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El oficio de escribir

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Palabras de presentación del libro Caminos. Armenia, julio de 1982.

Esta labor silenciosa, extenuante y valiente que significa fundir el pensamiento en palabras, busca como fin primordial el contac­to del escritor con sus lectores. De ahí que la palabra escrita sea el me­dio comunicante por excelencia, sin el cual sería imposible trasladar a otras generaciones el testimonio o la simple información del momento que nos ha correspondido vivir. El libro compendia el esfuer­zo de la humanidad por captar, con­servar y transmitir el mensaje de los tiempos. Estamos obligados a asi­milar y engrandecer la cultura, pero también a difundirla. En otra forma no se conseguiría el progreso de los pueblos.

El hombre sólo es culto en la me­dida en que eduque el cerebro y lo enseñe a pensar. El oficio de escri­bir, que muchos desprecian y otros ignoran, es la disciplina inte­lectual más severa, y por lo general menos comprendida y estimulada.

Al escritor suele vérsele como elemento raro y a veces indeseable dentro de un mundo que conoce mejores entretenciones y lleva otras urgencias, como si escribir fuera simple pasatiempo o capricho egoísta. Para quienes así piensan, habrá que perdonarles su ignoran­cia y solicitarles que revisen el concepto.

Escribir es un com­promiso con la sociedad. Escribir es vigilar los despropósitos de los gobiernos y combatir los vicios so­ciales. El escritor debe defender la verdad y perseguir la corrupción. El escritor es crea­dor de belleza y a él le corresponde, como artista de la palabra, hacer surgir con su mente los mundos de inspiración que otros frenan con su indiferencia.

Invocando tales principios es como he querido acercarme a este escenario de la cultura quindiana a recibir mi quinto libro. Ojalá estén representadas en mi obra las exigencias del buen es­critor, que aquí enuncio para que se entienda cuán rígidos son los moldes en que se mueve la litera­tura. Mi obra tiene el mérito de ser perseverante y con­vencida, y además haber sido reali­zada en lucha contra los rigores de mi posición ejecutiva.

En esta nueva publicación que hace posible la generosidad del doctor Jesús Antonio Niño Díaz, gobernador del departamento, para quien con mi esposa y mis hijos ex­preso profundo reconocimiento, habrá de hallarse el testimonio de un hombre que pasó por el Quindío y no se conformó con el sólo ofi­cio de ejecutivo. Está bien que el gobierno departamental se interese por rescatar lo que aquí se escribe y por alentar a sus escritores para que sigan haciendo cultura. Así, el Quindío marchará mejor.

En este noble empeño, dentro de la presente administración, debe destacarse la labor ponderada de don Miguel A. Capacho Rodríguez, secretario privado de la Gobernación, quien ha sido gran abanderad de la cultura. Me consta que en este terreno ambos quisieron hacer más, pero el tiempo fue insuficiente. De todas maneras llevaron a cabo varias ideas culturales que merecen gratitud.

Caminos, que así se llaman los ensayos que hoy entran en circulación, es un libro escrito en su totalidad en el Quindío. Ahora recuerdo que llevo 13 años de estadía en esta bella tierra, y me corresponde reconocer que no han sido improductivos. Si el Quindío me ha dado honores y satisfacciones, yo quiero corresponderle con el testimonio que hoy entrego a la ciudadanía de Armenia.

Dice Descartes que “leer un libro enseña más que hablar con su autor; porque el autor ha puesto en el libro sus mejores pensamientos”. Aspiro a quedarme hablando con esta y las futuras generaciones del Quindío en las páginas de mis escritos, que ya nunca desaparecerán, como ha de desaparecer el autor. El libro nunca muere.

La Patria, Manizales, 9-VII-1982.

 

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El hombre en la obra de Soto Aparicio

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No tiene antecedentes en su desconcertante capacidad para elaborar cuartillas, corregir, lanzar libros. Es el novelista más prolífico de Colombia. Le recomienda  al escritor la disciplina de escribir todos los días, y todos los días pulir, sin descanso, como la única fórmula para avanzar de trecho en trecho hasta la elaboración de su obra.

Es el único autor que, despreciando conceptos, se ha convertido en técnico de libretos para la televisión colombiana, arte que domina con erudita facilidad y que le permite abarcar el poder completo de la palabra. Además es cuentista, ensayista y delicado cultivador de la poesía, y sobre todo del soneto, el que maneja dentro de los moldes clásicos del género, el mas difícil de todos, que ha aprendido a pulsar con musicalidad seductora y elocuente emisión de ideas y metáforas.

Una máquina de libros

Al entrar en circulación un libro suyo, ya la imprenta está adelantando el siguiente. Desde la edad de diez años, cuando sus compañeros se entretenían en las sanas diver­siones de la época, Fernando Soto Aparicio escribía dos novelas a la vez, un caso de excepcional precocidad literaria que mostraba la vocación indiscutible de quien no iba a darse tregua en el afán de explorar las profundidades del hombre. Puede decirse que no conoció la niñez y surgió en la juventud, casi sin darse cuenta, con la lente moldeada por los escritores franceses, sobre todo, de quienes aprendió el don de criticar a la sociedad entreteniéndola.

El hombre, brújula social

Es el único escritor que desde su primera obra puso al hombre como meta de su creación. De ahí no se ha desviado, hasta las quince novelas que hoy se le conocen. Soto Aparicio es buceador permanente de la inteligencia, que no se ha conformado con señalar al ser humano como el principio ético más importante del planeta, sino que ha convertido su literatura en arma clamorosa contra los desequilibrios y los atropellos sociales.

Agudo observador del medio ambiente que le ha corres­pondido vivir, copia de la realidad cotidiana las angustias, las frustraciones, los anhelos del mundo en constante conflicto, que clama por la justicia y pide pan, techo, salud, educación, libertad… su Mundo roto –título de una de sus obras–  que es preciso recomponer si se quiere evitar la catástrofe social.

N0o ha tenido que inventar nada. Todo lo ha captado con su fina penetración en el mundo circundante. Ha sentido las desgracias ajenas y las ha recibido como propias, metiéndose en el pellejo de sus personajes, criaturas de barro y con alma noble que transitan por las páginas de sus obras como un testimonio y una denuncia.

En la temprana edad de 15 años, apenas un mozalbete inexperto, aunque razonador, conoce accidentalmente en Santa Rosa de Viterbo a la bella mujer de la cual se enamoraron todos los muchachos del pueblo. De aquel fugaz encuentro sólo le quedó la imagen de la niña boyacense de trenzas ligeras y facciones candorosas, que bien pronto desapareció como una ilusión, dejándole la mente herida.

Al correr de los años encontró un rostro si­milar, ajado y desdibujado, en una cárcel de Bogotá, y de allí nació la asimilación de dos semblantes de mujer, dos almas que, girando en sentido contrario, daban aliento a una novela de critica social. Antes de plasmar su propósito visitó no pocas cárceles en investigación de sistemas que, pretendiendo ser reformadores, mutilan al individuo y lo desadaptan como ser social.

La lente de retratista de los tiempos que hay en Fernando Soto Aparicio ha escudriñado los recovecos del alma para mostrar en su desnudez la tragedia del hombre, con sus vicios y virtudes, sus clamores y sus deseos de redención. Su intención, que va más lejos de los linderos de la pa­tria, descubre al hombre latinoamericano, un segmento de idénticas dimensiones, también pisoteado y también desconocido. Dondequiera que esté el hombre, y bajo cualesquier circunstancias, allí se siente la voz de este escritor que entiende la literatura como combate, más que como simple juego retórico.

La novela como filosofía

Beatriz Espinosa Ramírez, estudiosa de la problemática latinoamericana, dedicó cuatro años de investigación de los escritores más importantes del continente y encontró a Soto Aparicio como el más consagrado y el más identificado con la causa del hombre latinoamericano. Estudió a fondo la obra de nuestro escritor, hasta convencerse de la esencia humanística de un patrimonio cultural que no todos advierten.

Como consecuencia de ese análisis, deja Beatriz Espinosa un libro excelente –Soto Aparicio o la filosofía en la novela–, que será preciso  consultar siempre que se quiera entender la perso­nalidad literaria de este escritor infatigable en la búsque­da de su verdad.

Se mete él en la conciencia del pueblo latinoamericano y ennoblece el sentido de vivir. Propugna una existen­cia más digna, que es negada por los gobiernos despó­ticos y las leyes anacrónicas que anquilosan y empequeñe­cen, cuando no embrutecen y destruyen.

El hombre contempo­ráneo, engendro de una incivilización que primero supo deformarlo y lo mantiene entre fusilerías y ríos de hambre y miserias sin fin, se rebela al encontrar escrito­res no conformistas, como  Fernando Soto Aparicio, que atacan la falsificación de la moral  y se van contra todo lo que signifique opresión.

El imperio de la palabra

Escribe con originalidad, sencillez e independencia, y adorna sus pasajes con ágiles recursos estilísticos, unas veces en tono reposado, y lírico, otras, según lo impongan las circunstancias. Ha hecho de la palabra su razón de ser, su más apropiado canal para llegar a las masas. Así define su universo:

La palabra pinta, suena, abofetea, enamora, se dispara hacia el infinito o hacia el corazón, que viene a ser lo mismo; la palabra no tiene límites, no los tiene el hombre, cuando aprende a entenderla… Por la palabra he entendido personas, injusticias, llamadas de auxilio, convulsiones sociales y plegarias. Yo creo  que vivo en función de la palabra; es mi aliada, mi instrumento, mi compañía…

Este sencillo hombre de provincia que saltó desde su terruño boyacense a la gran capital, lo hizo desde las novelitas aquellas de sus diez años, que luego destruyó, a la envidiable y copiosa producción de todo los días, que hoy conforma un hecho notable en la literatura. Sus libros son textos obligados de colegios y universidades.

Hombre taciturno, recogido en su propio mundo, sabe que el aislamiento del creador, a pesar del bullicio de la gran ciudad que lleva a rastras, significa liberación. Liberándose a sí mismo, le enseña al hombre los caminos de la emancipación, de la dignidad que no todos los escritores saben explorar para luego pregonar en sus libros.

La Patria, Fabularia, Manizales, 6-VI-1982.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, septiembre de 1987.
Repertorio Boyacense, Tunja, diciembre de 1988.
Revista Cultura, Tunja, diciembre de 1991.  

 

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Las razones de Voltaire

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

–¿Hay algo más respetable que una tradición antigua?

–La razón es más antigua.

(Voltaire, en Zadig)

*  *  *

Fue el escritor más ágil y valiente de su tiempo. Con su pluma, elemento de acción, mordaz y de­vastador, ayudó a tumbar la frívola y artificial corte de Francia y contribuyó a afianzar la libertad de una nación imbuida por el despotismo de la monarquía y la intransigencia religiosa. Espíritu inquieto y de fuerza inagotable, estaba armado de desconcertante don de supervivencia que le permitía sufrir, sin desmayos, cárceles y destierros. En ocasiones discurría entre monarcas y lisonjas, tentado por la pasión del mando y sus veleidades, para verse más tarde sometido a encierros penitenciarios, a huidas de la justicia y a escarnios implacables.

Lograba superar las adversidades, sin abando­nar su estilo demoledor y menos el ímpetu de sus lu­chas, y se crecía ante la opinión pública como un monstruo que amenazaba derrumbar aquella podero­sa maquinaria de privilegiados que mancillaban el sentimiento popular. Cuando era recluido en la Bastilla para reprimir su permanente actitud crítica, o eran quemados sus libros para evitar la propaga­ción de sus ideas, o se le desterraba para alejarlo del teatro de los acontecimientos, más se henchía su in­conformidad y arremetía entonces con mayor vehe­mencia contra la iniquidad y el absolutismo reinantes en Francia.

Una pluma peligrosa

Unas veces sus libros eran retirados de la circulación por orden del Gobierno y otras, prohibidos por la Iglesia. Sus cartas filosóficas, que obtuvieron éxito resonante, fueron condenados por el Parlamento de París y quemada la edición. Po­demos preguntarnos qué sería de la literatura y el pensamiento, y en general del mundo, si los regíme­nes dictatoriales, que tanto miedo tienen a los escri­tores por considerarlos su principal amenaza, logra­ran silenciarlos. El legado intelectual de Voltaire se salvó por fortuna de la voracidad de las llamas y del afán destructor de los soberanos de la época, y constituye hoy una de las conquistas más valiosas de la humanidad.

Contra los dos poderes desbordados de la Fran­cia frenética del siglo dieciocho, el trono y el altar, aquel hombre férreo e incisivo, que no se detenía en temores y que acaudillaba la insatisfacción de los dé­biles, disparó sin tregua y con buena puntería sus dardos venenosos. Era peligrosa su pluma, porque estaba empuñada por el escritor fieramente comba­tivo, por el pensador contumaz y desdeñoso, por el polemista genial. Sus mayores armas eran la agude­za, la mordacidad, el espíritu crítico, y contra ellas es muy difícil que nadie resista.

Fue el más brillante escritor del Siglo de las Luces y uno de los fenómenos más extra­ños que haya conocido el mundo. Los intelectuales lo proclamaron como director de la Academia Francesa a su regreso triunfal al país, entre vítores y desagra­vios, después de uno de sus destierros. Su casa de Ferney, donde pasó sus últimos años, fue el lugar de cita de los grandes literatos de Europa.

El genio burlón

Pocos, como él, han provocado tal cantidad de sentimientos y han dado lugar a tantas apasionadas controversias. Este «déspota ilustrado», como lo define uno de sus biógrafos, poseía una inteligencia superior, capaz de transformar cuanto estuviera a su alcance. Todo lo dominaba: la poesía, la filosofía, la literatura. Y  además, el alto mundo, ya que no ignoraba los perfumes y las intrigas de los sa­lones palaciegos y sabía desenvolverse en ellos con destreza. Los círculos influyentes unas veces lo hala­gaban y otras lo rechazaban. Era, sin duda, un temor respetuoso.

Su maliciosa sonrisa, que se esparcía en el am­biente como sustancia corrosiva, la administraba a conciencia para aplastar al adversario o por lo menos prevenirlo contra sus efectos. Houdon, el magistral escultor que supo captar la expresión de célebres figuras de la época, ejecutó para la posteridad la exacta ironía de este Voltaire de mirada fogosa y penetrante, enjuiciador desde su fortaleza espiritual de los desvíos de su generación.

Este genio burlón hizo del sarcas­mo arma contundente con la que ganaba batallas y purificaba las costumbres. Con su obra contribuyó a desalojar los vicios del sistema opresor, y si no vivió la Revolución Francesa en su pleno desa­rrollo, sucedida once años después de su muerte, fue su precursor más señalado.

La vida de Voltaire, apasionada y apasionante, se ha estudiado y siempre se estudiará con intenso interés. Su presencia en el mundo determina hondas reflexiones. No es el diablo anticlerical que quisie­ron mostrarnos en otros tiempos más prevenidos, y que incluso puede todavía subsistir en mentes ligeras, sino el crítico audaz y temible del fanatismo religioso. Era creyente, pero se oponía a la intolerancia religiosa. No sólo de su Iglesia, la católica, sino de todas las religiones.

Su poder: la razón

Había estudiado en un colegio de jesuitas, que abandonó al darse cuenta de que carecía de vo­cación clerical. Tampoco la tenía para las leyes, co­mo lo buscaba su padre. Prefería ser escritor. Desde temprana edad ensayó sus primeros trabajos litera­rios y bien pronto conquistó celebridad. Sus poesías y obras teatrales le abrieron las puertas de París, puertas que nunca se cerraron, ni siquiera en los períodos de sus destierros, cuando, con mayor insistencia, el pueblo reclamaba su regreso. De los je­suitas, a los que fustigó en duras páginas, aprendió a ser astuto. Con Cándido satirizó el optimismo de Leibniz.

Se rebeló contra lo que se opusiera a la ley natu­ral y de ahí se deriva toda su inconformidad. Lo mis­mo que no comulgaba con los gustos de los jesuitas, rechazaba el derroche de la corte y los desmanes de los reyes y sus ministros. En la razón y en la natura­leza apoyó todas sus tesis filosóficas y mantuvo su fe encendida en la supervivencia del planeta mediante las luces del hombre culto y virtuoso. Confiaba en los sistemas prácticos, desprovistos de misterios sobrenaturales, como camino seguro para hallar la ver­dad, y rechazaba las fórmulas metafísicas y arcaicas. Su moral es elemental. No era lógico para él sino el hombre pensante que supiera guiarse por la razón.

«Todos los hombres están de acuerdo con la ver­dad si ésta es demostrable, pero tratándose de ver­dades oscuras, se hallan muy divididos», es la sen­tencia que pone en boca de uno de sus personajes. Esta posición no rechazaba la fe del espíritu que bus­ca apoyarse en un principio divino, «necesario, eter­no, supremo, inteligente».

Voltaire, que también tuvo miserias humanas, que practicó amores incestuosos y fue soberbio y am­bicioso, es primero que todo un genio de la humanidad. No estaría completo el hombre si no tuviera debilidades. La Iglesia, con la que nunca se reconcilió, le negó se­pultura eclesiástica. Pero su sobrino Mignot, titular de la abadía de Schéleres, lo inhumó contrariando la orden de sus superiores.

Años más tarde, la Revolu­ción, ejerciendo una justicia indudable, trasladó sus restos al Panteón de París, donde el mundo entero se inclina ante un genio  excepcional.

El Colombiano, Medellín, 21-XI-1982.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, febrero de 1987.

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Muchedumbres y banderas

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Se interpreta mejor el alma de los pueblos cuan­do se llega a la intimidad de sus héroes. Los rasgos de la historia dependen siempre del carácter de quie­nes estructuraron una época. Y estos caminos de América, un día cerrados a la libertad y luego azota­dos por las propias cadenas que no era fácil desatar, se tornan confusos por la multiplicidad de aconteci­mientos económicos, políticos y religiosos, y también de raza, que convulsionaron aquellos episodios.

No siempre la descripción minuciosa de sucesos, a veces sobrecargada de imaginación pero falta de análisis, es el mejor medio para entender la realidad. Muchos trabajos, tediosos por desparrama­dos, no logran traducir el momento histórico en su exacta dimensión. Será preciso, por tanto, encon­trarle el “duende” a la historia, ese aliento que al decir de Otto Morales Benítez «es lo espontáneo, que se lleva adentro, muy adentro, alma arriba, en lo profundo del espíritu, acurrucado, esperando poder dar el salto a lo inesperado, hechizante y fascina­dor».

Morales Benítez, que ha hecho del ensayo su gé­nero favorito, y en el que más sobresale, se va por los senderos de Hispanoamérica, o mejor de Indoamérica, que él prefiere, rastreando los sucesos, tomándo­le el pulso a la historia. Cuando se escruta el alma de los personajes también se escruta el alma de los pue­blos. Tal  lo que hace el autor en su libro Muche­dumbres y banderas, acabado de reeditar por Plaza y Janés.

Por lo mismo que Morales Benítez es decidi­do luchador de la libertad y los principios éticos, en todas sus expresiones, a la par que observador atento de los fenómenos sociales, ausculta mejor la intención de quienes en el pasado redimieron la es­clavitud americana. Paso a paso, conforme se avan­za en los ocho ensayos que abarca en sus enfoques, se afirma la importancia de ser libres, de ser cultos e independientes, como condición indispensable para el progreso espiritual y material de los pueblos. Esta postura es para él una convicción, un mandato incon­trovertible del espíritu. Así lo ha plasmado en nume­rosos ensayos, y lo mismo en la cátedra, en el tratado o en la tribuna pública, que en el periodismo y en la vida privada.

Acaso no se encuentre nada nuevo en Muche­dumbres y banderas, y es que el pensamiento de Morales Benítez es una continua reafirmación de la dignidad humana. Su irrevocable condición de de­mócrata, que ha refrendado a lo largo de su vida ba­talladora, productiva e íntegra, que lo sitúa como uno de los valores más positivos del país, lo convierte en la autoridad moral que tanto se echa de menos en es­tos tiempos azarosos donde la libertad no es el distintivo de las naciones. Los densos pro­blemas sociales y económicos de las épocas colonia­les, con su enredijo de impuestos excesivos, opresio­nes, torturas, miserias y atropellos de los derechos elementales del hombre, se repiten en nuestros días bajo otros ropajes.

El hombre sigue esclavo de sus sistemas y sus instintos. Como animal que es de pasiones voltea contra sí la ponzoña de sus odios ancestrales. Aquel grito de libertad con que Bolívar redimió a cinco na­ciones parece que se hubiera perdido en el decurso de los años. El látigo y la cuchilla con que antes se castigaba al pueblo, presuntamente eliminados, se han trasladado, con otras formas, a estos tiempos de fingida civilización caracterizados por la ignorancia y la degradación del hombre contemporáneo. Basta echar un vistazo al panorama continental para empa­ñar la mirada con el cuadro de atrocidades en que el ser humano, el redimido de ayer, es hoy acaso más esclavo que antes.

Con las libertades recortadas o condicionadas, sin prensa en muchos casos, con el pensamiento cen­surado, sin oportunidades de educación, sin techo ni horizontes y en medio de angustias económicas y tor­turas mentales, cuando no físicas, no puede soste­nerse que la esclavitud haya sido vencida. Las distancias modernas entre ricos y pobres son más opro­biosas que las de los tiempos primitivos, cuando ha­bía menos capacidad de raciocinio.

Se clama, entonces, por la verdadera dignidad del individuo, porque sin ella es imposible conseguir el adelanto de los pueblos. Las banderas sociales, hoy más que nunca, en este mundo conflictivo y fe­roz, deben enarbolarse. Nuestra Colombia, surcada de dificultades, aunque todavía con algún sentido de la cultura y del respeto humano, es como un islote que amenaza consumirse si no la salvan las concien­cias republicanas y limpias, y además valientes para no periclitar, como la de Morales Benítez.

Sorprende e indigna ver al país sin derroteros fijos y trenzado en discusiones bizantinas y clientelismos políticos, mientras los monstruos de la incivilización y la barbarie amenazan destruirnos. Y no resulta comprensible cómo se desaprovechan, cuando más se necesitan, las luces de caudillos tan experimentados y capaces como Otto Morales Benítez.

Pero el país, que no puede naufragar, tendrá que acudir a sus reservas morales para que aquel gri­to de libertad que resonó en el continente y en el mundo entero sea algo más que un registro histórico.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-IX-1980.

 

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Germinal: poema épico del trabajo

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la Francia de Emilio Zola, sacudida por hon­das conmociones sociales, el “yo acuso” con el que el novelista defendió la causa de Dreyfus pasaría a la posteridad como la constancia de una época conflictiva. Era la Francia de las guerras y las revoluciones, azotada por densos fenómenos, donde grupos enar­decidos se peleaban el poder.

Mientras unos querían sostener y más tarde restaurar la monarquía, otros intentaban llevar al trono la estirpe de Napoleón. Los socialistas hacían enormes esfuerzos por implantar la democracia, y sus opositores abominaban de este sis­tema. El país, enfrentado a otras naciones en pug­nas territoriales, de supremacía gubernamental, sufría los crueles episodios que hoy hacen la historia de un pueblo que, luchando por ser grande, debió antes desangrarse en la contienda.

Los reyes se sucedían en incesante afán por con­servar la monarquía y no se mostraban dispuestos a acceder a las causas populares. Carlos X, auténti­co Borbón subido al trono en 1824 tras la desapari­ción de Napoleón, acentuaría las medidas represivas y despojaría al pueblo de las pocas libertades que le quedaban. No tendría inconveniente en amor­dazar la prensa y reprimir toda manifestación demo­crática. A la postre tuvo que huir a Inglaterra para salvarse del cadalso.

Insatisfacción proletaria

En 1830 lo remplaza Luis Felipe, quien no supo concebir las reformas políticas que pedía la hora. In­clinó el poder hacia las clases medias superiores y fue el gran corruptor de los funcionarios públicos.

El país se desbordó en verdadera sangría financie­ra, con ostentación del dinero que se succionaba de las arcas oficiales y que se volvía el verdugo de los pobres. Francia, gobernada por los ricos quizá como antes no lo había estado con tanto impudor, abría cada vez más las compuertas de la tremenda insatisfacción proletaria.

Depuesto Luis Felipe en 1848, se pensó elegir un presidente que terminara con el imperio de la mo­narquía. El pueblo se decidió por Luis Napoleón, sobrino de Napoleón el grande. Creyó que en él encontraría respuesta a lascalamidades públicas, pero bien pronto se halló con nueva frustración, ya que el mandatario ungido con el voto de las masas terminaría atropellando las libertades hasta disolver los cuerpos legislativos, apresar a los líderes de los partidos y proclamarse amo supremo. Asumió el tí­tulo de emperador, con el nombre de Napoleón III, y con él concluyó la era de los Napoleones. Lamentable final.

La hora de la libertad no había sonado. Tras no pocos altibajos, donde inclusive el emperador ensayó la libertad de la palabra sin que el pueblo le creyera, Francia llegó al año de 1870 y en él se proclamó la República. Mas tarde la Asamblea Francesa estable­ció la constitución de 1875, de larga duración.

Eterna lucha social

Nacía la Tercera República en medio de nubarrones y temores, y a partir de entonces se afianzaba la paz que se prolongaría hasta 1914, cuando surgirían he­chos nuevos en los albores de este agitado siglo nuestro que conoce otra clase de conflictos, si bien la humanidad siempre ha estado y seguirá dividida por las diferencias del capital, o sea, la eterna guerra en­tre ricos y pobres, entre burgueses y proletarios.

Oportuno resulta este breve repaso de las carac­terísticas de la época para relacionar la intención con que fue escrita la novela Germinal, aparecida en 1885 y forjada por su autor con las experiencias de la revolución.

Cuando salió la obra, el pueblo apenas trataba de reorganizar su vida sobre nuevos principios, luego de haber librado intensos movimientos por la libertad del individuo y la dignidad de los tra­bajadores. El país se había desintegrado entre nu­merosas reyertas, y el hombre, pisoteado por la so­ciedad despótica y enriquecida a costa del sacrificio de los pobres, clamaba por su liberación. No tenía a su favor ni siquiera el poder de la Iglesia, la que en maridaje con el Estado era indiferente a la suerte de los desposeídos.

El duro pan de la subsistencia

En este clima escribió Zola su obra cumbre. To­mando como fondo la vida miserable de las minas, describe el drama de aquellos asalariados que deben renovar su miseria de generación en generación para poder subsistir.

Sometidos a los medios más rudi­mentarios, viven en repugnante promiscuidad de sexos y contagios, con el sol que apenas alcanza a alumbrarlos a medias, ya que la mayor parte del tiempo la pasan entre las entrañas lóbregas del socavón, donde parece que la muerte los arañara a cada instante. Expuestos a toda clase de peligros, y resig­nados además a inclemente destino, esos seres desprotegidos personifican la soledad del hombre que debe luchar, en terreno disparejo y colgado sólo de una esperanza de vida, por el pan duro que le tira la sociedad.

Familias completas de obreros van turnándose en las minas, como si éstas fueran un legado fami­liar, cuando son una tenaza contra la existencia. Al enfermar o morir los mayores con el organismo desti­lando carbón, los descendientes prosiguen la ímpro­ba jornada; y duchos en el arte de desafiar la muerte, poco parece importarles exponer sus carnes todavía tiernas a las durezas y los sofocos, si nacie­ron para llevar el yugo amarrado a la cerviz. Encima de sus cabezas sienten el taladro de la esclavitud, y más allá presienten la holganza y el derroche de lina­judos señorones que mueven acciones millonarias y disfrutan de comodidades sin límite, mientras ellos, que sudan el áspero trabajo, no tienen cómo aumentar la porción alimenticia, que todos los días disminuye.

El barrio de los Doscientos Cuarenta es es­cenario de la vida en común de un conglomerado humano que sólo conoce los fugaces placeres de parejas haciéndo­se el amor en el campo abierto, acaso la única liber­tad recibida desde niños, que practican sin mira­mientos ni vergüenzas, y sin temor a la procreación, porque las familias deben aumentar con nuevos brazos para el trabajo. Acuden a la cita clan­destina a la vista de los demás, porque reducidas las fronteras con las casas colmadas de habitantes, el amor se hace más fresco al aire libre. La virginidad, que es un mito, algo inexistente aun desde los pri­meros años, es muchas veces forzada por los propios progenitores que desde temprano empujan a las hijas a que consigan su hombre para reducir la carga familiar. Ellos hicieron lo mismo y será preciso continuar la norma.

Avanza la revolución

La población explotada terminará protestando cuando el jornal se reduce y las reglas del trabajo se vuelven más severas. Sucesivas gene­raciones han soportado el rigor de la minería, protes­tando apenas entre dientes, y acaso el viejo Buenamuerte se jacte de sus fuertes músculos y trate de dar lecciones de hombría que él mismo siente horadándole las entrañas.

Todos han visto el desfile de carruajes suntuosos que recorren el barrio y hasta han sido visitados en sus casas, propiedad de la em­presa, por la estirada esposa del patrono, deseosa de exhibir ademanes protectores. Tales poses, que no convencen, acentúan el sabor de la miseria. Las coci­nas de los obreros calientan cada vez menos, y hasta allí llegan los olores de las cenas opíparas servidas en la vecindad y que alborotan los estómagos vacíos.

La revolución avanza conforme se niegan los de­rechos. Es la regla más segura en todos los tiempos. Hay temor a la huelga, y es obvio que los obreros no están en capacidad de resistir sin el jornal oportuno. La incipiente caja de ahorros, fundada para la emergencia que habría de sobrevenir, es de precaria fuerza para remediar las angustias de diez mil obre­ros.

El novelista, que sabe interpretar el disgusto que sacude las calles de su patria, traslada a las minas el drama de la miseria –la miseria del orbe entero– y encarna en sus personajes, fielmente logra­dos, la cólera del hombre cuando se le vulnera su dignidad.

El acceso a la vida digna es apenas un requisito para vivir socialmente. No puede considerarse le­jana o novelesca la época de los emperadores para pensar que esos problemas no son nuestros. Donde­quiera que exista el capital mal administrado, donde haya desequilibrios e injusticias, lo mismo en la Francia del siglo XIX que en esta Colombia nuestra también convulsionada, se oirán gritos de rebeldía. Puede que al principio sea el grito tenue, como el que comienza a escaparse sin alientos de las páginas de Germinal, pero luego se acrecentará y crispará los nervios de la sociedad entera.

El hombre, a quien el propio hombre hace animal para sufrir afrentas y vejámenes, un día rompe las cadenas y se sacude el polvo milenario de su postración. Es entonces cuan­do resulta temible y se vuelve energúmeno. Ese odio acumulado que se le ha ido filtrando en las venas, que lo carcome y lo impulsa a buscar su redención, hace volar minas, exterminar propiedades y cometer increíbles desafueros. El hombre es como el río que debe buscar su cauce natural, o de lo con­trarío se desborda.

En esta dantesca epopeya del trabajo –la obra cumbre de Emilio Zola–, el ojo clínico del novelista pinta con dramatismo los contornos de la época, y el genio del artista traslada a todas las latitudes del mundo el conflicto del hombre sometido a torturas y recortado en sus fueros. De las páginas de la obra se escapa una palabra repetida que se lanza con furor y desespero: ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!… El eco retumba en esta época cuando la humanidad parece condenada a morir de hambre.

El dedo acusador

Germinal es por excelencia el poema épico del proletariado. Sus líneas son desgarradoras y humanas. Penetró a los recovecos de la conciencia al hablar el lenguaje universal de la mise­ria. La vida rústica de los mineros, con sus aparen­tes pequeñeces, le dio al novelista tema para enmarcar esta obra sublime puesta a consideración de los poderosos de la tierra. Zola tiene el suficiente talento para concebir también una dramática historia de amor, apenas consecuente con la tragedia del relato. El amor, que todo lo enaltece, parece como si redujera las tristezas de la ruda existencia.

No obstante haber sido escrita para su tiempo, hace cerca de cien años, la obra tiene vigencia en los tiempos actuales. La humanidad todos los días se compromete en nuevas aventuras y se desvía de los caminos seguros. El hombre sigue rechazando la injusticia y buscando la equidad.

Hay que volver a los clásicos. Los grandes nove­listas, como Zola, no mueren, porque su palabra se escribe para todos los tiempos. El escritor francés, que acusó a la sociedad de su patria, sigue con el dedo tendido hacia la sociedad del mundo entero que no ha sabido redimir al hombre, y cada día lo ex­plota más. No enseñó él a hacer la revolución, sino que quiso prevenir al mundo de sus desastres. Y pa­rece que el mundo no ha entendido la lección.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 8-VI-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.  

 

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