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La presencia de Colcultura

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Otros aires soplan por los predios del Instituto Colombiano de Cultura. Al concluir la administración del poeta Jorge Rojas, controvertida para mu­chos, y que dejó innegables realizacio­nes, habíamos extrañado el suspenso producido en la difusión del libro. La biblioteca que fue conformándose con la salida del bolsilibro semanal tuvo un resultado positivo: formar lectores. Fue un paso inicial para otras proyec­ciones.

Aquellos modestos tirajes des­pertaron el interés que buscaban hacia el conocimiento de los autores nacio­nales, tan faltos de medios de comuni­cación como de estímulos. La sencilla biblioteca fue entreverando, además, obras de autores extranjeros, con el propósito de proporcionar una visión universal sobre el ilimitado mundo de las letras.

Cumplió su cometido, y quedan como testimonio 154 títulos de varia­dos matices, aparte de otra serie de distinto enfoque que recogió importan­tes tratados para un círculo más exi­gente.

Con nuevos lineamientos prosigue ahora la labor de Colcultura y vemos, con beneplácito, cómo no decae y por el contrario se robustece la mira de los gobiernos por fomentar la inquietud intelectual del país. Aquel intervalo, necesario para estructurar otras metas, comienza a dar óptimos resultados. En corto tiempo han aparecido estupen­das publicaciones tanto por su conteni­do como por el esmero editorial, y al alcance, por otra parte, de todos los bolsillos. Son obras de lujo y se advier­te en ellas la preocupación de sus direc­tores por brindar al país estudioso un material planeado y selecto. Resucitan, en tal empeño, joyas de literatura, agotadas u olvidadas, que es preciso rescatar.

Reunir, por ejemplo, lo más sustan­tivo del material disperso de la revista Mito es encadenar, reviviéndola, to­da una generación que hizo época y que rubricó páginas imborrables para nuestro patrimonio cultural. Hernando Téllez, con su brillante prosa, reaparece con una selección de textos en que la ju­ventud de nuestros días debe profundi­zar.

Álvaro Mutis, menos lejano, ocupa la actualidad con su poesía en ascenso. Ernesto Volkening, alemán naciona­lizado en el país, es el profundo crítico que estudia nuestra cultura con sor­prendente penetración. Poesía, cuento, novela, prosa, ensayo, concatenados con riguroso afán formativo, ponen en alto el criterio de la nueva época de Colcultura.

La serie de diez tomos de la Bi­blioteca Básica Colombiana que se inicia, representa un paso adelante en la tarea de acercar más la cultura al pue­blo. Son temas diversos que abarcan historia, literatura, ensayos, geografía, y que por el prestigio de los autores constituyen piezas de es­tudio y recreación.

Ha resucitado el Teatro Colón. Re­nace la Bogotá antigua en esta esplen­dorosa sala adormecida en los mejores recuerdos. Una muestra más de que el país prosigue en su derrotero de pueblo culto. Volverán, como antaño, las luces de gratas veladas, y ojalá no se dejen apagar. Regresarán los concier­tos, las temporadas de teatro, los recita­les, las revistas folclóricas. El empeño de dos damas convencidas de su voca­ción hizo posible que este escenario no se derrumbara entre el polvo y el olvi­do de los años.

Fugaz bosquejo este para celebrar algunas de las manifestaciones de Colcultura en su actual itinerario. Hay de­cisión y capacidad para continuar adelante. La presencia de Gloria Zea de Uribe, Jorge Eliécer Ruiz, Gustavo Cobo Borda y otras figuras de la intelectualidad y amantes de la cultura es una garantía para que el país avance en su destino civilizado.

La Patria, Manizales, 17-VI-1976.

 

 

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Alirio o la cultura

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando la página literaria del periódico El Espectador publicó mi primer cuento,  El Sapo Burlón, de la primera persona que recibí una ancha felici­tación fue de Alirio Gallego Valencia. Ese detalle lo llevo grabado tanto por el gesto de quien así empujaba mi entusiasmo inicial, como por el estímulo que me prodigaba un maestro de la literatura.

Días después, Euclides Jaramillo Arango, que no regatea la generosidad, escribía reconfortante no­ta periodística en la que se sorprendía, tanto como yo, de la aparición de un banquero en las lides intelectuales. Debo decir que tanto Alirio como Euclides fueron los maestros de ceremonia en mi incierto bautizo como escritor. Y como desquite –porque los escritores no deben na­cer huérfanos–, les pasé el engorroso encargo de prologar mis dos primeras obras.

De entonces a hoy mucha agua ha corrido. Distante yo de pretensiones, han ido brotando al paso de los días líneas constantes que, para bien o para mal, me engancharon definitivamente al quehacer literario. Y he sentido siempre,  muy cerca, la solidaridad de este par de amigos, de cuya amistad me enorgullezco.

Estos dos hombres, hermanados durante toda una vida, son pioneros de la cultura y protagonistas además de no pocos sucesos regionales que tocan con el avance intelectual del Quindío.

Ha sido Alirio Gallego Valencia denodado promotor del desarrollo educacional, más de lo que la gente sa­be. Cuando en días pasados un políti­co proclamaba por la radio su liderazgo en la fundación de la Universidad del Quindío, pensé que realmente la cultura es quijotesca. Unos son los que la hacen y la luchan, y otros los que a la hora de nona quieren apadrinarla. Conozco, por testimonios muy autorizados, las ejecutorias de Alirio en la creación del centro universitario, y las gentes que lo acompañaron saben que gracias a su entusiasmo, a su mística y a su quijotismo –sin el cual el mundo habría ya desaparecido– fue posible sacar adelante la utópica idea de crear esta universidad por fuera de capital de departamento.

Alirio, que no nació para ser tímido, y que había sido encar­gado por el Ministerio de Educación Nacional para organizar la Universidad, era quien viajaba en pos del auxilio bogotano, presionaba la personería jurídica,  levantaba el primer papel con membrete, rebuscaba el pupitre y hasta reclutaba en la puerta del establecimiento a quien tuviera cara de bachiller para lle­nar el primer cupo en esta ciudad que miraba de reojo el curioso aviso que, pegado a la madera rasa, anunciaba la tal Universidad como pregonando un artículo que nadie quiere comprar.

La vida de Alirio Gallego Valencia ha girado siempre alrededor de la cul­tura. Estudioso de tiempo completo, devora libros y conocimientos con in­creíble digestión para los alimentos del espíritu. Sabe el campo que pisa, y si su personalidad es para mu­chos controvertida y suscita envidias y sorpresas, ignora la apeten­cia ajena y se mantiene fiel a su voca­ción.

Se graduó de farmacéutico, pero se casó con la literatura. Es ambidextro para esas y otras faenas, porque ade­más incursiona en la filosofía, ejerce la cátedra y no se le corre a ningún compromiso de oratoria. Como direc­tor de Educación del Quindío cumplió ponderable labor docente que se tradujo en el avance de esta región que entiende su destino cultural, pero que requiere el impulso de hombres de mística.

Toda una gama de facetas se com­bina en su inquieta personalidad. No se ha conformado con honores posti­zos, sino que ha sido, ante todo, perseverante impulsor de las disciplinas humanísticas. Hombre afanoso de su­peración, vive siempre con sed de co­nocimientos y no se descuida con la evolución de los tiempos. Habría que reclamarle, empero, que se mantenga retardado en publicar su primer libro. En su biblioteca y en su mente hay suficiente material. Si él me empujó a que siguiera escribiendo, cuando con Euclides me lanzó al agua, le reclamo la mojada. Y yo sé que él no se deja retar.

La Patria, Manizales, 23-XI-1975.

* * *

Comentario:

Suscribiría con todo gusto y devoción la sumaria pero excelente biografía que hace Páez Escobar en su artículo. Sin los esfuerzos tesoneros e inteligentes de Alirio Gallego Valencia no hubiera podido fundarse la Universidad del Quindío y ponerse tan felizmente en marcha como ocurrió en su tiempo. Para mí personalmente constituirá siempre un honroso e imborrable recuerdo haber tratado de colaborar en la extraordinaria empresa en que se embarcaron Alirio y mi antiguo y admirado amigo Bernardo Ramírez Granada. Estimo muy útil para la historia cultural de Armenia y del Quindío el artículo de Páez Escobar, que entre otras cosas, pone la verdad en su sitio. Carlos Echeverri Herrera, Bogotá.

 

 

 

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Altibajos de la cultura

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Instituto Colombiano de la Cultura, bajo la controvertida gestión del poeta Jorge Rojas, venía cumpliendo ponderable programa en la formación de lectores mediante la entrega semanal de pequeños libros al módico precio de $ 5.00 Era el único país del mundo que vendía cultura tan barata.

Completó la biblioteca 154 obras en tres años, hasta que la nueva administración de Colcultura resolvió interrumpir la serie con el anuncio de una reestruc­turación. La promesa se encuentra en mora de hacerse realidad y solo se sabe que han salido, bajo otros moldes, al­gunas publicaciones de circulaciónrestringida. La sencilla biblioteca que se ha descontinuado fue orientada hacia el conocimiento de los autores colom­bianos y entreveró obras extranjeras con la intención de desper­tar el interés del pueblo hacia la lectura. No hay duda de que dicho propósito que­dó perfilado en buena forma. La gente extraña hoy los bolsilibros que tuvieron amplia penetración entre el grueso público. Se discute, sí, la política de selección, que se acusa como pri­vilegiada para determinadas personas.

La cultura necesita estímulos, como el país necesita cultura. Publicar un libro se ha convertido en paso de titanes. Esta aspiración está fuera del alcance de la mayoría. Las editoriales solo publican por cuenta y riesgo del autor, y este tiene que someterse al viacrucis de vender su obra, de mano en mano, ofrecer algunos ejemplares en consignación, con al­tísimas comisiones, a las librerías, que ni los promocionan ni menos los venden, y regalar la mayoría a sus amigos en vista del nulo ambiente que encuentra para su mercancía, ante la ausencia de mecanismos adecuados, existentes en otros países, donde el escritor sí es valorado.

La ley 34 de 1973, que dispone la compra por Colcultura de una cuota de todo libro que se edite en el país, es letra muerta porque no hay recursos presupuestales. ¿Entonces para qué la ley? Los rubros para la cultura se han mermado.

La Gobernación de Caldas continúa con su biblioteca de autores caldenses y no está dispuesta a interrumpir una tra­dición que tanta gloria le ha dado al país. Empeños como la Biblioteca Banco Popular, tan bien cimentados, prosiguen en su interés por rescatar li­bros nacionales agotados en el mercado, y ojalá extienda su radio de acción a las nuevas expresiones. Las intrépidas damas que dirigen en Cali la revista Vivencias continúan sosteniendo el concurso bienal de novela, que representa positivo estimulo para el escritor. El Instituto de Cultura y Bellas Artes de Norte de Santander promueve en el momento concursos de cuento y poesía. En el Quindío el Comité de Cafe­teros cumple excelente labor al apoyar a los escritores de la región.

La empresa privada no es ajena a estos menesteres. Muchos mecenas particulares, que gustan actuar con dis­creción y comprenden las angustias de este campo, hacen posible la cir­culación del libro, con ejemplo para las librerías y las editoriales.

Se ignora qué finalidad tienen muchas, o la mayoría de las oficinas de extensión cultural. El escritor vive tocando en las puertas de estas entidades, de las secre­tarias de educación, de las loterías, de las alcaldías, de las gobernaciones, y se encuentra, por lo general, con fun­cionarios apáticos a estas inquietudes.

El libro, el teatro, la música, la pin­tura, las bellas artes son el alma de los pueblos. No es posible el progreso sin fomentar el acervo cultural. La cultura necesita, reclama apoyo. Mutilar la cultura será tanto como cercenar el corazón de la patria.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 24-VIII-1975.

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La misión del escritor

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Quienes tenemos acceso a los medios serios de opinión somos conscientes del riesgo y de la responsabilidad que significa el sopesar ideas que han de influir en la conciencia pública. Pocas tribunas tan democráticas como esta de El Espectador, abierta a todas las contro­versias y a los más variados enfoques sobre el acontecer co­tidiano. Es, por sobre todo, ancha cátedra del pensamiento, sin más rigores que el de un razonable manejo del idioma y una seria y honesta concepción mental para presentar inquietudes o criticas sobre temas de interés común.

Uno de los rasgos fundamen­tales que caracteriza al sis­tema republicano es el de la li­bre expresión, el mejor canal para interpretar los síntomas de inconformidad o de beneplácito. El régimen dicta­torial rechaza, porque le resulta funesta, la injerencia del pueblo, y se sostiene sobre poderes omnímodos, maltra­tando la libertad del individuo para opinar sobre los destinos públicos.

Por público se entiende un bien que pertenece a todos, y no a una clase dirigente o, lo que es peor, a una sola persona. Acaso el mayor oprobio de la humani­dad consista en amordazar la opinión ajena. «Un pueblo culto es un pueblo libre; un pueblo salvaje es un pueblo esclavo», expresa un pensador. Y agrega: «Y un pueblo instruido a la ligera, a paso de carga, es un pueblo ingoberna­ble».

Mayor aporte hay en la crítica constructiva, expresada con respeto y solvencia moral, que en la adulación y el falso conformismo. Hay, por desgracia, quienes confunden la crítica ciega, el apunte ligero o el comentario tendencioso, con la libertad.

Uno de los mayores escollos del escritor está en no desme­dirse en la libertad hasta caer en el libertinaje. Con cuánta frecuencia nos encontramos con el escrito avieso, con el pasquín desaforado o con la afrenta irreparable. En el falso periodismo con que muchos pretenden agazaparse, se encuentran verdaderos maestros en jugar con la honra ajena como jugando con canicas en la escuela.

Ruedan, con desconcertante irresponsa­bilidad, revistas, periodiquillos o gacetillas hábiles en dis­torsionar la verdad, en mutilar los hechos, en destruir dignida­des, en aumentar, disminuir o fragmentar las noticias para que produzcan determinados efectos. El periodismo es mucho más serio que jugar con bolas de barro en la escuela.

Escribir es tarea complica­da. Requiere, ante todo, absoluta honradez intelectual. El escritor, a más de veraz y claro en sus planteamientos, debe ser orientador y maestro de su generación, jamás detractor. Si se escri­be para el gran público, el lenguaje fácil tendrá mayor acceso que el ostentoso. Des­terrar la ambigüedad, la corte­dad de pensamiento, la duda maligna, la intención morbosa, el comentario procaz, es norma de oro en este delicado arte de saber decir las cosas, sin pecar ni por exceso ni por defecto.

Colombia cuenta con un periodismo de altura. Lo que ha dado en llamarse la «prensa amarilla» constituye la escoria mínima de una nación civilizada. No veamos enemigos del Gobierno, del actual o de cualquiera otro, en quienes con reflexión y sana inquietud se preocupan por la suerte del país.

Se suele ser pródigos en dispensar elogios y cortos en señalar errores, porque no to­dos tienen valor para disentir. Se es más colaborador de un sistema señalándole las dis­crepancias, que asumiendo falaces posiciones. Hay que desconfiar de los gobiernistas incondicionales. Conforme no existe la verdad a medias, tampoco hay amigos irrevoca­bles. Y ni siquiera enemigos.

El Espectador, Bogotá, 13-VIII-1975.

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La cultura en el Quindío

sábado, 1 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 No anda equivocado el semanario Satanás cuando afirma que los escritores  quindianos carecen de todo apoyo del gobierno departamental. Esto, por otra parte, es llover sobre mojado. Solo eventualmente se aprecia alguna excepción, que por ese hecho resulta mortificante, pues la cultura no debe ser excluyente. El Quindío es tierra fecunda para producir intelectuales que hacen sobresalir el nombre del departamento a escala nacional, pero poco afortunado para recibir mayor atención en el campo de la cultura.

 No puede concebirse el progreso material si no va entremezclado con el cultivo de la inteligencia. Lo que se dice respecto al escritor es extensivo, desde luego,  a las demás expresiones del espíritu, como la pintura, la músi­ca, la escultura,

el teatro, el periodismo. Las oficinas de extensión cultural no deben ser  solamente casillas de la burocracia. Es preciso que creen, que motiven, que empujen el desarrollo es­piritual. Y que dispongan de presu­puestos apropiados. De lo contrario no tienen sentido.

 Quien ha cometido la osadía de pu­blicar un libro no debería ser, como sucede en nuestro medio, un margina­do de la protección oficial. Parece ser una consigna la que se ha contagiado en el ambiente para responder, aquí y allá, que no existe presupuesto. ¿Será que la cultura se está convirtiendo en una actividad mendicante, para no de­cir que vergonzosa para muchos?

 Entusiasma observar el interés con que en otros lugares se fomentan estas inquietudes. En la vecindad, Caldas continúa en su ininterrumpida labor de prolongar su famosa biblioteca de au­tores caldenses. Es Caldas una parcela de la intelectualidad. Y si tiene figuras célebres es porque ha sabido alentarlas. Siempre que el país quiere saber de cultura, debe mirar hacia ese picacho de la cordillera andina. Políticos, oradores, diplomáticos, gobernantes se han formado bajo las alas maternas del humanismo. Es una semilla que sus gentes no dejan marchi­tar.

 Ayer, no más, el señor Presidente de la República, al exaltar los 70 años de la fundación del departamento, decía: «Esta administración no quiere que se erosionen en forma alguna la tierra, la cultura, la economía, el modo de ser de los habitantes de Caldas». Pero an­tes, en el mismo documento, había expresado que cuando «yo digo Caldas, cobijo como los de mi generación a los que vienen de atrás, del llamado Viejo Caldas».

 Que se acreciente el espíritu de cul­tura en este Quindío que tanta gloria, igualmente, le ha dado a Colombia, no solo es un anhelo sino una necesidad.

 La Patria, Manizales, 20-IV-1975.

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