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Burbujas

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Tenía la garganta reseca. Los jugos que saltaban ante sus ojos le producían mayor tentación. Y no llevaba un céntimo en el bolsillo. Las frutas maduras se atropellaban entre espléndidos colores, estimulando todavía más la sed contenida. Varias empleadas, expertas en exprimir hasta la última gota el líquido de aquel mundo fascinador, convertían en tajadas el alma de los mangos, de las naranjas, de las guanábanas y de las curubas, y luego las ponían a girar a grandes velocidades en los recipientes donde entre trozos de hielo adquirían su deliciosa transformación.

Los aparatos eléctricos emulaban en rapidez para responder a la clientela creciente. Todos los ojos seguían con apetencia aquel proceso febril que permitía calmar la sed entre espumosas y seductoras sustancias.

Un menudo visitante, a quien en la calle se conocía como Chiqui, no podía darse el lujo de pedir un refresco. Su bolsillo estaba vacío. En cambio, otros niños de su misma edad, para quienes la vida era generosa, según su resignada deducción, circulaban a sus anchas por el negocio. Chiqui los envidiaba. El gamín permanecía en el rincón, ignorado por todos, y con la mirada pretendía indicar que también tenía sed.

Las máquinas giraban sin cesar y transmitían una sensación de vida. La mañana era sofocante, pero la brisa grata de los ventiladores prodigaba a Chiqui extraño privilegio.

–¡Muévase! –lo empujó el dueño del establecimiento y lo puso a caminar. Y agregó: –entre gamines y pordioseros se me daña el negocio.

El gamín, acostumbrado a las incomodidades y los atropellos, le había obedecido. Ahora se hallaba en la puerta, listo para la carrera si el poderoso señor volvía a intimidarlo. Desde su nueva posición miraba con recelo la figura solemne del dueño, quien manipulaba la caja de caudales y sonreía al público con afectación. Se notaba satisfecho de la concurrencia y calculaba que ya había dinero suficiente para el nuevo depósito en el banco.

Otra remesa de frutas llegó al negocio. El minúsculo holgazán se sintió más reducido en medio de aquella montaña de vitaminas. Era una policromía desconcertante para su paladar resentido. Una burbuja le rebotó en el estómago. Llevaba mucho tiempo sin comida, pero en ese momento no le interesaba comer. En cambio, lo apuraba la sed. Volvió a entristecerse con su miseria y se acordó de su madre inválida, que tal vez ya tenía reunidos unos pesos en la esquina donde imploraba la caridad pública, para comprarse él una bebida reconfortante.

Mientras el carro de las frutas avanzaba, le puso el dedo al mango. Era su comida favorita. Palpó su carne jugosa y tuvo intención de apoderarse de él. No lo hizo, sin embargo, porque los ojos del cargador se movieron como linces. El pequeño se conformó con saber que aún había frutas en el mundo. Miró al sol, que hacía insoportable la atmósfera de la calle, y no entendió tanto calor para tan poco refrigerio.

El niño burgués le sonrió. Era la primera persona que le sonreía en esa mañana de desamparo. A Chiqui le brillaron los ojos. No era tanto por el relumbrante taco de galletas, como por encontrarse con alguien que no lo despreciaba. El dueño no lo dejaba siquiera envidiar la suerte de los ricos. Para Chiqui todo el mundo era rico desde que tuviera un billete para comprarse el jugo de mango. La empleada batía una copa más, y lo hacía con deleite. La espuma se movía a borbotones en el recipiente de la provocación, y al gamín se le agitaban las emociones, los ojos y el corazón. El niño burgués le pasó una de sus galletas, y por compasión o por simpatía volvió a sonreírle.

–Tengo sed –exclamó el pequeño mientras devoraba la galleta.

–Yo también –repuso su ocasional compañero, y prosiguió la marcha.

De nuevo en la calle, esperó al primer transeúnte, en busca del objeto que pudiera remediarle su apuro. Allí venía la dama elegante. Y calculó: el reloj, o la pulsera, o los aretes… El collar de perlas se movía con brillos refulgentes mientras ella avanzaba exhibiendo sus aderezos y su belleza. Todo sería cuestión de un instante de habilidad. No era mucho lo que el gamín lograba en sus largos días de mariposeos callejeros. El público vivía más prevenido desde que en la ciudad aumentaban los pillos. La corta estatura de Chiqui y la inseguridad de sus movimientos no le permitían, por otra parte, mayores utilidades.

Cuando birlaba el reloj o la cadena, el reducidor le salía con cualquier cosa. Por pequeño, su mercancía se cotizaba menos que la de los grandulones que por ahí vagaban. Se había habituado a recorrer calles, porque ignoraba los oficios decentes. Una vez lo pusieron a limpiar baños en el cafetín y se le rebeló el estómago. Más tarde ascendió a cargador de mercados, y pronto, por enclenque, perdió el puesto.

Contra las prohibiciones y los cercos de las autoridades, había que subsistir. A su madre ya casi no le llegaba dinero para el diario. La competencia había crecido, y la generosidad era cada vez más escasa. Ante ella cruzaba de afán un mundo indiferente, engreído, metido en sus propios problemas y en sus insondables egoísmos.

Chiqui se imaginó con el collar de perlas en las manos y negociándolo con el reducidor por buen precio, superior al que acostumbraba reconocerle aquel miserable explotador que carecía de sensibilidad hacia los que en verdad trabajaban las mercancías callejeras. Después volaría el gamín a remojarse la garganta.

–¡Cuidado! –le advirtió el policía, levantándolo por el cuello–. ¡Te conozco, pillo!

Nuevo fracaso. Chiqui no lograba entender cómo los policías eran capaces de adivinarle el pensamiento: casi siempre se anticipaban a sus escaramuzas en los mercados de las calles. La enjoyada dama, que había penetrado en las intenciones del raterillo, lo miró con rabia y desprecio. Y éste, vencido sin haber siquiera actuado, se fue en busca de las monedas que otra vez le negaría su madre.

–Es para el jugo –explicó el muchacho.

Ella contó los ingresos que nunca alcanzaban. Entendiendo la frustración de su hijo, le levantó la moral con estas palabras de frágil consuelo:

–Ya pronto saldrán los empleados públicos.

Regresó a la frutería. Quizá ahora sí alguien lo interpretara y le calmara la sed. Iba dispuesto a hacer notar más su penuria. Allí estaba el mismo público entusiasmado de todos los días, inmerso en sus complacencias e indiferente a las angustias ajenas.

De nuevo brillaron ante los ojos del rapazuelo las guanábanas, las mandarinas, las peras, los melocotones. Y otra vez, tentándolo y torturándolo, el sonrosado mango. Eran colores y fragancias que se mezclaban para fascinar la vista y excitar el gusto. Todos los placeres cabían en esos manjares suculentos.

Alcanzó a sentir la lágrima que rodaba por su mejilla y luego comprendió que no era lícito llorar cuando había que vivir. «Hay que vivir», se dijo con desespero y con remota esperanza. El prepotente señor contaba en ese momento el dinero que se iba para el banco.

Chiqui tuvo al fin en sus manos la fruta de la tentación. Alguien había dejado el vaso a medio consumir. Ya esto no sería robar, porque se trataba de un desecho. Pensaba que el robo era para él un acto de defensa, y por lo tanto, su alma quedaba limpia de culpa al saber que no se apoderaría del bien ajeno sino de la sobra que se botaría a la basura.

Bebió, y bebió hasta la saciedad. La lágrima terminó evaporándola el viento de los ventiladores. Un susurro le acarició el alma. En ese momento tuvo intención de ser bueno. Creía, sin embargo, que no era malo del todo. Su madre no podía extinguírsele en medio de la crueldad de las calles. Tal vez ser bueno consistía en vencer la repugnancia por los cafetines y coger fuerzas de cargador.

De pronto, sintió el estrujón y la bofetada contundente. El dueño del negocio le cobraba la mercancía.

–¡Rata asquerosa! –no cesaba de gritarle, y repetía los golpes con mayor intensidad.

El público, en un segundo, se hizo solidario con el propietario. Era la fácil respuesta a la inseguridad que se vivía en calles y negocios. Alguien más ayudó a castigar la fechoría que el comerciante denunciaba. El niño burgués se arrepintió de la galleta regalada. En su interior, alguna persona se compadeció del gamín, pero guardó silencio.

–Bien merecido el castigo –dijo la dama acicalada, y se acarició su cadena de oro.

Chiqui, atontado, percibía en forma vaga las miradas escrutadoras y, esta vez sin entusiasmo, escuchaba el ruido sordo de las máquinas que fabricaban refrescos. Era un ambiente borroso, pero cierto. El nuevo golpe en el estómago le hizo devolver el jugo de mango.

–¡Hasta la última gota! –trinaba el dueño.

El estómago estaba otra vez vacío. Hasta la última gota… Ese era el estado normal del trotador de calles, y es posible que, hecho a los rigores de su suerte, se le hubiera endurecido la piel contra los maltratos y las vejaciones. Aunque no se sentía tan herido, si ya había saboreado la bebida de los dioses.

Por el piso rodaba el jugo de mango, y el gamín se preguntó si era justo aquel desperdicio.

Y el mundo siguió girando.

Aleph, Manizales, junio de 1985.

 

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Síndrome de estatua

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fue hijo díscolo y estudiante indisciplinado. Tenía, además, alma soñadora y piquiña de escritor. De grande fue rebelde y pretendió ser revolucionario. Sin embargo, nunca llegó a ser revolucionario, y se quedó rebelde. Continuó, eso sí, siendo soñador, lo que no se sabe si es virtud o defecto.

Tener el alma romántica, como Críspulo Bedoya la tenía por temporadas, y mezclar en ella los ingredientes de una insatisfacción constate y corrosiva, parece que no es buena fórmula de vida. Él decía, para explicar su carácter, que el escritor debe ser un rebelde habitual, un insatisfecho permanente y un crítico endemoniado.

Ignoro si Críspulo Bedoya llegó a ser escritor de valía. Lograrlo no es asunto fácil ni de poco tiempo. Óscar Wilde dice que la obra del escritor sólo llega a apreciarse veinticinco años por lo menos después de muerto. Y el personaje de esta historia acaba de morir, o sea que me voy a quedar con la curiosidad de saber si las cosas que escribió, y sobre todo la forma como las escribió, valen la pena.

De todas maneras, fue escritor, y esto parece que es buena referencia. Otros solo consiguen ser zapateros, o políticos, o millonarios. Pero no escritores, que es lo que da distinción, según lo repetía Críspulo con vanidosa insistencia.

Bueno o malo, fue escritor. Unos lo consideran una pluma brillante, otros dicen que solo dejó mediocridades. Unos lo llaman hombre inspirado, cuentista genial, periodista demoledor, mientras otros comentan que no produjo nada sensacional. Apenas tonterías.

Se le califica también de resentido, pero no faltan quienes ven en él un espíritu independiente y un porte soberbio. Soberbio, en el sentido de admirable, como se comprenderá. El término, en poder de quienes miran las cosas desde otro ángulo, significaría que este hombre polémico solo sobresalió por su indolencia y su irritación social. La gente nunca se pone de acuerdo. Lo que para unos es virtud, para otros es defecto. Es la forma clásica de juzgar a los hombres.

Si Críspulo Bedoya no hubiera sido escritor, tal vez no estaría yo ocupándome de su vida. Me propuse dar estas puntadas a ver si logro algunos perfiles de su personalidad, no tanto para el público, que es difuso y contradictorio, como para mí mismo, que no he podido descifrar si el colega Bedoya fue un genio o una estafa.

Desde niño hacía cuentos. Una vez lo sorprendió la maestra de geografía sudando el final glorioso para la casada infiel que se había enredado en deslices con el párroco y pretendía al mismo tiempo que éste la absolviera cuando le prometió que no volvería a ser pecadora. La maestra alcanzó a disgustarse cuando Bedoya confundió el río Magdalena con la capital de Boyacá, y luego se solazó, en sus recónditos misterios de mujer casquivana, cuando encontró aquella trama deliciosa.

De ahí en adelante el discípulo desaplicado comenzó a ganar excelencias en geografía, aunque continuaba destrozando el mapa de la patria, y la maestra se convirtió en la oculta inspiradora de aquel genio precoz que ya era capaz de transmitir sensualidad con sus locas fantasías.

Parece que su tutora literaria lo estimuló más de la cuenta, pues Crispulito, como se le llamaba por su precoz chispa versificadora y cuentera, se enamoró de ella. Amor imposible para el párvulo con imaginación erótica, pero buen arranque para llegar a ser, como lo fue sin medida, esclavo de los sentidos y sobre todo de la mujer. Aquel enamoramiento de su maestra, entre fantástico y concupiscente, le produjo al mismo tiempo frustración y encanto, y no de otra manera se explica el idealismo impulsivo con que concebía a la mujer, fuera bonita o fea, joven o vieja, repulsiva o seductora.

Para entender hoy la personalidad de Críspulo Bedoya hay que regresar a su prematura pretensión amatoria de la escuela, que le dejó el alma herida y ansiosa. Cuando su maestra lo reprendió por alguna indelicadeza y luego lo desdeñó por su pequeñez atrevida, estaba contribuyendo a crear el espíritu rebelde que más tarde aparecería en la conducta del escritor. El hombre fogoso nació del amor no correspondido, y el escritor indócil fue producto de la niñez sin juguetes y la juventud sin pesos. A esa conclusión llegaron los siquiatras que Bedoya consultaba en sus crisis emocionales.

¡Pobre el Crispulito de la escuela que no soportó los desaires del amor utópico, ni se resignó a una niñez triste y a una juventud incierta! ¡Pobre el Bedoya de los años maduros que no aceptó la bolsa estrecha del escritor y se atormentó la vida con la hacienda excedida de los ricos! En su pueblo no lo querían, pero él suponía lo contrario: se sentía perseguido por las mujeres y envidiado por los hombres.

Fue siempre pobre, y le disgustó serlo. Por eso arremetía contra los poderosos y no les perdonaba sus arrogancias. «Sus canalladas», repetía. Si de Bedoya hubiera dependido, los habría fusilado a todos. Era en esos momentos cuando pretendía ser revolucionario, pero no pasaba de ser un simple cascarrabias.

No fue rico, pero fue escritor. La riqueza vive en pugna con los escritores. Las musas buscan un ambiente de quietud que no lo proporciona el oro, pero esto nunca lo aceptó Bedoya y por eso se pasó la vida rabiando contra su penuria. Estoy por creer que mi colega fue gran escritor por haber sido pobre de remate.

Habló bellezas de la mujer y horrores de sus enemigos. Les cantó a los ríos, a las aves, al viento. Todo este trajinar por entre libros y páginas de periódicos le permitía mantener su propia entonación en la comarca. De tanto escribir, fantasear y reñir con sus prójimos es posible que se le hubieran trabado los cables mentales.

Tal vez si hubiera escrito menos y seleccionado más, hoy sería un genio de la literatura. Si hubiera odiado menos, no estarían tan divididas las opiniones. De haber sido menos apasionado y más ecuánime, menos murmurador y más positivo, ya estaría fabricado el bronce a su memoria con que siempre soñó. No hay evidencias de que Bedoya hubiera sido feliz. Todo parece indicar que fue desdichado, y sin duda lo fue por culpa de la maestra de geografía que no quiso o no pudo corresponder sus requiebros amorosos.

Fue ya al final de su vida cuando se acentuó su obsesión por la estatua como necesario desfogue de su venganza reprimida. El siquiatra le descubrió alto grado de megalomanía crónica, y este exceso de desajuste síquico lo llevó a la tumba. A nuestro escritor lo enfermaban los bustos levantados en distintos sitios del pueblo, porque no podía tolerar que se hubieran olvidado de él.

El especialista luchó por salvarlo y no lo consiguió. Y nuestro personaje murió de mal de estatua. Síndrome de estatua, precisó. Tal vez el siquiatra alcanzó en los últimos días a borrarle o por lo menos disminuirle la insatisfacción habitual. Cuando le pintó un porvenir lisonjero para sus doradas ambiciones, en el que los tiempos futuros se encargarían de ensalzar su nombre, el escritor suspiró con infinita complacencia. Sin embargo, fue la cura fue tardía porque el paciente ya acumulaba muchas toxinas mortales.

Si se hubiera interpuesto esa terapia años atrás, Bedoya habría sido hombre feliz. Se afirma, con todo, que de la excentricidad y la rebeldía es de donde salen los genios. Nada extraño es, por consiguiente, que Bedoya sea un genio y no lo sepamos. De todas maneras, murió creyendo que lo era.

El mismo día de su muerte se fue con sigilo hasta la plaza principal y se midió la estatua allí erigida, que él debía sustituir. Ya dentro de su desbordada ilusión esquizofrénica no cabían en su mente seres superiores a él. Se situó de cuerpo entero ante su rival –el poeta ya nimbado por la gloria– y comprobó los varios centímetros que nuestro hombre le llevaba de ventaja. Eran, por supuesto, centímetros de inmortalidad. Las manos de la pobre estatua eran ásperas y deformes. Las suyas, en cambio, estaban perfiladas por el noble ejercicio de su pluma maestra y en ellas se inspiraría el escultor para plasmar su obra de arte.

Le encontró hueco el cerebro, mientras el suyo estaba henchido de ideas y protegido contra la ingratitud de los hombres y el comején del tiempo. Ante las narices del mamarracho allí expuesto, héroe de barro que pronto se desmoronaría, exhaló denso tufo de indiferencia. Asociando ideas se acordó de su maestra, y en loca confusión de imágenes e impulsos se encontró con su lejana incitadora emocional. Sacarle la lengua en ese momento, como lo hizo con arrogante placer, era como derrotar una frustración tenaz. Y con gesto elocuente, que el siquiatra le hubiera aplaudido porque así se superan los desprecios y se botan al diablo los traumas, Críspulo Bedoya castigó con severidad el trasero de la estatua.

Sí: en la estatua veía representada a su maestra remota, por más que ella no guardaba la menor similitud con el poeta representado en el bronce. Pero nuestro hombre ya tenía trabados los cables. En su postrer arrebato, pensaría que así se vengaba de los desplantes recibidos en la niñez, y nada tan apropiado como vapulear el trasero de la inquietante maestra de la escuela.

Luego, mascullando palabras que por lo vehementes y aceleradas fue imposible recoger para la historia, se alejó tirando bastonazos y taconeando duro. Nuestro hombre estaba curado. Dos horas después murió. Y murió sonriendo.

Revista Pluma, octubre de 1985.
Revista Manizales, No. 706, mayo-junio de 2000.

 

 

 

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Enjalmas y magulladuras

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

1

La ilusión de Demetrio Grisales, a lo largo de una vida de sudores y angustias, fue tener casa propia. No importaría que se tratara de una vivienda humilde y hasta descompuesta, con tal de ser propia. Con su nume­rosa descendencia ya no cabía en ninguna parte. Rosalba, su mujer, lo ayudaba en la dura lucha de buscar un futuro más digno para los siete hijos que agobiaban la existencia de estrecheces y pesadumbres.

Ya por lo menos, aunque muy tarde, se habían propuesto no tener más hijos. A esa decisión llegaron al verse viejos y ago­tados, caminando de alquiler en alquiler y con pocas fuerzas para defenderse del destino cada vez más rudo. Sentían una quemadura en la conciencia cuando pensa­ban que la culpa de esa prole tan excedida era exclusiva­mente suya por no haber seguido los consejos de matro­nas y amigos.

—Hacéte ligar las trompas, Rosalba, y así terminare­mos la producción…

—¿Y vos por qué más bien no te sometés a la interven­ción esa que recomiendan para hombres? —respondió Rosalba.

—¡Ay, mujer! Yo mejor sigo así. Dicen que es ci­rugía para pensarla muy bien, porque cierra todas las posibilidades. Y vos sabés que a uno pueden darle más tarde sus ganitas.

—¿Ganitas de qué, viejo ganoso? —se le enroscaba la mujer, y Demetrio sucumbía otra vez entre arrumacos que ninguno, por buenos esposos, se esforzaba por re­primir.

Y así, de arrumaco en arrumaco y de proyecto en pro­yecto, habían llegado a los siete vástagos que hoy les pesaban tremendamente. Pero todos se conservaban sa­nos. ¡Mas qué duras las hambres que los esposos pasaban para que la prole creciera con calorías!

Para eso, entre otras cosas, Demetrio debía madrugar todos los días a las cuatro de la mañana con su zorra deteriorada por un sinfín de viajes, penosos e irrenunciables, a ganarse los pesos siempre escasos en el acarreo de vituallas y mercaderías. Rosalba salía más tarde con su depósito de confites, de cigarrillos y de me­nudos artículos callejeros que los parroquianos le demandaban en la esquina que tenía conquistada desde hacía muchos años.

—Apuráte, mijo —lo empujaba Rosalba casi a diario—, para que no llegues tarde a la competidera…

La «competidera» consistía en ofrecer los servicios de su zorra en lucha con otros competidores que también tenían mujer e hijos para mantener. Y había que llegar bien de mañana en persecución de los productos que sa­lían, apenas clareando el día, de los campos vecinos.

—Apuráte, mijo —volvía a rebullirlo Rosalba, más fá­cil que él para tirar las cobijas.

Demetrio, medio dormido, se lanzaba a tientas en busca del retrete. El acto de aligerar la vejiga era casi incons­ciente, una especie de rito matinal que le imprimía impul­sos para la nueva jornada. Luego avanzaba frotándose las manos y ahuyentando a cabezazos la densa niebla de la hora. En el estrecho patio mantenía amarrado a Tizón, el viejo caballo forrado en carnes macilentas, su compañero de tantos años que, a pesar del abuso, todavía resistía mu­chas travesías.

El animal pateaba contra el suelo al escuchar la venida del amo y luego se agitaba con estremecimientos jubi­losos por saber que, aunque esclavo, iba a ser liberado de la quietud agarrotante de una noche de intemperie y soledad. Cuando sentía sobre sus ancas la palmada cari­ñosa con que el patrono le expresaba los buenos días, se escuchaba el relincho entusiasta.

Demetrio lo ataba a la zorra, le frotaba las magulladu­ras y solía hablarle cosas de este jaez:

—La vida nos trata a golpes, pobre Tizón mío. Lo poco que gano cargando bultos ya no alcanza ni para tu co­mida. Pero tené coraje, valiente animal, que un día lan­zamos al diablo estas miserias. Ya tengo rejuntados unos centavos para comprarte enjalma nueva. Conformáte por ahora con lo que tenés y no se te vaya a ocurrir estirar la pata porque ahí sí nos reventamos todos. Y te voy a decir un secreto al oído…

Demetrio se quejaba de la suerte de perro que le tocaba soportar. A medida que se desahogaba de sus pesares en el oído del sufrido compañero de infortunios, sentía una grata sensación por tener con quién plati­car. Lo que a otras personas ocultaba, a Tizón se lo exponía sin tapujos, convencido de la inteligencia del animal para entenderlo. Maldecía en secreto la insensibilidad de los ricos y juraba vengarse de las injusticias de su destino amargo.

—Nos desquitaremos de lo bueno cuanto tengamos casa propia —seguía conversándole al animal, camino del trabajo—. Para vos, mi buen compañero, tengo separada una enjalma de lujo. Ya el muchacho mayor aprendió a jornaliar y la Merceditas, que tanto te quiere, no le huye al trabajo honrado y nos ayuda a aumentar los ahorros para la compra de la casa. Vos también tendrás tu rincón cubierto para que dejés de tiritar por las noches.

El animal daba un nuevo relincho y parecía quedar enterado de la buena estrella que estaba por llegar. Y así, entre confidencias y buenos propósitos, despertaban a la realidad del mercado bullicioso que de­bía trabajarse con ojos despiertos y músculos fornidos. Eran jornadas intensas que no permitían el descanso. Por las tardes, ya de regreso, el hombre contaba los bi­lletes bravamente sudados y compartía con su socio el balance del día generoso, o la protesta si la suerte les había sido esquiva.

2

Cuando aquella tarde el doctor embriagado se les vino encima con el lujoso coche, embistió al humilde carromato y de paso produjo heridas al animal, sin dársele nada, Demetrio sintió hervirle la sangre. El doctor le gritó unas cuantas sandeces y se escapó velozmente, co­mo un diablo, antes de que el hombre pudiera reclamarle los daños. Esto de que alguien de la burguesía le ofendiera el amor propio comparándolo con el estiércol, no era nuevo en su oficio. Pero el doctorcito tan soberbio y tan humi­llante que le destrozaba la herramienta de trabajo y de­jaba rengo y malherido a su Rocinante protector, a su Tizón solidario y buen amigo, era una bofetada que le insubordinaba los sentimientos.

Ni siquiera el doctor le dio la oportunidad de medírsele hombre a hombre. En los ojos le quedó a Demetrio una estela de polvo y al alma le llegó un nubarrón, mientras se perdía de vista aquel fantasma que no había tenido impedimento para pisotearlo y luego desaparecer impu­nemente.

Regresó, sin embargo, silbando a su casa. Así se ma­taban las penas. Su Rosalba, ocupada en otros quehace­res, ni reparó en la cojera del caballo y sólo a la mañana siguiente, al verlo derrengado, supo del accidente y las ofensas.

—Calmáte, mujer, y aplicále mejor tus conocimientos para que la bestia camine y no nos deje sin comida…

Si Tizón hubiera hablado, habría dicho: “Por animal y plebeyo me tratan mal. Ese es el destino del pobre, ¿para qué quejarse? Pero yo soy un caballo fuerte, nacido para las duras faenas. La renguera será compensada con más fuerza. En mi oficio estoy acostumbrado a poca comida y malos tratos, sin que los señoritos de la ciudad, con toda su arrogancia y su po­derío, puedan evitar que el animal de carga sea el mejor amigo de los pobres. ¡Ánimo, Tizón, que pronto tendre­mos casa propia para desquitarnos de las trastadas de la suerte!”.

Y dale que dale, no sólo terminó el caballo acostum­brado a la cojera, y Demetrio también, sino que al fin se anunció un día, con bombos y platillos, la compra del solar para construir la casa.

Hasta habían sobrado unos pesos para los primeros materiales. No importaba que el terreno fuera quebrado y maloliente, con tal de ser pro­pio. Al fondo pasaban las aguas borrascosas con las que era mejor no meterse. Poco a poco irían deste­rrando los gallinazos que por allí se hospedaban, así fue­ra a escopetazo limpio (porque también Demetrio había adquirido su propia arma para defenderse de intrusos y asaltantes).

3

Ya las tres muchachas despuntaban como hembras atractivas, y había que cuidarlas de los peligros y las brutales embestidas. Para eso estaban los músculos de acero con que Demetrio sabía defenderse de la vida. Y los cuatro mozalbetes, que poco a poco se formaban co­mo peones de lucha, cuidarían la heredad y protegerían a sus hermanas de emboscadas y deshonras.

A poco caminar, ya la casita se veía crecer. Demetrio se multiplicaba para hacer de todo: desde cargador de ladrillos y maderas, hasta improvisado albañil. El dinero alcanzaba para todo porque lo hacía rendir la «niña Mariela», como cariñosamente la llamaban, la generosa protectora que velaba por ellos con solícita consideración.

—¡Ah la niña Mariela, tan bonita y tan compadecida! —no se cansaban de repetir Demetrio y su mujer.

Un día colocaron la última teja. No importaba que las paredes estuvieran a medio revocar, ni que el baño hu­biera quedado imperfecto, si ya disponían de tres piezas ventiladas, con aire propio y horizonte para descansar los ojos. Las aguas turbias estaban allá abajo, en la hondo­nada, y las dejarían correr sin que interceptaran la tran­quilidad del hogar venturoso.

¡Casa propia! Trasladaron sus corotos con incesante actividad. Aunque humildes, no carecían de los elemen­tos indispensables para la subsistencia elemental. Las mismas cosas deslucidas comenzaron a brillar a sus ojos en cada sitio que se les asignaba en la sencilla y al fin definitiva residencia.

4

Sólo lamentaban que la niña Mariela, dispensadora en buena parte de aquel bienestar luchado con ahínco, no estuviera presente en la inauguración del nuevo estilo de vida. Ella andaba recorriendo mundos, en correrías de placer que bien se merecía por buena y dadivosa. Cuando meses más tarde regresó de la gira, fue invitada de honor al hogar así renovado.

El flamante vehículo se deslizó por entre malezas y barrizales, detrás de la zorra que conducía, eufórico, con su abanico de princesas, como veía a sus hijas, el impermutable jefe de casa que iba a poner a los pies de su soberana bienhechora aquel terri­torio conquistado con sudores.

—Siga por aquí, mi adorada niña, y conozca el paraíso. Abríle campo, Tizón, que la reina va a bendecir la pro­piedad.

La elegante dama se detuvo al pie de la cañada. Al fon­do se divisaba la casa vestida de fiesta, con sus tejas relucientes y su chimenea laboriosa. Las gradas en ca­racol, cortadas al borde del abismo, bajaban con difi­cultad hasta el patio, y de allí arrancaba la parte plana que daba albergue a la morada.

—El terreno es pendiente, pero costó barato, casi re­galado —explicó el anfitrión mientras sostenía a su dis­tinguida visitante para evitarle una caída que hubiera sido imperdonable.

—Te entiendo, Demetrio —aprobó ella con benevolente expresión, ya en el comedor donde estaba engalanada la mesa con mantel limpio y frutero plástico.

Por buena y sentimental, la dama aristocrática se sintió conmovida. En el fondo del monte no corrían sim­ples aguas revueltas sino las nauseabundas aguas negras que con asco expulsaba la ciudad y que eran inhaladas, alrededor de aquella extraña felicidad, por seres agarrados a cualquier esperanza de vida. En el aire se respiraba olor a cloaca, pero por fortuna Demetrio y su familia habían logrado volverse insensibles a la fetidez de la vi­da, una manera de ser felices entre la miseria.

Todos se veían rozagantes, hasta el par de valientes progenitores que al fin fueron capaces de coronar su sueño, así fuera en el filo del precipicio. La dama benefactora, que había contribuido a una felicidad que no comprendía del todo, tocó levemen­te su nariz con un fino pañuelo antes de ascender la cuesta, mientras Demetrio, que no cabía en sí de conten­to, le decía al caballo:

—¿Te fijás, hermano, que tuvimos casa propia?

Al animal también le cumplió, porque Demetrio era hombre de palabra. Con algarabía digna de la ocasión reunió a la familia para la entrega de la enjalma. Tam­bién le reemplazaría la anteojera y el cabestro. Desde luego, el noble compañero de fatigas merecía muchos arreos más. Con el presente en vilo corrió hasta donde el caballo permanecía en expectativa de homenajes presentidos, y allí sucedió lo imprevisto.

El animal, dando un paso en falso, rodó por el monte y cayó en el hoyo profundo. Demetrio y la familia, des­concertados, le gritaban su angustia, que el pobre bruto no alcanzaba a apreciar. Tizón, lesionado y detenido en la profundidad, los miraba con ojeras dilatadas. Imposible descender a auxiliarlo por el des­peñadero rebanado como una cuchilla.

—Moríte en paz —le dijo, más que con palabras, con el corazón, y se echó Demetrio a llorar. No volvás a salir de tu encierro a toparte con los hombres que tan mal nos tratan. Moríte en paz, hermano, y descansá de tus sufrimientos…

Más tarde se presentó con un volquete cargado de tie­rra. Había resuelto sepultar al caballo para que dejara de sufrir. Los esfuerzos habían resultado infructuosos para sacarlo a la superficie. Y aquella sería su sepultura. La tierra lo cubrió, y Demetrio, valiente en la adversidad, prefirió no articular palabra alguna y se alejó camino arriba. Era humano sacrificar al pobre bruto de una vez, en lugar de tenerlo sometido a una muerte lenta.

Pero el animal no quería morir. Al poco tiempo fue emergiendo de la tierra hasta conseguir quedar libre. Hacía esfuerzos desesperados para no consumirse de nue­vo, y, viendo que un medio de defensa era pisotear la tierra, así lo hizo. Y de tanto repetirlo, al cabo de los días el suelo se había vuelto firme.

—Allá te lanzo tu comida —le gritaba Demetrio, casi incrédulo, tirándole el canasto que accionaba desde el barranco con un cordel.

Fue lenta la operación de rescate. El hueco, conforme se iba tapando, pedía más tierra. El animal, consciente de la estrategia para salvarse, pisaba cada vez con más fuerza. Cuando coronó la altura, habían transcurrido varios meses. Estaba envejecido, lleno de contusiones y, más que animal, eran huesos. Escasamente podía caminar. Los miró a todos, uno por uno, y pareció darles las gracias por permitirle el regreso a casa. Se detuvo en Demetrio con mirada fija, acaso filosofando, y esta vez no relinchó.

Demetrio le colocó la enjalma, que ya le quedaba gran­de, y muy en sus intimidades pensó si realmente valía la pena haberlo salvado.

Vanguardia Dominical, Bucaramanga, 10-II-1985.

 

 

 

 

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El cuento en el Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue en esta ciudad de Armenia donde escribí mi primer cuento en el año de 1971. Confieso que no tenía entonces la noción exacta de que me hallaba en predio de cuentistas, y sólo al paso de los días, cuando siguieron brotando nuevas producciones y me familiaricé con la literatura quindiana, descubrí dicha realidad.

Aparte de ser el Quindío tierra fértil para el cuento, ya las antologías habían consagrado verdaderos maestros oriundos de la región, que sobresalían no sólo en Colombia sino en otros países. En 1981 publiqué mi primer libro de cuentos, y así quedaban asimilados los aires de esta provincia de narradores.

Hoy, 14 años después de aquella inicial incursión en una disciplina que me  apasiona, y no por ser un practicante aventajado como por admirar a quienes sí dominan tan difícil técnica, puedo presentarme en este foro con el caudal de las experiencias acumuladas tras perseverantes lecturas y provechosas indagaciones.

Modesto es mi equipaje, porque soy apenas un aprendiz de cuentista, pero el solo hecho de contribuir a estos actos culturales con que la Universidad del Quindío celebra los 25 años de su fundación, disculpa mi atrevimiento.

No vengo a sentar cátedra, y mi osadía no puede ser tanta, sino a exponer unas ideas que he madurado al aceptar la honrosa invitación que recibí del doctor Horacio Salazar Montoya, rector de la universidad, para comunicarme con la población estudiosa que forja el mañana de una comarca progresista.

Primero que todo rindo cálido y sincero homenaje a quienes hicieron posible la creación del alma máter de los quindianos. Era un proyecto que parecía utópico hace cinco décadas, cuando el Quindío no era aún departamento, y que se concebía como una terapia contra la ola de violencia que azotaba la región.

Gracias al entusiasmo de un destacado grupo de damas y caballeros de Armenia, deseosos de lograr un mejor futuro para las nuevas generaciones, y a la valiosa y en este caso definitiva gestión del doctor Otto Morales Benítez, entonces ministro de Agricultura, la idea se hizo realidad y así esta Universidad nació en 1960 con buena estrella e inmejorable intención.

Origen del cuento

El cuento es quizá la primera manifestación inteligente que ha tenido la humanidad y puede decirse que él existe desde el propio inicio de las lenguas. El hombre es por naturaleza comunicador social, y el cuento, que en sus orígenes era un medio de registrar la historia, se impuso como el sistema más natural de transmitir las costumbres, las características y la evolución de los tiempos primitivos.

Cuando no se había inventado la escritura, ya existía el cuento verbal, y aquí puede afirmarse que es la lengua el atributo más espontáneo que Dios le otorgó al hombre.

Situémonos en América y tendremos que el cuento llega a nuestro continente con los primeros pobladores. El cuento hispanoamericano está incrustado en los más remotos momentos de comunicación de los aborígenes. Y como el hombre es, en su carácter más recóndito, un ser fabulador por excelencia, a los sucesos corrientes les ponía sal y pimienta, o sea, el condimento indispensable para que la vida fuera algo más que una serie de acontecimientos insípidos.

Es de presumir que los chibchas, los mayas, los incas, los aztecas, los quimbayas y demás aborígenes pasaban sus noches de jolgorio en gratas reuniones donde se relataban sus impresiones íntimas, sus hazañas y proyectos, y ahí se creaban leyendas y fantasías que, bien vistas hoy, significaban el nacimiento de nuestros garcías márquez.

Como en esos tiempos no había libros ni periódicos, han quedado perdidas para siempre aquellas tertulias literarias, pero la imaginación se encarga de suponer que allí estaban los primeros maestros del cuento latinoamericano. No hicieron boom de escritores, pero sí magníficas narraciones.

El cuento en Colombia

En Colombia arranca el cuento, propiamente dicho, con Juan Rodríguez Freile, nacido en Santafé en 1556 y a quien se considera el iniciador de la crónica animada en América. Dueño de portentosa malicia indígena y de gran habilidad mental, las anécdotas, aventuras y lances amorosos que recoge en El Carnero representan la más grande demostración del género picaresco de la Colonia. Era narrador espontáneo y de gran objetividad, que supo plasmar con exactitud y gracia las particularidades de su época.

En Rodríguez Freile es superior el narrador que el historiador, pero debe admitirse que el mejor historiador es el que logra pintar el ambiente y reconstruir el tono de los tiempos, y él lo hizo con el trazo de sus personajes y el vigor de sus relatos.

El Carnero fue escrito en 1638 y sólo vino a editarse en 1859. Es entonces cuando el cuento inicia su auge, refundido a veces, como lo ubica Eduardo Pachón Padilla, con la novela corta, la crónica, el artículo periodístico y, sobre todo, con el cuadro de costumbres.

Qué es el cuento

Es difícil definir qué es el cuento. Javier Arango Ferrer manifiesta que en él «hay un estado de gracia particular, excepcional, que guía a los privilegiados con el instinto de la medida». Y agrega que «fácilmente el escritor planea el cuento y sale con un mal relato, o planea un relato y sale con un buen cuento». De todas maneras, el cuento exige brevedad, amenidad y fluidez, y rechaza las digresiones y los adornos eruditos.

Fue divorciándose poco a poco del cuadro de costumbres dentro del cual se mantuvo rígido en sus comienzos, y en las últimas décadas del siglo XIX, al surgir el cambio impuesto por el desarrollo industrial, comercial y agrícola del país, y en general de Hispanoamérica, adquiere vida propia. Sin dejar de dibujar las costumbres, se mete más objetivamente en las facetas del hombre y se vuelve portador de conflictos sociales, suscitando los más variados reflejos de la sociedad y los más bellos sentimientos humanos.

Con el paso del tiempo y hasta nuestros días, y conforme han ocurrido nuevos fenómenos sociales, el cuento ha vivido cerca de los brotes de la injusticia, el hambre, la miseria, la violencia, de la pasión en todos sus abismos y del amor en todas sus grandezas. Es materia literaria de muy compleja demarcación. Linda de cerca los predios de la novela, el relato y la crónica, pero conserva su propia independencia. El cuento tiene magia, misterio, fascinación.

Se diferencia de la novela no sólo por su brevedad sino porque ha de moverse dentro de una unidad estrecha y con un propósito único, mientras que la novela permite diversidad de situaciones. En él la acción es ajustada y sus elementos  deben manejarse casi con milimetría para que produzcan tensión y sorpresa.

Hay una definición de Euclides Jaramillo Arango, tan simplista y al mismo tiempo tan condicionada, que me parece estupenda. Oigámosla: «El cuento es hoy cualquier cosa. Pero debe ser bien contado. Ya no es necesario, para que el cuento sea bueno, que haya mucha intriga, mucho adorno, mucho suspenso. Hoy lo importante es contar cualquier cosa, pero en forma correcta y de fácil lectura».

El Quindío cuentista

Y con esta mención de Jaramillo Arango, el excelente escritor de costumbres a la par que egregio cuentista y novelista, a quien un día le dio por abrir los ojos en Pereira pero luego se quedó para siempre en el Quindío, y que desde aquí ha hecho literatura y de la buena, entramos en el fondo de mi enfoque regional.

Si el café le ha dado al Quindío prosperidad económica, el cuento le ha conquistado renombre internacional, y es más fácil que el grano desaparezca a que un Eduardo Arias Suárez, un Antonio Cardona Jaramillo, un Adel López Gómez o un Euclides Jaramillo Arango, por ejemplo, dejen de mencionarse en los textos de literatura. Cito de entrada esta pléyade de artistas apenas como un abrebocas de mi exploración, y bien se verá en seguida hasta qué grado el Quindío es rico en cuentistas.

El cuento y el campo

Los quimbayas, como dije atrás, fueron quienes trabaron los primeros hilos de esta tradición. Con el correr del tiempo descenderían de la Montaña los colonizadores antioqueños que, movidos par la fiebre del oro y del caucho, descubrirían un edén.

Bajo el símbolo del machete y del hacha nacía a la actual civilización este Quindío de las exuberancias cafeteras y los talentos literarios. Desde entonces el café y la literatura han vivido pegados a la madre terrígena, como una necesidad, y se han dado la mano para crear grandeza.

La cosecha de cuentistas, ya en la época de la palabra escrita, brota desde comienzos del siglo actual. O sea,  desde que el Quindío tuvo edad de pensar. No es ningún descubrimiento afirmar que el cuento quindiano está amasado con tierra, y quizá esto suene más bien a redundancia. Y es que el Quindío, en su más honda significación, es tierra, paisaje y espíritu.

Eduardo Arias Suárez, el precursor

Cuando se habla de cuento regional, siempre hay que mencionar a Eduardo Arias Suárez, el precursor. Esa es la primera gloria del Quindío, y también fue en el género la primera gloria de Colombia, con resonancia en otros países y en otros continentes. Sus cuentos fueron traducidos al ruso, portugués, francés, inglés e italiano.

Los estudiosos le han encontrado paralelos con Gorki, Balzac, Maupassant y Dostoievski. Fue un explorador del alma y su mérito está en la fuerza interior de sus personajes. Con seres corrientes y situaciones comunes logró construir pasajes de inmensa ternura y de profundo sentido social. Su mente intranquila, en pugna contra el mundo materialista que él pretendía reformar, cosechó las mejores posibilidades del alma. Su propia generación no lo entendió. Eso les pasa a los genios.

Arias Suárez fue el maestro por excelencia de una escuela que surgió bajo su inspiración. Adel López Gómez, el discípulo aprovechado, no ha dejado de mirar en su obra hacia las cimas de este faro luminoso. Y aunque los tiempos actuales han olvidado a Eduardo Arias Suárez, y muchos ni siquiera saben quién es en las letras, habrá que recordarles que para hacer cuento, y cuento de verdad, es necesario aprender sus fórmulas.

Escuela de cuentistas

Hay cuentistas quindianos, todos notables, que le pisan los talones al precursor. Diríase que él los motivó y los incitó, con su ejemplo como desafío.  El secreto de Eduardo Arias Suárez reside en su sensibilidad artística y en su simplicidad asombrosa, que otros han imitado y sin duda han asimilado. Saber si alguien lo ha superado, ya no sería yo quien lo defina y es mejor no herir susceptibilidades.

Con él despega una generación. Nacido en Armenia en 1897, le siguen, por orden de nacimientos hasta 1914, los siguientes exponentes del género: Adel López Gómez, Jaime Buitrago Cardona, Fernando Arias Ramírez, Humberto Jaramillo Ángel, Rodolfo Jaramillo Ángel, Euclides Jaramillo Arango y Antonio Cardona Jaramillo (Antocar).

Todos ellos tienen obra valiosa. Es de lamentar, empero, que el paso del tiempo, en el caso de los muertos, haya enterrado sus mejores producciones. Aquí el concepto de tierra parece que también lo es de ingratitud.

Legado cultural

Revisemos el significado y los aportes de estos caballeros de la narrativa corta:

Eduardo Arias Suárez: A pesar de tratarse de un cuentista fuera de serie, sus obras no volvieron a publicarse. Ninguna editorial se ha preocupado por reeditar libros tan ejemplares como Cuentos espirituales, Envejecer y Cuentos de selección.  Hay algo más. Sus Cuentos heteróclitos permanecen inéditos, no obstante que el autor lleva 27 años de muerto. Cabe exclamar con Bécque:  ¡Qué solos se quedan los muertos!

Adel López Gómez: Uno de los mejores cuentistas del país y el más fecundo. Traducido a otros idiomas. Es gran narrador popular, que ha sabido traducir la densidad de la tierra cafetera y ha tomado sus personajes de los bajos fondos para imprimirles carácter sicológico. Es el cantor indudable de la aldea colombiana. Sus libros de cuentos llegan a la docena y su obra total pasa de 20 volúmenes, lo que certifica una producción sorprendente.

Jaime Buitrago Cardona: Supo manejar la realidad social de su tiempo. Autor de tres novelas indígenas, que el Quindío está en mora de recuperar. Sus  narraciones quedaron perdidas en hojas de periódico. En poder de su familia se encuentra inédito un libro de cuentos folclóricos.

Fernando Arias Ramírez: Narrador ágil y de temática social. Autor de los libros Tierra y Hombres y sombras. Tiene cuentos excelentes.

Humberto Jaramillo Ángel: Escritor de la rebeldía, el amor y la pasión. En sus relatos prevalecen la amargura y la soledad. Buen paisajista. El ambiente neblinoso de Nabarco, donde transcurrió su juventud, marcó la temperatura de sus cuentos.

Rodolfo Jaramillo Ángel: Buen manejador de temas sociales y de la atmósfera de Calarcá, su pueblo. Autor de los libros Aguas turbias y Culto sacrílego. También dejó importante material inédito.

Euclides Jaramillo Arango: Escritor costumbrista, maestro del folclor, autor de relatos humorísticos e infantiles, novelista de violencia. Su estilo, en cualquier circunstancia, es ameno y coloquial. Es un escritor que le da calor a la vida.  Son famosos sus libros de cuentos Memorias de Simoncito, Cosas de paisas, Los cuentos del pícaro tío conejo, La extraordinaria vida de Sebastián de las Gracias.

Antonio Cardona Jaramillo: Cuentista terrígeno y lírico vigoroso. Sus relatos saben a montaña, a pueblo, a conflictos sociales y amores campesinos. Su único libro publicado es Cordillera, que hace años reclama reedición. Están inéditos Juanito el soñador y Barbasco. Es  uno de los escritores que mejor han interpretado al Quindío, y éste en cambio ha sido ingrato con su memoria. Antocar lleva 20 años de muerto. ¡Qué solos se quedan los muertos!

Es preciso que el Quindío rescate sus valores. Ya se ve la cantidad de tesoros inéditos que tiene. Señalo apenas un muestrario somero de lo que tiene y ha dejado perder, como motivo de preocupación. Y ojalá sea su Universidad la que tome la iniciativa de salvar del olvido el talento regional.

Vidales, un cuentista extraviado

Pocos saben que Luis Vidales, que ya conquistó los laureles de la poesía, incursionó en sus mocedades por los senderos del cuento. Ignoro si de aquella distracción de su destino lírico quedaron rastros mayores, pero con Tragedia en un rostro, estupendo cuento sicológico que escribió en 1925, queda absuelto de su aventura. Se dice que todos hemos pecado alguna vez en poesía, y con Vidales sucede lo contrario: él pecó en cuento. Y lo hizo muy bien.

Cuando prende la semilla

Y así hemos llegado a los tiempos actuales. En el panorama del Quindío aparecen hoy otras figuras que prosiguen por los caminos de los antepasados. La semilla del cuento ya prendió.

Hay gentes jóvenes y estilos nuevos que trabajan su porvenir literario. Se notan empeños significativos que, por incipientes que sean en algunos casos, demuestran un propósito claro. El tiempo se encargará de despejar esas perspectivas. Por lo pronto, hay que recomendar a los aspirantes que cultiven la palabra perseverancia.

Armenios y calarqueños han emulado siempre en estas lides. También hay personas que, sin ser oriundas de la región, se consideran quindianas por su vinculación y sobre todo por su afecto a la tierra. Entre todos impulsan –mejor, impulsamos– la literatura quindiana. Los talleres literarios, invento de las épocas modernas, contribuyen en buena forma al surgimiento de nuevas vocaciones.

En este campo ya sobresalen nombres como el del exgobernador Jaime Lopera Gutiérrez, autor de los libros La perorata y Minotauro insólito; el de Humberto Senegal, con su libro de protesta Desventurados los mansos; el de Gloria Chávez Vásquez, con Las termitas; el de Luis Fernando Patiño Gómez, catedrático de esta universidad, con el trabajo finalista en reciente concurso Enka de literatura infantil.

Con frecuencia suelo encontrarme con escritores de mérito que no han publicado su primer libro, bien por modestia o bien por falta de oportunidades.  Esto sucede, aquí en Armenia, con Miguel A. Capacho, autor de buena  serie de cuentos que mantiene escondidos y que merecen imprenta. Alguien tendrá que aportarla.

Con este inventario del cuento, que no aspira a ser completo, he querido demostrar que el Quindío puede sentirse orgulloso de sus narradores. Además, seguro de su identidad como pueblo culto, que es el mayor rótulo de la civilización. Seremos civilizados en la medida en que seamos cultos. Los escritores y poetas, como los artistas en general, son los que definen el progreso de los pueblos.

Se requiere mayor decisión del Quindío, tanto del sector oficial como del privado, para preservar su patrimonio cultural. La Gobernación, el Comité de Cafeteros, la Lotería, las universidades, para citar apenas algunos organismos  representativos, deben abanderar esta inquietud. El apoyo a los escritores es escaso. Sólo de tarde en tarde se patrocina algún libro. Y se necesita que las rotativas alcancen para todos.

Lástima que la literatura se convierta a veces en bien mostrenco. Ojalá que mis palabras contribuyan en algo a salir de esta indiferencia.

Lectura en la Universidad del Quindío, 21-VI-1985.
Dominical La República, Bogotá, 7-VII-1985.
El Quindío y Colombia en el siglo XXI –libro de Horacio Gómez Aristizábal–, 1989.

* * *

Misiva:

El significado que tú le asignas a los nombres más representativos, me parece inteligente, justiciero y penetrante. Sobre Eduardo Arias Suárez a quien asignas con mucho acierto la jerarquía de “precursor”, yo vengo desde hace 20 años o más hablando y escribiendo sobre sus calidades magistrales y sobre la injusticia de su destino que en algunos rasgos se parece al de Horacio Quiroga. Tu visión de nuestra cuentística me ha encantado. Ya lo diré en mi columna de La Patria. En hablando de los cuentistas quindianos, te faltó uno de los más quindianos y más importantes. Uno a quien nuestra amada comarca le debe mucho por la lealtad de su afecto y la permanencia y constancia y nobleza con que lo ha proclamado: Gustavo Páez Escobar. Adel López Gómez, Manizales.

 

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Montaña adentro

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Dale que dale a su hacha indómita, diríase que Roberto Quintero, leñador tostado por muchos soles, vivía en pugna con la naturaleza. En esto de derribar árboles y extraer de ellos el duro sustento, nadie le ganaba. El hacha relumbraba en la espesura del monte como desafío implacable. Herramienta terrible en sus manos encallecidas, descargaba su filo certero contra la naturaleza agresiva que se mostraba obstinada en impedir el avance del hombre.

Era un trabajador convencido de su fortaleza. Cuando el monte le cerraba el paso, más duro respondían sus músculos. La naturaleza era su rival en las hurañas espesuras y su aliada en los mercados abiertos que le permitían subsistir con su mujer y sus tres hijos. Ningún oficio tan bravo como éste, pero él no conocía otro que le dejara mejores ganancias.

Alguna vez que intentó cosa distinta se le rebeló la voluntad. Prefería penetrar por aquellos parajes inhóspitos y proclamarse amo y señor de la victoria diaria de verlos rendidos a sus pies. La fuerza de la montaña, con sus intrincados caminos, era conquistada palmo a palmo por el músculo poderoso del leñador que había aprendido el secreto de las breñas recónditas. Conocedor, además, de los laberintos por donde echaba a rodar los cargamentos de madera, sentía hervirle la montaña alma arriba. La montaña era como una mujer que se anidaba en sus intimidades, lo mecía y le estimulaba las emociones.

Por fortuna, el hijo mayor era útil para el trabajo. Roberto Quintero le enseñaba, a fuerza de sudores, a desbrozar los matorrales de donde provenía el pan azaroso de sus existencias. El hacha sonaba en el corazón del monte como grito perseverante. Relucía bajo los rayos del sol y no se cansaba de pregonar su ímpetu cotidiano. Los árboles indóciles caían vencidos por el afán explorador, uno tras otro, sin tregua ni concesión. Río abajo se impulsaban las maderas en busca de compradores.

No siempre respondía el mercado. En tales momentos era preciso poner a prueba la paciencia para no desfallecer en la jornada siguiente. El viejo leñador incitaba a su hijo a ser hombre. Este, que crecía movido por el ejemplo implacable, poco a poco se familiarizaba con el ambiente y sus complejidades. Era buen discípulo del avezado leñador y bravo exponente de su raza.

–Tomarás algún día mi puesto –le decía, impulsándolo hacia el destino que ya estaba señalado.

–Así será, viejo –le respondía el muchacho, y clavaba otro golpe en la madera.

Descansaban de trecho en trecho y solo por breves minutos, para luego proseguir la jornada con nuevos bríos. El sudor les invadía el cuerpo, y el alma les ardía a golpes incesantes. Conforme descargaban sus impulsos, sentían crecer la gleba que llevaban en el corazón. Era un apego porfiado a la tierra, la tierra de sus sudores y agonías, sangre de su sangre. La querían por buena, por dadivosa, por maternal. Y la sufrían cuando amenazaba irse de sus manos. Era arisca y retadora. Tal vez con el tiempo le sembrarían frutos copiosos, si las maderas lo permitían.

Por ahora seguían despejándola de abrojos y rellenos impenetrables. No la mancillaban, sino que la descubrían. Trabajarla, como lo hacían con vigor indeclinable, con la fiebre de los leñadores audaces, era llegar a sus profundas entrañas.

Apilada buena cantidad de árboles, comenzaba la tarea de recortarlos. Tenían instalada allí mismo, cerca del río donde esperaba la canoa, la sierra elemental, con no muchos utensilios pero con filo suficiente para reducir la proporción de aquellos gigantes derribados. Cada cual tiraba de un extremo, con empeño, con toda la fuerza del hombre, para que los dientes del aparato penetraran con ímpetu en el corazón del monte tendido a sus pies.

Dispuestos los maderos en piezas largas y de similar tamaño, quedaba fácil componer la armadía. Río abajo, se iban directo a los aserraderos organizados, que eran cicateros para los buenos precios. Las gentes de las orillas, al contemplar el tránsito por el río, comentaban:

–Ahí pasa Roberto Quintero.

–Con su hijo –agregaba alguien–, que ya es todo un hombre.

No se entregaban al primer aserradero, sino que seguían en busca de mejor suerte. Era poco lo que subía la cotización, pues aquellos pulpos parecían puestos de acuerdo para tasarles el hambre. Cansados de insistir, terminaban entregándose al que se mostraba menos explotador, con mínimos puntos de diferencia sobre la mejor oferta.

–Otro día sacaremos más ganancia –se resignaba Roberto, guardándose los pesos en el bolsillo del pantalón.

–Otro día será –murmuraba su hijo, y se decía para sus adentros que aquellos miserables los mantenían acorralados.

Pero había que sudar la vida, sin desfallecer, con la fe del montañero. De lo contrario morirían de hambre. En el rancho los esperaban Luisa, la mujer de Roberto, y los dos pequeños hijos que aún distaban mucho de poder manejar el hacha. El mayor, que tenía catorce años, era ya otra esperanza. Pero tres o cuatro años más serían demasiado tiempo para las urgencias del padre, que se sentía cansado. Había que continuar. Y así, día tras día, árbol tras árbol, peso tras peso.

Un día se rebeló el hijo mayor, el socio que Roberto llegó a considerar su aliado para el resto de su vida. Se fue del rancho, en secreto, sin dársele nada. Andando suerte, consiguió mujer. Se negó a seguir de leñador y prefirió alquilar sus músculos como peón de caballerizas.

–Tú sigues –le dijo Roberto al de los quince años, que ya los tenía cumplidos y se jactaba de su dudosa hombría.

–¡Listo para la lucha, viejo! –respondió el muchacho.

–¡Más fuerte! –no cesaba de gritar su padre días después, del otro lado de la sierra, a punto de desistir.

Algo se hacía, por supuesto. Era una boca menos, pero el dinero escaseaba. Contrató un leñador profesional y al poco tiempo lo despidió porque los rendimientos se reducían. La montaña le era adversa. Pero seguía queriéndola. Era como una pasión que le chupaba la sangre. En ella estaba su vida, su razón de ser.

Roberto trabajaba ahora más duro, con mayor nervio. De lejos lo espiaba su hijo, que procuraba hacer lo mismo. Era posible que algún día llegara también a ser montañero completo.

El hacha seguía gritando en la espesura. La maraña del bosque se despejaba con golpes decididos, casi que rabiosos. De pronto la herramienta se desvió para hundirse en la pierna derecha del leñador. Quedó la carne viva, como testimonio del trabajo despiadado. Una mueca se dibujó en el rostro. Roberto detuvo la hemorragia y se fue a rastras, sosteniéndose del brazo del muchacho. Se esforzaba por no gritar. «Maldita hacha», fue todo lo que dijo.

Días después, con la pierna amputada, volvió al rancho. El muñón le colgaba como si fuera un árbol derribado. Su hijo ya cortaba la madera con mayor destreza. Había madurado en pocos días. Y Roberto Quintero se dijo, mientras pasaba la cerca, que no era posible retroceder, si la montaña era como una arteria palpitante.

Revista Fabularia, Manizales, 7-II-1982.
La Patria, Revista Dominical, 28-II-1982.
Revista Manizales, enero de 1990.   

 

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