño que es la vida. Ella inyectó en mis venas jugos de rosales y raíces de montañas. Me puso calor en la sangre y horizontes en los ojos. Un lucero me colocó en el alma, y con él aprendí a soñar y a ser escritor. No me dio ni riquezas, ni oropeles, ni espejismos; y me enseñó, en cambio, a buscar el verdadero sentido de los dones materiales y a descubrir la sinceridad de la gente. Me hizo dis­tinguir el dinero sano del dinero que envilece y así conquisté la elegancia del decoro. De esta manera inculcó entre sus seis hijos los caminos de la virtud.

Hoy contemplo a mi madre —todos la contemplamos— en sus ochenta años ejemplares, de nieves y re­cuerdos, como una sombra benigna, como un talismán protector. Y es maravilloso verla bella y sutil, gar­bosa y señorial, como en sus mejores tiempos de la gracia femenina. Son ochenta años de plenas experiencias y forjados por luchas y satisfaccio­nes, que han levantado un templo a la dignidad de vivir.

Sus ojos se han reducido, de tanto mirar la vida, pero para ser más serenos y bondadosos. Sus arrugas y sus canas son, por lo bien vividas, los surcos y las perlas de rocío que nutren un atardecer esplendoroso. Es ella, la dama de mi ensueño, como el río de ternura que avanza sereno para permitirnos ver la claridad.

El Espectador, Bogotá, 25-X-1986.

 

Había un hombre bueno

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

En la mitad de un reciente recorrido de vacaciones me en­teré, bruscamente, de la muer­te de Lácides Segovia Morales, un cartagenero a carta cabal sumergido entre caracolas y al­gas marinas. Hombre conta­giado de mar y de esperanzas, navegaba sus sueños a lomo de la madurez espléndida que él sentía fortificada para reco­rridos más densos de los que habitualmente realizaba por las playas y los horizontes de su «corralito de piedra». El car­tagenero de verdad no concibe que el mundo no quepa entre las murallas que antaño custo­diaron la plaza aguerrida y que hoy le ponen dimensiones maravillosas a la ciudad de las luces y los embrujos.

Lácides Segovia Morales fue cartagenero auténtico. Con­cejal de su ciudad en épocas pasadas, ejerció con empeño y generosidad el encargo popular de propender por el progreso comarcano. Siempre activo y en posición de civismo, supo de grandes empresas regionales y comprometió para su tierra y los suyos su inmensa voluntad de servir, con el alma prendida a aquel afán colectivo con que laboran los buenos hijos la suer­te de la patria chica, la más grande de las patrias.

Cerca de veinte años al frente del Banco Popular, donde adelantó positivos pro­gramas de bienestar social, dan cuenta de la misión del hom­bre laborioso que se obligó a plasmar obras. Como ironía del destino, cuando la airosa estructura del edificio del Banco Popular acababa de ser concluida, la muerte quiso que el autor de aquel proyecto largamente acariciado entregara sus blasones. Hoy sobresale en el mejor sitio de La Matuna la dinámica construcción que pronto será inaugurada en ausencia de quien puso todos sus desvelos y también sus es­peranzas para forjar esta realidad. La realidad, diría Lácides, no siempre es alcanzable, y por eso el se ha mar­chado antes en sus caballitos marinos, tan frágiles como los castillos de arena que se des­hacen entre oleajes impetuosos.

Lácides, miembro de raizal y respetable tronco familiar, fue hombre de bien. Es el mejor homenaje que puedo hacerle cuando el viaje que proyectaba concluir para estrechar nuestra vieja amistad, se quedó trunco. La noticia me sorprendió y me hirió, porque la ida de los hombres buenos produce turbación.

Solía él compartir los puntos de vista de mis comentarios de El Espectador con cartas generosas que dejaban ver la preocupación del colombiano afanado por la suerte del país, a quien le inquietaba la ola de in­moralidades y atropellos que perturba la paz pública. Dueño de firmes convicciones éticas, nunca aprobó la mediocridad y supo mantenerse erguido en sus principios cristianos.

Fue apóstol silencioso que prego­naba entre amigos los senderos del bien y  optaba, en oca­siones, por pulir la frase de respaldo para el artículo de prensa que comulgara con sus creencias. Alguna vez se me vino lanza en ristre cuando con­dené la impiedad de Franco por la muerte de varios policías españoles que habían asesinado y cometido horrendos atropellos contra indefensos ciudadanos. Se alzó como una conciencia furiosa para reprobar tanto secuestro, tanta violación de menores, tanto latrocinio, tanto asesinato en Colombia, y cla­mar por castigos duros y hasta inclementes para sofrenar las barbaries de nuestra patria.

Ese era Lácides Segovia Morales: una conciencia recta. Su personalidad, afable y jo­vial, lo convirtió en personaje cartagenero. Abierto a la amis­tad, a su lado se respiraban vientos marinos. La muerte lo sorprendió en su ambiente. Por sobre las olas se tropezó con su último visitante y buscó como lecho las tibias arenas que eran parte de su epidermis. Elvia, la esposa admirable, sabe que la fe crece y se agigan­ta cuando se ha compartido, sin eclipses, el destino noble junto al  hombre bondadoso.

El Espectador, Bogotá, 4-II-1978.

* * *

Comentarios:

Profundamente emocionados leímos su bello escrito. Como esposa y hermanos de Lácides reciba nuestro vivo y perdurable agradecimiento. Elvia Espriella de Segovia, Ricardo Segovia Morales, Leonor Segovia de Araújo, familias, Cartagena.

Su gentil, gallardo y espontáneo artículo refleja en su alma también grande y buena la imagen cabal de Lácides Segovia Morales. Alberto Molano Romero, MD., Bogotá.

Cuando hay seres de la calidad suya en donde abunda la generosidad, el recuerdo agradecido y el interés de hacerle justicia a quien la merece, don Lácides pasa por nuestra mente como un gigante que vivió en función de servicio a la comunidad. Arcesio Ramírez Jaramillo, director de la Revista Bancos y Bancarios de Colombia, Bogotá.

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