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Confesión de madrugada

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Rodando, siempre rodando… Es mi destino. Mi vida, vagabunda entre burdeles, vicios y desenfrenos, ha hecho de mí, tu pobrecita Mónica, un guiñapo humano. Con ella jugaste un día a los primeros hallazgos del amor, en aquella lejana juventud que no dejaba presentir los reveses de mi mala estrella, y con ella compartiste los iniciales impulsos de una sensualidad sorpresiva y jubilosa, ¿te acuerdas, Diego Armando?

Tu primer beso fue perturbador y me dejó marcada para siempre. En tu mirada había fuego. Me miraste con fijeza, tal vez con súplica, y hoy no sabría explicar si tus ojos felinos estaban hechos para devorar o para adormecer. Tal vez para ambas cosas. Parecías una fiera en acecho, pero sonreías. Un rubor repentino te encendió el rostro. Luego buscaste mis labios. Me besaste con pasión y yo te correspondí con timidez y me entregué a tus deseos.

Permanecía frágil entre tu fuerte musculatura. Temblabas, y yo también temblaba. Sentía tu aliento en mi aliento, como si fuera mi propia respiración, y me presté a tus caricias, hasta las más íntimas caricias, que bullían en las profundidades de mi naciente erotismo como cascadas borrascosas.

Algo misterioso sucedió aquel día. ¿Habrás olvidado que era sábado por la tarde y que la lluvia nos hizo correr hasta la casa abandonada que surgió a poca distancia, donde nos guarecimos de la tempestad? Volviste a estrecharme en tus brazos, primero con suavidad y en seguida con ímpetu: saltaste de la ternura al arrebato. Mis senos, poros eróticos, se erizaron con tu primer contacto, y luego seguiste explorando otros territorios y haciendo brotar infinitas emociones.

Libre de ataduras permití que te recrearas en mi cuerpo, a tus anchas y bajo la complicidad de la lluvia; que me excitaras y me hicieras enloquecer con tus ardores. Así perdí la virginidad y comencé a ser mujer.

Nos seguimos viendo y nos seguimos deseando. Tú me asediabas y yo te correspondía. Y en cada nuevo encuentro algo diferente tenías de mí. Todo mi ser te pertenecía y yo no te negaba ninguna complacencia. Apenas tenías 20 años, ¿te acuerdas?, y yo no había cumplido los 17. Después te fuiste de mí, en silencio, y pasados los días me confesaste que no estabas preparado para asumir tu responsabilidad. Lo que te sobraba de fogoso te faltaba de hombre. Me pediste un plazo mientras organizabas tus finanzas en otra población, y yo te perdoné que fueras débil.

Al principio me escribías. Después te callaste. Sin embargo, te fui fiel durante los tres años de ausencia. Supe de tus enredos amorosos. Sufría con tu ingratitud y me dolían tus besos y caricias, que ahora dispensabas a otras mujeres. Cuando volviste, te hallé diferente. Te veías más apuesto, pero ya no eras lo mismo de apasionado. Algo te frenaba. Mi naturaleza ardiente se resintió con tu actitud pasiva. Había cambiado tu cara de niño perverso y ya no existía la misma mirada con la que me cautivaste el día de la entrega. En lugar de fuego encontré frialdad. Solo tres años te habían transformado.

Buscaste de nuevo relaciones íntimas y yo no te lo permití. No iba a convertirme en tu amante, en tu ocasional pasatiempo, cuando podía ser tu mujer legítima, la de todas las horas y todos los apremios. Quisiste poseerme por la fuerza, pero no lo lograste. Rechazarte fue un sacrificio, te lo confieso, pero debía saber emplear mis armas de mujer.

Entonces te pusiste furioso y me gritaste ¡puta! Lo repetiste muchas veces, con rabia, con bajeza, con venganza. Yo era la zorra, la perra, la perdida… ¿y tú? ¡Qué duras sonaban tus palabras y cuánto me hiciste sufrir! Dudaste de mi fidelidad y me inventaste amores secretos. Y de nuevo te fuiste, porque te esperaba la otra mujer. Eras veleidoso, Diego Armando.

Por despecho me entregué a tu primo Efraín, a quien le habías contado nuestras intimidades. Lo hice a la vista de todos, con jactancia, para que te lo dijeran, y desde entonces le perdí el miedo a la sociedad. Y comencé a rodar. Al año me cansó tu primo y lo cambié por otro hombre, mucho más hombre que tú y que él. Sin embargo, seguías vivo en mi pensamiento.

En mis noches de frustración cambiaba mentalmente las caricias que recibía, por tus propias caricias. Y muchas veces eras tú mismo el que me hacías el amor. Es aberrante admitirlo, pero era esta una manera de sentirte, de continuar atada a tu carne.

Un día regresaste de nuevo y yo ya me había marchado del pueblo. Preguntaste por mí con insistencia. No te importó saber mis malos pasos, porque todavía me querías. Te sentías culpable y venías dispuesto a reparar tu falta. ¿Por qué apareciste a estas alturas de la vida, cuando ya me había prostituido? ¡Pero fuiste tú, querido, el autor de mi deshonra!

Terminé en Bogotá en una casa de citas. Entre licor, droga, lesbianas atrevidas, hombres lujuriosos, orgías insaciables… –todo lo que quieras imaginar– me convertí en la mujer más audaz. Y en la más apetecida. Los hombres no querían sino acostarse conmigo. Y a mí sólo me importaba hacer de mi sexo una mina de oro.

Con el tiempo me descubriste. Entonces ya era la empresaria de mi propio negocio. Había ascendido en la escala de la prostitución. Los cuerpos más hermosos –conseguidos en Armenia, en Pereira, en Cali… – se hallaban en mi negocio. Sitio discreto y refinado, como te consta, que solo frecuentaban señorones de la alta sociedad. Por eso la tarifa marcaba duro. Al principio me causaste desconcierto. Pero pronto entré en confianza y acepté el trago que me ofrecías.

–Vengo por ti –me dijiste.

–¡Salud! –hice sonar los vasos.

–¿Me has oído, Mónica?

–Ahora soy Lety. Mónica murió.

Te paraste con ademán arrogante y yo te bajé los humos:

–¡Vete! –te dije con enfado–. Ya no te necesito. Me sobran hombres. Y fíjate bien: ahora soy la zorra, la perra, la perdida… que me gritaste un día.

–Perdóname, Mónica.

Me rogaste que te dejara pasar a la alcoba. Deseabas dialogar conmigo en tono confidencial, como viejos amigos. Te llevé a mi pieza. Y puse en la mesa una botella de champaña. Te vi emocionado. Yo también estaba emocionada. Y convinimos en que no hubiera reproches ni escenas. Al calor de la champaña quisiste besarme y yo te ofrecí la mejilla.

–¡Salud! –volví a alzar la copa.

–¿Me dejas besarte?

–No.

Oí los juramentos que jamás hombre alguno me había hecho. Estabas arrepentido, sin duda. Me necesitabas. Y me implorabas perdón. ¡Pero qué tarde lo hacías, querido! Me pedías que nos fuéramos a vivir al pueblo del sur donde residías, donde nadie nos perturbaría. Tu declaración fue sincera y me enterneció. Por poco me rindo a tus requiebros. Pero fui valiente.

–¿No me invitas a tu cama?

–¿Con quién te acostarías –repuse con sarcasmo–: con Mónica o con Lety?

–Con ambas.

–Perdóname –rematé con suavidad y dolor–, pero no es posible. El amor está muerto: tú lo asesinaste. Y si quieres sexo te conseguiré la muchacha más hermosa del establecimiento. Tengo una escultural de 17 años, como te gustan…

Te insinué que habíamos terminado. Y como cosa rara, te mostraste sumiso y te dispusiste a marchar.

–Volverás a tener noticias mías, Mónica. No te lo había anunciado, pero vine expresamente a celebrar tu cumpleaños (y esta vez me conmoviste, querido). De ahora en adelante continuarás recibiendo mensaje mío en cada cumpleaños. Solo en caso de que muriera no te llegaría mi felicitación. Ya sabes dónde resido. Allí estaré esperándote.

Tomaste la calle. La lluvia menuda te hizo apurar el paso. Quedé extenuada. Veinte años –¡qué horror!– habían transcurrido desde el día, también lluvioso, en que me entregué a ti.

–Espera –grité, alcanzándote. Y te di un beso veloz en los labios, al tiempo que murmuraba–: las putas también sienten y sufren…

Apenas lograste reaccionar cuando yo ya me había esfumado. Nunca sabrás que lloré el resto de la madrugada. Quizá tú también lo hiciste al quedarte solo en la esquina.

Pero por nada del mundo iba a volver contigo. La vida, Diego Armando, nos había estropeado. Ya éramos dos seres irrecuperables para el amor mutuo. Tempranas ojeras y recónditas penas, estimuladas por el licor, la droga y las bacanales, comenzaban a ajar mi rostro. Mis emociones, mis auténticas emociones, ya no existían. Ahora era la diosa del sexo, la gran empresaria de la clandestinidad, por quien los hombres quemaban fortunas.

Por eso rumio ahora mis pesares. Por eso estoy borracha. Recuerdo que cuando por primera vez pisé una casa de citas encontré en la puerta una bombilla de luz roja. Aquello me impresionó. Alguien me explicó que ese era el distintivo de la prostitución por ser el color de la pasión. La carne, la sangre, los instintos son rojos. La luz roja quedó desde entonces encendida en mi cerebro. Es el sello de mi profesión. Y siempre que miro con melancolía esa lucecita que mantengo prendida en el recinto de mis concupiscencias, donde tú quisiste acostarte conmigo, siento que algo se alborota en mi interior.

No te permití que me poseyeras en semejante escenario, tal vez por decoro, ¿sabes?, porque también las prostitutas tenemos principios. Tú mismo, como autor de mi primera experiencia sexual, que a la larga sería mi mayor frustración, estás asociado con esa luz roja.

Hoy lloro mis desventuras en esta madrugada de nostalgias. Estoy sucia de hombres y podredumbres y ya nada me falta por conocer en la cadena de eternas orgías donde noche tras noche vendo mi cuerpo entre licores y aberraciones.

Cada hombre es un mundo. O mejor, un infierno. Todos quieren cosas nuevas en el amor, actos extravagantes, y a todos hay que complacerlos, así te repugnen hasta el infinito las propuestas que te hacen. Hay momentos en que ya no te perteneces y no puedes negarte a los mayores excesos, porque para eso te pagan. Desde que le pongas tarifa a tu cuerpo debes obedecer. Tu cliente es el que manda.

Cierras entonces los ojos, o los mantienes bien abiertos, como lo prefieras, y te hundes, sin poder evitarlo y además sin gozarlo, en los abismos de la pasión ajena que tú, tonta muñeca de placer, avivas con tu equívoca colaboración. No todas las mujeres de la vida alegre somos indecentes, ¿me lo creerás? Algunas somos románticas. Románticas, Diego Armando.

Y si por lo menos pasara rápido el acto repugnante. Pero hay hombres rastreros, dominados por los peores instintos, que te tocan por todas partes, te colocan en cuanta posición han aprendido en el cine porno, te lastiman, te rebajan a la condición de animal. Y no se conforman con hacer lo que quieran en tu cuerpo siempre disponible y siempre humillado, sino que te obligan a las más sórdidas concupiscencias. Hay hombres que apestan. Así, tu pobrecita Mónica, a la que convertiste en la Lety del sexo, camina arroyo abajo hacia su destrucción.

–¡Más trago, cantinero!

¿Pero sabes una cosa? He decidido ir a buscarte. Quizás aún no sea tarde para recomponer mi vida. Sí, por Dios que lo haré mañana. Vives solo y me necesitas. Yo te añoro. En el pueblo no nos conocen. Así quedará fácil borrar el pasado. ¿Pero qué barbaridad estás diciendo, Lety? ¿Acaso el pasado se puede borrar? En fin, querido, tomaré la maleta y te llegaré de sorpresa. Mañana es mi cumpleaños. Es posible que todavía resucite Mónica… ¿Por qué no lo intentamos?

Cumplí el plan. Soy mujer decidida. Te llegué sin avisarte, como lo había programado, porque además quería hacer emocionante el encuentro. En mi maleta llevaba una botella de champaña para que festejáramos mi cumpleaños. Tal vez para que selláramos nuestra unión definitiva. Pero no te encontré, querido.

–Perdone, señora, pero el señor murió hace tres años –me dijo una mujercita mientras me repasaba con curiosidad.

Dejó que me repusiera de la sorpresa y prosiguió:

–¿Su nombre es Mónica?

–Sí.

–Lo adiviné. Es usted la misma de la foto que el señor mantuvo siempre sobre la mesa de noche. Siento darle esta noticia.

–¿Era usted su amante? –le pregunté.

-No. Yo le tenía arrendada la pieza.

La dejé hablando sola y me alejé. Recordé que no había vuelto a recibir tus mensajes el día de mi cumpleaños. Tres años exactos hacía que no te comunicabas conmigo. Sentí los ojos humedecidos. Una luz roja –intensa y dolorosa– volvió a encenderse en mi cerebro.

Y aquí me tienes, en esta nueva madrugada, pensando en lo que ya no es posible.

Revista Aleph, N° 105, Manizales, abril-junio/1998.

 

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Breve historia de Alirio Gallego

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A Alirio Gallego no se le conoce como cuentista. Ni como novelista. Fue, en cambio, lector apasionado de cuentos y novelas de la literatura universal. Siguió de cerca la producción que en ambos géneros, y sobre todo en el cuento, hizo sobresalir a los escritores del Quindío, a partir de la segunda década de este siglo, en el panorama del país. Como hombre de vastas lecturas y enorme ver­satilidad intelectual, abordaba cualquier tema lite­rario, histórico o filosófico que surgiera en una conversación culta, y si no dominaba la materia, luego la profundizaba en su selecta biblioteca

Fue reacio a editar sus propios escri­tos, y en cambio gozaba con las publicaciones de sus amigos. Yo solía hacerle ver esta notoria omisión en su carrera de literato, a veces con tono de cordial censura, para animarlo a divulgar su pensamiento, y él me respondía que ya le llegaría la hora. Cuando al fin salieron sus Huellas en la Historia (1986), sentí alborozo al saber que el amigo ya no era inédito. Supe después que trabajaba en diferentes proyectos y que incluso se hallaba próxima su segunda obra. Ojalá no se pierda el abundante y disperso material que ha dejado silenciado en sus archivos, esperando la hora.

En carta de abril de 1986 me sorprendió con esta noticia: iba a dedicarse a escribir cuento y novela. El solo anuncio era una victoria. Ignoro si logró co­ronar tales propósitos. En aquella ocasión, y para que le creyera, me envió dos cuentos ya terminados: Me siento libre y ¡No sé quién soy! Los leí con entusiasmo y hallé en ellos un fondo de las propias vivencias del autor.

Y además el nervio cuentístico que éste mantenía adormecido. Alirio, como director administrativo que fue del Hospital de Zona del Quindío, presenció no pocas desgracias humanas. Sobre esto hablamos muchas veces en nuestras tertulias habituales. En estos cuentos de eminente sentido sicológico sacó a flote dos temas hospitalarios. Dos tragedias de las tantas que ruedan por las casas de la salud y la muerte. Las volvió literatura un observador atento.

Alirio Gallego Valencia fue sobresaliente hombre de cultura. Murió en Armenia, próximo a cumplir 70 años de edad, el 16 de marzo de 1991. Fue uno de los fundadores de la Universidad del Quindío y ocupó las presidencias de la Asociación de Periodistas y de la Academia de Historia del Quindío. No se le conoció como narrador. Pero en estos dos cuentos que dejó en mis manos –y que ojalá sean un adelanto de su obra póstuma– demuestra sus calidades de cuentista.

Dominical de La República, Bogotá, 23-VI-1991

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Acto de heroísmo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Me interné en el monte y sentí que la muerte comen­zaba a encaramárseme en la espalda. Traté de calmarme, sin lograrlo. La noche anterior había soñado con el mis­mo campo de batalla que ahora recorría con paso impre­ciso detrás del soldado Arenas, mi compañero de bachi­llerato. En la pesadilla había oído el tiroteo que dentro de poco tiempo se iniciaría cuando el sargento Oliveros diera la orden de atacar.

Con la garganta reseca y la lengua extrañamente crecida avanzaba temeroso, sin valor para el combate. Las piernas me temblaban y los brazos sostenían con torpeza el fusil cargado para la guerra, pero incierto en mis manos. Con mis escasos 21 años, apenas recién separado de las faldas maternas, me sentía un bulto más que se deslizaba en silencio a las cuatro de la mañana en persecución de Ojodiáguila, el bandido más bandido que había brotado de la montaña y que con su pandilla de asesinos mantenía asustados aquellos campos que en otros tiempos daban generosas cosechas.

El sargento Oliveros, llegado del Tolima una semana atrás, dejó fuera de combate a la cuadrilla del Mono Fierro, otro bandolero que durante más de cinco años mató campesinos a diestra y siniestra. Pero resultó menos hombre que mi sargento, quien lo eliminó de un disparo en mitad del corazón. Por algo mi sargento Oliveros estaba templado para las guerrillas. Eso me inspiraba confianza, aunque sin poder evitar que las piernas se aflojaran conforme avanzábamos por entre la maleza. Ya a lo lejos el día comenzaba a clarear. A nuestro paso se espantaban los gorriones, no acostumbrados a encon­trarse con una tropa madrugadora. En fila rigurosa, pisándonos los talones, marchábamos cuarenta soldados y tres suboficiales.

Yo no había nacido para las guerrillas. Hasta los guayos me incomodaban. En mi casa no quisie­ron que fuera excluido del servicio militar. Según mi padre, esa disciplina me haría hombre. Y ahora, a las cuatro de esta madrugada húmeda y miedosa, renegaba de los míos por exponerme a morir en cualquier embos­cada como un oscuro soldado de la patria que ni siquiera saldría en los periódicos porque los puestos de honor están reservados para los mandos supe­riores.

¿Qué valdría un simple soldado en la matazón que iba a producirse? Esto era un infanticidio. Si mi sar­gento Oliveros lograba hacer una buena acción, lo des­tacarían como héroe, pero ni a Arenas, tan juguetón en el colegio y con cara de bandido para otras cosas, y ahora más serio que el peligro que nos amenazaba, ni a ninguno de los reclutas, nos reconocerían mérito alguno. ¿Para qué caminar con este terrible susto a cuestas y tiritando entre el frío de la montaña, mientras en mi casa todos dormían ajenos a mis penalidades?

Arenas se mostraba serio y aplomado. De vez en cuando volteaba a mirarme como midiendo mi nerviosis­mo y se reía entre muelas dándome a entender que co­nocía mi flojera. Esto me producía mayor indignación y me provocaba entonces descargarle el fusil en la cabeza.

¡Media hora sin el menor indicio de guerra…! Los pa­jaritos corrían asustados y ni siquiera cantaban, por no ser hora de cantos. Antes de ingresar al ejército le pro­metí a Amparito que volvería con honores suficientes para que reconociera mi valor y me catalogara como indiscutible guerrero, digno de su mano. Entre paso y paso pensaba en ella y por instantes la sentía cerca a mí, como algo que me recorría el cuerpo produciéndome grato estremecimiento. El recuerdo de mi novia me acompañaba en el momento más angustioso y entonces yo me decía que valía la pena aquel sacrificio. (¿Para qué, Dios mío, se habrán hecho las guerras?). Juré que iba a ser tan valiente que exterminaría al que se expu­siera a mis balas. La novia ausente me animó a ser arro­jado.

II

De repente estalló la batalla… Una descarga de fusil hirió los cielos y se prolongó, con eco retumbante y fatal, más allá del último picacho que ya a esa hora había co­menzado a sobresalir de las tinieblas. Había sonado la hora terrífica. Quedamos eléctricos. Un choque me pasó por la columna vertebral. Todos nos pusimos en cuclillas como si tuviéramos que buscar al enemigo entre la hierba. Parecíamos sabuesos olfateando rastros invi­sibles. La fila india se rompió para formar tres grupos que avanzaron rápidamente contra el adversario.

¡Atacar…! ¡Atacar…! La voz corrió al instante y en contados segundos estábamos trenzados en bárbaro enfrentamiento. Una bala pasó zumbándome los oídos y fue a enterrarse en la cabeza de uno de mis compañeros. Este apenas exhaló un sonido sordo y cayó de espaldas. Alguien quiso auxiliarlo, pero otro, consciente de que nada había que hacer, lo lanzó camino adelante. De paso presencié el horrible espectáculo de una cabeza despe­dazada. (¿Para qué. Dios mío, se habrán hecho las gue­rras?).  Todavía no había disparado mi fusil y, para darme ánimos, lo hice retumbar y volví a cargarlo.

El tiroteo era violento. Por todas partes se escuchaban gritos secos que morían en las gargantas y me hela­ban la sangre. El relampagueo de las balas había hecho luminoso el día. Pero la mañana olía a sangre fresca, a cráneos destrozados. Escenas terribles iban sucediéndose en interminable procesión de muertos. Yo corría a zancadas sobre los cadáveres comunes, ya sin distinguir si pertenecían al enemigo o a los nuestros. Un penetrante olor a pólvora volvía pesada la respiración y un sudor intenso, que me bañaba todo el cuerpo, me estaba sofo­cando.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Una hora, dos, tres, un día entero…? Sentí que la cabeza me daba vuel­tas. La vista comenzó a nublárseme. Una pesadez incon­trolable me invadía. Las quijadas me crujían. El corazón me brincaba y amenazaba escaparse del pecho. La vida se me estaba yendo… Me palpé por todas partes, por la cabeza, por las piernas, por el tórax… Encontré vesti­gios de sangre, pero estaba completo. Recé de afán mi última oración.

III

—Esto se perdió —me dijo Arenas, tartamudeando. Lloraba como un desgraciado. Una bala lo había herido. La sangre brotaba en abundancia.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—¡Hemos perdido la guerra! Sólo quedamos tú y yo… y cuatro más. El resto murió. Ojodiáguila sabe más que el ejército. Es más astuto que todos los ejércitos. Nos dejó avanzar y después… ¡horror!… nos cercó como bestias. Mi sargento quedó clavado en aquel hoyo, hecho una coladera. ¡Y esa era nuestra garantía!

Arenas vomitaba sangre. Se me ocurrió trasladarlo con la imaginación a nuestra sala de estudios y volverlo el hombre despierto, festivo y tenorio que siempre había sido. Parecía ahora un desperdicio humano. Miraba con ojos torvos y lanzaba espumarajos mezclados con ira y sangre.

—¡Pero tú eres un cobarde! –me increpó, estruján­dome con violencia–. No fuiste capaz de ponerles el pecho a las balas, como yo… como todos los que nos hemos sacrificado por la patria. Caminabas a retaguardia, re­trechero, esperando que los de adelante te protegieran. No eres un hombre, sino una caricatura de hombre. To­davía tiemblas como si el combate no hubiera termi­nado. ..

—¿Que ya terminó…?

—Nos liquidaron y se fueron —comentó con voz aho­gada—. Pero también les dimos plomo. Por ahí están sus muertos… Sin embargo, Ojodiáguila no se dejó atra­par, ¡maldito bandido! ¿Y acaso tú no tienes ojos para ver los resultados de la guerra?

Si el combate habla concluido, me consideré un infeliz. Me toqué de nuevo el cuerpo y estaba entero. Apenas tenía algunos rasguños. La sangre derramada no me da­ba categoría. Me creía culpable por no haber conquistado el título de héroe. Mi amigo, en cambio, estaba destroza­do. ¿Y el sentido de valor, de sacrificio, de patria? Re­gresaría sin méritos, sin verdaderas cicatrices.

En lo más íntimo de mi alma, el miedo desencade­nado me sepultaba como un cobarde. Los nervios me dominaban, ya sin razón, cuando la refriega había terminado. Me acordé de Amparito, a quien le tenía prometidas medallas de heroísmo. Carecía de ellas porque no las había ganado. La mayor derrota la llevaba en el corazón, que no supo ser fuerte.

Un grito interrumpió mis aflicciones y, antes de que pu­diera captar lo que sucedía, estalló de nuevo un fogonazo en mis narices, mientras Arenas caía bajo una descarga cerrada. Se dobló como una madeja y quedó mirándome con ojos inmóviles.

—¡Ojodiáguila, Ojodiáguila! —fueron sus últimas palabras antes de vomitar su postrer heroísmo.

El pánico me dominó y, ya sin fuerzas para obrar ni coordinar, el cuerpo me falló y rodé a la cañada. Los mo­vimientos siguientes fueron inconscientes, accionados por el terror. La muerte me había atrapado. Horrorizado pude distinguir el rostro tenebroso de Ojo­diáguila en el parpadeo de mi agonía. Un calor, como un latigazo, me adormeció hasta suprimirme toda noción de la vida.

El dedo, presa del pavor, permaneció pegado al gatillo. Lo oprimí una y muchas veces, más allá de lo que hubiera sido normal en plena razón. Alguien sobrevi­vió para contar cómo las balas de mi fusil cosían hom­bres en serie. Y el dedo disparaba y disparaba…

IV

Cuando meses después sonaban los aires marciales con que se exaltaba mi valor ante la guarnición que tenía ante sí un nuevo héroe, al que debía imitarse, todavía  repercutían en mis oídos los ecos de la fusilería y no ha­bía logrado borrar de mis pupilas el color del miedo. Me había vuelto héroe… ¡Héroe mutilado y grandioso! La baja de Ojodiáguila y la liquidación de su cuadrilla, obra de mi bravura, merecían la medalla colocada en mi pecho.

Me pasearon por el campo de armas. La silla de ruedas la empujaba un alto oficial. Las trompetas vibraban en el ámbito sobrecogido y solemne, contagiadas de grande­za. De soslayo contemplé los muñones que me habían quedado como testimonio de mis piernas ágiles para acabar con el enemigo, según la rotunda afirmación de mis superiores.

El ejército se hallaba en ceremonia de parada ante el soldado digno de exhibirse y ser encumbrado a lo más alto de la fama. Un héroe de 21 años no es, por cierto, fácil de conseguir.

Mientras probaba el sabor de la gloria, sólo lamenté que Amparito, a quien ofrecí medallas de heroís­mo, ahora relumbrantes sobre mi pecho, se hubiera ca­sado con otro, por no resignarse al héroe inválido. Una lágrima quiso traicionarme en el momento más emocionante del despliegue militar, pero la contuve con todas mis fuerzas y así me demostré que era valiente.

Revista Manizales, julio de 1988.

 

 

 

 

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Cuentos de Núñez Westendorp

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Dos pequeños volúmenes de cuentos, de esos que suelen pasar inadvertidos en nuestro fantasioso círculo de escritores, me han producido gratas horas de lectura. Se trata de La noche de las bestias y Trauma, de que es autor Carlos Núñez Westendorp, licenciado en filología e idiomas, obras publicadas por Ediciones Tercer Mundo. Pocos eran mis informes sobre este joven narrador y ahora sé que tiene madera para seguir agrandando su universo de ficción.

Es la ficción el mejor pretexto para manejar la realidad y por eso el cuentista y el novelista se convierten, cuando saben tramar sus invenciones con dosis de humanismo, en los mejores traductores de la tragedia humana. Esto para decir que Núñez Westendorp, sicólogo del diario transcu­rrir de la vida, escruta en las intimidades del alma y nos ofrece, en pequeñas cápsulas de crítica social, los traumas, las angustias, las ironías, los do­lores de la humanidad.

Son los suyos relatos de choque, de conmoción espiri­tual, de clamor. Valiéndose de personajes simples, algunos sorprendentes, pinta esta época de desconcierto, de desarraigo y miseria que mantiene confuso e insatisfecho al hombre con­temporáneo, y lo trata de re­dimir con las secuelas de sus fábulas. Algunos de los capítu­los se salen de los moldes tra­dicionales del cuento para volverse poemas.

Y hay algo admirable en esta colección: la brevedad de cada relato. El más extenso, titulado El padre, tiene apenas 11 pá­ginas. Capítulo éste de gran ímpetu emocional y lleno de protestas y sinsabores contra el infierno de la sangre mal he­redada. Cuando el cuento posee capacidad de síntesis, que es uno de sus atributos, y además produce tensión y emotividad, como éstos de Núñez Westen­dorp, ha cumplido con su des­tino.

El Espectador, Bogotá, 22-VII-1988.

 

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Akum, la magia de los sueños

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Gloria Chávez Vásquez es una es­critora quindiana que reside en Nueva York desde 1970, donde se graduó en ciencias del comporta­miento y en literatura hispanoame­ricana y sicología. Cuentista afor­tunada, varios de sus relatos han sido traducidos al inglés y editados en periódicos y revistas de los Estados Unidos.

Inició su carrera literaria en El Espectador y en 1971 Sor Orfelina fue escogido como el «cuento bien contado». A partir de ese momento su producción ha sido una cadena de éxitos. Las termitas, su primer libro, fue exaltado por la Unión de Escri­tores Colombianos. Vino luego Cuentos del Quindío, que recoge varios de sus trabajos iniciales. Se ha especializado en literatura infantil, con gracia y ternura. «Creo —dice— que las lecturas infantiles deben ser simples, sin los artificios que mane­jan los adultos. En lo simple hay be­lleza».

Con esa simplicidad maneja los hilos de Akum, la magia de los sueños (Ediciones Tercer Mundo), donde ejerce admirable habilidad para tejer la urdimbre de los tiempos infantiles y mezclar lo real con lo fantástico. Parece el suyo un universo alado que se moviliza, entre sutiles evocacio­nes, a través de la inocencia del niño y con un mensaje certero para el adulto, que ese es el misterio de este exigente género literario.

La manera más fácil de refrescar el alma e im­pulsar la travesía terrenal, tan llena de rudezas y sobresaltos, es conservando alma de niños. Cuando la dejamos perder, la vida se vuelve hosca y el ser se deshumaniza.

«Te repito por millonésima vez, Chichigua: desconfía de los huma­nos», es la advertencia que hace Gloria a uno de sus personajes y parece que con ella enfrentara la verdad de dos mundos: la del infante, que apenas da sus primeros pasos inciertos, y la del adulto, que ya sabe ser violento. Que aprendió la técnica de pisotear a sus semejantes y es­tropear la existencia. Sujetos ambos que subsistirán para siempre en la condición humana.

El hombre es el mayor deformador de sí mismo. Y siéndolo, todo perece en sus manos. La violencia armada, tan posesionada de Colombia, que arrastra a adolescentes sugestionados por los juegos bélicos, es el gran invento de los mayores para aniquilar la vida. Al niño se le cambia el juguete elemental y didáctico por el arma vil que dispara balas de odio y destrucción.

En este horizonte de horrores aparecen, de pronto, libros como Akum, una invitación a la cordura. La escritora quindiana ha encontrado una mina de inspiración en su propio terreno de la niñez y así se nota cuando no necesita nada distinto a ventilar sus emociones. Por eso, sus actores fluyen con naturalidad y nos invitan a no dejar evaporar la magia de los sueños.

Gloria Chávez Vásquez pertenece a la lista de los escritores que para triunfar deben irse al exterior. Par­ticipa con frecuencia en actividades de teatro en Nueva York y en dife­rentes eventos latinoamericanos de literatura. Codirectora de la re­vista Vía, canal de difusión de las letras continentales, su nombre se abre paso como una esperanza en ascenso. En Colombia no hubiera conseguido el mismo éxito porque aquí, por desgracia, poco es el es­tímulo para el escritor.

Entre sus obsesiones narrativas se encuentran las luciérnagas y las mariposas, el pretexto exacto para poner a volar sus fantasías. Su primer cuento en inglés se titula La luciér­naga y el espejo y fue editado en una antología norteamericana. Ahora prepara el libro Vanessa, mariposa mentalis y me comenta que por curiosa coincidencia existe en Colombia otra Gloria Chaves (con s), a quien ella no conoce y quisiera conocer, también amante de las mariposas y con un estilo parecido al suyo, como se deduce del material que su homónima envió a los talleres literarios de la Unión de Escritores Colombianos.

*

El país necesita esta clase de glo­rias y bien está que ellas se dividan el reino de las mariposas, que para todas alcanzan. La edad de mi re­señada —38 años—, ya en lindes de la madurez conceptual, permite ase­gurarle progresos en su decidida y laboriosa creación estética.

El Espectador, Bogotá, 6-III-1987.

 

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