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Los 450 años de Soatá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Soatá, capital de la pro­vincia del Norte de Boyacá, fundada por el es­pañol Juan Rodríguez Parra, cumple 450 años de vida el 10 de diciembre. Es una de las poblaciones más antiguas de Colombia: Santa Marta (1525), Cartagena (1533), Bogotá (1538), Tunja (1539), Soatá (1545).

El caserío indígena de donde emergería la población actual era uno de los principales ca­cicazgos de la nación chibcha. Fundado el pueblo, el cacique Soatá, que sobresalía por su valor guerrero, fue relegado a una estancia en Tipacoque (la hacienda legendaria). Años después, Gaspar, su hijo he­redero, entregaría dicha estan­cia a los agustinos a cambio de 17 misas anuales.

En tiempos de la Colonia, mi pueblo fue un cruce de caminos entre el Nuevo Reino y Venezuela. Por aquellas tierras an­chas y taciturnas, perdidas entre neblinas, despeñaderos, ca­minos de herradura y horizontes yermos, serpenteaba el viejo camino real que más tarde borró la carretera.

Al paso de los años, con dor­mida morosidad, la carretera perforaba montañas, desafiaba profundidades y proclamaba de vez en cuando, desde la cima, sus victorias pírricas. El escritor de Tipacoque, pin­tor de paisajes, recogió en sus libros el polvo de aquellas sen­das ariscas que, entre desfila­deros agresivos y mágicos, le entonaban el alma y le permi­tieron elaborar una de las obras de mayor belleza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

En el costado norte de la plaza reposan dos casonas coloniales penetradas de sue­ño y nostalgias, una de las cua­les albergó a Bolívar en varias ocasiones; la otra –la morada de mis abuelos–, de noble li­naje, ha llegado a 237 años de vida. Al abrir las puertas de este par de casas ancestrales (y lo mismo puede decirse de otras de igual significación), es como rescatar la Soatá antigua, toda llena de gracia y atributos, para brindar por estos 450 años de historia.

En etimología indígena, Soatá quiere decir Labranza del Sol. El astro rey era venerado por los indígenas como el dios de tierras, ganados, ríos y cosechas. Dispensador de la riqueza, la libertad y el poder. Rey de la atmósfera, los vientos y las tempestades. No es for­tuito, pasados aquellos tiem­pos primitivos de la idolatría solar, el hecho de que la co­marca tenga como patrón el del carácter, el trabajo y el valor.

Nueve rayos resplandecien­tes, que reflejan claridad y ver­ticalidad, caen sobre el escudo de armas como saetas en el espacio. En un ángulo dorado aparece la orquídea, símbolo de la belleza; y en otro, la famosa palma de dátil, que simboliza la agricultura y representa su in­signia mayor. Este fruto es co­mo un hada madrina que riega besos en el ambiente para perfumar la vida. De ahí el apelativo de Soatá: Ciudad del Dátil.

En esta efemérides, el inspirado bardo boyacense Pedro Medina Avendaño le regala a Soatá un hermoso himno donde se exaltan los valores de la raza, en una de cuyas estrofas exclama: Soatá, te adoramos porque en tu regazo / perdura el encanto de nuestra niñez. / El sol de la gloria no conoce ocaso /  porque es su labranza tu heroica altivez.

Que los dioses tutelares de Soatá protejan por siempre nuestra heredad irrenunciable, fortifiquen los inmortales principios éticos y morales sin los cuales no puede existir el progreso de los pueblos, y alumbren el camino para llegar a puerto seguro.

El Espectador, Bogotá, 24-XI-1995.

 

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Soatá, señora de los silencios

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

A mi pueblo nativo, en sus 450 años de vida

Por: Gustavo Páez Escobar

En el costado norte de la plaza reposa una casona colonial, penetrada de sueño y nostalgias, cuya puerta permanece ce­rrada a todo momento. Por la mansión caminan densas capas de silencio. El vetusto portalón que alguna vez fue de las ca­ballerizas parece que hubiera sido clausurado para siempre. Esta vivienda albergó a Bolívar en diferentes ocasiones, entre los años 1814 y 1825, como lo exalta la siguiente placa colocada en la fachada:

«La Academia Boyacense de Historia rinde tributo patrió­tico al Libertador Simón Bolívar en el tricentenario de su na­cimiento, quien en su ruta político-militar pasó cinco veces por Soatá y se alojó en esta casa histórica».

En realidad, Bolívar estuvo en Soatá siete veces, en cinco de las cuales pernoctó allí; en las dos restantes su tránsito se produjo el mismo día. Varios textos de historia recogen los pasos del Libertador, como Soatá y Álbum de Boyacá, de Cayo Leónidas Peñuela; Monografías de los pueblos de Boyacá, de Ramón C. Correa, y Bolívar en Soatá, de José Agustín Amaya. La primera presencia del héroe tuvo lugar el 18 de noviembre de 1814 y corresponde al primer viaje que desde Ve­nezuela realizaba el futuro Libertador al interior del país.

La aldaba con que cerca de dos siglos después tocamos en el portón repercute en la vecindad con roncos sonidos de bronce antes que alguien conteste desde el interior. Al tras­pasar la segunda puerta (como era la usanza en los viejos tiempos), surge el patio empedrado en mitad de las columnas, las escalas y los amplios corredores, también de piedra, que se quedaron como mudos testigos de épocas añejas.

En el segundo piso, desde donde se acciona el cordel que permite franquear la entrada, nos observa Antonia Gómez, la única moradora del caserón. Desde que años atrás falleció la última de sus patronas, Antonia se acostumbró a la soledad absoluta. Dice que no siente miedo alguno, ya que la fidelidad y el cariño que conserva por sus protectoras le abrigan el alma y le permiten ahuyentar los fantasmas que rondan entre las sombras del pasado.

Esta reliquia histórica fue casa cural y luego cuartel. El párroco de entonces, José Eusebio Camacho, adquirió el te­rreno en 1808, y en 1814 concluyó la construcción. Cuando Simón Bolívar pernoctó por primera vez en aquella morada caminera —la que más tarde convertiría en su palacio ambu­lante de gobierno—, uno de los notables del pueblo era el señor Fernando Pabón y Gallo, oriundo de Tuta, de quien dice el canónigo Peñuela que se trataba de «un caballero honora­ble, ilustrado, que en poco tiempo se granjeó el aprecio y el respeto de todas las clases sociales». Como diputado a la Cons­titución de Tunja de 1811, el señor Pabón se había establecido en Soatá para proclamar el Estado Soberano de Boyacá.

Varios propietarios tuvo la mansión en los años siguien­tes: José María Medina Lozano y su esposa Segunda Calderón Reyes, el escritor Temístocles Tejada, Ladislao Corso Reyes y su esposa Ana Mercedes Bernal Calderón. A finales del siglo pasó a manos de Teotiste Mesa, padre de las Mesas, de tan grata memoria en el pueblo. Ahora es propiedad de las familias Valderrama Mesa y Jiménez Valderrama.

Otra casa para el recuerdo

En el mismo sector de la plaza, vecina de la edificación reseñada y también esquinera, se levanta otra casona colonial: la residencia de la familia Escobar. Como no sólo los seres humanos sino también las casas cumplen años, la vivienda de mis abuelos, donde yo nací, ha llegado a los 237 años de vida, que aquí se le celebran.

Amarillentos papeles de familia indican que en 1758 fue construido el primer piso con los sólidos materiales que en­tonces se empleaban y que han resistido varios cataclismos. En 1879 la casa pertenecía a Eustaquio Corso Reyes, quien diez años después la traspasaría a varios parientes, para pasar en 1894 —hace 101 años— a propiedad de Policarpo Escobar Corso y María Antonia Rincón Ojeda, mis abuelos maternos. En 1910 se construyó el segundo piso.

Las casas soportan más que los hombres el peso de los años. Mientras los mortales somos frágiles, los inmuebles de antaño parecían eternos. Eran tan consistentes, que sus gruesos muros no se conmovían —ni se conmueven hoy a pesar de su longevidad— ante la arremetida de los terremotos. ¿Quién
de los lectores se siente con fuerza para llegar a los 237 años que tienen mis lares maternos?

A comienzos del siglo que se extingue, esa casa vibraba de alegría. Los siete hermanos Escobar Rincón (entre ellos, cinco mujeres) llenaban de frescura y vitalidad el amplio espacio solariego. La madera tallada embellecía puertas, ventanas y escaleras, la sala principal y el esplendoroso comedor donde se avivaba más el fuego hogareño. La suntuosa sala señorial, que hoy se recuerda con nostalgia, fue testigo de grandes bailes de la época, como de romances e íntimos momentos familiares.

Con el paso del tiempo, la morada inició su metamorfosis inevitable. La ley de las herencias impone las segregaciones, cuando no los traspasos definitivos. De mano en mano, cada vez se achicaba más el antiguo dominio, como la piel de zapa. La vieja mansión no ha salido de la familia, pero ya no es la misma. Mi casa materna, casi deshabitada hoy, donde sólo residen de fijo dos almas femeninas, grandes y solitarias como las paredes que las protegen, rumia sus recuerdos con la tris­teza de los tiempos idos. Es también casa de silencios. Todo en Soatá, incluso este aniversario que festejamos con luces, está imbuido por los ecos del ayer.

Las residencias tienen alma y sentimientos. Ríen y lloran con las alegrías y las adversidades de sus moradores. No son materia inerte, ya que por sus cimientos, tapias, columnas, corredores y cuartos íntimos corre sangre. Ven, oyen y respi­ran. Son arcas de la historia pueblerina. Algunos insensatos destruyen las casas viejas y los archivos históricos para borrar el pasado. Como si el pasado pudiera borrarse.

Al abrir las puertas de este par de casas ancestrales (y lo mismo puede decirse de otras de igual significación, cunas de distinguidas familias soatenses), es como rescatar la Soatá antigua, toda llena de gracia y atributos, para brindar por estos 450 años de historia que nos colman de alborozo.

Palabras de Bolívar

El último paso del Libertador sucedió el día 25 de marzo de 1828. Al día siguiente, según lo anota Luis Perú de Lacroix en su célebre diario, siguió hacia Bucaramanga, desde donde observó el desarrollo de la Convención de Ocaña, uno de los sinsabores más amargos sufridos en su vida pública.

En Soatá halló siempre un oasis dentro de las duras jor­nadas del guerrero y del gobernante; y en sus pobladores, seres amables y patriotas auténticos. La pequeña villa aportó a la causa de la Independencia el temple de sus hombres, muchos de los cuales sacrificaron su vida en los campos de la liber­tad, tanto de Colombia como de los países vecinos. Para des­tacar esos actos de heroísmo, Bolívar escribió la siguiente proclama patriótica que se guarda como el mayor documento del mu­nicipio:

Habitantes de Soatá:

Vuestra Municipalidad me representó algunos meses ha contra vuestro Pastor. Yo seguí entonces la voz de la pruden­cia y lo amonesté en lugar de perseguirlo. Ahora, alejándome quizás por mucho tiempo de vuestra villa, quiero ofreceros mi protección especial contra cualquiera que os persiga, porque el primer deber del Gobierno es defender los pueblos contra los malvados.

¡Habitantes de Soatá!

Mi brazo va a las extremidades de Colombia a llevar la libertad a los que aún gimen esclavos, pero el Vicepresidente de Colombia será justo para todos, y para vosotros mi protec­tor como lo soy yo para cada vecino de Soatá. Cualquiera que sea vuestro enemigo, fuese el mismo que debía ser vuestro Pastor, será mi enemigo,   

Cuartel General en Soatá, a 14 de octubre de 1821.

Simón Bolívar

Dos años atrás, el 15 de noviembre de 1819, había enviado desde Soatá la siguiente comunicación al general Santander:

El Presidente de la República, Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y de la Nueva Granada, al Excmo. Se­ñor Vicepresidente de las Provincias libres de la Nueva Gra­nada.

El perjuicio que causan a la República los curas godos es imponderable. Así que yo no estoy de acuerdo con su perma­nencia en los curatos. De estos hay en la Nueva Granada unos veinte o treinta, y estando como estoy persuadido de los males que causan a su patria, no puedo menos que prevenir a V.E. los separe de sus destinos y ponga en su lugar hombres de reco­nocido patriotismo.

Dios guarde a V.E. muchos años.

Bolívar

Por curas godos hay que entender curas realistas. Esta dura misiva se explica en el hecho de que, tratándose de clé­rigos adictos a la monarquía, sus acciones beligerantes se oponían a las campañas republicanas del Libertador.

Nace el pueblo

El caserío indígena de donde emergería la población ac­tual era uno de los principales cacicazgos de la nación chibcha, y sus habitantes tenían una mezcla de chibchas, caribes y choques en razón de la amplia zona por donde se desplazaban. El poderoso cacique Soatá sobresalía por su valor guerrero.

La región dependía de la agricultura y la ganadería, con algunos cultivos básicos como el maíz, la caña de azúcar, la papa, la yuca, la arracacha, el trigo, la cebada, el cacao y las frutas tropicales. También existían diversos yacimientos, como el del plomo, el cobre, el hierro y la caliza. Diseminados en una extensa y abrupta geografía, los indios cuidaban sus minifundios con la dedicación y el celo característicos de su raza. Para fortalecer el ánimo se ayudaban con el ayo (la coca sin procesar, que aún se consume en las vegas del Chicamocha), el que mezclado con cal viva y apurado con la espiritosa chicha era y sigue siendo el mejor estimulante para las arduas jornadas laborales.

Demarcadas por Juan Rodríguez Parra la plaza y las calles sobre los cimientos del caserío chibcha, se aproximaba la fundación hispánica del pueblo. El conquistador había na­cido en Valdepeñas, España, en 1504. Tenía el grado de sargen­to mayor (capitán), y además era versado en leyes, según se desprende de algunas papeles conservados en los archivos his­tóricos de Boyacá. Fue uno de los que incendiaron el Templo del Sol de Sogamoso, acto que dibuja su espíritu belicista y pone de presente la ambición con que los españoles perseguían el oro de los templos indígenas.

A Juan Rodríguez Parra le correspondía ahora el privile­gio de fundar un pueblo, hecho que se llevó a cabo el 10 de diciembre de 1545. Así nació Soatá, hace 450 años. El cacique, fogoso combatiente de los españoles, fue relegado a una estancia en Tipacoque (la futura hacienda que llevaría ese nombre). Años después su hijo Gaspar, heredero de sus bienes, entregaría dicha estancia a los agustinos, por medio de testa­mento, a cambio de diecisiete misas anuales.

Ambos personajes, el cacique y el conquistador, al unir dos mundos, representan los eslabones necesarios que hicieron po­sible el surgimiento de la  población, que era como un mi­lagro en esos tiempos primitivos y en esos desfiladeros escalofriantes.

Vendrían luego la promulgación de las leyes para gober­nar la localidad, y el ordenamiento de usos y estilos para estructurar la armonía comunitaria, propósitos que demanda­rían denodado empeño. Si era belicoso el señor de España, también lo era el señor de Soatá. Ubicados en la historia sus temperamentos de lucha —cada cual dentro de sus personales circunstancias de liderazgo político—, la civilización saltó de aquellas breñas salvajes para definir un modelo social, el que se engloba en una sola palabra: Soatá.

Perfil del fundador

En la casa cural de Soatá se conserva un óleo de don Juan Rodríguez Parra, elaborado por el artista tunjano Rafael Tavera, donde se dibuja al fundador con apariencia similar a la de don Quijote de la Mancha, armado de lanza y vestido del casquete y el traje miliciano de la época, en expresivo gesto guerrero. Algunos datos indican que al lado de sus padres, don Diego Rodrigo de Valdepeñas y doña María del Pilar de la Pa­rra, había recibido profunda formación religiosa antes de seguir la escuela de las armas bajo las banderas de Carlos V. En aquellas calendas, la ambición de los jóvenes era ingresar al clero o a la milicia, y soñaban con llegar a ser santos o próceres.

Algunos escogían las leyes o la medicina, pero más les hubiera gustado el distintivo sacerdotal o el militar, con todos sus arreos e íntimos deleites, como el que exhibe el fundador de Soatá. Otros dos cuadros de esta galería corresponden a los primeros doctrineros dominicos que llegaron al poblado el mismo año de su fundación: fray Bartolomé de la Sierra y fray Diego Martínez. Este último bautizó al cacique. Un dibujo primitivista de Sergio Pineda recoge el momento en que el indio, rodeado de ardiente vegetación tropical, recibe el sacra­mento en las aguas de un río caudaloso, que no puede ser sino el Chicamocha.

El fundador de Soatá había penetrado a Colombia por Santa Marta, donde se incorporó a la expedición del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada en la conquista de los nativos, y más tarde acompañaría en la misma misión a Gonzalo Suárez Rendón, el fundador de Tunja, una de las ciudades más importantes —y en un tiempo la más importante— en la época del Nuevo Reino. El conquistador Rodríguez Parra estuvo pre­sente en la fundación de las poblaciones más antiguas del país: Santa Marta, en 1525 (hoy con 470 años de vida); Car­tagena, en 1533 (con 462 años); Bogotá, en 1538 (con 457 años); Tunja, en 1539 (con 456 años); Soatá, en 1545 (con 450 años). Tras estas jornadas agotadoras y heroicas, el fundador murió en el año 1577, en Tunja, a los 73 años de edad.

Labranza del Sol

En etimología indígena, Soatá quiere decir Labranza del Sol. El astro rey era venerado por los indígenas como el dios supremo de tierras, ganados, ríos y cosechas. Dispensador de la riqueza, la libertad y el poder. Rey de la atmósfera, los vien­tos y las tempestades.

Su imperio es absoluto. El sol fulgurante, que no admite eclipses, alumbra los campos de Soatá para establecer la vigencia de lo eterno sobre lo efímero. Bajo sus rayos nació una estirpe de gente brava, batalladora e indoma­ble. No es fortuito, pasados aquellos tiempos primitivos de la idolatría solar, el hecho de que la comarca, comprendido todo el Norte de Boyacá— provincia de la que Soatá es su capital—, tenga como patrón el del carácter, el trabajo y el valor.

Nueve rayos resplandecientes, que reflejan claridad y ver­ticalidad, caen sobre el escudo de armas como saetas en el espacio. En un ángulo dorado aparece la orquídea, símbolo de la belleza; y en otro, la famosa palma de dátil, que simboliza la agricultura y representa su insignia mayor. De ahí el apelativo que ha hecho famosa a la población: Soatá, Ciu­dad del Dátil. En la parte inferior del escudo, los brazos musculosos del indígena y el español, armados de lanzas, se entrelazan en campo guerrero para afirmar la unión de sus razas bravías —en vigoroso encuentro del mestizaje— y lanzar el grito de la civilización.

La palmera de Soatá es única en el país. Palmeras existen en muchos lugares de la tierra, pero no todas son fecundas. Las nuestras, en cambio, se reproducen y nunca mueren. En la misma planta existen flores masculinas y femeninas, en idilio eterno, que se buscan, se consienten y atraen, lo mismo que sucede en el reino de los hombres, y cruzan sus emociones para prolongar la especie. Ese instinto amoroso-sexual se ha quedado en el ambiente como un regalo, como un aroma de la naturaleza, para afirmar la vida. El nuestro es un árbol con alma femenina. Laura Victoria, la voz poética de la tierra soatense, así canta a los dátiles convertidos en mujer:

Surgen en la distancia

las tardes de mi pueblo

surcadas de caminos,

donde van las muchachas

con las trenzas desnudas

y los senos erectos;

las muchachas de sol

y agua temprana,

hermanas de los dátiles,

compañeras del viento,

que juegan con las flores

y bajan las pestañas

cuando el aire las besa

y les alza la falda

de pespuntados vuelos.

Caminos de mi tierra

En tiempos de la Colonia, mi pueblo fue un cruce de ca­minos entre el Nuevo Reino y Venezuela. Por aquellas tierras anchas y taciturnas, perdidas entre neblinas, despeñaderos, caminos de herradura y horizontes yermos, serpenteaba el vie­jo camino real que más tarde borró la carretera. Desde muy joven, Caballero Calderón, el hidalgo de Tipacoque, comenzó a transitar aquellos abismos impresionantes y recuerda que la carretera apenas llegaba al páramo de Guantiva, desde donde era necesario seguir a caballo para estar en la hacienda. En su libro Tipacoque (1940) pinta así la zozobra del viaje. «Bajo la lluvia, entre la bruma, cómo era de tremendo ese cañón del Chicamocha, cómo parecía de estrecho el camino y la so­ledad era más angustiosa».

Al paso de los años, con dormida morosidad, la carretera perforaba montañas, desafiaba profundidades y proclamaba de vez en cuando, desde la cima, sus victorias pírricas. El pá­ramo inmutable, los farallones imponentes, los precipicios insondables, todo se confabulaba para hacer más medrosa —y también más poética y emocionante— la travesía por aquellas soledades. El escritor de Tipacoque, pintor de paisajes, re­cogió en sus libros el polvo de aquellas sendas ariscas, entre desfiladeros agresivos y mágicos, que le entonaban el alma y le permitieron elaborar una de las obras de mayor belleza y fuerza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

Comenzando el siglo actual, el presidente Rafael Reyes, nativo de Santa Rosa de Viterbo, le dio impulso a la vía y logró para ella el progreso que ningún otro mandatario ha logrado imprimirle. Digamos, entonces, que los caminos de mi tierra son ásperos y sufridos. Eduardo Caballero Calderón, el eterno crítico de todos los gobiernos por esta parsimonia desesperante, nunca consiguió que la carretera pavimentada llegara hasta su tierra.

Al morir el escritor en abril de 1993, faltaban treinta kilómetros desde las goteras de Susacón has­ta Tipacoque. Cuando escribo estas notas, seis meses antes de la gloriosa efemérides soatense, el pavimento apenas ha avan­zado tres kilómetros, es decir, a kilómetro por año…

En contraste con la desidia oficial, está el embrujo de los panoramas que conducen a mi solar nativo. De un artículo que publiqué en El Espectador hace diez años trasplanto a esta semblanza las siguientes pinceladas sobre el paisaje de mi tierra:

«Cuando se quiera encontrar paisaje, legitimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiem­po y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emo­ciones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

«El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a den­telladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedregosa, deplorable en muchos trayectos, y entre ba­ches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvo­rientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje. Es allí donde surge en todo su esplendor el mag­netismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el decurso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. Un sol temeroso se esconde entre los pedrego­nes y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

«Como si la pereza del ambiente nos invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones —tal vez un arbusto convertido en ave voladora, tal vez un pájaro que se torna en duendecillo, o acaso un animal prehistórico que se transforma en peñasco…—, y entre cabeceo y cabeceo avi­zoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos captar cuando ya han desaparecido, pasamos con sabor de polvo y de mon­taña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

«El paisaje es el marco natural que se quedó en el senti­miento de los boyacenses. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas —donde cada tramo de asfalto algo le roba a la virginidad— con la pureza del alma boyacense. Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización —los co­mejenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero— algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encan­tos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra».

La cenicienta triste

Un panorama encantado surge de las tierras norteñas: rocas, páramos, abismos, ríos rumorosos, sosiego, poesía… En medio de las soberbias ondulaciones de la cordillera brota de pronto un oasis, una parada necesaria para mitigar la du­reza del recorrido: estamos en Soatá. Y hemos venido a congratular a la madre tierra en sus cuatro siglos y medio de hidalguía, tradición y olvido.

Sí: de olvido. Sus glorias pasadas se han diluido en el tiempo para darle paso a la triste realidad de suelos sufridos y empobrecidos que ya no dispensan los recursos suficientes para la subsistencia. Un día la Compañía Colombiana de Ta­baco ilusionó a los agricultores para que cambiaran sus cul­tivos tradicionales por el producto redentor que según ella prodigaría bienestar y progreso constantes. Y todos comenza­ron a sembrar tabaco. Una región entera se esclavizó a un solo cultivo, con el halago de los buenos precios y las cosechas eter­nas. Al paso del tiempo, cuando los precios fueron decayendo hasta llegar a niveles irrisorios, la tierra había dejado de ser apta para otros fines. La situación no puede ser más dramá­tica: la capa vegetal quedó esterilizada y los agricultores no tienen de qué vivir.

Esta es la amarga realidad inocultable: se trata de la tierra arrasada y de la gente desesperanzada que ha perdido la fe en los surcos y los arados. En otras épocas, el olor de los trapiches impregnaba el aire de exquisitas fragancias que embriagaban los sentidos. Hoy, como sucede con las casas viejas cantadas al comienzo de este escrito, las moliendas son apenas un recuerdo melancólico. Continúa, por ventura, la tradición de los dulces típicos que hacen las delicias de propios y extraños e imprimen ese sello ambiental —que tanto atrae a los viajeros— de hospitalidad y encanto. El dátil, siendo la mayor presea de la noble villa, es comoel hada madrina que riega besos en el ambiente para perfumar la vida.

Pero es tierra reseca. Las reservas de agua se han agotado poco a poco entre las talas de árboles y los maltratos sin cuento que tanto combatió en la vecindad, para lección de toda la comarca, el caballero de Tipacoque. De esos abusos son responsables los propios habitantes, ajenos a las medidas de protección y cariño del medio ambiente, indispensables para que la naturaleza sea generosa y maternal. Cuando los cam­pos mueren de sed, es la propia vida humana la que langui­dece entre apremios y desesperos. Aquí es donde se impone un alto en el camino para buscar las fuentes primitivas de la existencia, que nuestros antepasados los indígenas —justo es reconocerlo como homenaje a su raza laboriosa— sabían cui­dar con mayor sabiduría agrícola.

Entre los afanes de la hora, y según proyecto de ley que se tramita en el Congreso, está la construcción de una represa en Susacón, en el sitio denominado El Desaguadero, en la que se almacenarían veinte millones de metros cúbicos con des­tino a Belén, Cerinza, Santa Rosa de Viterbo, Duitama, Paipa y Tunja, poblaciones agobiadas por la carencia de recursos hídricos. En estas condiciones, los pueblos más unidos por estos 450 años de historia regional —Soatá, Susacón, Tipacoque, las dos Sátivas, Covarachía y Onzaga—, que también sufren el flagelo del agua, verdadera violencia en la vida moderna, e ilusionados durante mucho tiempo con dicha obra, tendrían que resignarse a que el preciado elemento se transporte a otros lugares y de allí regrese —por el lecho del río Chicamocha— «envasado» y contaminado.

Legión de honor

Estas notas, que a grandes rasgos han abarcado los oríge­nes de la población hasta desembocar en la actual crisis eco­nómica y social de esta tierra sumida en el silencio y el olvido, tributan cálido homenaje de admiración a la paciencia y la reciedumbre de sus habitantes de todas las épocas, que han logrado superar los reveces para afianzar el futuro. Quizás los signos actuales no son los más propicios, pero sobre esas ad­versidades se sostiene la fe en Dios y se robustece el alma con la confianza de días mejores.

Es preciso destacar el espíritu estoico con que los vecinos han desafiado los temporales para engrandecer el destino. No se han dejado amilanar en medio de tanto aban­dono, impuesto incluso por la ausencia de sus hijos más des­tacados. No obstante la esterilidad de los campos y la escasez de fuentes de trabajo, los soatenses miran con optimismo la marcha hacia los 500 años que ya comienzan a fulgurar en lontananza, y fortalecen la vida del terruño con el recuerdo de grandes acontecimientos históricos. Sienten que próceres como Simón Bolívar y Juan José Rondón, cuyo busto se levanta en el parque destinado a honrar su memoria, son la mejor inspi­ración para impulsar el desarrollo local.

En esta efemérides, un inspirado bardo boyacense, Pedro Medina Avendaño, le regala a Soatá el hermoso himno donde se exaltan los valores de la raza. El espíritu se hincha de emo­ción patriótica cuando en una de sus estrofas exclama el poeta:

Soatá, te adoramos porque en tu regazo

perdura el encanto de nuestra niñez.

El sol de la gloria no conoce ocaso

porque es su labranza tu heroica altivez.

En la política, el clero, la milicia, las letras, la música, la pintura y otros campos de la actividad pública y privada, Soatá le ha brindado al país aportes sustantivos. La familia Peñuela, de tan señalada prestancia, tuvo personajes como el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, prosista y pole­mista vigoroso; o Sotero Peñuela, político, parlamentarlo y ministro de recia personalidad; o Laura Victoria, la alondra de los vientos, la inmensa poetisa que tanto brillo le dio a Colombia en la década del 30 y cuya poesía romántica se her­mana con las más finas expresiones líricas del continente, a la altura de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustlni y Rosario Sansores. Nuestra paisana reside hace más de medio siglo en Méjico, donde se ha dedi­cado al estudio de la Biblia y a la poesía mística.

José María Villarreal fue gobernador de Boyacá, ministro, embajador en Inglaterra y Japón y ejerció gran liderazgo en el control de la revuelta bogotana del 9 de abril. Su hermano Camilo, jefe político de Soatá por largos años y uno de los mayores forjadores del progreso local, fue aguerrido caudillo de todo el Norte de Boyacá y muy nombrado en el convulsio­nado país político de su tiempo.

En la medicina, eminentes científicos han descollado en varias ciudades del país y sobre todo en Bogotá. Lo mismo su­cede en la jurisprudencia, y desde luego en el clero y la milicia, campos en los que nuestra tierra ha sido tan fértil. En la mi­licia, Eduardo Meléndez Ramírez ocupó uno de los rangos más altos de la Armada Nacional.

En la pintura puede mencionarse a Juan Francisco Mancera, miniaturista famoso y que hizo parte de la Expedición Botánica en su condición de dibujante; y al maestro López, muy renombrado en nuestros días. La familia Mancipe ha dado grandes músicos: Luis Martín es autor, entre otras piezas musicales, de Brisas del Chicamocha, Cantares boyacenses y Rondón. En el mismo campo se puede citar a Luis Alejandro Díaz, autor del bambuco Soatá.

En la investigación histórica, ocupa sitio de avanzada Miryam Báez Osorio, miembro de la Academia Boyacense de Historia y directora del Archivo Regional de Boyacá. En las letras, se destacó en el pasado Temístocles Tejada; y hoy, en carreras ascendentes, están el escritor y cuentista Rafael Mojica García, rector universitario en la ciudad de Villavicencio, y el poeta Gonzalo Márquez Cristo.

Mención especial merece el nombre de Carlos Calderón Reyes, nacido en Soatá en 1854 y muerto en Bogotá en 1910. Hermano del presidente Clímaco Calderón Reyes. Carlos fue parlamentario, ministro, diplomático, periodista, catedrático, académico, y en todas estas actividades tuvo alta figuración nacional; fue además mentor, con Núñez, de la Constitución de 1886. Miryam Báez Osorio lo rescató del olvido con una excelente biografía que editó hace varios años.

En fin, son muchos los destellos de la inteligencia y el talento soatenses, y esta muestra es apenas una lista somera que surge a vuelo de máquina como constancia de lo que valen los méritos individuales de la población.

Una oración en el silencio

La soledad de Soatá, en medio de su pasado glorioso, de sus hazañas patrióticas y de sus personajes ilustres, arranca del sentimiento una lágrima de solidaridad hacia la tierra chica que nos vio nacer y nos deparó las primeras alegrías y sorpresas del mundo, y a la que volvemos ahora con el mismo afecto y las mismas emociones de los iniciales alborozos.

Esta recia soledad de mis lares nativos es también el porte airoso y gallardo del pueblo que no ha aprendido a doblar la cintura ni estar encadenado, como lo enseñó Bolívar, por más que tenga que vivir entre apuros y limitaciones. Esta soledad es, en fin, la misma soledad del alma boyacense, tan característica de nuestro temperamento y nuestro temple, que pre­fiere la mirada reflexiva, el trato cauteloso, el ánimo intros­pectivo y creador, la labor silenciosa y la conciencia tranquila, antes que la vanidad, la ostentación y el bullicio.

Que los dioses tutelares de Soatá protejan por siempre esta heredad irrenunciable, fortifiquen los inmortales princi­pios éticos y morales sin los cuales no puede existir el progreso de los pueblos, y nos alumbren el camino para llegar a puerto seguro.

Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, N° 790, volumen LXXXII, julio-septiembre de 1995.

 

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Caminos de Boyacá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Estas cuartillas intentan pintar, reconstruyendo una travesía caminera, ciertos matices de la Boyacá privilegiada de postrimerías del siglo XX, comarca que ha logrado mantenerse tranquila, con contadas excepciones, en medio del país perturbado por agudos conflictos públicos. Época nacional de profundas crisis sociales enmarcada en ríos de sangre y horizontes de pavura. La inseguridad carcome hoy la paz de los hogares y pretende borrar del alma y de los paisajes los semilleros de poesía y encanto que nos ha regalado la mano de Dios.

Ideal, como terapia, este escape de cuatro días por una de las comarcas más fascinantes de la geografía patria. Territorio abrupto y rústico en muchos de sus parajes, que se mantiene todavía incontaminado de falsas civilizaciones y por eso ofrece paraísos de sosiego y panoramas de ensoñación. Mientras en Bogotá y en la mayoría de las ciudades y provincias colombianas, lo mismo que en los campos azotados por la violencia, la patria se desangra en un mar de horrores, todavía, por fortuna, nos queda Boyacá.

Hoy los caminos de la paz conducen a mi  tierra. Y hacia ella vamos, lector amable. Puede que en algunos sectores sean senderos lentos y escarpados, estrechos y polvorientos, pero son, en cambio, apacibles y seguros, poéticos y sedantes. Invitan a la paz de la conciencia.

El territorio boyacense es reposado como la naturaleza que lo circunda. Allí no se ha atrevido a penetrar el perverso hombre contemporáneo que altera el reposo de otros lugares, tal vez porque le infunde respeto, o quizá confusión, la densidad de la tierra silenciosa. El  silencio no es bueno para la guerra. El fantasma de la violencia, que cabalga por Colombia y el mundo entero como un anticipo del Apocalipsis, si es que en realidad ya no estamos en el Apocalipsis, se ha detenido ante Boyacá.

Un acordeón hecho hombre

Carlos Eduardo Vargas Rubiano es un hombre de leyenda. Bueno como el pan de las mesas campesinas. Su fama de hombre recto, afable y sencillo le da vuelta a Colombia. El país sabe de su carácter jovial y descomplicado. Carlos Eduardo personifica al boyacense en su más pura expresión. Su personalidad está amasada de trigo y viento fresco. Se confunde con el paisaje y se vuelve canción.

Su acordeón es célebre en el país. En él revientan las primeras notas de las campiñas musicales, en territorio de torbellinos y guabinas, y declinan, con vibración de arreboles y letargos telúricos, las melancolías del atardecer. Nunca un acordeón se ha pegado tanto al alma de su amo. Nunca el hombre ha estado más cerca de la entraña de un acordeón.

Carlóse, como cariñosamente se le conoce y se le nombra, fue quien nos invitó a este viaje por la provincia lejana. Ocupaba el cargo de gobernador del departamento. Y la cita era en Soatá. Allí nos reuniríamos con una nómina selecta de colaboradores suyos, de académicos y otras personalidades.

Entre palmeras y poesía

Soatá es la capital de la provincia del Norte. Mi pueblo es célebre en el  país por sus exquisitos dátiles. Con ellos se han hecho famosas y hacen las delicias de los viajeros una serie de golosinas autóctonas: limones rellenos, toronjas en arequipe, besitos azucarados, masaticos de arroz… Soatá es un pueblo dulce. Se le conoce como la Ciudad del Dátil.

Es el único sitio de Colombia donde pegó la palma y fecundó su fruto. Por raro capricho de la naturaleza, sólo en las palmeras de mi pueblo coexisten flores masculinas y femeninas que, entrelazadas al igual que en el reino de los hombres, se atraen sexualmente y producen vida. El polen penetra en las flores femeninas y prolonga, a través de copiosas cosechas, la conservación de la especie.

Soatá está situada a menos de 300 kilómetros de Bogotá. Hoy se emplean seis horas en la travesía. Una carretera de nunca terminar, que lleva un siglo en plan de rectificación y pavimentación, ha reducido la distancia y ya promete, faltándole sólo 17 kilómetros para llegar a mi  pueblo, continuar su destino sufrido. El general Rafael Reyes la adelantó, siendo presidente de la República, hasta Santa Rosa de Viterbo, su cuna natal. Y allí pareció congelarse por infinitos años. Toda una eternidad para la paciencia de quienes recorren, de Bogotá a Cúcuta, estas latitudes resignadas.

La hacienda legendaria

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá. Es un pueblo dormido sobre su duro lecho de piedra. Se llega a él por entre compactas montañas que descubren el alma endurecida de la roca, como si ésta quisiera precipitarse sobre la carretera y cobrar la aventura del viaje por aquellos desfiladeros asombrosos.

La naturaleza petrificada, con sus imponentes crestas de arbustos carcomidos por los soles caniculares, parece el blasón del pueblo que Eduardo Caballero  Calderón, deseando hacerlo más suyo, lo proclamó un día como municipio independiente. Y lo gobernó como su primer alcalde.

Tipacoque es más un sueño que una realidad. La quietud de sus calles es alucinante. Algún vecino lo observa a uno desde el portón de su casa y no se sabe, en realidad, si aquella es una visión humana o fantasmal. Juan Rulfo nunca estuvo en Tipacoque. Pero ese hubiera sido el escenario exacto para su  Pedro Páramo.

Si usted, amable lector, ha soñado con estar en Comala, la villa mejicana de las almas errantes, vaya a Tipacoque. Le aseguro que hay momentos en que se ignora si se está hablando con seres vivos o con seres fantásticos. Y es que en Tipacoque o en Comala el tiempo está inmóvil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan». Son esos, según Rulfo, los espíritus que vagan y vagarán por su comarca inerte. Tipacoque es también pueblo de sombras y de vapores oníricos. Es otra aldea inmóvil.

La hizo inmortal Caballero Calderón. Lo que uno encuentra por las calles son personajes de novela escapados de los libros del cronista del pueblo. Esta recóndita aldea, cuyos moradores viven ajenos a su propia importancia, es el mayor símbolo de la literatura colombiana. La tierra dura, pedregosa y sufrida, enmarca el dolor campesino tan bellamente cantado en las novelas del genio boyacense.

Cuando uno vuelve a Tipacoque, y lo hace con los ojos del espíritu, salen a recibirlo siervos sin tierra que merodean por las trochas como eternos peones de la comedia humana. Cuando uno vuelve a Tipacoque mirará asombrado cómo se mueven, huidizos y como pasajeros del cosmos, las escasas almas  que desfilan por las calles del silencio como hebras imantadas.

Con Carlos Eduardo llegamos a la hacienda legendaria. El perro nos ladró, y la  buena mujer y su solícito marido, los cuidanderos irremplazables, nos dieron la bienvenida. El ilustre escritor, ausente en Bogotá, llena con su presencia de libros y vestigios múltiples la augusta soledad de la mansión. En el corredor grande se recuerda que el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo la declaró monumento nacional.

La hacienda, que fue convento de los frailes dominicos, pasó a manos de los Caballero en el año de 1580. La vieja casona, cuya conservación demanda considerable esfuerzo económico, parece un castillo feudal. La hacienda fue repartiéndose entre los trabajadores y hoy sólo conserva, como un trofeo o como un baluarte de la historia, este reducto del corazón y de la inteligencia. Por los corredores y los salones han pasado siglos de historia patria. La casona huele a tradición, a literatura. Bolívar dejó en ella su rastro de caminante pertinaz.

A orillas del Chicamocha

La caravana partió con rumbo a Güicán. Nos detuvimos en Puente Pinzón, a corta distancia de Soatá, una de las referencias imprescindibles de mi pueblo.  El río Chicamocha, escondido en profundidades medrosas, gime sus pesares entre aguas turbulentas. Parece escarbar en las entrañas de la tierra en busca de mayores abismos. Murmura, incontenible, su esclavitud milenaria. Alguna chicharra, que salta por entre piedras y cactos, no se concede tregua en su andar nervioso y pide con sus silbos un minuto de sosiego.

El sol cae vertical, como una saeta en el vacío. Rebaños de cabras, hechas a los rigores de las estériles laderas, buscan afanosas su merienda de espinas y romeros, en composición mágica de durezas y estímulos aromáticos. Y se tiran, con el estómago colmado, en plena carretera, ajenas a la proximidad de nuestro vehículo. Ignoran, las pobres, que engordando sus carnes servirán de suculento festín para los apetitos voraces.

En la plaza de Güicán

De Soatá a Güicán gastamos tres horas. No llevamos prisa, y tampoco la carretera, vía angosta que serpentea en el ascenso con fatigas de páramo, facilita la velocidad. Hay sitios tan estrechos que no permiten pasar a otro vehículo.

Estos pueblitos montañeros que contemplamos engalanados y pintorescos, con sus policromías de iglesias pesarosas y sus plazas somnolientas, simulan un pesebre pegado a la cordillera. Es preciso hacer continuas paradas para  contemplar los farallones tocados de nieve y lejanía. Un día luminoso, que parece alejar la cercanía de la nieve, irradia fulgor y placidez sobre los riscos soberbios. Estos contrastes de sol y páramo, alturas y precipicios, majestad y pequeñez, alborotan el ánimo.

Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba y Güicán nos salen al encuentro. En los alrededores, Chita, Chiscas y La Salina miran el avance de la caravana. La Sierra Nevada es uno de los espectáculos más seductores de la geografía colombiana. Su manto de nieves perpetuas flota en el infinito entre ráfagas deslumbrantes. Los rayos del sol perforan el alma de las nubes y hacen resplandecer los peñascos más elevados, que se pierden en lontananza y sugieren una hilera interminable de atalayas marciales.

En la plaza de Güicán, frente al Peñón de los Muertos, se escucha la voz vibrante de los oradores. Sus palabras se repliegan por los contornos con ecos patrióticos. El poeta Pedro Medina Avendaño invoca a la Morenita de Güicán, la legendaria imagen de la Virgen cuya presencia entre los tunebos se remonta a más de dos siglos, y cuyo color, según la leyenda, obedeció a ser alumbrada con cera de laurel y trementina de frailejón.

El historiador Gabriel Camargo Pérez exalta el acto heroico de los aborígenes, que prefirieron suicidarse en alianza colectiva, tirándose al vacío desde lo que hoy se conoce como el Peñón de los Muertos –o el Peñón de la Gloria–,  antes que entregarse a los españoles. Esta epopeya parece diluirse entre los abismos del nevado.

Un hada en el camino

Con Astrid, mi esposa, he recorrido muchos caminos. Sin ella sería menor el conocimiento de la geografía colombiana. Gozamos de los paisajes, de las emociones del campo, de la simplicidad de la provincia. Nos gusta fugarnos sin complicaciones por pueblos y veredas, más allá de los confines transitados por el común de la gente. Nos identificamos con el pequeño mundo maravilloso que se manifiesta en seres y objetos menudos, insignificante para otras personas, y que contiene ocultos embrujos.

Un viaje debe convertirse en experiencia enriquecedora, en oportunidad de fortalecer la visión del mundo y ampliar los límites del corazón. El alma, cuando está ligada con la naturaleza, conserva su capacidad de asombro y de poesía ante la belleza.

Saber mirar lo auténtico por encima de lo superficial; encontrar en la escondida provincia o en el camino perdido la seducción de la quimera; extasiarse ante la comarca desprovista de arrogancia y sembrada de candidez; nutrirse de paisajes, de ríos y alboradas; vibrar con la mañana que se incendia de luces tonificantes y reposar con la tarde que declina entre eclipses encantados y suspensos mágicos… he ahí el secreto para poseer los dones portentosos de la naturaleza.

Regreso con mi esposa de esta aventura caminera. Traemos el alma henchida de hálitos absorbentes. La vida se justifica para el hombre cuando está movida por un aliento femenino. No todos saben encontrar la inspiración de esa dulce complicidad para la alegría y el dolor que es la mujer.

La mía, que es el hada de todos mis caminos, se queda en esta crónica como una vaporosa deidad de la campiña boyacense, transplantada de su campiña santandereana. Y permanecerá aquí como una afirmación de la belleza, como un suspiro de mi viento boyacense.

Bogotá, 5 de mayo de 1993.

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Por la dignidad del Congreso

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un numeroso plebiscito se ha manifestado, como lo informaba hace poco Santiago Peña Daza en este diario, en torno a la figura de Carlos Eduardo Vargas Rubiano para postular su nombre al cargo de senador de la República. Este hijo esclarecido de Boyacá, exalcalde de Tunja y exgobernador del departamento, que tanto ha trabajado por su tierra, representa una airosa bandera moral, una reserva ética del país, y como tal entraría a dignificar las deteriora­das costumbres del Congreso.

El hecho de no ser Vargas Rubiano activista político, y huir por otra parte de las intrigas y los cacicazgos que tanto se estilan en su comarca, es posible que se convierta en obstáculo para el noble propósito que anima a sus adherentes. Desde que ejerció la gobernación de Boya­cá en la administración Barco, siendo ministro de Gobierno el actual presidente de la República, sabo­reó, en tragos amargos, las triqui­ñuelas de la vida pública. Por aque­llos días repetía que a su región podía servirle con más eficiencia por fuera del Gobierno, ya que dentro de él era imposible adelantar una buena gestión en medio de las presiones y los desmanes de sus propios paisanos y copartidarios.

Sea cual fuere la decisión que tome el distinguido amigo, vale la pena resaltar, en primer término, la loable intención de los firmantes del plebiscito por buscar una persona sana entre tanta co­rrupción que asfixia al país; y en segundo, ponderar las calidades que posee el personaje para acceder con sobrados méritos a la alta investidura para la cual se le llama.

Viene él de una ilustre casta de boyacenses que le ha dado honores no sólo al departamento sino al país en diferentes campos de acción. Hombre pulcro, laborioso, simpáti­co, agudo conocedor de la idiosin­crasia colombiana, veterano periodis­ta, promotor infatigable de Boyacá, cualquier departamento se lo disputaría como líder regional.

Sin embargo, como dice el refrán popular, nadie es profeta en su tierra. Por eso, las personas que respaldan su nombre saben que es más viable el camino al Senado, por votación nacional, y no a la Cáma­ra, por votación de sus solos paisa­nos. Boyacá, como la mayoría de los departamentos clientelistas (¿ha­brá alguno que no lo sea?), suele sacrificar a sus mejores hombres en la pira de las ambiciones politique­ras. Para aspirar a un renglón regional el primer requisito es per­tenecer a cualquier grupo o subgrupo político, pero sobre todo poseer vocación para las artimañas y los golpes bajos. Y como Vargas Rubiano no está matriculado en esa escuela, es posible que quedara descalificado en su propia tierra.

Esa es la explicación de la poca calidad que en líneas generales llega a las corporaciones públicas. La gente de bien suele excluirse, por propia voluntad, del juego fatuo de la democracia colombiana, la que en lugar de seleccionar a los mejores voceros del pueblo lo que hace es silenciarlos.

Ya vimos, en la pasada legislatura, el capítulo ver­gonzoso de altos dignatarios del Congreso comprometidos no sólo en hechos deshonestos sino inclu­so penales. Esa misma escena se repitió en asambleas, concejos y en cantidad impresionante de al­caldías. Si esa es la representación del pueblo por voto popular, la democracia está muerta.

El fenómeno del abstencionismo es consecuencia natural de la frus­tración y la pereza que acompañan a los colombianos frente al aparato clientelista. Buscar un buen candi­dato, y sobre todo lograr que éste acepte la postulación, se ha vuelto una utopía. Hay que meditar, en esta antesala electoral, en fórmulas sensatas. Deben proponerse nom­bres ilustres en lugar de los oscuros caciques que no dejan progresar al país. Colombia necesita no sólo de uno sino de muchos Carlos Eduardos. Lástima que el elector común no sepa encontrarlos.

El Espectador, Bogotá, 10-I-1994.

* * *

Comentario:

Quiero testimoniar a los excelentes colaboradores de este diario, Santiago Peña Daza y Gustavo Páez Escobar, mis  agradecimientos por las generosas no­tas que sobre mi labor boyacensista escribieron en días pasados. Igualmente agradecerles el respaldo muy valioso que me dieron para que aceptara encabezar una lista al Senado de la Repúbli­ca, que en postulación muy honrosa me hizo el Movimiento Ciudadano Boyacense. Infortunadamente y por poderosas razones, tuve que declinar esta invitación, anunciando que seguiré em­peñado en apoyar los postulados en favor de la moralización de la actividad política y el manejo de la administración pública en nuestro departamento. Boyacá carece de líderes y sólo existe un líder alcohólico que está degenerando al pueblo para poder sostener la enorme burocracia departamental. Yo, que fui un admirador de los dos ilustres jefes liberales sacrificados, Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán –promotores de la restauración moral de la República–, colaboraré hasta el final para que esto impere en mi procera y abandonada tierra boyacense. A sus dos muy leídos columnistas, Santiago Peña Daza, dignísimo profesional tunjano y destacado profesor universitario en el Canadá y en Colombia, y Gustavo Páez Escobar, notable banquero, escri­tor y periodista muy destacado, nacido en los predios boyacenses de Eduardo Caballero Calderón, mi reconocimiento sincero por tanta nobleza y amistad. Carlos Eduardo Vargas Rubiano, Paipa (Boyacá). (El Espectador, 21-I-1994).

 

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La feijoa de Tibasosa

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Este hermo­so municipio boyacense, escogido por Eduardo Caballero Calderón para fi­jar su residencia Santillana (que se halla en vía de convertirse en centro de cultura), realizó en días pasados, al ritmo de la música de las regiones andina y llanera y con gran afluencia de turismo, su tradi­cional Festival de la Feijoa. Deliciosa fruta originaria del Brasil que llegó a Colombia en 1920. A Tibasosa la llevó en 1935 Antonio María Tamayo, y allí se consagró –lo mismo que hizo el dátil en Soatá– como emblema municipal. Hay frutos de la tierra que pasan a ser como dioses vernáculos.

Al mismo tiempo se verificaba el Primer Festival del Bambuco y el Joropo Carlos Martínez Vargas. Este personaje –agrónomo, compositor y periodista– dirige la actividad cultural de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Ha incursionado en la vida pública como diputado a la Asamblea de Boyacá, concejal de Tunja, alcalde de Santa Rosa de Viterbo –su patria chica–  y director de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Es uno de los grandes compositores de Boyacá, con importante acervo de discos grabados.

Maravilla el arte colonial que se preserva en Tibasosa como patrimonio de la comunidad. Desde que uno pisa la primera piedra del pueblo encuentra un aseo refulgente. Las flores abundan por todas partes, cuidadas por un grupo de damas cívicas que crean en el ambiente la grata sensación de la lozanía.

En los tres días de la fiesta regional tuvimos oportunidad de degustarvariados y exquisitos manjares que el ingenio y la técnica de los habitantes saben extraer, como una oración a la naturaleza, de su fruto tutelar. Hay que recordar que Tibasosa fue premiada en años recientes como el pueblo más lindo de Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 31-VII-1993.

 

 

 

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