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Elíxir de vida

sábado, 16 de febrero de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La silueta del viejo desapareció por la esquina. Fre­cuentemente recorría esa vía donde se ofrecían libros baratos, expuestos en burdos estantes o en el físico suelo, que miraba y manoseaba. Y luego de no adquirir ninguno, avanzaba con dificultad y se escurría con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

           Diríase que el viejo era un intelectual arruinado, o un profesor jubilado, o un militar en retiro, o el saldo de alguna persona importante llegada a menos. Cualquiera de esas condiciones, y otras del mismo estilo, se imagi­naban los siete u ocho vendedores callejeros, habituados a observar el recorrido del anciano entre tenderete y tenderete, por donde se detenía sobre cada libro en exhibición.

            Podía ser también un cazador de joyas, de esas que agotadas en las librerías y desterradas del mercado regular solo sería posible pescarlas en el revol­tijo de cualquier esquina almacenadora de cancioneros de arrabal, de textos escolares mutilados por sucesivas generaciones, de revistas pornográficas, de manuales de ciencias ocultas o de esa, en fin, inclasificable gama que va del folleto ordinario hasta el best seller de actua­lidad.

            Las sospechas de los vendedores parecían bien enfo­cadas. Y mantenían una coincidencia: se trataba de un personaje misterioso. Era, con todo, pésimo cliente, si nadie había logrado venderle mercancía alguna en los varios meses de sus constantes correrías, no obstante el esmero y la paciencia con que le complacían sus deseos y curiosidad.

            No se conformaba, como el común de la gente, con detenerse en los títulos, sino que repasaba las páginas, leía una frase o tomaba un apunte, y hasta rebuscaba, entre existencias encajonadas, algo que pa­recía habérsele perdido. Demostraba, en esta tarea de investigador, cierta impaciencia, cierto afán por desen­trañar el tesoro. ¿Cuál tesoro? Solo él lo sabía.

            Rutina indescifrable la del vejete, encorvado y famé­lico, soñador y taciturno, que repetía la misma escena día tras día. ¿Buscaba un incunable? Era posible, pero ninguno de los comerciantes se atrevía a averiguarlo, pues su porte abstraído no se prestaba para intimidades. ¡Incunable! ¡Vaya absurdo más grande para estos me­nudos vendedores que apenas conocían textos corrientes, carcomidos y desbaratados!

            Se había formado en la cuadra de los libros callejeros un raro ambiente de protección, con buena mezcla de afecto y algo de piedad hacia la soledad del viejo. Su escuálida figura, retocada con inocultables vestigios de gente distinguida, dejaba la sensación de uno de esos personajes nacidos en los libros de caballerías, de aven­turas y misterio. Estos comerciantes, ignaros de literaturas encumbradas y vacíos de cono­cimientos elementales, resultan propagandistas expertos para colocar su mercancía. Repiten doctrinas extrañas con la misma familiaridad con que tratan a Julio Flórez, a Vargas Vila o a Jorge Isaacs, solo por mostrar conocimientos.

            Algún día tendría que enfrentársele uno de los ven­dedores al enigmático visitante. Se escogió a Edilberto, muchacho de veinticinco años, ágil de mente, refinado en sus modales, de fácil expresión y el más “erudito” para acometer la empresa. Con cuatro años de un bachi­llerato llevado a empujones, pero medio bachiller al fin y al cabo, y no medio analfabeto como sus colegas que apenas habían tenido escasos estudios primarios, Edil­berto sobresalía con luz propia y era el líder de aquel pequeño mundo del comercio “intelec­tual” ubicado en calles y andenes y expuesto a sufridas intemperies, pero con humos de grandeza, por ser di­fusores de cultura.

            Sería Edilberto, sin duda, hábil para dialogar con el anciano. Como la charla habría de conducirse a nivel intelectual para que suscitara interés y pudieran despe­jarse las incógnitas, se había metido en la mollera datos y minucias sobre los temas, los autores y el in­tríngulis de la mercancía, “su” mercancía, que era la que presentaba atractivo para las incursiones del viejo.

            ¿Sería doctor? No cabía duda. Los an­teojos enmarcados en abultada montura de carey, el abrigo bien acolchado, la corbata sobria, la mirada profunda, la frente amplia, como signo de capacidad, el bigotillo esmerado, el andar metódico… todo, absolu­tamente todo, le ponía talante doctoral a la figura enjuta. Sería escritor, o filósofo, o periodista, o magistrado… Todo eso, y mucho más, cabían en persona tan respetable, tan culta, tan escondida en su sabiduría.

            Mientras así divagaba Edilberto devanándose los sesos, el viejo se aproximaba a la caseta. Se apoderó del primer libro, pareció devorarlo con los ojos, lo contempló en absoluto mutismo, y pasó al siguiente. Buscaba, según parecía, novedades, y Edilberto las había preparado para retenerlo y evitar que pronto se deslizara al puesto ve­cino.

            —¡La vorágine! —comentó Edilberto—. La última edi­ción que ha salido. Y vea usted, doctor: la pasta es de lujo, el papel es satinado y tiene preciosas ilustraciones para hacer más amena la lectura. Por más conocida que sea, siempre será obra imprescindible en las bibliotecas cultas. ¡Qué fantástica imaginación la de“nuestro” José Eustasio Rivera! Veo la selva con su crueldad, con su violencia, con sus pena­lidades y sus atractivos…

            —¡Ah, La vorágine! ¡La vorágine! —suspiró el viejo.
—Para usted le tengo un precio especial.
—¡La vorágine! —seguía suspirando, mientras toma­ba otro libro.
—¡Love story! —anunció Edilberto—. El gran best seller. Ha batido todos los cálculos y se sigue vendiendo a millones en el mundo entero. Está traducido a ocho idiomas. ¡Tierna historia de amor! Un amor elemental, casi absurdo para el siglo veinte.
—¡El amor, el amor!… —puntualizó el viejo.
—¿Le gusta el amor, doctor?            La pregunta quedó en el aire y la mano nerviosa del anciano se había dirigido hacia la Celestina. Edilberto se sintió acomplejado. Había sido imprudente. Estuvo por unos instantes indeciso, pero reaccionó cuando notó que el anciano no mostraba ninguna contrariedad. Preguntarle a alguien que ha llegado a la edad tembleque si le gusta el amor, puede ser un desatino.

          —¡Oh, Celestina! Fiel retrato de una época de vicios escondidos en los bajos fondos del siglo XV… Celestina, la alcahueta Celestina, me hace recordar a tanta coma­dre de nuestros días. ¿Verdad, doctor? El libro se ve viejo, como la edad a que pertenece, pero es una curio­sidad de biblioteca. Ojalá usted, que conoce tantos li­bros, quiera ilustrarme sobre aquellos episodios oscuros.
—¡Celestina, la alcahueta Celestina!… —fue todo su comentario.

            No por eso Edilberto se corrió. Miró al anciano y lo halló animado, en medio de su postración. Si de algo no había duda era de su decrepitud. Se notaba frágil. Sus dedos, rugosos y comprimidos, pasaban ahora con lenti­tud las páginas de Luz, la revista especializada en consejos sexuales, la de las píldoras mágicas contra la impotencia, contra la frigidez, contra el desamor, la biblia de cabecera sobre las técnicas de alcoba y sus efi­caces mecanismos. Edilberto miró de reojo al viejo, que estaba absorto en una de sus páginas, y prefirió callar.

         —Sin duda gusta usted, doctor querido, de las novelas de aventuras. Mire apenas algunas de mi abundante re­serva: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, Doña Bárbara, Papillon, El padrino…
—¡Basta, basta! —interrumpió el viejo, y se alejó.

     Su silueta se volvía más diminuta conforme se aproximaba a la esquina por donde siempre se esfumaba ante la mirada de los libreros. “Maldita sea”, se rascó la cabeza Edilberto. Y pensó que hubiera sido preferible señalarle libros de ciencia, o de poesía, o de historia, o de ficción, y acaso de humor, material todo que tenía listo para pregonarlo como el cantante de específicos o como el enredador de baratijas.

        Ya no dudaba Edilberto de que se trataba de un intelec­tual arruinado. Intelectual, por su aspecto; arruinado, por su renuencia a comprar algún libro. Aunque no descar­taba tampoco que podía ser uno de esos personajes ex­céntricos que tanto abundan en las grandes ciudades. Así pensaba, dándole vueltas al asunto, cuando el chi­rrido de llantas que han frenado con brusquedad lo dis­trajo de su dubitación. La gente se arremolinó en torno al cuerpo que había quedado inmóvil, aprisionado por el peso del carro. Un chorro de sangre dramatizaba otra tragedia común

       Edilberto se irguió de puntillas, tratando de vencer las dificultades del tumulto que cercaba a la víctima. Eran como buitres que caían sobre la presa. Allí, menos soli­tario que antes, por estar ahora rodeado de una solida­ridad novelera, pudo reconocer al viejo. Había quedado tal como era en vida: con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

        Después, poco a poco, los curiosos se fueron retirando cuando el muerto había dejado de ser noticia. Todos pa­recían saciados con la novedad, y el suceso había per­dido su lado llamativo. Quiérase o no, los muertos resultan atrayentes, a veces espectaculares, con cierto fondo fo­lletinesco. Parecía un pobre diablo atrapado en la calle que se había aventurado a atravesar sin medir el peligro de curvas borrosas.

           Solo quedaron las autoridades y los vagos. Edilberto podía contarse entre los vagos, si por presenciar los movimientos policivos que se eje­cutaban sobre el cadáver del transeúnte anónimo, por quien no pensaba hacer nada, desatendía su puesto de revistas, folletos y libros baratos.

            La policía es experta en requisar, en un minuto, los cadáveres. Poco fue el inventario: un pañuelo, un papel con anotación de libros y autores, y en bolsillo del grueso abrigo, como todo capital, un billete de a peso y una moneda de veinte centavos. Algo más, aunque de­masiado deteriorado: la licencia de conductor. Era el carné de chofer público, que debió serlo algún día el anciano.

          ¡Un chofer, un ciudadano raso!… A Edilberto se le ensancharon las pupilas. ¿Y el catedrático, y el escritor, y el filósofo, y el personaje inmenso que aparecía detrás de las gafas abultadas y el porte docto­ral? Las letras del nombre se habían desdibujado y no fue posible recomponerlas, pero el retrato dejaba adivinar una lejana época del viejo.
—¿Alguien conoce a este individuo? —preguntó el pa­trullero.

            El silencio fue unánime. La policía, con todo y ser tan hábil, no había levantado completo el inventario, y Edilberto ayudó a incluir otro objeto que permanecía oculto a un lado del cuerpo. Era el libro de pastas su­cias y hojas mutiladas, con este título desacoplado: Cómo ser joven a los cien años.

            Antes de retirarse, le cruzó las manos sobre el libro, encima del pecho. No supo Edilberto en qué instante se lo había embolsillado el viejo. Fue seguramente cuando nombraba de afán a Los tres mosqueteros, y a Doña Bárbara, y al Conde de Montecristo… Poco le impor­taba perder el libro, que al fin y al cabo era pacotilla, por más cotizado que lo fuera del grueso público. Sintió, en cambio, frustración por sus fallidos intentos de con­fesar al viejo, de desentrañar su misterio. Y desazón por la burla de este al llevarse, furtivamente y en sus pro­pias narices, un elíxir de vida, sin dejarle una simple tarjeta de identidad.

Aristos Internacional.
Revista literaria en lengua hispana y portuguesa. Directora: Eunate Goikoetxea. Febrero 2019 – n.° 16

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Me gustó muchísimo el cuento. La descripción del personaje y su rutina son impecables: lo vi hojeando los libros, caminando pausadamente, y escuché los comentarios de los libreros. En pocas palabras, viví la situación y la atmósfera, y la historia me mantuvo en vilo hasta el final. Esperanza Jaramillo, Armenia.

Qué buena semblanza para un viejo, de tantos que discurren por ahí matando tiempo y soñando con prolongar la vida. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Un aplauso doble, Gustavo. Primero por la calidad del cuento y esa destreza para cautivar la atención y sembrar la intriga en el lector en pocas líneas. Y segundo, por la publicación de tu cuento en la revista española. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

 

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Entre la música y el sueño

miércoles, 12 de diciembre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Leí en estos días dos obras que me impactaron: Otto, el vendedor de música, y La alegoría del sueño, de Mauricio Botero Montoya, editadas por La Serpiente Emplumada, que dirige Carmen Cecilia Suárez, cuyo nombre adquirió notoriedad hace varios años con el libro de cuentos Un vestido rojo para bailar boleros (1988). El primero de los títulos de Botero Montoya va por la cuarta edición y además fue traducido al alemán.

El autor nació en Bogotá y estuvo vinculado al servicio diplomático. En Buenos Aires fue amigo cercano de Jorge Luis Borges, cuyo pensamiento ha influido en su obra. Ha sido profesor,  periodista y conferencista en diversos países. Y ha escrito otros libros, entre ellos Cóncavo y convexo, El baile de los árboles y No vi otro refugio.

Al libro de Otto le agregó más tarde el texto Un hombre que se va, que es la despedida del vendedor de música al cerrar su negocio, o mejor, al irse del mundo. Despedida anticipada y simbólica, ya que este simpático personaje, erudito en música clásica y gran intérprete de la sociedad que pasa por su tienda musical (con interlocutores como León de Greiff), no desaparece en las páginas del libro, aunque sí anuncia su familiaridad con la muerte y deja su testamento en las 144 páginas de la obra. Y hasta se idea este posible epitafio para su tumba: “Perdonen si no me levanto”.

Otto –que es el alter ego del autor– no hace otra cosa que filosofar con los compradores de los discos y trasmitir a los lectores las graciosas conversaciones que tiene con su clientela en el negocio que lleva por nombre Caja de Música, al frente de la iglesia de Lourdes en Chapinero. Otto, por supuesto, es el mismo Mauricio Botero Montoya. Está hecho a su medida exacta. El alma del escritor queda plasmada en esta obra escrita con fino sentido del humor, la risa y la ironía, y que contiene incisiva penetración en los menudos y grandes sucesos de la cotidianidad.

Es un libro curioso, cuyo género no es fácil definir. Está ubicado entre el cuento y la crónica, quizás la autobiografía, y cabe pensar que el escritor no se detuvo en cánones literarios para decir su palabra libre y expresiva, la que llega al público diverso que entra a una venta de música. Por allí desfilan adultos y jóvenes, mujeres atractivas, viejos enamorados, viudas sin rumbo, intelectuales ociosos, filósofos andariegos… El gancho es la música. En el capítulo de Vivaldi, la pelipintada pregunta por discos de Julio Iglesias, y Otto, el vendedor de mente perspicaz, le responde que no los tiene porque el médico le prohibió el dulce.

La alegoría del sueño tiene el carácter de diario. Enfoca la condición humana. El hombre es el gran protagonista. Como tal, los problemas que caben en el ser humano se ventilan en esta obra genial, breve en páginas y densa en raciocinio, divagaciones, perplejidades y asombros, en la que hay lugar para todo: la política, la música, la religión, la literatura, la ciencia, la guerra, la pintura, e incluso la logia (ya que una legión de masones no cesa de viajar por todos los escenarios con su verbo reflexivo, el mismo verbo del escritor del diario).

El fondo de este prontuario de citas célebres es el derecho a soñar. “Estás hecho de la misma materia que los sueños”, dijo Shakespeare. Son deslumbrantes los destellos de este libro. A veces me parece escuchar a Fernando González, el brujo de Otraparte.

Copio al vuelo estos pensamientos de la obra: “La juventud es un gran defecto cuando no se es joven”. “Al final no me preguntarán si fui creyente, sino si fui creíble”. “En los negocios, los hambrientos no quieren a los sedientos”. “El primer requisito de la brevedad es no quedar corta; el segundo, no alargarse”. “Demasiados autores redactan como si escribieran en un idioma extranjero, trasmiten sin expresarse”. “La risa, el buen humor del cuerpo, es un canto de alondra sobre la llanura prosaica”. “Trabajar no es trajinar, para eso están los robots. Ninguna velocidad suple la calmada rapidez del pensamiento”.

El Espectador, Bogotá, 8-XII-2018.
Eje 21, Manizales, 7-XII-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 9-XII-2018.

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Se me antojan esos dos libros como un dulce y delicado bocado, ya con respecto al vendedor de música Otto, quien hace las delicias en su despacho como expendedor del arte sonoro, o ya en los sueños del alquimista donde entrega frases magistrales que parecen un merengue filosófico que se deshace en la boca, con una lectura que llena los sentidos de verdadero placer estético, risueño y afortunado. Inés Blanco, Bogotá.

Artículo ameno, interesante e ilustrativo. Me encantaron los pensamientos del autor Botero Montoya. Ellos solo pueden salir de una mente brillante y aguzado sentido del humor. El que más me gustó: «Trabajar no es trajinar, para eso están los robots. Ninguna velocidad suple la calmada rapidez del pensamiento». Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

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La holandesa que amó a Colombia

lunes, 5 de noviembre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay personas que en su tránsito por el mundo realizan actos destacados y estos no siempre se conocen y aprecian en su justo valor. El correr de los años trae olvido. Es el caso del personaje que hoy traigo a mi columna, cuyo nombre tal vez resulte extraño para el lector. Se trata de la ciudadana holandesa Siny van Iterson, que vivió 30 años en Colombia (1958-1988), amó a nuestro país y aquí escribió 11 de los 13 libros de cuentos enfocados sobre la población juvenil colombiana. Todos sus libros fueron escritos en idioma holandés, y varios se tradujeron al danés, alemán e inglés.

Solo uno fue traducido al español: Pulga, ayudante de camionero (1967), que fue galardonado en Holanda con el Premio de Literatura Infantil de 1968. La autora fue nominada para el Premio Hans Christian Andersen en 1972. En Holanda se le considera una de las escritoras de libros juveniles más notables en los años 60 y 70.

Otras de sus obras son Sombra sobre Chocamata, Bajo el hechizo del alcantilado del diablo, La caña de azúcar dorada (sobre el pueblo colombiano de Agua de Dios), El susto de las grandes llanuras (sobre los Llanos orientales de Colombia), El oro de los quimbayas y Los contrabandistas de Buenaventura (otros dos temas colombianos). Siny quería a nuestro país como su segunda patria y nunca dejó de pensar en él. Han pasado 30 años desde que regresó a Holanda, y es natural que por esa situación se haya evaporado su recuerdo en la Colombia actual.

Nació en Curazao, el 5 de octubre de 1919, de padres holandeses, y a los 2 años se trasladó a los Países Bajos. Se casó con Gerrit van Iterson, ingeniero de puertos y caminos. En 1958, Gerrit viajó a Colombia en unión de Siny y los tres hijos del matrimonio (el cuarto hijo lo tendrían en este país). Aquí nace la conexión de esta familia holandesa con Colombia.

Cuando en 1968 recibió Siny el premio literario otorgado por su país, uno de los asistentes que acudieron a celebrar el suceso en la casa de Teusaquillo, aristocrático barrio bogotano donde moraba la escritora, fue el prestigioso escritor Eduardo Caballero Calderón, vecino del sector. He tenido oportunidad de conocer una foto de aquella época en la que aparece Siny –mujer bella y distinguida– rodeada de libros en su biblioteca de Teusaquillo.

Ella no solo se interesó en el país, sino que aquí tuvo gratas experiencias durante los 30 años de su residencia. En viajes a los Llanos, le gustaba observar cómo se marca el ganado y se ejecutan los  oficios pecuarios. Admiraba, en compañía de su esposo y sus hijos, el proceso del arroz en la finca de unos amigos en el Meta, escuchaba los monos aulladores al amanecer, y vivía fascinada con los paisajes y las creencias de la región.

Dice su hija Loretta que los mejores años de su mamá fueron los pasados en Colombia entregada al quehacer literario. Fue justamente en Pulga, ayudante de camionero, que escribió esta dedicatoria para sus cuatro hijos: “Este libro es para ustedes, y para Colombia, el país que ustedes tuvieron el privilegio de conocer”.

Por una feliz circunstancia me relacioné con Loretta cuando vino a Colombia a presentar su libro Nidos de oropéndola, publicado en Bogotá por la editorial La Serpiente Emplumada. Esto sucedió en el año 2010. Loretta aprendió de su mamá el arte de escribir. En este precioso libro relata el viaje que efectuó con una amiga por los Andes de Colombia y Venezuela. Es viajera incansable que ha recorrido muchos países, sobre todo los suramericanos, y de preferencia el nuestro. En Bogotá adelantó los estudios primarios y secundarios, y después volvió a Holanda, donde se especializó en neuropsicología infantil. Y viaja con frecuencia a Colombia.

Por Loretta me enteré de la muerte de su mamá, ocurrida en La Haya el pasado 7 de agosto, faltándole dos meses para cumplir 99 años de edad. Esto me movió a hacer esta justa evocación sobre la ilustre escritora que por múltiples méritos podría considerarse colombiana. Desde muy corta edad, Siny se apasionó por los libros y la escritura de cuentos, y en Colombia encontró el  ambiente indicado para desarrollar su vocación. Sé que los lectores lamentarán la desaparición de esta gran amiga del país que un día pasó por el suelo colombiano y se identificó con nuestra idiosincrasia. Dejó huella, y esta no puede pasar inadvertida.

El Espectador, Bogotá, 27-X-2018.
Eje 21, Manizales, 26-X-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 28-X-2018.

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 Qué bueno que le hayas dedicado a Siny van Iterson tu magnífica columna de hoy. En mi casa, en mi familia, donde el tercer idioma es el neerlandés, conocemos su obra y sabemos de sus grandes méritos, así es que nos ha alegrado mucho ver cómo es que se le reconocen también en Colombia, tierra que tanto amó. Un abrazo sabatino desde la orilla buena del Rhin, en Colonia, cuya catedral «tiene tanto a la vez de piedra y nube». Ricardo Bada, Colonia (Alemania).

Me encantó el artículo La holandesa que amó a Colombia. Muy merecido el homenaje que usted le hace. Basta que hubiera amado a Colombia. Se percibe muy fácilmente en su escrito la sensibilidad exquisita de que era poseedora. Un ser muy especial. Diego Ramírez Lema, Manizales.

Qué buen homenaje para una persona que sin ser de acá destacó tanto a nuestro país y que con sus cuentos hizo seguramente felices a muchas personas. Increíble coincidencia la de conocer a Loretta, lo que ratifica que todo tiene su razón de ser, en especial las personas que nos acompañan en cada camino. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Buen homenaje a una extranjera que quiso a Colombia más que muchos de nosotros y no como los bandidos que tenemos que andan por el mundo acabando con nuestra imagen. vigaes1951 (correo a El Espectador).

 Gracias por tamaña evocación para tan distinguida dama holandesa-colombiana. Felicitaciones por tu magnanimidad de corazón y la manera de hacernos entender cómo es de inspiradora Colombia. Carlos Martínez Vargas, Fusagasugá.

Otro personaje desconocido por mí y que merced a un escrito tuyo puedo conocer. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Interesante historia de esta gran escritora, desconocida en nuestro país, pero que dejó gratos recuerdos a través de sus libros. Ligia González, Bogotá.

Regresa Blanca Isaza

lunes, 22 de octubre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Medio siglo después de su muerte, ocurrida en Manizales en septiembre de 1967, regresa la poetisa Blanca Isaza (mejor, Blanca Isaza de Jaramillo Meza, como le gustaba figurar). Regresa en el precioso libro que lleva por título Blanca, como única palabra que la define en el ámbito regional y que representa el color de la nieve. Eso fue ella: nieve, luz, claridad, diafanidad.

El libro, impreso con arte exquisito por Matiz Taller Editorial de Manizales, se convierte en tributo que rinden a la poetisa el municipio de Abejorral, donde nació en enero de 1898, y la Universidad de Caldas, en nombre de la comarca a la que se vinculó desde los tres años de edad. Es una antología de su obra, en 272 páginas, compilada por Alba Mery Botero, Fernando León González y Juan Camilo Jaramillo. En el prólogo, el profesor de la Universidad de Caldas Nicolás Duque Buitrago hace detenido análisis sobre las facetas de esta producción literaria.

Blanca comenzó a escribir poesía a los 14 años, y tiempo después se le citaba al lado de las grandes poetisas latinoamericanas. Con Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou tuvo estrecha amistad y muchas de sus cartas fueron conservadas por su hija Aída. Alternaba la poesía con la crónica, el cuento y el cuadro de costumbres. Su obra está conformada por 17 libros.

Su palabra es fluida, espontánea, limpia, sin afectaciones ni adornos superfluos. Le brotaba el adjetivo preciso y rechazaba el término impropio. Este rescate literario muestra un legado del bien decir, fortalecido por el uso exigente del idioma y la sensible expresión de las ideas. “Se canta porque sí, porque es preciso fraguar la vida en moldes de belleza”, dijo la poetisa.

Además, dictaba conferencias, asistía a eventos cívicos y culturales, realizaba intensas obras sociales, dirigía su propia revista, y como si fuera poco, era madre de 13 hijos, a la usanza de la época. “Mujer múltiple”, la llama el prologuista. Desde la publicación de su primer libro, Selva florida (1917), hasta el día de su muerte, fueron 50 años dedicados al arte y el hogar. Esas fueron sus dos pasiones entrañables, que se volvieron la justificación de su vida.

Era maestra de la crónica. En la antología se recogen textos magistrales inspirados por su atenta  percepción del mundo cotidiano, al que penetraba con ojo avizor y mente lúcida. La lluvia de los pájaros muertos sobre la ciudad, días antes de la aparición del cometa Halley, adquiere el carácter de cuento fantástico que gira entre la realidad y la ficción. El turpial inválido, comprado  en Armenia, es un canto al amor y al dolor, aspectos que se mezclan en la frágil criatura que enternece el alma.

En la crónica titulada La ilusión del oro estalla la angustia de la madre ante la aventura del hijo que se va a la montaña en busca del tesoro de las minas, y nunca lo encuentra. Con motivo de la muerte de Barba-Jacob, Blanca escribe una perturbadora página en la que narra los infortunios del poeta frente a la indolencia de sus amigos y el desamparo de la patria. En el campo de la poesía es autora de estremecidas creaciones, como Preludio de invierno, Camino de llanto, La vejez del árbol, Y llegará por fin una mañana, Canto a Abejorral, Cuentos a Aída. Y en el cuento, recoge cuadros de tierna sutileza en los que unas veces es el niño el protagonista y otras, el adulto que recorre los caminos de la fantasía.   

Su hija Aída fue la última directora de la revista Manizales, fundada por la poetisa en 1940 y que en unión de su esposo, Juan Bautista Jaramillo Meza, dirigió hasta 1967, cuando ella falleció. Luego, el marido quedó al frente de la nave hasta 1978, cuando el desaparecido fue él. A partir de entonces, Aída, en forma sorprendente –ya que no se le conocían tales habilidades–, tomó el timón y condujo el barco durante 26 años, hasta diciembre de 2004, cuando fue clausurada por estrechez económica, tras 64 años de labor continua. La revista Manizales era alta insignia cultural de Caldas, y es de lamentar que no hubiera recibido el apoyo que requería en el momento más duro de su existencia.

Los esposos Jaramillo Isaza fueron coronados poetas en diciembre de 1951. Sus nombres brillaron durante largo tiempo en la cultura regional e incluso nacional. Este libro de Blanca hace resurgir el pasado glorioso. Hoy, Esperanza Jaramillo García, nieta de la pareja ilustre, ocupa puesto destacado en el campo de la poesía. La semilla quedó bien sembrada.

La célebre casa de los esposos, situada en la Avenida Santander número 45-05, fue comprada por un anticuario hace 3 años. Todo el archivo de la revista y los documentos protegidos por Aída pasaron a una sala abierta en la Universidad de Caldas, en la que fue creada, bajo el auspicio de Francisco González, de la misma universidad, la cátedra denominada Blanca Isaza, que busca recuperar la memoria de quienes forjaron la grandeza intelectual y material de la región.

De los 13 hermanos, la única sobreviviente es Aída Jaramillo, en cuyos oídos repercuten, sin duda, estas palabras desoladas que Blanca sembró en su poema Camino de llanto: “Hermano, el soplo helado del infortunio pasa; / hermano, qué tristeza, se ha acabado la casa, / la casa solariega donde la vida era / un discurrir amable de anhelos y cariños”… 

El Espectador, Bogotá, 12-X-2018.
Eje 21, Manizales, 12-X-2018.
La Crónica del Quindío, 14-X-2018.

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No había oído hablar de ella y como me ha sucedido varias veces, una nota tuya me ha dado a conocer personajes de la zona cafetera ignorados por mí. Admirable esta multifacética mujer, pues con una prole tan numerosa, pudo destacarse en otros campos como el cultural y el social. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Le reenvío una parte del boletín de la Corporación Otraparte (Casa Museo Fernando González, Envigado) en donde se invita a un homenaje a Blanca Isaza Londoño. Su oportuno y buen artículo sobre esta poeta fue incluido en el mismo. Jesús Antonio Camacho Pérez, antropólogo, Abejorral.

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A duras penas la vida

martes, 3 de octubre de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con el título de esta columna fue bautizado el libro de cuentos del escritor quindiano Eduardo Arias Suárez que ha puesto en circulación Sello Editorial Red Alma Mater, con sede en Pereira, empresa que tiene como objetivo fortalecer e integrar las universidades públicas del Eje Cafetero, dentro del propósito de preservar y difundir el patrimonio cultural de las regiones.

En la colección Clásicos Regionales se han reeditado valiosas obras que deben llegar a las nuevas generaciones como tributo a los autores y motivo para recuperar la memoria histórica, social y cultural que ha quedado olvidada bajo el correr de los años. Ojalá este organismo contemple la reedición de la obra Jornadas, de Luis Yagarí, publicada en Manizales en 1974, y que contiene las famosas crónicas de este columnista estrella de La Patria, periódico al que estuvo vinculado por más de 50 años.

Los 38 cuentos de Arias Suárez que conforman el libro que aquí se comenta fueron escogidos por Carlos Alberto Castrillón, profesor de la Universidad del Quindío, quien elabora un detenido estudio sobre la producción del autor durante cerca de 30 años, a partir de 1921. Su muerte ocurrió en Cali en 1958.

Se calcula que Arias Suárez escribió alrededor de 150 cuentos. Entre estos se hallan dos de antología, publicados en 1927: Guardián y yo y La vaca sarda. En el libro actual, A duras penas la vida (nombre sacado de uno de sus cuentos, y muy representativo de la dura existencia del escritor), se recogen textos de toda su labor cuentística: Cuentos espirituales (1928), Envejecer y cuentos de selección (1944) y Cuentos heteróclitos (1957), lo mismo que muchos otros que vieron la luz en diversos periódicos y revistas.

Este último libro fue publicado por la Biblioteca de Autores Quindianos en 2016, lo que indica que permaneció 59 años esperando edición. Esta es la cara amarga del oficio de escribir. El Quindío está de plácemes por volver sobre las huellas de su hijo epónimo, que marcó toda una época como excelente cuentista nacional y el narrador más destacado del antiguo Caldas.

A través de sus relatos pintaba su propia realidad humana y recreaba la vida de los seres humildes que circulaban a su lado. Era un agudo buceador de almas. Con las dotes literarias del humor, la ironía, la amenidad, el realismo y la fantasía, y otras veces del absurdo, el delirio y la locura, creaba personajes del común y escenas alucinantes.

La cotidianidad era el escenario de sus enfoques, y en medio de su ámbito de desvarío, de soledad, de evocación y ensueño surgían criaturas agobiadas por las cargas de la existencia y desubicadas en su propio entorno. Ese era su clima espiritual. Hay escenas circuidas de miedos, de horror, de fantasmas, de ecos de ultratumba, que denotan el mundo atormentado que caminaba con él. En varias de sus narraciones abusa del “yo”, como una expresión de sus propias desventuras y su angustiada existencia. Este es un signo sicológico, de alto significado en su narrativa.

Otros factores destacables de su ejercicio literario son la emotividad, la ternura, la introspección. Era un ser introvertido y pensante. Así, imprimió a sus personajes la fuerza interior que poseen. Sin tales atributos no hubiera podido llegar a nuestros días.

El Espectador, Bogotá, 29-IX-2017.
Eje 21, Manizales, 29-IX-2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 1-X-2017.

Comentarios

Leí con gusto tu columna y agradezco de nuevo tu deferencia con Eduardo y de contera con el Quindío y nuestro grupo familiar. Carlos Alberto Castrillón me obsequió un ejemplar de la edición A duras penas la vida y lo leí con gran deleite. Creo que a ustedes dos se les debe el rescate de Eduardo del olvido. Luis Fernando Jaramillo Arias, Bogotá.

El escritor Eduardo Arias Suárez, familia de Alejandro y Jesús María Suárez, fundadores de Armenia, fue gran cuentista, relegado al ostracismo como casi todos los hombres de letras en Colombia. Es un motivo de orgullo quindiano que se exalte su nombre aunque sea después de fallecido. Juan Machuca Rico, Armenia.

Gracias al escritor Gustavo Páez Escobar estamos conociendo la grandiosa obra literaria póstuma de Eduardo Arias Suárez, hijo de esta tierra. Señores gobernantes del Quindío y Armenia: hagan algo por la cultura nuestra rindiéndole tributo y reconocimiento a este ilustrísimo escritor. Orlando Cárdenas Valencia, Armenia.

Guardián y yo es un cuento maravilloso, conmovedor, que nos habla de la dignidad y la honradez de un hombre, compartidas con el «alma» de su perro. Yo he experimentado a lo largo de mis años el afecto por los animales, en especial los perros, compañeros desde la infancia. Todo cuanto narra Eduardo Arias Suárez en su historia lo he visto y vivido con ellos: lealtad, afecto, comprensión, diálogo, sentimiento, risas y llantos. Inés Blanco, Bogotá.  

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