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¿Qué pasa en Soatá?

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En días pasados se comentaba en esta columna la poca armonía que existe entre el alcalde de Soatá y el Concejo, circunstancia que tiene frenado el progreso local. Y se decía que la voluntad de servicio del funcionario se veía debilitada por la falta de colaboración de la mayoría de los concejales.

Los que se sintieron aludidos manifiestan que es el alcalde quien no se deja ayudar, y agregan que han sido autores de importantes iniciativas, como la creación del Fondo Muni­cipal de Vivienda y del Fondo Municipal de Salud, según reglamentaciones que he tenido la oportunidad de leer.

Camilo Villarreal Márquez, ac­tual diputado de la Asamblea de Boyacá y que ocupó la Alcaldía dos periodos atrás, me informa que en su administración se cam­biaron las podridas redes del acue­ducto y se gestionó la contratación de un empréstito cercano a los $ 250 millones para pavimentar la totalidad de las calles, programa que dejaron de acometer sus suceso­res. Y anota: «No logra entender nuestro alcalde que esa pelea que mantiene, neciamente, con el Conce­jo sólo perjudica a Soatá y desluce una administración que fuera recibi­da hace un año con beneplácito por los soatenses».

Se trata de dos fuerzas encontradas. ¿Cuál de ellas tiene la razón? ¿Cuál le hace más daño a Soatá? Como tran­seúnte ocasional y como soatense que presencia con pesar la postración de la patria chica, me limito a sacar al aire estas pugnas que no permiten el desarrollo de la población. Entre tanto, las calles abandonadas y la atonía que se observa en muchos aspectos claman por el cese de los enfrentamientos para buscar el verdadero progreso, sin envidias ni protagonismos y con ánimo gene­roso. Hay que hacer las paces para que el municipio recobre el esplen­dor de otras épocas.

Eso es lo que deseamos los hijos de la tierra. Ojalá haya suficiente voluntad en las dos partes en conflicto para sacar a Soatá ade­lante, por encima de estériles reyer­tas. Es preciso derrotar el viejo adagio de «pueblo pequeño, infier­no grande».

El Espectador, Bogotá, 10-VI-1993.

 

 

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La salud mental en Boyacá

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Por el hospital Psiquiátrico de Boyacá, la única enti­dad especializada en salud mental que existe en el departa­mento, han pasado en consulta externa, en los últimos 12 años, alrededor de 25.000 personas. El mayor cubrimiento de la entidad abarca las áreas de medicina gene­ral, neurología, sicología, siquia­tría, laboratorio clínico, terapia ocupacional y terapia del lenguaje.

Allí se dictan frecuentes confe­rencias sobre temas tan variados como el de las relaciones huma­nas, la farmacodependencia y el alcoholismo, la sexualidad y las enfermedades venéreas, el manejo del estrés, el saneamiento ambien­tal, la atención geriátrica y, desde luego, la salud mental.

Su director, el médico José Igna­cio Barón Tarazona, le concede a la mente la importancia que tiene como reguladora del equilibrio de la personalidad. Bien sabe él que la mente sana implica el buen desempe­ño en el trabajo, en el deporte, en el arte y en la creatividad; el desarro­llo de la inteligencia y de la memo­ria; el rendimiento escolar; la armo­nía familiar y el éxito social.

El galeno sostiene este principio bási­co: la siquiatría es la rama huma­nista de la medicina. Y amplía su tesis con el concepto de que la salud mental no sólo tiene en cuenta la salud integral sino que hace énfasis en la adaptación del individuo al medio cultural, en su desarrollo personal y en su interrelación con otros individuos.

Celebro que mi departamento tenga esta institución con excelente capacidad de servicio, y un profe­sional que se preocupa por el bienestar de la persona y por el humanismo de la sociedad.

El Espectador, Bogotá, 10-VI-1993.

 

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Soatá

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el viaje a Boyacá tras las cenizas de Eduardo Caba­llero Calderón, que quedaron sepultadas en la capilla de la hacienda de Tipacoque, me detuve en Soatá, la Ciudad del Dátil,  y allí pasé la Semana Santa. Regresar a la patria chica es  como volver a encontrarse con uno mismo, con los recuerdos de la infancia y con los personajes que hacen la historia de los pueblos.

Uno de esos personajes, Laura Victoria, que en la década del 30 estremeció la vena romántica del país con su fina poesía erótica, vive en Méjico hace más de 50 años. Visité la casa de la cultura que lleva su nombre y en manos de su directora dejé una colección de libros para incrementar el patrimonio de la entidad, a la que acuden todos los días numerosos estudiantes en busca de ilustración. Supe por la directora que una de sus inquietudes es fomentar la representación de obras teatrales, y por eso se mostró interesada en localizar libros de ese género entre los que doné para mi pueblo.

En conversación con el alcalde, ingeniero agrónomo Humberto Báez Vega, me enteré de los programas que viene acometiendo su administra­ción. Uno de ellos es la pavimentación de vías, si bien los recursos son cada vez más escasos dentro de las cifras de un presupuesto precario. Eso les sucede, en general, a todas las regio­nes del país. Por eso es preciso acudir a Findeter, la única entidad que puede financiar a largo plazo obras de desarrollo municipal.

Uno de los progresos que muestra Soatá en los últimos años es el de su plaza de mercado, que vino a sustituir la improvisada en el par­que principal, el que se veía deterio­rado por el desaseo y el revoltijo que suponen los mercados públicos. Hoy la plaza principal es un hermoso sitio arborizado, al que se le dispensa atención permanente. Lo único la­mentable es que allí haya dejado la administración anterior un Bolívar tan desfigurado que no es Bolívar Una pregunta: ¿Por qué en ningún sitio de la población se ha erigido un bronce de Carlos Calderón Reyes, hijo destacado de la población y figura ilustre del país a finales del siglo pasado?

El alcalde Báez se preocupa, ade­más, por el mantenimiento y conser­vación de los caminos veredales y la instalación de canchas deportivas en los campos. Fundó un interesante medio de comunicación con la comu­nidad para dar cuenta de sus proyec­tos y realizaciones. Me comenta que el sentido de La Chiva –como se llama el periódico municipal– es el de la movilidad y la acción constante en busca de información y soluciones para el municipio apremiado por múltiples necesidades. Mientras la voluntad de servicio del alcalde es excelente, la mayoría de los concejales, según lo escuché en diferentes versiones, no le prestan la colaboración necesaria para hacer progresar a Soatá. En lugar de impulsar el desarrollo como abanderados del pueblo, lo frenan.

La Semana Santa en Soatá con­serva, y ojalá no se deje perder, el brillo de viejas épocas. Las proce­siones son un espectáculo de fervor y arte religiosos, con el desfile de las imágenes santas (los llamados pasos) por las calles de la población, bajo la armonía de las bandas y el desfile marcial de los estudiantes. Otro día marchan los niños con pintorescas imágenes en miniatura, y se visten de ángeles, de papas y pastores para celebrar su propia Semana Santa. Cuadro en verdad fascinante.

Y no podían faltar los exquisitos manjares de que es tan generosa mi tierra, ni el suculento cabrito que se prepara en Puente Pinzón. Los dátiles, las toronjas y los limones dulces, los masaticos y la gran variedad de golosinas que hacen tan grata la estadía en Soatá, nos prodigaron días santos y azucarados. Ahora, de regre­so a la capital del estrépito, se extraña la quietud apacible de aquellos con­tornos bucólicos.

El Espectador, Bogotá, 23-IV-1993.

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Adiós al maestro

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tan­tas veces transitó en vida. Esa carretera, sufrida como las penas eternas, no alcanzó a llegar pavi­mentada hasta su terruño. Faltan treinta kilómetros desde la salida de Susacón (y ha transcurrido un siglo construyéndola). Por consiguiente, Soatá, mi pueblo, continúa también sepultado en el polvo de la desidia oficial. Levantaron la maquinaria porque se acabó la plata. ¿Sorpren­derá esto a alguien? Así caminan en el país las obras públicas: a paso de mula, a ritmo de tortura.

Caballero Calderón pidió que lo enterraran en la capilla de la ha­cienda. Deseaba volver a la tierra que él inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de treinta libros entran a fecundar el mito que en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, tam­bién convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental. A Tipacoque lo rodea la grandeza del paisaje. Has­ta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impe­nitentes que vigilan el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo espera­ban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, y al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Hacía dos años no regresaba a sus lares. Desde entonces, a Caballero Calderón se le marchitaba todos los días la ilusión del retorno. Tal vez sabía que no iba a volver con sus piernas maltrechas, sino con el espíritu. La decrepitud del cuer­po, y sobre todo la soledad y el cansancio de vivir, apuraron la hora final.

Sus cenizas, entre cánticos reli­giosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfiló conmovi­da ante la urna y depositó los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaba desde la entrada del pueblo. Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campe­sina cantada en sus libros, el maes­tro –humorístico y cariñoso, como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Tras su muerte, es preciso con­servar su casa Santillana en Tibasosa, adquirida por el municipio para un centro de cultura, y que hoy se halla abandonada. Ojalá el doc­tor Belisario Betancur, presidente de la Fundación Santillana, impulse allí un museo para honrar la memoria del ilustre caballero de las letras. La hacienda de Tipacoque, declarada monumento nacional, y que hoy amenaza ruinas, reclama reparaciones urgentes. Que se aper­sone de ello el Gobierno Nacional.

El Espectador, Bogotá, 19-IV-1993.

 

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Pro Boyacá

sábado, 12 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El homenaje que la Corporación para el Progreso y Desarrollo de Boyacá rindió a los tres almirantes boyacenses que ejercen las más altas jerarquías de la Armada Nacional, resultó cálida demostración de amor por la tierra. El acto contó con la coordinación de Carlos Eduardo Vargas Rubiano, el boyacense que más trabaja por el progreso de la comarca y más se preocupa por redimirla de los vicios políticos y hacerla sobresalir en el panorama de la nación.

Al margen de partidismos atrofiantes –morbo que no deja avanzar a Boyacá –, en el ambiente se respiraba un claro propósito cívico para recuperar, en lo económico y lo social, el brío que ha perdido el departamento por falta de liderazgo nacional. Su clase política, fracciona­da en antagónicas camari­llas, vive consumida en apetitos buro­cráticos y ajena a las angustias del pueblo, del que los caciques apenas se acuerdan cuando necesitan su voto.

En viejas épocas, los dirigentes locales accedían por méritos propios a las posiciones claves del Gobierno, y desde allí ejercían el liderazgo que hoy tanto se echa de menos. ¿Cuánto hace que Boyacá no tiene un minis­tro? ¿Cuánto hace que la opinión boyacense no pesa en el alto Gobierno del país?

No han vuelto a verse caudillos nacionales de la talla de un Plinio Mendoza Neira o de un Luis Torres Quintero, que tanto brillo le dieron a la región y tanto lucharon por su progreso. La cosecha de presidentes de la República oriundos de Boyacá (recordemos en este siglo a Rafael Reyes, Enrique Olaya Herrera y Gus­tavo Rojas Pinilla) no florece en los días actuales por falta de patriotismo regional. Hoy Boyacá vive de añoran­zas y se nutre de pequeñeces. Triste y dolorosa realidad.

En áreas distintas a la política se distinguen ahora, como siempre ha ocurrido, prestantes hombres de la tierra situados en los campos de la milicia, el clero, la docencia, la em­presa privada, las bellas artes, el periodismo, la ciencia y en múltiples actividades que resulta prolijo enu­merar. Estos logros personales se pierden para la región por carencia de unidad y de estímulo.

Con el ánimo del reconocimiento, y para sentirnos orgullosos los boyacenses, fueron agasajados tres distinguidos almirantes de la región: Hernando García Ra­mírez, comandante de la Armada Nacional; Hugo Sánchez Granados, comandante de la Fuerza Naval del Atlántico, y Sergio García Torres, director de la Escuela Naval Almiran­te Padilla. Como quien dice, Boyacá en tos mares.

Esto, como curioso premio de con­solación para esta comarca sin aguas marítimas, mientras posee en cambio tierras pródigas, grandes riquezas minerales y envidiables recursos tu­rísticos, renglones desaprove­chados o dilapidados (y viene al caso el penoso capítulo del hotel Sochagota, del cual sacan a empellones, con los garfios de la politiquería y de manera soez, a la firma administra­dora que tan eficientes servicios le ha prestado a Boyacá).

Para propiciar el resurgimiento de la región, hace dos años se constituyó la Corporación Pro Boyacá, de la que hacen parte destacadas personalidades,  como las siguientes:

Jorge Moreno Ojeda, geren­te de la Caja Popular Cooperativa; Héctor Castro Murcia, propietario de Unigás; Marco Quijano Rico, propie­tario de Viñedos de Punta Larga; Jorge Enrique Amaya, presidente de Granahorrar; José T. Niño, líder coo­perativista de larga trayectoria; Jorge Ferro Mancera, tra­tadista tributario; Gloria Cuéllar de Espinosa, gran dama cívica; María Victoria Vargas,  representante de Cementos Boyacá; Fernando Reyes Isaza, propietario de la hacienda Suescún; Carlos Otálora Moreno, vicepresidente de Coca-Cola. Y, desde luego, Carlos Eduardo Vargas Rubiano, boyacense y boyacensista nato.

El Espectador, Bogotá, 16-III-1993.

 

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