Puente Pinzón
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace nueve meses la guerrilla, que desde años atrás siembra el terror en la zona que rodea la Sierra Nevada de El Cocuy, dinamitó el puente Pinzón, situado a pocos kilómetros de Soatá, capital de la provincia del Norte de Boyacá. Este desplazamiento guerrillero, con los conocidos sistemas de destrucción de la estructura vial, energética y de comunicaciones del país, indica los aviesos propósitos de bloquear el desarrollo de la vida comunitaria en lugares apartados.
La voladura de este puente, vital para el transporte humano y de los productos agrícolas, ha representado, durante los largos meses de lentitud oficial que han transcurrido sin restablecerse el tránsito, un desastre para los municipios afectados. Mientras tanto, aquella vasta geografía, que además tuvo que sufrir la incomunicación telefónica a raíz de los atentados contra las torres repetidoras de la región, vive momentos críticos de orfandad y miseria.
Las continuas amenazas de la guerrilla, por una parte, y la falta de garantías para la locomoción y el mercadeo de los productos regionales, por la otra, desencadenan una terrible situación de desespero y tragedia.
El punto vial más importante de aquella zona es Puente Pinzón, sitio histórico de Soatá, erigido hace más de cincuenta años en honor del general Próspero Pinzón, fiero combatiente de las contiendas bélicas del siglo XIX, que ocupó destacadas posiciones oficiales, como la de gobernador de Boyacá y de Cundinamarca, consejero de Estado y tesorero general de la Nación. El general no nació en Boyacá, pero desde muy niño fue trasladado a La Uvita –uno de los municipios atacados hoy por las fuerzas diabólicas–, donde hizo sus primeras letras. Y estuvo muy vinculado al departamento. Era oriundo del antiguo caserío cundinamarqués conocido con el nombre de Hatoviejo, que pasaría a ser el actual municipio de Villapinzón, bautizado así como homenaje a su hijo ilustre.
Puente Pinzón ha sido la mayor referencia turística de Soatá después de sus famosos dátiles. Está situado a ocho kilómetros de la población y hacia él se desplazaban las familias para gozar de los espléndidos paisajes de la hoya del Chicamocha y saborear los apetitosos platos de cabro, comida típica de la región. A tan corta distancia, la temperatura sube ocho y más grados en cercanías del río, donde se disfruta de grato ambiente.
Este paraje tropical, construido en tanto tiempo y con tan esperanzado empeño, se vino al suelo por la arremetida de la subversión. Fue suficiente un minuto de locura para arrasar con años de ilusiones. La imagen del general Próspero Pinzón fue destrozada por la dinamita. Los terroristas, que nunca prestan la cara, huyeron entre sombras, como ratas montaraces.
Y por allí deambulan como amos y señores de las tierras despojadas, sembrando el terror en la comarca, destruyendo pueblos y veredas, derrumbando puentes y redes de comunicación. Como los campesinos no pueden ya cardar en los campos abiertos las frazadas que les hacían ganar unos pesos para subsistir, porque se las roban los facinerosos, ahora deben hacerlo con sigilo, en la oscuridad de sus ranchos, con precarios medios de manufactura.
El tránsito por el Chicamocha no está interrumpido por completo. Volvió a ponerse en uso la tarabita, antiguo sistema para movilizar personas o cargas por medio de una cuerda gruesa o un cable de acero tendidos de una orilla a la otra. Estamos de regreso a las épocas primitivas.
El propósito de los moradores es no dejarse derrotar por el pánico, pero las penalidades son infinitas. Aquellos pueblos abatidos, que desde mucho tiempo atrás viven el empobrecimiento de sus tierras y vegetan como parias por causa de la desprotección oficial, están acorralados por la guerrilla y languidecen en medio de la angustia y la desesperanza.
Puente Pinzón, sitio antes floreciente y ahora destruido; pedazo de geografía patria a donde no llega la acción reparadora de las autoridades; lugar de recreo y labranzas, desfigurado por la barbarie, es un símbolo nacional que representa al país olvidado, a la provincia perdida que no logra encontrar el horizonte.
El Espectador, Bogotá, 21-XI-2002.