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Fabio Arias Vélez

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Su espíritu cívico por el progreso de Armenia, ciudad donde vivió la mayor parte de su vida, fue su virtud sobresaliente. Sin embargo, no era oriundo de esta ciudad, sino de Neira, en el departamento de Caldas. Concluida su carrera de ingeniero en la Universidad del Cauca, se radicó por algún tiempo en Manizales y más tarde se trasladó a Armenia, que se convertiría en su cuna adoptiva.

Fabio Arias Vélez no nació en el Quindío, pero se ganó el aprecio de la gente y el título de quindiano por su estrecha vinculación a la región y sobre todo por el cúmulo de obras de beneficio público que realizó a lo largo de su existencia. «No con quien naces, sino con quien paces», dice un sabio refrán español. Hasta tal punto llegó su compromiso con la tierra quindiana, que pocos sabían que era caldense.

En dos ocasiones fue rector de la Universidad del Quindío y en ambas dejó huellas de su capacidad ad­ministrativa. Una y otra vez le tocó recibir la institución en condiciones precarias. Era un mago para conse­guir recursos y solucionar los déficits presupuestales. Como gerente que fui del Banco Popular en aquellas ocasio­nes sé del enorme esfuerzo y de los ostensibles resultados que caracteri­zaron sus administraciones.

En la última de ellas tuvo que afrontar una desastrosa crisis econó­mica, y en poco tiempo logró las fórmulas maestras para salir de la encrucijada. No sólo enderezó las ci­fras sino que proyectó la entidad por derroteros seguros. No me cabe duda de que Fabio fue uno de los motores fundamentales del avance y la estabi­lidad del centro docente.

Como presidente de la Sociedad de Mejores Públicas, que ejerció por lar­gos años, desarrolló formidables rea­lizaciones.

Los parques y las avenidas, la cara más visible de toda ciudad, tuvieron –y siguen teniendo hoy, gra­cias a la semilla bien sem­brada– la lozanía y encanto que son tan admi­rados en la Ciudad Mila­gro. Hoy las distinguidas damas que conforman el cuadro laborioso de la be­nemérita institución lloran la partida de uno de los grandes promotores del ornato y el desarrollo de la ciudad.

Le correspondió ser el primer alcalde de Ar­menia por elección popular. En alguna forma siem­pre lo había sido: era el alcalde cívico que impulsa­ba la conciencia colectiva con hechos evidentes. La Sociedad de Mejoras Públicas es en Armenia, como en pocas ciudades, la gran coadministradora del progreso local, y está comprometida no sólo con las obras ma­teriales sino con la vida cultural. Ese impulso se lo imprimió Fabio, y a él también se debe la cons­trucción de la magnífica sede de la entidad.

Isabela y sus hijos pueden tener la certeza, en esta hora de dolor que todos compartimos, de que no en balde se ha cumplido este apostolado social. Ha muerto un ilustre benefac­tor de Armenia. Su nom­bre queda escrito con gra­titud, para recuerdo de las futuras generaciones, en la memoria de la gente.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-XI-1997.
El Espectador, Bogotá, 16-XI-1997.

 

La partida de Virginia

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace tres años la ciudad de Ar­menia confirió a Virginia Uribe de Botero su máxima condecoración, el Cordón de los Fundadores. Justo reconocimiento a toda una vida de­dicada al servicio cívico y al fomento de las obras sociales para los más necesitados, que ella practicaba en forma silenciosa y con entrega apos­tólica.

Siempre entendió el ejercicio del bien como un mandato de su espíri­tu cristiano. Había formado a sus ocho hijos en el ámbito de un hogar admirable, y les había inculcado lec­ciones de la más alta estirpe para que fueran útiles a la sociedad y sensi­bles con la desgracia ajena. Era trabajadora incansable y discreta en diversas actividades del progreso lo­cal y siempre se dispensaba a la gente con ca­riño y ademán gallar­do.

Al serle otorgado el Cordón de los Fundadores se revivía en ella lo más destacable del servicio humanitario, en esta ciudad de tan clara fibra so­cial. En aquella ocasión la vimos er­guida en el marco de la catedral, con su palabra de solidaridad por el bien público y con vigoroso tono de re­proche hacia ciertos desvíos locales. Esa era Virginia Uribe de Botero: una conciencia recta y una inquebranta­ble voluntad cívica.

Con su muerte, pierde Armenia a la matrona batalladora que nació para ser bondadosa y productiva. Su hogar, almácigo de virtudes, vio circular a lo más noble y selecto de la sociedad quindiana, que admira­ba a la dama elegante y copiaba de ella los rasgos de su naturaleza pró­diga. Sus hijos recibieron la buena semilla y hoy la irrigan en sus pro­pios hogares y en sus diferentes cam­pos de actividad.

Bella lección la que deja Virginia con su vida ejemplar, tanto a su ciu­dad como a sus descendientes. Así, su partida, por dolorosa que sea, es edificante. Como se fue haciendo el bien, otros copiarán de ellas los actos que le hicieron conquistar el título de hija ilustre de Armenia.

La Crónica del Quindío, 7-I-1996.

 

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Sutil evocación

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Supe que a Miriam Ariza León, mi an­tigua compañera de la banca, la traían de urgencia a la capital del país, aquejada por sorpresiva y cruel enfermedad. Ella había sido mi mano derecha durante bue­na parte de mi gestión como gerente del Banco Popular en la ciudad de Armenia. La recuerdo, cuando llegué a la sucursal, como la sutil y hermosa oficinista, casi una niña, que llamaba la atención del público en su casilla de ahorros.

Al año siguiente se casó, y al poco tiem­po quedó viuda –y desencantada– en ple­na edad de la ilusión. Se tornó taciturna, y así se mantuvo durante un par de años. El destino le propinaba tan agudo revés cuando apenas comenzaba a vivir. Recu­perada del infortunio, se vio renacer en ella otra mujer. Era como si se hubiera producido un milagro. La niña tímida y pesarosa había madurado de la noche a la mañana. Se había vuelto a llenar de optimismo en la vida. Se volvió alegre y desenvuelta. El gris que le opacaba el alma lo cambió por el verde de la esperanza.

Ya para entonces había subido unas escalas en su incipiente carrera. Y cada vez demostraba mayor rendimiento y evi­dentes aptitudes para la vida bancaria. Tal vez sin darse cuenta ella misma, su firme voluntad de superación le hacía ga­nar, gracias a su eficiencia, dinamismo y don de gentes, un marcado liderazgo empresarial.

Así, luchando contra su frustración sentimental y resuelta a conquistar el futuro promisorio, llegó a la segunda posición de la oficina, rodeada del aprecio de sus compañeros y el agrado de la clientela.

Ahora, 12 años después de mi venida de Armenia, me avisaban de la nueva y absurda embestida del destino, cuando Miriam apenas acababa de retirarse del Banco Popular para gozar de la merecida etapa de la jubilación. Fui a visitarla aquí en Bogotá en su clínica del dolor, y esta vez, rodeada de cables y atacada de mortal padecimiento, se me ocurrió regresar a nuestros propios inicios en la oficina bancaria: ella, la silenciosa y agraciada adolescente que despertaba la admiración del público en su despacho de ahorros; y yo, el directivo que presenciaba, y por fortuna pude propiciar, su ascendente y brillante carrera.

Los designios insondables de Dios le descarga­ban incomprensible. golpe. Y ella, otra vez, mostraba valor en la hora final de la vida. Algo me hizo ver que nuestro barco, la entidad bancaria que habíamos manejado con buen pulso y afortunado éxito, estaba resquebrajado. Otro tripulante más desaparecía de la escena. Pero nos quedaba, para ella y para quienes un día nos embarcamos en esa travesía, la satisfacción del correcto desempeño y el regocijo de las concien­cias rectas.

Cuando con mi esposa deslizamos en su oído un recuerdo grato, ella, que ya no podía sonreír, sonrió. Esa sonrisa se quedó bailando un rato en su rostro decaído, y con esa expresión regresamos al pasado. Así es como hay que seguir recordando a Miriam: risueña y efusiva, como en sus buenos tiempos.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-X-1995.

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Una flor para Mariela

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De Armenia me llamó una amiga a contarme la muerte de Mariela Gutiérrez Sanz. Noti­cia brusca, y desde luego dolorosa. Desde mi venida del Quindío, que va para diez años, había perdido de vista a Marie­la. La suponía gozando del  reposo gratificador después de su larga y meritoria vida de trabajo. Cuando en 1969 lle­gué a la capital del Quindío como gerente del Banco Popular, ella fue mi secretarla.

Ocupaba esa posición desde varios años atrás. Secre­taria de lujo, a quien la ciuda­danía admiraba por su sim­patía, su don de gentes, su corrección a toda prueba y su maravilloso espíritu de servi­cio. Era un nervio de la oficina. En ella se conjugaban múltiples virtudes para hacer de su presencia en la entidad bancaria motivo de orgullo para esta empresa con vocación social.

Ágil, discreta, refinada y efi­ciente, tales las normas bási­cas con que Mariela, cual abejita laboriosa, atendía el tráfago febril de los clientes de banco. Sabía dispensarse al público con amabilidad, con donaire, con una sonrisa en los labios. Sus sutiles encan­tos femeninos no le disminuían el olfato para distinguir la diver­sidad de gentes que transita­ban por la atmósfera calen­turienta del dinero.

Se conocía al dedillo, de tanto trajinar en los altibajos del capital, las intimidades económicas de la clientela. Era, más que la secretaria ejecu­tiva, la asesora y la confi­dente. No se entrometía en la vida de los negocios, pero una simple alusión o una mirada maliciosa eran suficientes para sembrar motivos de preocu­pación. Sus juicios fueron siempre certeros.

Era la secretaria perfecta: inteligente y reservada. Su temperamento nervioso le hacía, en ocasiones, extremar su fino sentido del deber y la responsabilidad. La dignidad de su vida fue su mayor pre­sea. La ciudadanía admiraba su pundonor y exquisita feminidad. Cuando se retiró del banco, llamada por superiores destinos, dejó hondo vacío. Pero su amis­tad nunca nos abandonó.

Hoy el recuerdo se conmueve con la noticia de su muerte prematura. Mi familia y yo deploramos su partida. Y depositamos en su tumba una flor de cariño y recordación.

La Crónica del Quindío, Armenia, 7-XII-1992.

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GOG: entre el silencio y la gloria

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(En el primer aniversario de su muerte)

El mejor homenaje a Gonzalo González Fernández (GOG) se lo dio la muerte. Fue preciso que muriera, el 12 de mayo de 1992, para que el país celebrara su silenciada celebridad, la que, dada su elegante y abrumadora mo­destia, no permitía que se exhibiera ante nadie. Rehusó siempre los hono­res. Y se aplicó el verso del regocijo: “¡Qué descansada vida la que huye del mundanal ruido!».

Como gozaba con la sencillez y rechazaba la notoriedad, supo esco­ger su puesto de privilegio en la vida: el de la discreción. Fue ser tacitur­no, y de esta manera negó el trópico de su pueblo natal (Aracataca) y la algazara de Barranquilla, donde pasó su niñez y parte de su juventud.

En Bogotá, donde se graduó de abogado, es posible que el frío glacial y el gris melancólico le hubieran adormecido el alma. En este ambiente de recogi­miento desarrolló su vocación de humanista y forjó su mundo espiri­tual. Se volvió artesano de la palabra. Al principio elaboraba, con invencible timidez, cuartillas recelo­sas que había pulido una y otra vez y que no se atrevía a enviar a los periódicos. Conforme progresaba en el arte de escribir, más temeroso se volvía de las imperfecciones idiomáticas y más avanzaba en su camino cultural.

Y de tanto exigirse, mayor dominio adquiría como autor de páginas suel­tas, publicadas con honores en co­lumnas hoy olvidadas de revistas y periódicos. Al tiempo con la lectura y la escritura atendía la cátedra universitaria, y gozaba en sus momentos de expansión –entre can­ciones, guitarras y acordeones– de las  tertulias bohemias, que sólo compartía en momentos especiales con amigos íntimos. Fue discreto en todo: en la amistad, en la bohemia, en la literatura, en la vida.

Parecía un caballero inglés, sigi­loso y refinado. Con su noble porte –un poco a lo quijote y un poco a lo gentleman– se movía con los visos del soñador, el dandy y el intelectual. Su innata amabilidad le hacía ganar rápido amigos y adhesiones. Quienes distin­guen a la gente más por el cerebro que por la apariencia, y más por la naturalidad que por el alboroto, sa­bían que allí residía un ser superior

A la postre se consagró como filólogo, gramático, crítico literario, maestro del idioma y periodista de la mejor estirpe. Era tanta su simplicidad, que hasta su propio nombre, que le parecía pomposo e interminable, lo redujo a tres letras. Y lo hizo famoso. Esto parece arte de magia.

Mi recuerdo de GOG data de 1971. Entonces dirigía él las páginas del Magazín Dominical de El Espectador. Allí nació mi carrera literaria, estimulada por el lejano maestro que sabía hallar en cualquier lugar del país el signo del escritor en cierne. Le envié mi primer trabajo y me lo premió. Esa publicación primeriza, que a cualquiera emociona y fortifica, me marcó para siempre. Al paso de los días se fue abriendo campo en el Magazín un proyecto de escritor, hasta consolidarse mi destino litera­rio que hoy, 22 años después, es irrevocable.

Sin el impulso decisivo de aquel descubridor de aptitudes, muchos escritores habrían permanecido en el anonimato. Su mayor aporte al mun­do de las letras fue incentivar la pasión literaria en quienes sentían vocación de artistas. Con ese ideal despertó afanes intelectuales y creó una escuela de cuentistas, novelistas, ensayistas y poetas. Fue la época de oro que evocamos con emoción y alegría quienes nos embarcamos en la gran aventura de escribir.

GOG hizo impacto en el país. Su talento conquista puesto de honor en las letras, en la docencia y en el periodismo. Como artista de la palabra fue severo, medido, intransigente, armonioso, perfeccionista. Intelectual auténtico. Poeta y  pensador. Con un grado de excelencia: formador de escritores.

El Espectador, Bogotá, 11-V-1993.

 

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