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Puente Pinzón

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace nueve meses la guerrilla, que desde años atrás siembra el terror en la zona que rodea la Sierra Nevada de El Cocuy, dinamitó el puente Pinzón, situado a pocos kilómetros de Soatá, capital de la provincia del Norte de Boyacá. Este desplazamiento guerrillero, con los conocidos sistemas de destrucción de la estructura vial, energética y de comunicaciones del país, indica los aviesos propósitos de bloquear el desarrollo de la vida comunitaria en lugares apartados.

La voladura de este puente, vital para el transporte humano y de los productos agrícolas, ha representado, durante los largos meses de lentitud oficial que han transcurrido sin restablecerse el tránsito, un desastre para los municipios afectados. Mientras tanto, aquella vasta geografía, que además tuvo que sufrir la incomunicación telefónica a raíz de los atentados contra las torres repetidoras de la región, vive momentos críticos de orfandad y miseria.

Las continuas amenazas de la guerrilla, por una parte, y la falta de garantías para la locomoción y el mercadeo de los productos regionales, por la otra, desencadenan una terrible situación de desespero y tragedia.

El punto vial más importante de aquella zona es Puente Pinzón, sitio histórico de Soatá, erigido hace más de cincuenta años en honor del general Próspero Pinzón, fiero combatiente de las contiendas bélicas del siglo XIX, que ocupó destacadas posiciones oficiales, como la de gobernador de Boyacá y de Cundinamarca, consejero de Estado y tesorero general de la Nación. El general no nació en Boyacá, pero desde muy niño fue trasladado a La Uvita –uno de los municipios atacados hoy por las fuerzas diabólicas–, donde hizo sus primeras letras. Y estuvo muy vinculado al departamento. Era oriundo del antiguo caserío cundinamarqués conocido con el nombre de Hatoviejo, que pasaría a ser el actual municipio de Villapinzón, bautizado así como homenaje a su hijo ilustre.

Puente Pinzón ha sido la mayor referencia turística de Soatá después de sus famosos dátiles. Está situado a ocho kilómetros de la población y hacia él se desplazaban las familias para gozar de los espléndidos paisajes de la hoya del Chicamocha y saborear los apetitosos platos de cabro, comida típica de la región. A tan corta distancia, la temperatura sube ocho y más grados en cercanías del río, donde se disfruta de grato ambiente.

Este paraje tropical, construido en tanto tiempo y con tan esperanzado empeño, se vino al suelo por la arremetida de la subversión. Fue suficiente un minuto de locura para arrasar con años de ilusiones. La imagen del general Próspero Pinzón fue destrozada por la dinamita. Los terroristas, que nunca prestan la cara, huyeron entre sombras, como ratas montaraces.

Y por allí deambulan como amos y señores de las tierras despojadas, sembrando el terror en la comarca, destruyendo pueblos y veredas, derrumbando puentes y redes de comunicación. Como los campesinos no pueden ya cardar en los campos abiertos las frazadas que les hacían ganar unos pesos para subsistir, porque se las roban los facinerosos, ahora deben hacerlo con sigilo, en la oscuridad de sus ranchos, con precarios medios de manufactura.

El tránsito por el Chicamocha no está interrumpido por completo. Volvió a ponerse en uso la tarabita, antiguo sistema para movilizar personas o cargas por medio de una cuerda gruesa o un cable de acero tendidos de una orilla a la otra. Estamos de regreso a las épocas primitivas.

El propósito de los moradores es no dejarse derrotar por el pánico, pero las penalidades son infinitas. Aquellos pueblos abatidos, que desde mucho tiempo atrás viven el empobrecimiento de sus tierras y vegetan como parias por causa de la desprotección oficial, están acorralados por la guerrilla y languidecen en medio de la angustia y la desesperanza.

Puente Pinzón, sitio antes floreciente y ahora destruido; pedazo de geografía patria a donde no llega la acción reparadora de las autoridades; lugar de recreo y labranzas, desfigurado por la barbarie, es un símbolo nacional que representa al país olvidado, a la provincia perdida que no logra encontrar el horizonte.

El Espectador, Bogotá, 21-XI-2002.

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Sólo Boyacá

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La adhesión de Otto Morales Benítez al departamento de Boyacá viene desde sus albores estudiantiles, cuando comenzó a descifrar los hechos patrióticos y a comprender el sentido de la nacionalidad. Y más tarde, en su vida pública y en su carrera de escritor, cuando se compenetraba cada vez más con los símbolos y los valores vernáculos de que es tan rica la tierra boyacense. Ya desde 1950, en el capítulo Algunos aspectos de su cultura, que hace parte de su reciente libro Sólo Boyacá, dedicado con devoción a esta parcela grande de la patria, divagaba con hondura sobre la obra de Eduardo Caballero Calderón, que gira, casi toda, alrededor de Tipacoque y el alma campesina.

Los enfoques contenidos en esta obra de 514 páginas, publicada con el auspicio de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, indican que Morales Benítez conoce muy bien a Boyacá. Se dedicó a estudiarlo desde sus lejanas mocedades, lo visitó muchas veces en sus giras políticas, lo escudriñó en numerosos trabajos como escritor analítico, y hoy remata el concepto con este acopio de ensayos que le fueron brotando con espontaneidad al paso de los días, en más de medio siglo de fecunda indagación.

Nunca fue invitado de piedra, sino que aprovechó sus contactos con la tierra y con la gente para saber cómo piensan, escriben, actúan los boyacenses, y para detenerse en los monumentos y obras de arte que surgen como testimonio del  pasado glorioso. El escritor se escapa a Boyacá siempre que encuentra un resquicio para asistir a los sucesos comarcanos. Allí se dedica a husmear la historia, remover la piedra milenaria, pasear por los horizontes mágicos y aprender nuevas cosas.

Para decirlo de otra manera, Morales Benítez es un boyacense más. Este título tan bien ganado es el franco reconocimiento que le hace la región por su identidad con las tradiciones, las costumbres y los valores locales y por su asidua labor de divulgación de todo lo positivo que allí existe y le da hitos de grandeza a la comarca. Con esta consideración, la Academia Boyacense de Historia lo designó hace muchos años como socio honorario.

La historia y la cultura boyacenses, unidas a los paisajes y a la riqueza terrígena, constituyen dones inapreciables, de desconcertante magnitud. Nunca se terminará de interpretar el pasado histórico de Boyacá, ni abarcar la pléyade de hombres, ubicados en los campos del arte, la literatura, la política, la vocación religiosa o el ejercicio militar, que han sido las tendencias más marcadas de los pobladores de ayer y de hoy.

Por todas estas áreas pasea su pluma Morales Benítez, unas veces para exaltar las gestas patrióticas o admirar el patrimonio artístico, otras para estudiar la obra de los escritores y poetas. Y siempre para señalar a Boyacá como departamento de infinitos caminos y portentosas virtudes.

El tema del mestizaje, uno de los hechos indoamericanos más estudiados por el escritor caldense, encuentra aquí terreno fértil para elaborar planteamientos de interés para la cultura nacional. El folclor y la identidad cultural, que se expresan lo mismo en los caballitos de Ráquira, en el arte religioso o en la música autóctona, llevan de la mano al analista reflexivo que hay en Morales Benítez para resaltar la autenticidad de la raza aborigen.

Cuando escarba en los veneros del arte y las letras, decanta grandes figuras reconocidas a lo largo de los años, como Eduardo Caballero Calderón, Armando Solano, José Mar, Gabriel Camargo Pérez, los hermanos Torres Quintero, Vicente Landínez Castro, Enrique Medina Flórez o Javier Ocampo López , y se detiene en nuevas revelaciones, como el escultor César Gustavo García Páez.

El libro de Otto Morales Benítez es un canto a Boyacá. En el juego de los amores mutuos faltaba esta declaración a la tierra que lo ha acogido, lo ha agasajado y lo distingue como personaje entrañable. El título de la obra es una expresión de exclusividad literaria, que hace más firme la unión espiritual: Sólo Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 24-X-2002.

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Tunja cultural

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Invitado por el Banco de la República por conducto de su Área Cultural, organismos que dirigen en Tunja Yolanda Benavides Sarmiento y Luz Marina Bautista, leí en el claustro de San Agustín una semblanza sobre la poetisa Laura Victoria, dentro del homenaje que se le tributó en el Día Internacional de la Mujer. El ramillete de mujeres que engalanó el acto, encabezado por las damas oferentes, dinámicas promotoras de los valores regionales, me hizo ver que en Tunja existe un sólido matriarcado en los campos del civismo, la educación y la cultura.

Esta fragancia femenina se esparció como una emanación de vida por el claustro legendario (en sus orígenes, lúgubre convento de los agustinos; años después, panóptico de duro encierro, y en la actualidad, silenciosa casona de lecturas e investigación, que el Banco de la República preserva como invaluable tesoro histórico). Brindamos por las mujeres, aromas de la vida y adornos de la naturaleza, que hacen florecer el amor y justifican el sentido de la existencia humana.

Con auspicio del Banco de la República, en el claustro de San Agustín funciona la Biblioteca Alfonso Patiño Rosselli, que dispone de 25.000 títulos y presta gran servicio a la población estudiosa. Allí también está establecido el Archivo Regional de Boyacá, guardián de valiosa documentación histórica, dirigido por la licenciada Rósula Vargas de Castañeda, otra de las cultas damas que enaltecieron el acto, lo mismo que Myriam Báez Osorio,  que administró la entidad durante varios años.

Hecho relevante dentro de este matriarcado lo constituye la designación de Nelly Sol Gómez de Ocampo como rectora del Colegio Boyacá, fundado por el general Santander en mayo de 1822 y que ejerce gran  desempeño como centro educativo de primer orden. Es la primera mujer que llega a dicha dignidad en los 180 años que va cumplir el plantel. Se trata de una  líder educativa, a la par que escritora e historiadora, con incursiones en la poesía y en obras de tetro. Su libro El espíritu de una raza recrea algunas leyendas aborígenes y algunos episodios de la Independencia.

La presencia de la mujer en la vida cultural de Boyacá es digna de mención.  Una pléyade de escritoras y artistas le dan honor a la comarca. Me resultó s grato encontrar este cuadro de delicados matices femeninos, donde, fuera de las nombradas, se hallaban otras distinguidas damas de la ciudad, como Elvirita Lozano Torres, profesora de música de la Universidad Tecnológica y Pedagógica; la pintora María Consuelo Sánchez Peñuela y algunas figuras  de las letras y la educación, la feminidad y la gracia.

Hace algunos años asistí en Tibasosa al Festival de la Feijoa y me encontré con la novedad de que las altas posiciones locales las ocupaban mujeres de armas tomar: alcaldesa, personera, tesorera… Este matriarcado venía de vieja data, y los maridos no se sentían incómodos ni desplazados. Tibasosa es un lindo florero, por su orden y esplendor. Durante los días del festival no había consumo de licores, porque en el pueblo no mandaban los hombres. ¡Loor a las mujeres!

En esta crónica aparece otro matriarcado de lujo. A Tunja fui a exaltar la vida y la obra de la inmensa poetisa Laura Victoria, que en los años 30 del siglo pasado conmovió al país con sus versos sensuales y abanderó la emancipación femenina dentro de la puritana sociedad de entonces. Su nombre, orgullo para Boyacá y sus lares nativos, debe rescatarse ante las nuevas generaciones como ejemplo de lucha y de creatividad.

El Espectador, Bogotá, 22-III-2002. 

 

 

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Memorias de un acordeón

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El primer acordeón lo tuvo Carlos Eduardo Vargas Rubiano en 1938, a los 18 años de edad, pero podría decirse que nació con él debajo del brazo. Ha sido su compañero de toda la vida. En tal forma se identifican mutuamente, que no puede mencionarse al uno sin dejar de pensarse en el otro. Es difícil encontrar una simbiosis tan perfecta entre un instrumento musical y su ejecutante. No se sabe, en realidad, si Carlosé es el dueño del acordeón, o el acordeón es el dueño de Carlosé.

Mi dilecto amigo y paisano boyacense nació con alma musical. Esto se puso de manifiesto desde sus primeros años, cuando ya tarareaba canciones y manejaba con ritmo sus aventuras infantiles. A los 15 años, con evidente disipación de sus estudios escolares, pero con ánimo jubiloso, tocaba al piano los tangos de Gardel. Cuando tiempo después viajó a Buenos Aires, fue a visitarlo al cementerio de La Chacarita y allí le confesó que sus tres ídolos musicales de América Latina eran Agustín Lara, Carlos Gardel y José A. Morales.

El niño músico que sorprendió a la sociedad de Tunja con sus melodías tempranas, insólitas dentro del frío ambiente de la urbe monacal, tiene hoy 81 años. Y sigue siendo niño, ya que no ha perdido su espíritu festivo y ha conjugado siempre la vida, en todo tiempo y lugar, con alegría y entonación admirables. Según él, los ciclos de la existencia ocurren cada 20 años, por lo cual la suya es la cuarta edad, y no la tercera, quizá porque le han rendido más los años.

Así lo vimos, eufórico y colmado de satisfacciones en el cálido homenaje que le rindieron sus hijos en el Hotel Radisson, al que asistimos complacidos un numeroso grupo de sus amigos, con motivo de la presentación de su libro Memorias con mi acordeón y del disco Se nota que no sé nota. Ambos títulos a la altura de su jocosidad vitalizante.

Como el acordeón hace parte de su carácter y de su estado físico (y sin él no sería Carlosé sino un ser común), ha adquirido carta de identidad en los salones sociales y en cuanta posición ha desempeñado. Fue alcalde de Tunja a los 25 años, y su mandato se hizo más sonoro con los acordes de su inspiración, lo mismo que sucedería como gobernador de Boyacá en 1987.

Durante 28 años dirigió las relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, y desde joven comenzó a actuar como periodista de La Linterna –el célebre periódico fundado por Calibán en la capital boyacense–, para vincularse luego como columnista de El Tiempo hasta el día de hoy.

En su larga trayectoria como fugaz funcionario público, relacionista de la Flota Mercante y de cuanto encargo se le ha confiado, ameno periodista y promotor incansable de la tierra boyacense, Carlosé ha hecho valer su pericia musical a lo largo y ancho del país y más allá de nuestras fronteras. De Boyacá en los mares es el título de la formidable caricatura que le dedicó Chapete en 1969, la que es rescatada hoy como carátula del libro. En ella aparece el risueño personaje navegando por los mares del mundo con el agua subiéndole a la cintura, pero armado, claro está, de su inmejorable instrumento musical.

Por demás está decir que Carlosé ha librado y ganado todas sus batallas a punta de acordeón. En tiempos de violencia –que en Colombia parece que son eternos–, unos bandoleros irrumpieron en el sitio donde departía con unos amigos, y mientras éstos cogían las de Villadiego como almas que lleva el diablo, el músico invencible los recibía con una guabina y con ella les refrescaba el alma envenenada. Media hora más tarde, todos departían al calor de una botella de aguardiente, como si fueran viejos camaradas, con las armas depuestas y la risa en los labios.

Cuando yo residía en Armenia, la Gobernación del Quindío le ofreció un coctel en su carácter de directivo de la Flota Mercante, con la mala suerte de que aquel día un terremoto hizo estragos en el Antiguo Caldas. Las caras de los asistentes al acto eran de espanto. El ilustre visitante cambió pronto el ánimo de la concurrencia al ejecutar al piano un aire boyacense en honor de su paisano.

En este libro se recogen simpáticas anécdotas y sucesos memorables que han girado alrededor de su vida y de su comarca natal. En él queda el testimonio auténtico de todo un señor de la simpatía, el humor y la sencillez, que ha puesto una nota grande en el panorama nacional.

Como embajador de la sonrisa y las buenas maneras, del gracejo a flor de labios y de la cordialidad sin límites, ha empleado estos dones para atraer hacia Boyacá las miradas de destacadas figuras del Gobierno y la política, de la empresa privada y los negocios, para conseguir el progreso regional. Es mucho lo que le debe el departamento a este acordeón resonante y tan bien tocado.

Y mucho lo que nos tonifica a sus amigos (continúo hablando en términos musicales) el verlo en la dorada cumbre de su ‘cuarta’ edad rodeado del calor de Marina –a quien él ensalza como «mi última novia y mi primer amor”–, de sus hijos y de todos los suyos. Y orondo de lo que siempre ha sido: el melómano sin tregua, el señor de la gracia y la distinción, el caballero a carta cabal.

El Espectador, Bogotá, 3-I-2002.
Repertorio Boyacense, No. 338, Tunja, abril de 2002.

 

Chiquinquirá: oración y cultura

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de asistir en Chiquinquirá al encuentro de escritores que se celebra anualmente, desde hace veintidós años, promovido por la Fundación Cultural «Jetón Ferro», de la que es presidente Raúl Ospina Ospina, veterano periodista a la par que activo líder cívico y cultural de la población.

Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia y analista de la idiosincrasia regional, hizo magnífica exposición sobre la literatura boyacense, desde sus orígenes hasta los tiempos actuales.

Bajo la experta coordinación de Alonso Quintín Gutiérrez Riveras, otro promotor cultural, la lectura de poemas dejó grato mensaje en la concurrencia. Alrededor de ochenta escritores nacionales e internacionales nos dimos cita en la «capital religiosa de Colombia», título ganado por el espíritu de recogimiento que vive la ciudad desde tiempos inmemoriales. En lenguaje chibcha, Chiquinquirá significa «pueblo sacerdotal».

Esplendoroso este santuario de la oración que es la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. La construcción del templo concluyó en 1812. Desde entonces, Colombia ha admirado esta joya, elaborada con exquisito arte religioso, que año por año atrae nutridas romerías venidas de todas partes. Bolívar, en 1828, llegó a Chiquinquirá acongojado por la derrota de la Convención de Ocaña y se postró ante la Virgen. Y con motivo del cuatricentenario de la aparición de la imagen milagrosa a María Ramos y dos niños que la acompañaban, Juan Pablo II estuvo de visita allí, en 1986.

Chiquinquirá, con más de cincuenta mil habitantes, es el principal municipio del occidente de Boyacá y se encuentra situado a 107 kilómetros de Tunja. La travesía desde Bogotá, por excelente carretera, es de dos horas y media. Pero como hay que disfrutar los atractivos del camino, es preciso alargar el viaje con una parada en Ubaté, para saborear los productos lácteos de la región y la deliciosa comida boyacense; o en la laguna de Fúquene, para admirar el encanto que se esparce sobre el paisaje; o en Sutatausa, para embelesar el alma con la contemplación de este pueblo dormido que parece de ensueño.

La ciudad fue fundada en 1556 por los esposos españoles Antonio de Santana y Catalina García de Islos, y en 1636 adquirió la categoría de municipio. En 1781 se sumó al movimiento de los Comuneros. En 1815, por petición del jefe político del distrito, José Acevedo y Gómez, los padres dominicanos donaron alhajas de oro y plata para apoyar la causa de la libertad. En 1977 se fundó la sede episcopal. Muchos personajes famosos han brotado de esta tierra noble, y enumerarlos sería prolijo.

Baste citar, en el campo de la cultura, a los poetas José Joaquín Casas y Julio Flórez; a los escultores Rómulo Rozo y César Gustavo García; a los académicos Napoleón Peralta Barrera y Antonio José Rivadeneira Vargas; al poeta Homero Villamll Peralta, cantor del alma boyacense, cuyo libro Mi canta por Boyacá es digno de ponderación.

He dejado de último, para enmarcar el encuentro de escritores, a Antonio Ferro Bermúdez, el famoso «Jetón Ferro». De Chiquinquirá he regresado a desempolvar en mi biblioteca el viejo libro de antología titulado La Gruta Simbólica, del que es coautor Ferro, junto con José Vicente Ortega Ricaurte, miembros asiduos de la famosa tertulia bogotana de la gracia, la bohemia, el humor y el repentismo, que funcionó en postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, y la que, según Calibán, «fue la primera y será la última tertulia literaria que en Colombia ha florecido».

Este año, la Fundación rindió homenaje a la poetisa Laura Victoria. Y me invitó, como conocedor que soy de su vida y su obra, a que presentara una semblanza de la colombiana ausente, mi ilustre paisana soatense, radicada en Méjico hace 62 años y que pronto llegará a la cumbre de los 97 años de vida. La poesía sensual de Laura Victoria marcó a comienzos del siglo pasado un hito en la literatura colombiana, y hoy está olvidada por las nuevas generaciones, acaso por la larga ausencia de la autora, que ya es irremediable.

Ella vive con el alma puesta en Colombia. Resultó confortante para el oferente, y enaltecedora para la memoria de la poetisa, la ovación que se escuchó en el encuentro de escritores, como si ella estuviera en sus mejores días de gloria.

El otro escritor agasajado fue Fernando Soto Aparicio, cuya obra múltiple –en los géneros de la novela, el cuento, la poesía, el ensayo, los guiones de cine y los libretos de televisión– lo señala como creador prolífico de las letras nacionales. Sus novelas, escritas con lenguaje vigoroso y diáfano, abarcan la problemática del hombre americano, con el grito de angustias, miserias, esclavitudes, amores frustrados y a veces felices, que pesa sobre la humanidad.

Va a cumplirse medio siglo de la muerte del «Jetón Ferro», humorista extraordinario. Su alma continúa viva en la comarca. Allí, alrededor de su recuerdo, nos hemos reunido unos cuantos quijotes de estos tiempos frívolos y hemos transitado las calles por entre guitarras, tiples, bandolas, requintos y panderetas (cuadro clásico de las romerías), dispuestos a no abandonar los eternos valores del espíritu. Como cosa curiosa, que parece obra del «Jetón», la célebre Guabina chiquinquireña no es guabina sino bambuco. En este ambiente de poesía, cultura, música y oración se siente mejor el alma de la patria.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-2001.

 

 

 

 

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