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Zoro y los niños

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Soy uno de los que creen que la lite­ratura colombiana no está en crisis. Por las manifestaciones del país en los úl­timos tiempos puede sostenerse, al con­trario, que existe una vivificante conciencia creadora. La aparición de obras de diversos enfoques y cuya salida al mer­cado apenas si es notada por ciertos pontífices que permanecen inconmovi­bles en su cátedra ortodoxa, denota que en Colombia hay inquietud por las le­tras. Y también calidad.

Al país no lo convenció el fallo del concurso de novela promovido por la re­vista Vivencias de Cali, por más res­petables que son sus jurados. Declarar desierto el premio con el alarde de que las novelas eran mediocres, y enjuiciar, con esa férula de encumbrada sabiduría, a toda la novelística colombiana, es actitud arrogante, por lo mismo que el género narrativo es mate­ria movediza y hasta caprichosa, no su­jeta necesariamente a cánones acadé­micos. Una cosa es saber gramática y otra saber escribir.

No se ignora, pero no sobra repetirlo, que un libro que no tuvo importancia y hasta sufrió el látigo de los críticos, puede de pronto convertirse en  sorpresa literaria. García Márquez fue descalificado en la Argentina por una «autoridad» que le aconsejó rasgar el libro y dedicarse a otra actividad. En la literatura no puede expresarse la última palabra.

El jurado del concurso de cuento in­fantil convocado por Enka conceptuó que el país sí tiene narradores para niños. Sin enfren­tar los dos jurados, que de esto no se trata, puedo deducir que el uno actuó con excesiva severidad y el otro con criterio abierto frente a la evolu­ción literaria, sin que por esto haya sido benévolo en la selección. El país, de to­das maneras, sale ganando con ambos certámenes. El de Cali suscitó controversia, y esto es provechoso desde que no se vuelva estéril, y el de Medellín estimuló el talento co­lombiano, lo que es más positivo.

Lo más importante es que Enka descubrió obras que van a hacer carrera en el mundo de los niños. Parece contrasentido que Colombia, pueblo de novelistas, haya quedado descalificado por los jurados de Cali, y en cambio se hayan descubierto piezas formidables en el género del cuento infantil, de tan difícil confección.

Ahora ha caído en mis manos la obra que obtuvo el primer puesto, Zoro, de Jairo Aníbal Niño. No soy crítico lite­rario, y Dios me libre de esa pretensión. Soy simple lector que algo conoce, y también garrapateador de ficciones que tonifican el espíritu. El auténtico fallo lo da siempre el público, por encima del literato, del purista, del académico y del crítico.

Me quedo en mi puesto de lector para expresar mi gusto por el cuento Zoro. Jairo Aníbal Niño, autor de varios libros, es agudo conocedor del alma infantil. Lo primero que se nota en su fábula es la facilidad para identificarse, desde la primera página, con el niño al que busca divertir. Es también un cuento para el niño que hay en el adulto.

Algunos mataron al niño desde la infancia. Con maestría, Jairo Aníbal coge de la mano al lector y lo conduce por el mundo mágico que cada vez es más voluminoso confor­me avanzan los personajes.

En territorio donde los árboles ca­minan y los animales, por fieras que sean, se vuelven seres embrujados y dóciles, pintados de asombrosas irreali­dades, el pequeño lector de alma sim­ple halla contornos imantados que le emocionan el corazón. Y es que el niño debe vivir su propio mundo inocente y fabuloso, antes de que el torbellino de la vida le robe la fantasía. Es una fá­bula de indudable penetración sicoló­gica, narrada con lenguaje castizo y poético.

Alcancé a dudar de que las metáforas de que está rica la obras pudieran ser extrañas a los niños, y de pronto desviar la intención del cuento, pero luego me convencí de que son elementos bien trabajados para inquietar la mente in­fantil. Decir, por ejemplo, «dentro de esa cajita hay un pedazo de sol», es bella expresión que el niño asimila con entusiasmo.

Enka de Colombia ha destapado un filón que estaba sin explotar. Su aporte al país con este concurso que despierta el interés de los escritores, se gana el reconocimiento público. Jairo Aníbal Niño confirma con esta obra su categoría intelectual.

La Patria, Manizales, 3-XII-1977.

* * *

Misiva:

Es importante pensar en la formación de una pandilla que conquiste y defienda el derecho a la fantasía. La imaginación debe ser ejercitada por todos,  todos los días. Debe llegar como el aire, como la lluvia, como la luz. Toda la vida del pueblo está preñada de fantasía. Toda fantasía está impregnada de vida. La literatura se debe nutrir de esa sangre y de esa carne. Colombia está llena de historias y de personajes de los mil y un días y de las mil y una noches. Debemos recogerlas con ternura, con fuerza y con esperanza. Jairo Aníbal Niño, Bogotá.

 

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Sebastián de las Gracias

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El concurso de cuento infantil patrocinado por la firma Enka de Medellín constituyó rotundo éxito. Numerosas obras tanto de autores consagrados, como de aspirantes desconocidos, fueron presentadas a consideración de un jurado idóneo en la difícil labor de apreciar las exigencias de la literatura para niños.

Nada fácil, por cierto, este género que cuenta con pocos cultivadores y que acaso por falta de estímulos no ha hecho escuela en un país que necesita  acordarse de los niños en medio de las tormentas de los mayores. La literatura infantil corre el peligro de volverse ramplona cuando no se sabe manejar con delicadeza y no se posee el tacto necesario para interpretar el alma del niño.

Hoy en día, cuando abundan las tiras cómicas y la gama impresionante de dibujos e historietas que se adquieren hasta en las puertas de las casas, resulta compromiso complejo el de enfrentarse a la máquina de escribir para fabricar la fábula que penetre en el corazón del niño, si ya todo parece agotado. Las viejas historias con que los abuelos adormecían a los pequeños, como Pinocho, Blanca Nieves, El gato con Botas, La cenicienta o Caperucita Roja, son obras maestras que no derrotará el paso de los años.

Ante este panorama, el escritor tiene que vérselas con un público severo, por más infantil que se crea, que apenas de entrada descalifica la obra cuando no le encuentra la misma emoción que le transmiten sus héroes de cabecera. El niño es el lector más exigente con sus propias páginas infantiles y el que rechaza con más decisión las ficciones con que tratan de impresionarlo autores forzados que no dominan el arte de entretener al alma soñadora, que no por eso se deja convencer por fantasías caducas.

Para el niño la fantasía tiene que ser cierta. El autor debe saber enhebrar el mundo mágico donde juega el hechizo con la realidad, realidad desde luego para niños, tan diferente de la realidad del adulto que ya no encuentra hadas milagrosas que le curen el insomnio ni le mitiguen los pesares.

Todo esto para decir que Sebastián de las Gracias, el cuento infantil que llevó Euclides Jaramillo Arango al concurso de Enka y que recibió mención honorífica, en estrecha competencia con el que obtuvo el primer puesto, es el nuevo personaje que entra al repertorio del país para deleite de chicos y grandes.

Narrado en típico lenguaje paisa, con maravillosa autenticidad campesina y con gran dominio sobre modismos y disparates de la tierra, apenas comenzando la lectura se experimenta la sensación de una aventura que se presiente fantástica, como en efecto lo es. El autor, que por folclorista conoce la esencia de los territorios paisas y que ha visto desfilar a muchos arrieritos como este hijo de «hilachentos», sublimiza la historia escuchada de niño entre palabras y coplas que terminaron creando su héroe.

Sebastián de las Gracias, personaje traído por los españoles y quienes a su vez lo habían robado a las tierras moras y persas, se convierte en el paisa trotador que suelta por nuestras montañas Euclides Jaramillo Arango, al lomo del viento y de fantásticas irrealidades. La irrealidad, si es fantástica, es prodigiosa, y esto lo saben los niños más que los adultos.

Ya se sabe que las longitudes del cuento son infinitas. No hay temas malos, sino malas maneras de tratar los temas. La versión que adquiere en ambiente colombiano este cuento narrado por españoles, por moros y persas, crea una personalidad definida, muy típica nuestra, que solo maestros como Euclides saben estructurar.

La aparición del nuevo libro del escritor quindiano conquista un galardón literario. Además de aplaudir la labor cultural de Enka, que ha estimulado la creación de buen número de trabajos infantiles, debe ponderarse el aporte de Expreso Palmira, con cuyo patrocinio se lanza la edición gigante de este Sebastián andariego no solo por las montañas paisas, sino en adelante por toda la geografía del país, porque la empresa patrocinadora obsequiará el libro a los niños que ocupen sus buses.

El Espectador, Bogotá, 26-X-1977.
Satanás, Armenia, 3-XII-1977.  

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El retrato de monseñor

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Puede decirse que Adel López Gómez traduce al cuento todas las vivencias. En su columna de La Patria desgrana sus emociones estéticas en finas piezas que va fundiendo, casi in­sensiblemente, al gran cuader­no de su vida. Los protagonistas de sus relatos adquieren forma, se entrelazan y forjan su dimensión dentro del ancho mundo cotidiano de su pluma infati­gable.

Se ha hecho imprescin­dible, como algo esencial, la pulsación diaria de este maestro de la literatura. La Patria, que durante largos años lo cuenta entre sus cola­boradores preferidos, no parece completa cuando está ausente su columna.

Diríase que es toni­ficante ejercicio mental que lo lleva a tramar la vida en tono de cuento. Adel López Gómez ha venido, de escalón en es­calón, desde sus primeros años y hasta hacerse maestro, enhebrando sus impresiones en relatos perseverantes, trabajados a fuerza de duras disci­plinas y siempre con el ojo in­quieto y la mente lúcida. Ates­tigua su itinerario una obra in­mensa, plasmada hoy en cerca de veinte libros y en innúmeros artículos dispersos en perió­dicos, revistas y todo género de publicaciones literarias.

Hombre de hondas convic­ciones humanísticas, no se ha conformado con ser tes­tigo de su tiempo, sino que ha hecho de su existencia y de cuanto gira en derredor suyo un universo movido por el ím­petu de su voluntad subyugante. Edifica, en esta hora ma­terializada, encontrar aún precursores del espíritu que no desfallecen en la búsqueda de lo sobrenatural.

Esa vida interior, complementada con las dotes del caballero perfecto, es la que aflora en todos sus escritos. El hecho común lo convierte en motivo de inspiración para presentar el ángulo digno o la faceta proclive que escapan al ojo profano y que solo el buen observador —el fotógrafo de los tiempos— logra transformar con el recurso de la palabra.

El mundo sería despreciable si no existiera el escritor. No pasaría de ser una sucesión de hechos desabridos y experiencias inútiles. Adel López Gómez, cuentista por esencia, maestro de la palabra, no se arredra an­te el hecho trivial, y con el prodigio de su imaginación vuelve luminosas las asperezas de la vida.

Es retratista afortunado de su terruño. Buena parte de su obra se desenvuelve en los marcos de las tierras cafeteras, donde ha vivido y soñado, y en las incursiones por los caminos vernáculos hace reventar el ámbito campesino, tan entrañablemente suyo, donde cada atardecer es un poema y  cada muchacha de la tierra el testimonio de una Colombia grande. Allí, al lado de las matas rendidas por la exube­rancia y del obrero que empuja con sudores la prosperidad de la patria, suelta a sus personajes al trote con la grandeza agrí­cola, entre gozos y sufrimien­tos.

Lo apasiona la aldea, pero también penetra con algo de recelo en los vericuetos ur­banos, y con amplio enfoque de los problemas del hombre inyecta en sus fábulas los vientos huracanados de la ciudad.

En los límites de la ciudad y el campo discurren los 42 re­latos de su último libro, El  retrato de monseñor, que acaba de salir bajo el auspicio del Banco Comercial Antioqueño y con el sello de Quingráficas. Son piezas trabajadas en el sosiego de su fructífera trayectoria literaria, que entran a engrandecer el patrimonio cultural del país. Se conjugan, en un solo jalón, tres hechos significativos: el del banco preocupado por el avance cultural, el del escritor que le brinda al público otro acopio de inspiración, y el de la casa impresora de Armenia que sigue poniendo en alto su talento ar­tístico.

Son personajes extraídos de distintos ambientes, que remedan los rasgos, costumbres y vicios de la sociedad, captados por la lente del sociólogo. Quedan en evidencia, una vez más, las condiciones cuentísticas, de sobra conocidas, de este profesional de la palabra.

El Espectador, Bogotá, 15-XI-1976.
La Patria, Manizales, 18-XI-1976.

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Cuentistas boyacenses

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gilberto Abril Rojas es una inteligencia que se preocupa por el progreso cultural de Boyacá. Poeta, cuentista e investigador literario, vive en función de mover el interés de las gentes hacia el conocimiento de los valores intelectuales y artísticos del depar­tamento. No se conforma con que Boyacá continúe viviendo solo de sus recuerdos, sino que aspira a que escritores y artistas salgan a la luz pública y formen un grupo común que vele por el engrandecimiento de la región que no en vano registra larga y prominente trayectoria de tierra culta.

Cuando en diciembre de 1974 me llamó a participarme el proyecto de fundar en compañía de varios amigos la Asociación de Escritores y Artistas de Boyacá, encontré, desde luego, encomiable el propósito, aunque no descartaba el esfuerzo titánico que tal idea implicaba. Como primer paso, se proponía lanzar un libro que recogiera una muestra de los cuentos más representativos de escritores contemporáneos de Boyacá. Tuvo la gentileza de acordarse de mi nombre, y como para colaborar con las causas nobles nunca me hago rogar,  de inmediato contesté a lista.

Valga anotar que me desentendí del proyecto y apenas vagamente recordaba,  a lo largo del año y medio transcurrido, que el amigo distante, empeñado en enarbolar en predios boyacenses la idea quijotesca de financiar la edición, me había intrigado con el anuncio de verme rodeado por paisanos ilustres en el libro que saldría, cuando más, dos meses más tarde.

Como la cultura es lenta y los mecenas ya no se encuentran, la idea solo vino a plasmarse 18 meses después. Gilberto Abril Rojas demuestra, en buen lenguaje boyacense, que «la paciencia logra lo que la dicha no alcanza”. Ha sido, en efecto, un calvario de 18 meses el que se impuso esta intrépida voluntad para que el libro viera, al fin, la luz del día en este siglo XX, y no en el venidero, que se anun­cia, si la humanidad da para tanto, de regreso a la edad de las cavernas.

Y es que el hombre, que todo lo ha inventado, que todo lo ha descubierto, tiene entre sus propósitos el de abolir la escritura, la primera de todas las invenciones. Se dice que en el futuro el hombre ya no leerá, porque le bastará con oprimir botones para captar el mundo a través de caracteres misteriosos. No tendrá tiempo de detenerse en las páginas del libro y menos de garrapatear un cuento ni de pulir un verso, porque la era supersónica, que todos los días nos aplasta más y más, dará al traste con escritores y artistas.

¡Sálvese quien pueda! En esta forma quedamos asegurados, para antes de que desaparezcan los lectores, varios boyacenses. En buena hora Gilberto Abril Rojas ha reunido la muestra de 19 cuentistas. Parece que alguna tecla oficial al fin le funcionó. El Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá se hizo cargo de la impresión del libro y nos puso a los afortunados navegantes a estrenar encuadernación.

No se es boyacense impunemente. Tenemos en Abril Rojas a un adalid de las letras, no dispuesto a esperar la abolición del libro, congregando a autores dispersos y por añadidura «contemporáneos», fórmula de rejuvenecimiento que muchos envidian. La fibra boyacense se hincha con esta clase de muestreos.

Figuras consagradas por la crítica ponen su contribución a este esfuerzo que acaudilla, y que ojalá no se deje des­fallecer, el joven investigador de la cultura boyacense. Nombres como los de Fernando Soto Aparicio, Eduardo Mendoza Varela, Próspero Morales Pradilla, Vicente Landínez Castro, Fanny Osorio, Plinio Apuleyo Mendoza y muchos más, presentes y ausentes de la recopilación, afirman la vigencia cul­tural de este pueblo grande.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 15-VIII-1976.
La Patria, Manizales, 28-VIII-1976.  

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La bobada de Felipe

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

En mi pueblo nació uno de esos célebres personajes que muy de tarde en tarde llegan al mundo. El fallo popular lo consagró como el «bobo del pueblo». Yo nunca lo consideré así y sigo creyendo lo mismo muchos años después. Diría, sin embargo, que no se trataba, por lo menos, de un bobo cualquiera. Prueba es de ello el pro­longado período durante el cual ejerció su mandato. Mi pueblo no era escaso en bobos y muchos pretendían as­cender de categoría. Pero Felipe aplastó todos los mo­vimientos y conservó intacto el poder. La diferencia era evidente: mientras los otros eran bobos del montón, él era todo un personaje.

Los políticos, los hombres públicos, necesitan cons­tantes intervalos de descanso o distracción para no des­gastarse. Generalmente se dan unas vacaciones por Eu­ropa o los Estados Unidos, para aparecer, al cabo de los meses y a veces de los años, según la intensidad de los descalabros, de nuevo en escena, con la cara remo­zada. Y cuando el presupuesto no es tan pródigo, lo más seguro es el regreso a la finca, a la oficina privada, a la cátedra universitaria, a las activi­dades particulares. Pasada la borrasca, producida la amnesia colectiva, se reinicia la actividad con renovados bríos, viene la insistencia de los amigos, el perdón de los enemigos, y otra vez salta el hombre a la palestra, y se agitan las ideas, y se enarbola la bandera, y… ¡Todo en aras del amor a la patria! Felipe, en cambio, nunca tuvo vacaciones. Trabajó de sol a sol. Sin em­bargo, no se quemó.

Poseía condiciones envidiables de líder. Su innata simplicidad le hacía ganar el aprecio rápido de quienes tropezaban en su camino. (Tenía algo de rengo, aunque procuraba mantenerse erguido.) No fue orador, pero con su lengua trabada y su voz gangosa se hacía entender mejor que muchos indescifrables parlanchines. Tampoco fue escritor, ni matemático, ni graduado en nada, ni empleado de banco, porque abdicó antes de entrar a la escuela; pero era feliz en su mundo desierto de com­plicaciones.

Lo recuerdo con su camisa almidonada a medias, y sus zapatos descoloridos pero con cordones, y su vestido raído pero cruzado, como era la moda, y su pañuelo de adorno asomado en el bolsillo, aunque de uso múltiple, y su corbata ajada, y su sombrero alón. Agréguese una cara fresca, unos ojos vivarachos y un corazón grande; y con estas pinceladas queda dibujado mi personaje.

Sólo cometió un error en su vida y fue haberse ena­morado. Cualquier día le llegó el amor hormigueándole por todo el cuerpo y ahí terminó su tranquilidad y la de muchas quinceañeras que le huían como al mismísimo diablo. La voz pública poco a poco fue agrandándose hasta que el pueblo entero lo señaló como el donjuán de la época.

Al principio el sentimiento fue indiscriminado: le gus­taban todas las mujeres.

En aquella etapa, sin duda la más venturosa, el amor se mostró platónico. Sus inquietudes no fueron más lejos de admirar en silencio y contemplativamente los atributos femeninos y de acostarse temprano para exci­tar sueños blandos. Pero no satisfecho del todo, se lanzó a la conquista abierta. Dueño de gran capacidad de imitación, se ubicaba en las esquinas de mayor movi­miento y deslizaba furtivos piropos en los oídos de las jovencitas, que no entendían, al principio, tan extraño cambio en la compostura del buen hombre, pero que luego terminaron aceptando la aparición de otro es­torbo público.

Todo hubiera ido bien de no haber Felipe concretado sus preferencias. La agraciada no pudo desde entonces tener sosiego. Felipe, menos. Se desató una guerra sin cuartel que consistía en esquivar ella los dardos que comenzó Cupido a disparar, y en pretender él dormir acompañado. Aquella fue una persecución implacable. Parecían jugando a las gambetas, pues cuando la víctima estaba a punto de caer atrapada y él se lanzaba go­loso sobre ella, con un movimiento rápido conseguía esta burlar el asedio y escapar a toda prisa dejando exánime al desaforado perseguidor.

Una y otra vez le hizo atrevidas propuestas, y una y otra vez le dijo ella que no. Felipe comenzó a desgastarse en la contienda pues la muchacha nunca respondió a los requiebros y prefirió seguir durmiendo sola. No comprendió él que era preciso aplicar la técnica de la retirada a tiempo, para reaparecer más tarde con renovados bríos. Ella, que demostró ser mejor política, supo que más fácilmente doblegaría las pretensiones del adversario si lograba extenuarlo.

Obtenida la victoria, proclamó su pertenencia a otro hombre. Desengañado del mundo y sus tentaciones, Fe­lipe no resistió el impacto y se mutiló el sexo. ¡Pobre Felipe que ha debido seguir viviendo su mundo infantil, en lugar de meterse con cosas de hombres para compli­carse la vida! Protagonizó, absurdamente, uno de los sacrificios de amor más dolorosos de la humanidad y en­tregó sus armas sin pena ni gloria, pues su preferida de todas maneras y con mayor razón levantó el vuelo.

La bobada de Felipe consistió en haberse enamorado. Que de no haber sucedido así, se habría conservado íntegra su dimensión histórica.

No tenía nada de bobo. Y era más listo —y más ro­mántico también— de lo que se suponía. Descubrió por sí solo que el amor no está únicamente en el cerebro, sino que se riega por todo el cuerpo y se siente en unas partes más que en otras.

Pero como la vida es irónica, no demoró el día en que la resbaladiza quinceañera regresó a él, ya con las alas cortadas. Quinceañera, y frágil, y mujer al fin y al cabo, sintió, como Felipe lo había sentido, que el amor no solo es cerebral. Fue aproximándose, esperando las gambetas de otros días. Y experimentó ganas de Felipe, el bobo Felipe, el romántico Felipe, que había ofrendado por ella uno de los tributos y de los errores más grandes del amor, que sólo se cometen una vez en la vida.

Felipe se había mutilado el sexo, pero no la razón. La había perseguido, y la habla acosado, y la había apete­cido. Pero la quería completa, y ahora llegaba con las alas cortadas. La miró con desdén y la rechazó con arrogancia. Y rabiosamente le dijo que no. Pensó, para conformarse, que el amor es mutable y que ya no sería posible revivirlo si para los dos habían cambiado tantas cosas.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 3-VI-1973.

* * *

Comentario del Magazín Dominical al publicar este cuento:

“A riesgo de mortificar, queremos insistir sobre la pobreza de los materiales que recibimos y la imposibilidad de publicarlos. Hemos querido que el Magazín no sea una entrada fácil y, por lo mismo, rechazaremos sin contemplaciones, hasta llegar al género de colaboraciones que encuadren en nuestra nueva orientación. En este número rescatamos, por bueno, del material que envían nuestros lectores, un cuento corto de Gustavo Páez Escobar, quien reside en Armenia”.

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