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Rafael Azula Barrera

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Sobresalió en el país como uno de los hijos más ilustres del departamento de Boyacá en el presente siglo. Pero su muerte, a la edad de 86 años, ocurrida en plena Navidad, apenas fue notada por pocas personas. Había nacido en octubre de 1912 en la pintoresca población de Guateque, cuna de otros hombres célebres, como el presidente Enrique Olaya Herrera y los escritores Eduardo Mendoza Varela y Darío Samper Bernal. Fue un enamorado de su tierra nativa, cuyo nombre indígena tradujo, en buen romance, como «rey de los vientos».

Rafael Azula Barrera, abogado, político, parlamentario, ministro, diplomático, académico, y ante todo hombre de letras, se había dedicado en los últimos años al ejercicio silencioso de la escritura y a su labor como miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.

De la Academia Boyacense de Historia era miembro honorario, y en ambas tuvo alta figuración. Su título en derecho se lo otorgó el Externado de Colombia, cuya Revista Jurídica dirigió durante varios años. Además fue fundador de la revista Bolívar y director del semanario El Vigía en la ciudad de Tunja, órganos  en que dejó profunda huella.

En la vida pública nacional fue miembro del Congreso por el departamento de Boyacá, secretario general de la Presidencia de la República en el gobierno de Mariano Ospina Pérez –habiendo estado presente en los sucesos del 9 de abril, donde actuó con alta dosis de inteligencia y serenidad–, ministro de Educación Nacional y de Industria y Comercio, embajador en Portugal y Uruguay, embajador extraordinario en misión especial en España.

También fue director del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica. Esta diversidad de actividades en los campos de la política, la administración pública, la diplomacia y la cultura del país estructuró al hombre de talento y visión, ecuánime y emprendedor, atento al desarrollo de la democracia y comprometido con los valores fundamentales de la patria.

Como escritor deja obra de alto contenido ideológico y rigurosa confección estética. Como purista del idioma poseía el don de la prosa ondulante y poética que no sólo expresa bellas imágenes sino que transmite ideas claras y convicciones firmes. En sus ensayos se aprecia el estilo castizo y elegante que se extraña entre los llamados hombres de letras de los nuevos tiempos, que andan de afán y sin profundidad por el mundo convulso que no les permite, o ellos no lo buscan, el talante suficiente para romper la mediocridad y elaborar una obra valedera.

A Rafael Azula Barrera hay que definirlo como humanista íntegro. Nunca descansó en la búsqueda de la perfección idiomática, animado por su fulgor intelectual. Su pensamiento es preciso, sin esguinces ni falsas pedrerías. Se adentró en los procesos de la historia y en los conflictos de la sociedad, de la misma manera que escrutaba el universo de las letras y los paisajes cromáticos de su Valle de Tenza. Todo esto lo acredita como el boyacense y el colombiano cabal.

Bogotá, 7-I-1999.

 

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Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, orador sagrado y literato

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De la esclarecida pareja formada por el médico soatense Aníbal Márquez y la dama chiquinquereña Ana Mercedes Rivadeneria llega al mundo –el 7 mayo de 1922–  quien sería destacada figura del clero boyacense: Roberto Márquez Rivadeneira. Nace en la ciudad de Chiquinquirá, pero desde muy niño se traslada a Soatá, donde pasa su niñez y juventud y gran parte de su vida. Siempre se considera soatense, tanto por sus ancestros paternos como por su estrecha vinculación a la Ciudad del Dátil. «Llevo grabado en lo más profundo de mi alma este paisaje norteño», declara una vez.

Roberto Márquez fue el cuarto entre ocho hermanos. Olga, una de sus hermanas, contrajo matrimonio con Camilo Villarreal, prestante dirigente político de Soatá y el Norte de Boyacá. Ligia, su otra hermana, fue la fiel compañera y el brazo derecho en su ejercicio sacerdotal.

Soatá, ayer y hoy

Las tradicionales familias soatenses fueron desapareciendo de la población y fijaron su residencia en otras ciudades, sobre todo en Bogotá, debido a la educación de los hijos. José María Villarreal, exgobernador de Boyacá, exministro y exdiplomático, es uno de los grandes ausentes de la localidad.  La poetisa Laura Victoria, miembro ilustre de la familia Peñuela, viajó a Méjico hace cerca de 60 años y allí se quedó. Mi condiscípulo Pedro Alfonso Márquez Puentes, primo de Roberto, hoy eminente médico en Estados Unidos, salió del país y nunca regresó. Rafael Mojica García, fundador y rector de la Universidad del Meta, que nació en Soatá cuando su padre pasó por allí como juez, no echó raíces en el medio.

En Soatá fue caudaloso el éxodo de sus habitantes hacia los centro urbanos. A lo largo del tiempo, esto ocasionó lo que podría llamarse una mutilación del alma de la sociedad, hasta el punto de que uno mismo (hablo como soatense nostálgico del pasado) se siente en ocasiones extraño cuando vuelve a sus lares y encuentra tristezas. El paso del tiempo ha transformado, sobre todo a los ojos del afecto, el lugar amable y pintoresco de otros días.

No sólo se trata de la natural renovación de generaciones en el proceso de un pueblo, sino de otro fenómeno de los nuevos tiempos: Soatá, capital del Norte de Boyacá, que no ha sufrido mayores daños causados por la guerrilla que anda en los alrededores –sobre todo en los pueblo vecinos a la Sierra Nevada de El Cocuy–, recibe a los desplazados de esos municipios y les da albergue. Al éxodo de los nativos y al poblamiento con gente nueva, que no tiene, por lógica, el mismo sentido de identidad y de pertenencia al medio, se debe en gran parte la atrofia que hoy padece mi patria chica.

Roberto Márquez, tan vinculado al desarrollo de Soatá como sacerdote y fundador de un colegio, también se alejó de su tierra, llamado por otros compromisos, y sentía la misma nostalgia cuando retornaba al pueblo y no encontraba a su familia ni a sus viejos amigos. El terruño no era –no podía ser– el mismo de antes: las costumbres habían cambiado, en las calles se veían muchas caras nuevas y pocos conocidos, y otros afanes movían la vida municipal. Incluso los dátiles no sabían lo mismo.

Hoy me siento complacido cuando vuelvo a Soatá, esta vez con las dotes del escritor, y me detengo ante un egregio y auténtico soatense, que ya hace parte de la historia: Roberto Márquez Rivadeneira.

Vocación religiosa

De niño asiste con sus padres a la iglesia del pueblo y lo seducen las ceremonias, con sus cánticos y latines que le suenan sobrenaturales. Con asombro escucha los sermones vigorosos del párroco y le provoca imitarlo. En su casa se muestra aplomado y reflexivo. Su mente inquieta todo lo capta. Señales inequívocas de que posee una inteligencia abierta a las inquietudes del espíritu.

Y se va para el Seminario Mayor de Tunja, donde adelanta intensa preparación en las disciplinas eclesiásticas. Se apasiona por el latín, la lengua muerta –y ahora viva– que escuchaba como un murmullo misterioso en los oficios de su parroquia, y cada vez la reta y la interpreta con mayor propiedad.

Descubre, junto con el griego, las raíces de las culturas milenarias que no podía captar en su remoto poblado, donde no había colegios para tanta erudición. (Digo remoto poblado, ya que en ese tiempo se gastaban largas y penosas horas para llegar a Soatá desde Bogotá o Tunja, por una carretera polvorienta y azarosa. Pero la dureza del viaje se veía recompensada con la emoción del retorno).

Años después se revela como profundo latinista. Incursiona, como lector voraz y estudioso obsesivo, por los textos sagrados y por los caminos de los clásicos. De esta manera, su mente se estructura para sólidas jornadas. En el futuro sacerdote se agita el escritor y el humanista, condición que no es frecuente en todos los miembros del clero, por más entendidos que sean en las lenguas románicas.

Recibe la ordenación sacerdotal el 15 de junio de 1946, a los 24 años de edad. En 1965, la Universidad Javeriana le otorga el título de doctor en Derecho Canónico. El día de su ordenación pronuncia, con convicción y sinceridad, una emotiva oración de la cual tomo estas palabras:

Dios ha depositado sobre la miseria humana abrumadoras dignidades. Pero ninguna tan soberanamente augusta como ésta. Porque no es el sacerdote, bien lo sabéis, ni príncipe ni rey de este mundo, a quien se le atribuyen los honores y la gloria de los hombres. No. Todos los triunfos de acá abajo son veleidades que se esfuman al soplo alado de la muerte. La dignidad sacerdotal es inmensa y eterna como Dios.

Por aquellos días la Iglesia Católica vive en el mundo una incierta época de quietud y búsqueda y comienza a prepararse para los grandes retos que le traerá el futuro y que darán lugar a los concilios vaticanos de los tiempos contemporáneos. Luego de su ordenación, el joven sacerdote es nombrado vicario cooperador de El Cocuy, bella población boyacense situada en estribaciones del nevado que lleva su nombre (nevado que al mismo tiempo se llama de Güicán por estar situado entre los dos municipios, con lo cual han quedado zanjados los celos mutuos).

Allí inicia, con el vigor de la juventud, la certeza de su vocación religiosa y la poesía del paisaje, un apostolado que se prolongará por 41 años.

Carrera eclesiástica

Boyacá ha sido cuna de escritores, poetas, sacerdotes y militares. A Roberto Márquez le faltó esta última condición (toda vez que fue sacerdote, poeta y escritor), y en otro sentido fue gran militante de la Iglesia Católica, cuya causa asumió con decisión, firmeza y entusiasmo, predicando la luz de la verdad y promoviendo los valores espirituales, sociales y religiosos que le inculcaron en el hogar y en el seminario.

Tras su permanencia en El Cocuy deja huellas como párroco de Tibasosa, Nobsa y Sogamoso. En Soatá actúa como coadjutor de la parroquia y en esa ocasión funda uno de los mejores colegios de la región, el Instituto Norte Próspero Pinzón –hoy Colegio Regional Juan José Rondón–, cuya rectoría ocupa durante varios años. Desempeña el cargo de canciller de la Diócesis de Duitama y Sogamoso.

También funda el seminario de Duitama y es su primer rector. Allí cumple  ponderada labor. Su vocación por la docencia es indudable. En todas partes se le aprecia por su celo sacerdotal, espíritu pedagógico y don de gentes, y se le admira como brillante orador sagrado. El título de monseñor le llega como justo reconocimiento a su carrera pastoral. En el prelado existe otra virtud que enaltece su personalidad: la de intelectual.

De la parroquia de Sogamoso es ascendido en marzo de 1986 a vicario general de la diócesis, su última misión. Un año después, el 7 de noviembre de 1987, le sobreviene la muerte cuando se encontraba en pleno vigor físico e intelectual, y esto frustra para el clero de Boyacá la oportunidad de tener, como se esperaba con sobradas razones, un obispo excelente.

El canónigo Peñuela: su guía y maestro

La figura del canónigo Cayo Leonidas Peñuela, renombrado historiador y polemista, oriundo de Soatá, le despierta honda admiración. Recibe de él lecciones que influirán en el cumplimiento de su misión eclesiástica. Cayo Leonidas Peñuela desarrolla papel preponderante en el campo educativo, como impulsor en Soatá del Colegio de la Presentación y de la Normal Superior, y en Tunja, como rector del Colegio de Boyacá.

Márquez Rivadeneira tiene siempre en mira –y esto se vuelve un acicate para su propia superación– las grandes realizaciones ejecutadas por su paisano en las lides del espíritu. El canónigo Peñuela fue uno de los motores de la Academia Boyacense de Historia y autor del Álbum de Boyacá y otros textos valiosos de historia patria. Fundó Repertorio Boyacense, órgano de la Academia Boyacense de Historia, publicación que con su último número, el 333 de octubre de 1997 –que por casualidad tiene también 333 páginas–, acaba de cumplir 85 años de vida. Como polemista vigoroso, el canónigo  intervino en muchos foros académicos y publicó numerosos artículos en revistas y periódicos.

La férrea voluntad de Cayo Leonidas Peñuela, su carácter combativo, su oratoria sagrada, su formación intelectual, su apostolado vehemente y su espíritu creativo motivan al alumno para seguir tras sus huellas. No se trata de superarlo ni de imitar todos sus pasos, sino de realizar, como él, positivas obras para el bien común. Líderes religiosos con diferentes matices, ambos religiosos protagonizan hechos importantes para el progreso de la comarca y el desarrollo de la sociedad.

Nótese esta significativa circunstancia: el canónigo Peñuela muere en mayo de 1946 como párroco de Soatá, y Roberto Márquez se ordena de sacerdote al mes siguiente. Muerto el maestro, la bandera pasa a manos del discípulo.

El 10 de diciembre de 1968, en recuerdo del mismo día de la fundación de Soatá en 1545, se trasladan los restos del canónigo Peñuela del cementerio a la iglesia parroquial. Se escoge al seguidor de su obra para que pronuncie la oración fúnebre ante un pueblo fervoroso que rinde tributo a su personaje epónimo. Esta bella pieza lírica es ahora rescatada, tres décadas después, en un libro que recoge selectas páginas de monseñor Márquez como orador sagrado y escritor insigne. Así traza, en breves palabras, la personalidad de su maestro:

Así fue él, el que fue siempre: franco, magnánimo, celoso de sus fueros, rudo en el resistir, obstinado en sus luchas, intransigente con el error, con  el vicio, destemplado aun en la corrección de los irreverentes, pero caldeado en el amor a su pueblo y ajustado en todo al Evangelio. Su vida, lo he dicho en otra ocasión, antójaseme simbolizada en los recios cujíes que enmarcan nuestra plaza principal, cuyos gajos punzantes y destartalados soportan en mayo, con estática impaciencia, el prodigio deslumbrante de las orquídeas en flor. ¿Qué hay en Soatá que no haya sentido el inicial impulso o no haya sido planeado de antemano por el doctor Peñuela?

Brillante orador sagrado

Don portentoso el de Roberto Márquez que bajo el poder de la palabra le abre campo a la verdad y hace resaltar los errores humanos y las injusticias sociales. En la antigüedad, los tribunos del pueblo se preparaban durante años en el arte de la oratoria, antes de lanzarse a los foros a convencer a la gente. Si se cogía destreza para esa disciplina, las causas estaban ganadas.

Igual cosa puede decirse de este militante de la Iglesia Católica. Practica él durante largos años el ejercicio de la palabra y no se contenta con expresar las ideas, sino que lo hace con claridad y donosura, sencillez y efectividad. Le imprime al pensamiento los atributos de la elocuencia y la fuerza de la convicción. Rechaza las frases misteriosas y los latinajos incomprensibles que, lejos de ilustrar, confunden la mente.

Necesita, por el contrario, para dominar los estrados de la verdadera oratoria –que él aprende a recorrer paso a paso y cada vez con mayor propiedad–, saber llegar a las masas para conquistarlas. No ignora que para penetrar en los espíritus deben poseerse hondos conocimientos de sicología y escrutar muy bien la naturaleza humana.

Llega a ser uno de los exponentes más notables de la cátedra sagrada en Boyacá. Su palabra vibrante enardece multitudes. Los oyentes sienten –siempre lo han sentido en cualquier escenario y en cualquier circunstancia– emoción ante la elocuencia. Entienden mejor los mensajes cuando contienen belleza y fascinación, fluidez y energía, resplandor y sabiduría. Estos son los ingredientes que monseñor Márquez imprime a sus intervenciones públicas.

En las Semanas Santas se vuelven famosos sus sermones de las Siete Palabras. Su fuerza oratoria crece con su figura apuesta, su mirada aguda e inteligente, la modulación de su voz, el equilibrio de la razón y la prudencia y el manejo elegante del idioma. Con estos recursos logra ganarse la atención del auditorio y transmitir con eficacia la palabra que crea inquietudes.

En sus homilías de las Semanas Santas formula duras críticas sociales. Dice en una de ellas:

También están los verdugos: no podían faltar, son los mismos de siempre: las pobres bestias con puñal, con fusil, con la bomba molotov, con las armas ultramodernas; son explotados con inyecciones, con drogas alucinantes; son también los funcionarios sin alma, con sus reglamentos drásticos que, quieran o no, tienen que cumplirse; son los mirones con su curiosidad insensible (…) En estos dos ladrones, estamos nosotros muy bien representados. Quizá no asaltamos en los caminos ni amenazamos de muerte para que nos entreguen la bolsa. Pero todos robamos y robamos de todo: dinero, bienestar, fama, cargos sociales, puestos de trabajo, salud física y mental. Robamos más frecuentemente alegría, paz y aun vida».

El mundo de las letras

Pocos conocen en vida del prelado que él esgran escritor. Escritor exigente, castizo, obstinado, que emplea sus horas silenciosas en la factura de páginas selectas. Sus discursos religiosos –hoy de antología–, que vibran en los aires de Boyacá como prodigios de inspiración, le demandan largo tiempo de meditación. Siempre supo que no podía improvisarlos, porque las letras no son asunto de poca monta. Riguroso con las normas gramaticales y la depuración del estilo, es perfeccionista y diletante de la escritura.

Lector infatigable, divaga con pasión alrededor de los grandes maestros de la literatura universal, mientras al mismo tiempo se deleita con la música clásica. En su estudio privado, que Ligia cuidaba y consentía con tanto celo, y que después de su muerte ha dejado intacto con la ilusión de que él vive todavía, los libros que tanto amó duermen hoy bajo sus alas de eternidad.

En el seminario de Duitama monta obras de teatro. Es al mismo tiempo el creador y el director de comedias y sainetes elaborados con ingenio sobre temas religiosos o mundanos, y él mismo forma a los actores, salidos de sus  propias aulas. Me cuenta un alumno suyo que una de esas piezas obtuvo tanto éxito, que de los pueblos vecinos acudían a él en solicitud de nuevas representaciones en sus localidades.

Esa aptitud la hereda de su tío Alejandro Rivadeneira, que organizaba en Soatá alegres temporadas de teatro. (Recuérdese, a propósito, que los cuentos que escribió Juan Rulfo se los había escuchado a un tío suyo que con mucha gracia se los narraba). Como en Soatá el pueblo aplaudía el humor y la sátira llevados escena por el tío Alejandro, al sobrino le provocó hacer lo mismo que él.

Pasados los años, no solo se vuelve creador y director de teatro sino que incursiona en otros terrenos de las letras. En secreto escribe poesía en sus comienzos como literato. Esta afición la seguirá cultivando por el resto de su vida. La vena poética se siente también en su prosa: es difícil encontrar un sermón, un ensayo, un discurso o una página cualquiera que no tengan aliento poético.

Consiente los vocablos, los moldea, les da brillo y sonoridad. Y los engarza a la frase como ajustes perfectos de la oración. En sus escritos hay fluidez,  pureza, densidad y música. Maneja un estilo clásico, pulido y expresivo, en el que se advierte su búsqueda de la belleza a través de las palabras.

Legado cultural

Once años han transcurrido desde su muerte. En esa ocasión recibió los honores que le tributaron las autoridades civiles y eclesiásticas y el pueblo boyacense. Quizá no se le reconocieron en vida sus grandes virtudes como militante de las letras. Se sabía sí que era un destacado miembro del clero y gran orador sagrado. Pero su obra literaria pasó inadvertida para la mayoría de la gente.

Importantes papeles se esconden hoy en la intimidad de su biblioteca y Ligia  ha comenzado a sacarlos a la luz. Varios de ellos los ha recogido el padre Humberto A. Agudelo C. en el libro titulado Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, un alto en su oratoria sagrada (octubre de 1997), que rescata algunos de sus escritos religiosos. La tarea editora debe extenderse a su obra de teatro, poesía y ensayo, para que tales trabajos no sean borrados por la pátina del tiempo.

Que la semblanza que aquí hago de mi ilustre amigo y paisano sea un tributo de admiración y aprecio hacia esta figura grande del sacerdocio y la literatura. Su recuerdo debe quedar vivo en la memoria de Soatá, a cuyas autoridades corresponde obtener el traslado de sus restos a la catedral, al lado de su maestro, el canónigo Peñuela.

Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, N° 337, Tunja, septiembre de 2001.

 

 

 

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Defensa de la heredad

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He recibido de Beatriz y Antonio Caballero, hijos de Eduardo Caba­llero Calderón, esta vehemente carta a propósito de la mención que hice de la hacienda de Tipacoque en columna de es­te diario:

«Por su artículo publicado en El Especta­dor vemos que usted, como la pavimenta­ción de la carretera central del Norte, no ha pasado más allá de Soatá. Pues si lo hubiera hecho habría podido comprobar con sus propios ojos que la hacienda de Tipacoque no ‘amenaza ruina’, como asegura con ale­gre irresponsabilidad.

«Es verdad que no ha sido nada fácil, y sí muy costoso, protegerla de las depredacio­nes de los ‘promotores del progreso boyacense’ que, desde que en mala hora fue de­clarada Monumento Nacional, la han con­siderado como bien mostrenco, sin otro dueño que ellos mismos. Así, los párrocos corrieron las cercas del lote prestado para casa cural por los hermanos Caballero Calderón, y el ancho predio resultante se lo vendieron al departamento, el cual contribuyó al progreso local construyendo ahí un vasto mamotreto de piedra y cemento para un co­legio departamental que, en irónico home­naje a una de las víctimas del expolio, lleva el nombre de ‘Lucas Caballero Calderón’.

«Así, los alcaldes y los concejos munici­pales de Tipacoque no contentos con urba­nizar comercialmente los terrenos arbola­dos donados al pueblo para plazas y par­ques, reclaman la huerta que aún subsiste, con el argumento de que en el pueblo no hay plazas ni parques. Y no contentos con haber usufructuado gratuitamente –durante treinta años– instalaciones de la casa de la hacienda para un centro de salud municipal ‘provisional’, han querido incautarlas para poner en ellas un restaurante para camioneros.

«Y no contentos con haber recibido para el municipio los solares donde hoy se levan­tan la iglesia, la alcaldía, el juzgado, las ofici­nas de Telecom y el puesto de policía, han re­clamado repetidamente, aunque hasta aho­ra en vano, la expropiación definitiva del Monumento Nacional para convertirlo en un Palacio Municipal como Dios manda. Y así, también, los propios vecinos de Tipaco­que a diario se roban las tejas de las tapias para techar sus casas, porque entienden que un Monumento Nacional no es de sus due­ños, sino de todo el pueblo.

“Pero en fin, contra todos ellos hemos podido mantener intacto –aunque mutilado de sus terrenos aledaños– el casco de la casa de Tipacoque. Para que ahora venga usted, señor Páez, y otro ‘gran promotor del progreso boyacense’ como Carlos Eduardo Vargas Rubiano, a proponer públicamente, y como si fuera la cosa más natural del mun­do, que los descendientes y herederos de los Caballero Calderón ‘redimamos’ la vieja ca­sa familiar para levantar ‘una gran hostería’ que atraiga turistas.

«¿Qué es esto de ‘redimir’? ¿Dejar libre de hipoteca una cosa, como dice el dicciona­rio? ¿O ‘regalar’, como parece dar a entender usted? Sea serio, señor Páez. Si tanto anhe­lan ustedes grandes hosterías que promue­van el progreso turístico, rediman para ese fin la casona del señor Vargas Rubiano en Paipa, o la que según entiendo (sic) tiene us­ted en Soatá, en vez de proponer la reden­ción de bienes ajenos alegando falsamente una ‘ruina’ inexistente. Tal vez no atraigan turistas a admirar los paisajes, pero sin duda atraerán politiqueros a hacer campaña elec­toral. Y tal vez así pueda Boyacá volver a te­ner esos ‘líderes de verdadera dimensión nacional’ que usted echa de menos. Beatriz Caballero, Antonio Caballero».

RESPUESTA.– Pasando por encima de los términos airados de la comunicación, hay que aplaudir el sentimiento familiar que así defiende la heredad. El columnista sí ha pasado más allá de Soatá, desde luego, hasta Tipacoque: años atrás tuvo allí una amable entrevista con Eduardo Caballero Calde­rón.

Reconforta saber que la vieja casona, cuyo sostenimiento demanda gastos consi­derables, no sufre los destrozos que a simple vista se observan. Aunque sí: ustedes hablan de robos diarios de tejas por parte de los ve­cinos, de expoliaciones y depredaciones. «Redimir» no sólo significa dejar libre de hi­poteca una cosa, o regalar; el diccionario le da al término otras acepciones figuradas. En el mundo entero se instalan lugares de turis­mo en inmuebles históricos, sin irrespetar la tradición. En cuanto a la idea de montar una hostería en la hacienda de Tipacoque, como son ustedes los que mandan, queda descar­tada. La propuesta puede ser utópica, pero no por eso deja de ser seria.

El Espectador, Bogotá, 1-II-1998.

 

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Soatá con carretera

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Logra Soatá, tras un siglo de penalidades, tener carretera pavimentada. Los pocos kilómetros que faltaban desde la salida de Susacón, donde la obra –que ya estaba a punto de llegar a mi pueblo olvidado– se paralizó por largo tiempo, al fin fueron conclui­dos. Desesperante y monstruosa esta in­diferencia con una de las carreteras vita­les para el progreso del país –la que va de Bogotá a Cúcuta–, que el presidente Re­yes impulsó a comienzos del siglo hasta Santa Rosa de Viterbo. Y allí se quedó dormida por una eternidad.

Contra esa eternidad, o sea, contra la apabullante incuria oficial, no se cansó de protestar Eduardo Caballero Calde­rón. Al caballero de Tipacoque lo leían, claro está, los presidentes y los ministros del ramo, pero no le hacían caso. Y lo de­jaron morir sin que la carretera llegara hasta su pueblo.

Detenido hoy el milagro en Soatá –noticia que merece destacarse con letras de periódico como tributo a las sinfonías inconclusas que gastan cien años en su ejecución–, habrá que pre­guntarnos cuántos años más se gastarán para realizar los 13 kilómetros que sepa­ran a Soatá de Tipacoque.

No hagamos cuentas alegres respec­to al avance de la vía hasta Capitanejo, y mucho menos hasta Cúcuta, porque pa­ra estos propósitos se requieren volunta­des progresistas y patrióticas (tan escasas en nuestros días) como la del presidente boyacense Rafael Reyes, que tantas obras públicas construyó en el país. ¿Cuándo Boyacá volverá a tener líderes de verdadera dimensión nacional?

He celebrado con Carlos Eduardo Vargas Rubiano, hoy el mayor promotor del progreso boyacense, la buena nueva de esta carretera eterna. Me comenta él que ojalá los descendientes de Caballero Calderón rediman la legendaria hacien­da de Tipacoque, erigida como Monu­mento Nacional en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, y que hoy amenaza rui­na, para levantar una gran hostería que atraiga turistas hacia aquellas tierras de maravillosos paisajes. Excelente idea.

El norte de Boyacá recibe algún alivio con la conversión de sus viejos caminos en vías pavimentadas. Esto es halagüeño, pero no suficiente. La pauperización que allí se vive a causa de la esterilidad de las tierras, de la falta de industria y de los es­casos medios de subsistencia, ha creado, tras largos años de orfandad causada por los gobiernos, un dramático estado social que reclama urgente atención. Los grupos guerrilleros, que cada vez pene­tran más en aquellos contornos, desdi­bujan el sosiego pastoril de otras épocas y agravan la miseria.

De todas maneras es preciso aplaudir la llegada de la carretera a la Ciudad del Dátil. No hay mal que dure cien años.

El Espectador, Bogotá, 19-I-1998.

 

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Palabras del retorno

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Soatá, Ciudad del Dátil, tierra pintoresca y ol­vidada, se vistió de gracia, luces y regocijo en sus 450 años de vida. Es la capitana del Norte de Boyacá y una de las poblaciones más antiguas del país. Hijos agradecidos del terruño, asistimos  a la cita municipal para celebrar con efusión el magno suceso.

Me hubiera gustado, desde luego, encontrar terminada la carretera. Faltan 13 kilómetros para llegar a Soatá. La ausencia de maquinaria me indicó, una vez más, la desidia oficial, tan criticada por Eduardo Caballero Calderón, hacia esta obra que lleva un siglo de ejecución. Mejor, de inejecución. Los eternos kilómetros de la resignación.

En conversación con el senador Hernando Torres Barrera y el representante a la Cámara Víctor Manuel Buitrago Gómez, dos de los visitantes ilustres, me informaron que en el pre­puesto nacional de este año ya están incluidos 1.200 mi­llones de pesos para proseguir los trabajos, y se gestionarán otros 1.800 para el presu­puesto del 97.

La administración municipal le aportó al aniversario, entre otras obras, la pavimentación de calles y la construcción de un campo deportivo. En camino se encuentra la ley 13 de 1995, iniciativa del representante Buitrago Gómez que ya cuenta con ponencia fa­vorable del senador Enrique Gómez Hurtado.

El Gobernador, que llegó con las manos vacías, ofreció el im­pulso de algunos proyectos, co­mo la remodelación y amplia­ción del Hotel Turístico, obra que se ha hecho esperar por largos años. En fin, la efeméride ha sido propicia para incentivar el progreso local.

Con motivo de la condecora­ción conferida por la alcaldía a varios soatenses, pronuncié las siguientes palabras que que­dan como constancia de soli­daridad con mi pueblo:

La patria chica, que se define como un pequeño territorio geo­gráfico sobre el mapa de la patria, primero es un territorio sentimen­tal. Conforme se quiere a la madre que nos dio la vida, se quiere la tierra que nos vio nacer y nos alumbró las primeras sendas de la alegría y la esperanza.

Regresar a los lares nativos, co­mo lo hacemos quienes desde di­ferentes direcciones hemos venido a encontrarnos con la madre tierra en sus 450 años de vida, es lo mismo que encontrarnos con no­sotros mismos; de retornar al pasado y vislumbrar, entre mimos maternales y dátiles dorados, los destellos de la ilusión; de hacer un alto en el camino para mirar a ese horizonte adormecido –pero nun­ca opacado– de nuestro despertar jubiloso a la vida.

Estamos en Soatá, la pródiga, la gentil, la dama generosa, como en un albergue de la buena vida. Este feliz retorno nos tonifica el corazón y nos hace lanzar la vista hacia el futuro de una población que desde ya inicia la jornada de sus 500 años, que otros se encargarán de celebrar. Somos nosotros, por lo pronto, los afortunados viandan­tes de esta efeméride. Fecha glo­riosa para Soatá, por sus gestas patrióticas y el decurso de su his­toria admirable. Es preciso feli­citar al alcalde municipal y demás autoridades, y a todos los que hicieron posible este festival de luces y confraternidad. Todos nos hallamos colmados de rego­cijo, de sana vanidad, de optimis­mo acariciante.

Quienes hemos contribuido a engrandecer el nombre de Soatá y recibimos ahora estas insignias de honor, sabemos que no en vano hemos ejercido el papel de buenos ciudadanos. Algún día miraremos hacia atrás y apreciaremos mejor esta reunión de soatenses que hoy nos llena el alma de legítimo or­gullo comarcano.

El Espectador, Bogotá, 9-I-1996.

 

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