Por: Gustavo Páez Escobar
En la Francia de Emilio Zola, sacudida por hondas conmociones sociales, el “yo acuso” con el que el novelista defendió la causa de Dreyfus pasaría a la posteridad como la constancia de una época conflictiva. Era la Francia de las guerras y las revoluciones, azotada por densos fenómenos, donde grupos enardecidos se peleaban el poder.
Mientras unos querían sostener y más tarde restaurar la monarquía, otros intentaban llevar al trono la estirpe de Napoleón. Los socialistas hacían enormes esfuerzos por implantar la democracia, y sus opositores abominaban de este sistema. El país, enfrentado a otras naciones en pugnas territoriales, de supremacía gubernamental, sufría los crueles episodios que hoy hacen la historia de un pueblo que, luchando por ser grande, debió antes desangrarse en la contienda.
Los reyes se sucedían en incesante afán por conservar la monarquía y no se mostraban dispuestos a acceder a las causas populares. Carlos X, auténtico Borbón subido al trono en 1824 tras la desaparición de Napoleón, acentuaría las medidas represivas y despojaría al pueblo de las pocas libertades que le quedaban. No tendría inconveniente en amordazar la prensa y reprimir toda manifestación democrática. A la postre tuvo que huir a Inglaterra para salvarse del cadalso.
Insatisfacción proletaria
En 1830 lo remplaza Luis Felipe, quien no supo concebir las reformas políticas que pedía la hora. Inclinó el poder hacia las clases medias superiores y fue el gran corruptor de los funcionarios públicos.
El país se desbordó en verdadera sangría financiera, con ostentación del dinero que se succionaba de las arcas oficiales y que se volvía el verdugo de los pobres. Francia, gobernada por los ricos quizá como antes no lo había estado con tanto impudor, abría cada vez más las compuertas de la tremenda insatisfacción proletaria.
Depuesto Luis Felipe en 1848, se pensó elegir un presidente que terminara con el imperio de la monarquía. El pueblo se decidió por Luis Napoleón, sobrino de Napoleón el grande. Creyó que en él encontraría respuesta a lascalamidades públicas, pero bien pronto se halló con nueva frustración, ya que el mandatario ungido con el voto de las masas terminaría atropellando las libertades hasta disolver los cuerpos legislativos, apresar a los líderes de los partidos y proclamarse amo supremo. Asumió el título de emperador, con el nombre de Napoleón III, y con él concluyó la era de los Napoleones. Lamentable final.
La hora de la libertad no había sonado. Tras no pocos altibajos, donde inclusive el emperador ensayó la libertad de la palabra sin que el pueblo le creyera, Francia llegó al año de 1870 y en él se proclamó la República. Mas tarde la Asamblea Francesa estableció la constitución de 1875, de larga duración.
Eterna lucha social
Nacía la Tercera República en medio de nubarrones y temores, y a partir de entonces se afianzaba la paz que se prolongaría hasta 1914, cuando surgirían hechos nuevos en los albores de este agitado siglo nuestro que conoce otra clase de conflictos, si bien la humanidad siempre ha estado y seguirá dividida por las diferencias del capital, o sea, la eterna guerra entre ricos y pobres, entre burgueses y proletarios.
Oportuno resulta este breve repaso de las características de la época para relacionar la intención con que fue escrita la novela Germinal, aparecida en 1885 y forjada por su autor con las experiencias de la revolución.
Cuando salió la obra, el pueblo apenas trataba de reorganizar su vida sobre nuevos principios, luego de haber librado intensos movimientos por la libertad del individuo y la dignidad de los trabajadores. El país se había desintegrado entre numerosas reyertas, y el hombre, pisoteado por la sociedad despótica y enriquecida a costa del sacrificio de los pobres, clamaba por su liberación. No tenía a su favor ni siquiera el poder de la Iglesia, la que en maridaje con el Estado era indiferente a la suerte de los desposeídos.
El duro pan de la subsistencia
En este clima escribió Zola su obra cumbre. Tomando como fondo la vida miserable de las minas, describe el drama de aquellos asalariados que deben renovar su miseria de generación en generación para poder subsistir.
Sometidos a los medios más rudimentarios, viven en repugnante promiscuidad de sexos y contagios, con el sol que apenas alcanza a alumbrarlos a medias, ya que la mayor parte del tiempo la pasan entre las entrañas lóbregas del socavón, donde parece que la muerte los arañara a cada instante. Expuestos a toda clase de peligros, y resignados además a inclemente destino, esos seres desprotegidos personifican la soledad del hombre que debe luchar, en terreno disparejo y colgado sólo de una esperanza de vida, por el pan duro que le tira la sociedad.
Familias completas de obreros van turnándose en las minas, como si éstas fueran un legado familiar, cuando son una tenaza contra la existencia. Al enfermar o morir los mayores con el organismo destilando carbón, los descendientes prosiguen la ímproba jornada; y duchos en el arte de desafiar la muerte, poco parece importarles exponer sus carnes todavía tiernas a las durezas y los sofocos, si nacieron para llevar el yugo amarrado a la cerviz. Encima de sus cabezas sienten el taladro de la esclavitud, y más allá presienten la holganza y el derroche de linajudos señorones que mueven acciones millonarias y disfrutan de comodidades sin límite, mientras ellos, que sudan el áspero trabajo, no tienen cómo aumentar la porción alimenticia, que todos los días disminuye.
El barrio de los Doscientos Cuarenta es escenario de la vida en común de un conglomerado humano que sólo conoce los fugaces placeres de parejas haciéndose el amor en el campo abierto, acaso la única libertad recibida desde niños, que practican sin miramientos ni vergüenzas, y sin temor a la procreación, porque las familias deben aumentar con nuevos brazos para el trabajo. Acuden a la cita clandestina a la vista de los demás, porque reducidas las fronteras con las casas colmadas de habitantes, el amor se hace más fresco al aire libre. La virginidad, que es un mito, algo inexistente aun desde los primeros años, es muchas veces forzada por los propios progenitores que desde temprano empujan a las hijas a que consigan su hombre para reducir la carga familiar. Ellos hicieron lo mismo y será preciso continuar la norma.
Avanza la revolución
La población explotada terminará protestando cuando el jornal se reduce y las reglas del trabajo se vuelven más severas. Sucesivas generaciones han soportado el rigor de la minería, protestando apenas entre dientes, y acaso el viejo Buenamuerte se jacte de sus fuertes músculos y trate de dar lecciones de hombría que él mismo siente horadándole las entrañas.
Todos han visto el desfile de carruajes suntuosos que recorren el barrio y hasta han sido visitados en sus casas, propiedad de la empresa, por la estirada esposa del patrono, deseosa de exhibir ademanes protectores. Tales poses, que no convencen, acentúan el sabor de la miseria. Las cocinas de los obreros calientan cada vez menos, y hasta allí llegan los olores de las cenas opíparas servidas en la vecindad y que alborotan los estómagos vacíos.
La revolución avanza conforme se niegan los derechos. Es la regla más segura en todos los tiempos. Hay temor a la huelga, y es obvio que los obreros no están en capacidad de resistir sin el jornal oportuno. La incipiente caja de ahorros, fundada para la emergencia que habría de sobrevenir, es de precaria fuerza para remediar las angustias de diez mil obreros.
El novelista, que sabe interpretar el disgusto que sacude las calles de su patria, traslada a las minas el drama de la miseria –la miseria del orbe entero– y encarna en sus personajes, fielmente logrados, la cólera del hombre cuando se le vulnera su dignidad.
El acceso a la vida digna es apenas un requisito para vivir socialmente. No puede considerarse lejana o novelesca la época de los emperadores para pensar que esos problemas no son nuestros. Dondequiera que exista el capital mal administrado, donde haya desequilibrios e injusticias, lo mismo en la Francia del siglo XIX que en esta Colombia nuestra también convulsionada, se oirán gritos de rebeldía. Puede que al principio sea el grito tenue, como el que comienza a escaparse sin alientos de las páginas de Germinal, pero luego se acrecentará y crispará los nervios de la sociedad entera.
El hombre, a quien el propio hombre hace animal para sufrir afrentas y vejámenes, un día rompe las cadenas y se sacude el polvo milenario de su postración. Es entonces cuando resulta temible y se vuelve energúmeno. Ese odio acumulado que se le ha ido filtrando en las venas, que lo carcome y lo impulsa a buscar su redención, hace volar minas, exterminar propiedades y cometer increíbles desafueros. El hombre es como el río que debe buscar su cauce natural, o de lo contrarío se desborda.
En esta dantesca epopeya del trabajo –la obra cumbre de Emilio Zola–, el ojo clínico del novelista pinta con dramatismo los contornos de la época, y el genio del artista traslada a todas las latitudes del mundo el conflicto del hombre sometido a torturas y recortado en sus fueros. De las páginas de la obra se escapa una palabra repetida que se lanza con furor y desespero: ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!… El eco retumba en esta época cuando la humanidad parece condenada a morir de hambre.
El dedo acusador
Germinal es por excelencia el poema épico del proletariado. Sus líneas son desgarradoras y humanas. Penetró a los recovecos de la conciencia al hablar el lenguaje universal de la miseria. La vida rústica de los mineros, con sus aparentes pequeñeces, le dio al novelista tema para enmarcar esta obra sublime puesta a consideración de los poderosos de la tierra. Zola tiene el suficiente talento para concebir también una dramática historia de amor, apenas consecuente con la tragedia del relato. El amor, que todo lo enaltece, parece como si redujera las tristezas de la ruda existencia.
No obstante haber sido escrita para su tiempo, hace cerca de cien años, la obra tiene vigencia en los tiempos actuales. La humanidad todos los días se compromete en nuevas aventuras y se desvía de los caminos seguros. El hombre sigue rechazando la injusticia y buscando la equidad.
Hay que volver a los clásicos. Los grandes novelistas, como Zola, no mueren, porque su palabra se escribe para todos los tiempos. El escritor francés, que acusó a la sociedad de su patria, sigue con el dedo tendido hacia la sociedad del mundo entero que no ha sabido redimir al hombre, y cada día lo explota más. No enseñó él a hacer la revolución, sino que quiso prevenir al mundo de sus desastres. Y parece que el mundo no ha entendido la lección.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 8-VI-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.