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Morir en París

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi amigo Pablo Echeverri Botero cumplió un sue­ño fantástico: visitar Europa –y allí respirar vida, paisajes y emociones–, y luego morir en París. En vísperas de su regreso a Colombia, la muerte súbita lo sorprendió en una calle de la capital francesa. Mientras le decía a Carmenza, su esposa, que sentía un malestar, el infarto fulminante coronaba su tránsito terrestre. Muerte privilegiada la suya, que no le dio margen para el dolor ni el desconcierto.

Su vida se desvaneció como un atardecer europeo en medio del hechizo de la Ciudad Luz. No tuvo tiempo de cortar ligaduras ni despedirse de nadie, y con el alma refulgente por tanta belleza y tanto embrujo que habían surgido en su correría turística, penetró sereno y fascinado en el reino de las luces eternas.

¡Morir en París! El solo nombre de la metrópoli evoca esplendor y grandeza, historia y epopeya, majestad y sensualidad. A esta cumbre de la cultura fue a mo­rirse en paz Pablo Echeverri Botero, distinguido ciudadano del Quindío, mi cordial excolega de la banca. ¿Quién no desearía se­mejante prerrogativa? Yo envidio la suerte del amigo, a quien París le canceló la vida con un torrente de emociones.

Un colombiano muerto en ple­na vía parisiense sugiere un tre­mendo cuadro de soledad. Mien­tras la ciudad se estremecía con todas sus arterias palpitantes, este viajero procedente de lejano país, abatido por el corazón en alguna acera silenciosa, movía la curiosi­dad callejera. A su lado velaba la pequeña comitiva compuesta por la esposa, la cuñada y el concuña­do, anonadados en medio de la metrópoli monumental. En un ins­tante, atendiendo la llamada telefónica del negocio situado al frente, llegó presurosa una ambu­lancia provista de médicos, enfer­meras y los recursos necesarios para prestar los primeros auxi­lios.

En plena calle se practicó una cirugía de emergencia, tra­tando de reactivar el corazón dete­nido. El público, mientras tanto, que se había organizado en círculo prudente, observaba en orden y con respeto los movimientos de la ciencia. El esfuerzo médico, por desgracia, fracasó. Es preciso des­tacar el gran sentido huma­no con que la medicina francesa se hizo presente en la tragedia.

El muerto fue trasladado a una comisaría para los trámites de rigor, y desde allí se informó la novedad a nuestro consulado. Lo que sigue –un grandioso acto de solidaridad colombiana en el exte­rior– es ejemplar para las autoridades diplomáticas de Colombia, y sobre todo enaltecedor para la cónsul general en París, señora María Clara Betancur.

Ella, minutos más tarde, se pre­sentó en la comisaría con el fin de prestar su ayuda en trance tan apremiante. Sin conocer a los colombianos en desgracia, les ofre­ció su colaboración personal (por fuera de los man­datos de su cargo) para cumplir las gestiones respectivas. Estos trámites resultan engorrosos en cualquier parte, y sobre todo en país ajeno.

Para fortalecer a la viuda en circunstancias tan dolorosas, la invitó a su casa y puso a su disposición su teléfono para los contactos con Colombia. Todo lo cumplió con amabilidad, ex­quisita sencillez y entrañable ca­lor humano. Con su acción admi­rable demostró ser hija de quien es: del expresidente Belisario Betancur. Finalmente, se encargó del proceso de la incineración y el traslado de las cenizas a Colom­bia, diez días después.

Pablo, gran enamorado de la vida, sabía que la muerte poética es vida. Es posible que él hubiera leído el poema de César Vallejo, y con ese presagio voló a la eternidad: Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo

El Espectador, Bogotá, 24-VII-1992.

 

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A todo señor, todo honor

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1969 llegué a Armenia como gerente del Banco Popular –y han trans­currido 23 años– encontré en la oficina un personaje: Julio Carvajal Osorio. Ejercía el cargo de cajero principal y alrededor de él circulaban no sólo los billetes de banco sino los atributos de la hidalguía. Noté que los clientes se sentían complacidos al acercarse a su casilla y hablar con él siquiera una palabra, en medio del ambiente perturbador de la plata, que él, con su don de gentes, lograba hacer humano.

No se necesitaba ser muy versado en ciencias empresa­riales para saber que en aquella ventanilla, por donde desfila­ban toda clase de personas, el Banco tenía el mejor relacionista del dinero. Con él se había modificado la cara adusta (que en los tiempos modernos se volvió cortante e incluso agresiva) del cajero de banco que no aprendió a sonreír, y que en lugar de atraer al público lo rechaza.

Julio Carvajal Osorio –di­cho en los términos festivos de la ciudad– era una caja de música. Señor de la decencia, la caballerosidad y la simpatía. Dotado, además, de exquisito sentido del humor. Con decoro y elegan­cia se abrió todas las puertas. Pulcro en el vestir –con la impecable camisa doblada en los puños y la corbata im­prescindible–, recorría las ca­lles cual un personaje pintoresco, un gentleman en medio de la ciudad de camisas abiertas y soles ardientes. Este atuendo cuadraba con su tem­peramento taurino, que se viste siempre de galas y luces.

Con su alma de torero capo­teó la vida. Un día me dijo que se iba en busca de otros aires, de otros paseíllos. Algo se resquebrajaba en la entidad bancaria. En la casilla quedó un vacío difícil de llenar.

Julio se trasladó a la Lotería del Quindío. Cambió los billetes de banco por los billetes de lotería. Y siguió en sus ca­bales. Después me encontré muchas veces con él. Nunca dejó de ser el mismo señor que había conocido desde el primer momento, el de la amabilidad y el gracejo a flor de labio.

Ahora, cuando ha em­prendido el viaje sin regreso, me lo imagino penetrando en la morada definitiva con su traje de luces y su alma ra­diante.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-VI-1992.

 

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Recordando a Euclides

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Murió hace cinco años, el 9 de junio de 1987. Pocos meses antes había publicado su último libro. Con Euclides Jaramillo Arango desapareció uno de los mayores exponen­tes del costumbrismo colom­biano, que rescató para la literatura, con agradable estilo y fino humor, memorables páginas del folclor  antioqueño. Desde sus primeros libros (Las memorias de Simoncito, Cosas de paisas y Los cuentos del pícaro Tío Conejo) comenzó su gran enci­clopedia sobre las tradiciones y costumbres antioqueñas ex­tendidas por los tres departamentos del antiguo Caldas.

Un día fue alcalde de Pereira, su ciudad natal, y luego se trasladó a Armenia, en plena juventud, y aquí se quedó. En el Quindío se destacó como líder cívico, ca­tedrático universitario, perio­dista y escritor. Fue uno de los fundadores, y el más entu­siasta –en asocio de Alirio Gallego Valencia–, de la Universi­dad del Quindío. En Armenia escribió su obra literaria, con­stituida por 14 tomos editados y por valioso material que se encuentra inédito. Era el verdadero maestro del arte de escribir. Sencillo y profundo.

Esta es una definición suya sobre el cuento: «El cuento hoy es cualquier cosa. Pero debe ser bien contado».

Su nombre se hizo famoso como escritor castizo y ameno. Con elocuencia y donaire logró interpretar el alma y la idiosin­crasia de los personajes que quedan pintados en su obra con portentoso realismo. Supo sacarle chispas a la vida tanto con el gracejo literario como con su temperamento jovial y su don de gentes que a todos cautivaba.

Era un oráculo in­telectual. La cifra más alta de la cultura quindiana. Como ironía, cuando se organizó la Academia de Historia del Quindío sus promotores lo excluyeron de la lista de fun­dadores por ¡no ser quindiano! Incluyeron, en cambio, a va­rios políticos sin nexo alguno con las letras ni la Historia, que no han asistido a la primera reunión ni han hecho el menor aporte a la entidad. En su laboriosa vida intelectual hizo sobresalir el nombre del Quindío tanto dentro del país como en el exterior.

Hoy, cinco años después de su muerte, evoco su memoria con admiración y cariño. Y recuerdo, entre tanta frase ingeniosa suya, este dicho filosófico: «La vida es un quitadero de ganas».

La Crónica del Quindío, Armenia, 8-VI-1992

 

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Un banquero discreto

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(La Dirección acoge como sentimiento suyo el mensaje de su columnista Gustavo Páez Escobar sobre la muerte de Augusto López)

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La última vez que me vi con Augusto López Ríos fue hace seis meses en la ciudad de Armenia. Como habíamos compartido una franca amistad en el mundo de las finanzas –él como gerente del Banco Cafetero y yo como gerente del Banco Popular–, los recuerdos sobre nuestra antigua actividad brotaron a flor de labio. Hoy, con hondo pesar, me he enterado de su fallecimiento. Es una pérdida grande para sus amigos, que siempre vimos en él un noble caballero, y desde luego para el Quindío, al que prestó valiosos servicios.

Oriundo de Santa Rosa de Cabal, llegó a Armenia después de intenso ejercicio bancario por diversas ciudades del país. Como gerente del Banco Cafetero se vinculó en forma estrecha a la comarca, lo que le permitió su profunda compenetración con el café y la idiosincrasia regional. Con su esposa Leticia echó raíces en la tierra quindiana, y por eso, al retirarse de la actividad laboral, su hogar continuó establecido en Armenia.

Augusto fue banquero a carta cabal. Se había formado dentro de los rigores de la vieja banca, excelente escuela que hacía maestros. Rasgos sobresalientes de su carácter fueron el decoro y la discreción, cualidades que lo destacaron como ciuda­dano ejemplar y le hicieron ganar el aprecio de la gente.

Era hombre silencioso que huía de la ostentación y buscaba el regocijo de la vida sencilla, bajo el encanto de los cafetales y el afecto de su íntimo grupo de amigos.

La moral constituía su mayor presea. Nunca se dejó tentar por la avaricia del dinero y mantuvo la dignidad como flor esquiva –y esplendorosa en su caso– en medio de tanta corrupción social. El personal y la clientela de su banco, lo mismo que la ciudadanía de Armenia, sabían que en Augusto López había un crisol de las mejores virtudes, que hoy tanto se echan de menos en este mundo actual tan carente de principios éticos.

Cuando desaparece un hombre de bien, y en este caso de tantos kilates morales, su vacío no es fácil de llenar.

La Crónica del Quindío (editorial), Armenia, 15-II-1992

 

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Memoria de un gran boyacense

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 25 años —el 31 de julio de 1966— moría en accidente de tránsito uno de los hijos ilustres de Boyacá: el doctor Luis Torres Quintero, senador de la República, y que dos años atrás había ocupado la presidencia de la corporación. El suceso se produjo a corta distancia de la ciudad de Tunja, en la población de Ventaquemada –vereda Barro Colorado– cuando el doctor Torres Quintero estaba próximo a terminar uno de sus habituales recorridos desde la capital del país.

Con él desaparecía el líder político más destacado del momento, cuya muerte prematura, cuando apenas contaba 46 años de edad, repre­sentó frustración para el departamento. Su comando político había permitido que  la comarca boyacense tuviera figuración en el panorama nacional.

Tal vez desde entonces no volvió a sentirse en el país, con la resonancia y el influjo que despertó el nombre de Torres Quintero, el vigor del liderazgo boyacense. Boyacá ha contado con hombres distinguidos, pero éstos no siempre han logrado desarrollar la­ ver­dadera acción que requiere el departamento para salir de su actual encrucijada social y económica.

Los hermanos Torres Quin­tero, todos desapare­cidos, marcan una época brillante en la historia boyacense, en campos diversos. Rafael, director del Instituto Caro y Cuervo y respetable autoridad del idioma, falleció en 1987. Eduardo, el «caballero andante de la cultura boyacense», el mayor exponente cultural que haya tenido Boyacá en mucho tiempo, lleva 18 años de muerto; en estos días tuve ocasión de exaltar su memoria dentro de la pasada Feria In­ternacional de la Cultura, rea­lizada en la ciudad de Tunja.

Guillermo, el cantor del amor y la muerte, que dejó obra valiosa, fue una esperanza trunca que se extinguió a los 27 años, en la década de los 30. A Roberto se le conoció como el «general humanista». Hernando y Ricardo, coronel del Ejército y abogado, cumplieron notables desempeños en sus actividades. A los Torres Quintero sólo les sobreviven hoy sus dos hermanas, Lucía y María Helena, miembros prestantes de la sociedad.

Luis Torres Quintero nació para la política. Con su hijo Andrés —exalcalde de la ciu­dad de Tunja— recordaba yo en estos días los atributos de caudillo de que estaba dotado su padre. Su simpatía y aguda inteligencia —unidas a la proverbial mali­cia indígena del boyacense— irradiaron en la comarca la imagen del hombre llano y al mismo tiempo culto que llega con facilidad al alma del pueblo. El don de gentes, in­signia suya de marca mayor, le hizo ganar con igual bizarría la plaza pública y el salón social. Como brillante orador, su palabra deslumbraba y seducía.

Su fulgurante carrera deja la sensación del meteoro. Entre 1947 y 1948 se desempeña como secretario de la Asam­blea de Boyacá y secretario de Hacienda del departamento. Luego, durante seis años, se ausenta del país en misiones consulares que ejerce en Suecia, Bilbao, Chicago y Montreal. A su regreso, y en menos de un año, es jefe de su partido en Boyacá. Y al poco tiempo salta al escenario de la nación, hasta llegar a ser presidente del Congreso.

Boyacá lo recuerda hoy, a los 25 años de muerto, como uno de sus varones esclarecidos que cumplieron el noble ejer­cicio de la política en bien de las causas populares.

El Espectador, Bogotá, 24-VII-1991

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