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El Tipacoque de Eduardo Caballero Calderón

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De vacaciones en Soatá, mi tierra natal, me asal­tó de pronto la idea de entrevistarme en la vecindad, en el legendario Tipacoque, con don Eduardo Caba­llero Calderón. Después de trece años regresaba yo a la patria chica, con mi mujer y mis hijos, a rendir un tácito homenaje al pueblo que todos sentíamos prendido al afecto, los unos por haberlo vivido y dis­frutado, y los hijos por comprensible solidaridad.

Pensé que el personaje de Tipacoque, por más caba­llero de caminos y romántico cantor de aquellas bre­ñas ariscas, tan suyas y tan irrenunciables –como mías–, debía hallarse en la capital del país, muy lejos de los senderos polvorientos que serpenteando por el páramo de Guantiva, donde ni siquiera logran saciar la sed, toman breve descanso en Soatá para luego escabullirse montaña abajo, por entre precipicios y peligrosos recodos, hasta Tipacoque, pasando luego por Capitanejo y otros pueblitos resistentes al progreso, hasta morir finalmente en Cúcuta, un horizon­te remoto.

Por ahí en un restaurante del pueblo me tropecé de repente con Cipriano Chaparro, un viejo amigo sogamoseño a quien no veía desde veinte años atrás y que ahora aparecía en mi tierra en animada tertulia con Marcos Acevedo y Alfonso Márquez Rivadeneira, mi condiscípulo de las primeras letras en el Colegio de la Presentación durante una niñez ya des­dibujada por el tiempo, pero no olvidada.

Supe en­tonces, frente a un apetitoso plato de cabro, comida típica de la región, que Cipriano, ahora en uso de buen retiro del poder judicial, se había quedado en Tipacoque. «De esta tierra no me voy», no se cansa­ba de repetir entre arremetida y arremetida del jugo­so festín.

«Yo, el alcalde»

Apenas iniciado el reencuentro, ya Cipriano me tenía concertada una entrevista con Caballero Calde­rón, ahora también en temporada de descanso en su refugio sentimental de Tipacoque, y me aclaró que no se tomaba ninguna libertad, ya que «don Eduardo» –como lo nombraba con énfasis–, esquivo en la capital a los «lagartos» y los aduladores, recibía a to­do el mundo en su aldea.Muy rápido deduje un buen clima de amistad entre ellos.

Convinimos una prudente fórmula de protocolo, indispensable para quien iba a conocer en persona al cronista de Tipaco­que y no quería llegar invadiendo territorios ajenos, por más que de otra manera le fueran éstos fa­miliares por la lectura de los libros del eximio escri­tor, más que por la propia cercanía lugareña.

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá y a trescientos cuarenta de Bogotá. Años atrás fue co­rregimiento de mi pueblo, hasta que la porfía de Ca­ballero Calderón consiguió volverlo independiente, habiéndole correspondido la misión de apadrinarlo como su primer alcalde, por espacio de dos años. La duración de su alcaldía demuestra que no se trató de un acto protocolarlo, sino de un verdade­ro servicio a la comunidad. Fue él quien intrigó los primeros auxilios oficiales, abrió calles y hasta encar­celó al primer borracho disidente.

Soatenses y tipacoques

Soatá y Tipacoque, por lo tanto, tienen nexos de vecindad y de ancestro. Sobre esto último habría que hacer alguna salvedad, si bien el paso del tiempo se ha encargado de desvanecer viejos antagonismos. La rivalidad política de soatenses y tipacoques, en épocas de ingrata recordación, culminó en la separa­ción territorial. El motivo era poderoso. Se vivían las pasiones del país político que mantenían divorcia­dos a los colombianos entre liberales y conservado­res. Soatá, netamente conservador, no podía enten­derse con Tipacoque, netamente liberal, y lo mismo ocurría, desde luego, en sentido contrario.

En Soatá el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, pro­sista y polemista vigoroso, disparaba sus arcabuces contra los Caballero, y éstos, como buenos libera­les, mantenían enhiestas sus banderas. El país res­piraba por la herida de los odios políticos y los colom­bianos se mataban bajo la sinrazón del agudo sectarismo de la historia. Pasados los años, hoy la paz es absoluta. Desaparecieron, por fortuna, las épocas borrascosas de los vivas y los abajos y los ti­ros tronando en las calles de los pueblos.

Camino de Tipacoque, al que desde Soatá se lle­ga en veinte minutos, muchas ideas cruzaban por mi mente. Llevaba presentes las críticas de Caba­llero Calderón contra todos los ministros de Obras Públicas que vienen trabajando a paso de inválidos con esta carretera descuidada por todos los gobier­nos, y que acaso por ser el camino real de Colombia parece que estuviera condenada al eterno camino de herradura que aún lo es en muchos trechos, sobre to­do de Tipacoque a Cúcuta. El pavimento viene en Cerinza y sabrá Dios –que no los gobiernos– cuándo prosigue su ruta interminable.

El presidente Reyes, boyacense y uno de los grandes impulsadores de las obras públicas na­cionales, abrió la carretera de penetración hasta San­ta Rosa de Viterbo. Ahí se quedó estática por largos años. El camino seguía apto para mulas y cerrado a la civilización. A paso de mula fue avanzando una carretera difícil, sostenida entre peñascos y las ora­ciones de los viajeros, hasta que algún día logró lle­gar a Soatá y Tipacoque; y en la siguiente generación a Cúcuta.

El diputado y sus cojeras

Leo al vuelo en Tipacoque, una de las obras de Eduardo Caballero Calderón, el siguiente episo­dio que viene a propósito sobre el milagro del primer automóvil que apareció en aquellas laderas, perteneciente a un tío mío:

«Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un auto­móvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y tam­bién cojo. El tercer diputado era yo, aunque me fal­taba ser médico». Y más adelante: «Y cuando se fueron, el doctor Alvarado en el automóvil de don Miguelito y el doctor Vera en su mula, quedó flotan­do en el comedor un tenue olor a linimento». Es esta la constancia de las cojeras del diputado Caballero Calderón por aquellas tierras agresivas.

El automóvil, quién sabe cuántos años después, pisaba ahora un terreno más firme y menos polvo­riento. Pero no dejaba de saltar en los baches, ni de sudar en las pendientes. Los helechos salían ariscos al paso de la gasolina. Por fortuna el ambiente olía a naranja, a trapiche, a perfume de tierra caliente. El pedregal se sentía menos duro con la ilusión de cono­cer al insigne hombre de letras. En el fondo, casi im­perceptible, el río Chicamocha rumiaba sus pesares.

Alguna cabra solitaria me recordó la presencia de Siervo Joya, que no ha muerto, porque siervos sin tierra los habrá en todos los momentos de la humani­dad. En una vuelta del camino, ya presintiendo la aparición de Tipacoque, detuve la marcha para cap­tar el maravilloso espectáculo de la vega del Chicamocha, ante el que se queda corto el más recursivo pincel y desconcertado el más inspira­do poeta. El viento transportaba el aroma de las ho­jas de tabaco que manos endurecidas cosían en sartas que luego, al secarse, las llevarían a la Co­lombiana de Tabaco para convertirlas en duros sor­bos de vida.

Tipacoque y su personaje

Algo confirma la presencia de Caballero Calde­rón desde la primera piedra del pueblo. Es un perso­naje inmerso en la historia de esta comarca que parece más legendaria que real. Los tipacoques quieren a su amo como algo elemental y se acostumbraron a verlo y palparlo en cada esquina co­mo el espíritu que es de la aldea convertida por él en leyenda universal.

De labios del tipacoque sale con afecto y con respeto aquel «don Eduardo» que había escuchado yo en Soatá, y hasta me atrevo a creer que sus paisanos, distantes de los modernos «doctores» que han desacompasado la vida, tienen la doctísima noción de que el «don» era en España título nobilia­rio de difícil conquista.

Caminando por el corredor de entrada sentí que había llegado por fin al paraíso entrevisto. Unas sar­tas de tabaco colgadas en el tambo parecían más simbólicas que ciertas, y más románticas que materia­les. La casona, limpia desde el primer ladrillo y en­vuelta en acogedor manto de silencio, descorría a cada pisada su majestuosa solemnidad. Fue como si alguna mano invisible descubriera tanta historia detenida.

Allí estaba el fantástico lugar, se­de en un tiempo de los frailes dominicos y que en el año de 1580 pasó a ser propiedad de los antepasados de los Caballeros Calderón. Han corrido, por tanto, cuatro siglos desde que la familia sentó sus reales en la tierra mítica.

La hamaca coloquial

Por el corredor grande llegamos directo a la sala y allí nos reunimos con don Eduardo y con doña «Bel», otro personaje del pueblo. (Se trata de doña Isabel Holguín, nieta del expresidente Holguín). En el corredor pasa el escritor sus mejores momentos de recogimiento, entregado a sus lecturas y sus traba­jos. Allí permanece guindada la hamaca coloquial. Su esposa se encarga de trasladarle a máquina todos sus escritos.

Para interpretarlo en persona es preciso haber leído sus libros. De lo contrario puede tomarse como un ser corriente Conversador ameno y enterado de todo, habla de cuanto tema se ofrece, menos de lite­ratura. Yo entendí su postura, y se la respeté. Es un crítico observador del quehacer nacional y se mues­tra preocupado por las angustias sociales.

Sabe lo mismo de inflaciones y congelación de dineros bancarios, con cifras precisas, que de los abusos de los políticos y las inmoralidades oficiales. Le preocupa la transformación del país agrícola en país de ciudades. Es hombre sencillo. Con él se pue­de hablar de corrido y hasta se olvida uno que está conversando con un maestro de la literatura.

Cuando se asfixia entre el tufo urbano de los mo­tores y la falsa civilización, corre con la fiel compañe­ra hasta la casona donde puede respirar el aire puro de la montaña y encontrar los límites de su corazón («este rincón del Chicamocha donde los hombres son buenos, transparentes y silenciosos co­mo el agua»).

Allí, en sosegadas horas de paz interior, es cuando se encuentra consigo mismo y se confunde con la sencillez de la vida en el alma del campesino. Hablar sobre esto hubiera sido una in­tromisión. Preferí ver al escritor en su silla, reflexivo y afectuoso, para deducir luego, sin rebuscamientos, que aquello era lo auténtico, lo humano.

Tipacoque, símbolo espiritual

La casa es museo nacional, y así se conmemora en el decreto colgado en la pared del corredor. También se recuerda el paso de Bolívar cuando per­noctó en la hacienda. Los muebles, las vasijas, los pequeños utensilios, todo atestigua una época inme­morial. El viejo fogón todavía huele a cocina, porque lo inmemorial, para quienes saben ejercer la memo­ria, es lo presente, lo que nunca muere ni debe mo­rir.

Y le pedí permiso de tomar unas fotos. Me cui­dé, claro, de retratar a los distinguidos moradores, para no alterar una paz bucólica que por nada del mundo iba yo a alterar con mi lente fisgona. Fueron dos fotos rápidas. La una al corredor grande y la otra a la capilla de la hacienda.

Salí con dos estupendos testimonios gráficos y con la sensación de un sueño. Había encontrado, por fin, el secreto de los libros del fecundo escritor que supo descubrir y mantener su territorio romántico para hallar su propia ánima. Tipacoque, más que un pueblo, es una leyenda, un símbolo espiritual. En él se encarna la familia humana, con sus vicisitudes y sus esperanzas.

Afuera, en la noche, el aire sabía a trapiche y a perfume de azahar.

La Patria, Revista Dominical, Bogotá, 16-IX-1979.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, Nos. 179-180, Bogotá, enero-junio de 1993.
Revista Manizales, 1995.

* * *  

Comentarios:

Magistral tu Tipacoque. José Agustín Amaya, párroco de Soatá (mencionado por Caballero Calderón en sus libros sobre Tipacoque).

Para quienes conocemos la región, al leerte nos trasladamos a esa tierra legendaria y contigo entramos a conocer la casona de don Eduardo Caballero Calderón y a presenciar tu diálogo con el maestro, para luego acompañarte en la soledad de la penumbra a observar el paisaje y a tomar ese aire tibio con olor a miel, a yerba y majada fresca. Rodolfo Barajas, Bogotá.

 

 

 

Eduardo Torres Quintero: hombre y mito

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Buscándole título a esta nota he demorado el homenaje que traigo en mente hace buen tiempo a la memoria de Eduardo Torres Quintero, muerto en Tunja, la tierra de sus luchas y de sus sueños, el 10 de mayo de 1973. Para mí el rótulo de un escrito es definitivo. Si coincide con mis vibraciones cerebra­les, la materia se vuelve maleable y acaso logre tam­bién hallar dúctil el pensamiento. Y si no consigo acu­ñar la inscripción mágica, la que incite el nervio pre­ciso, las ideas se escaparán esquivas y volátiles.

No me resulta fácil hablar de Eduardo Torres Quintero. Y no lo es en razón del respeto que me ins­pira su figura humana e intelectual; respeto mez­clado de aprecio y admiración que fundieron para siempre el carácter de hombre y mito de mi persona­je inolvidable, a partir de aquella desprevenida mo­cedad, fácil para el asombro y también para el hallaz­go, de mis ya lejanas épocas tunjanas. Séame permi­tido trabajar los recuerdos al soplo de la emoción que despierta en mi ánimo el reencuentro con las prime­ras experiencias, cuando apenas naciendo a las sor­presas de la vida como menudo oficinista, quedaba al cuidado de quien como jefe y amigo se convertía en tutor de mi inmadurez.

Una burocracia ejemplar

Eduardo Torres Quintero, contralor entonces de Boyacá, era la persona más sobresaliente en el de­partamento por su cultura, su influjo moralizador en la vigilancia de los dineros y las costumbres oficiales, la disciplina con que dirigía el comportamiento de sus empleados y, como virtud acrisolada, la elegan­cia que imprimía a todos sus actos. Se explica por eso su exquisita sensibilidad por lo bello, lo noble, lo excelso de la vida, dones que eran talanqueras de su formación y que lo lastimaban cuando no los hallaba en las personas de sus afectos y del trato continuo.

Lejos estaba yo de saber, de entrada, que en aquella breve y enjuta silueta corporal se escondía un espíritu superior; ni que detrás de aquella fisonomía adusta y poco accesible al primer contacto se reclina­ba un alma romántica y de infinita bondad. Los que compartían con él de cerca las asperezas de un ofi­cio exigente, no asimilables para quien por primera vez tocaba una oficina pública, entendían la rigidez y el método que era preciso aplicar en aquellos tingla­dos de la burocracia fiscalizadora.

En la Contraloría General de Boyacá, como con énfasis y orgullo se cantaba el nombre de nuestra  organización, dominaban un orden y un reglamento desconocidos en la empresa oficial, y por eso mismo maravillosos. El ingreso al trabajo era a las ocho y no podía ser a las ocho y media ni a las nueve. Los minutos de re­tardo eran registrados con exactitud cronométrica y al final de mes acumulaban descuentos estrictos del sueldo, aceptados por todos como fórmula ideal para preservar la disciplina. Y como el sistema podía des­gastarse con el único régimen de las deducciones salariales, bien sabía el jefe de aquella numerosa nómina que su presencia ocasional en los momentos precisos era definitiva para curar perezosos, por lo general sin expresarles palabra alguna y bastando la mirada castigadora al reloj, actitud extrema que inculcaba profundas enseñanzas.

La lección del reloj

Permítaseme detenerme en materia aparentemente tan simple como la del horario de la oficina pública, dentro de las dimensiones del intelectual, del poeta y del académico que había en Eduardo Torres Quin­tero, pero es que no puede considerarse un hecho tri­vial ni frívolo, y menos bárbaro, aquel sentido del tiempo, del deber, de la precisión, de la métrica, for­jadores del carácter y que fueron rasgos predomi­nantes en la recia personalidad de este grande hom­bre.

Este sistema aleccionador, tan ausente de los la­berintos oficiales, y mantenido con celo como la manera de ser de un establecimiento diferente a los de­más, llevaba oculto un mensaje. A lo largo de los días había crecido un fondo considerable, alimentado no sólo con las pequeñas cuotas de incumplimiento del horario, sino también con los permisos autoriza­dos que, con todo y serlo, tenían precio como tiempo dejado de trabajar.

Y en un diciembre, cuando aún no se conocía la hoy manoseada prima de navidad, el ingenio de To­rres Quintero desmontó en secreto y sorpresivamen­te aquel patrimonio común y lo repartió entre sus co­laboradores, con generosidad para los más cumpli­dos y los más eficaces, y con equitativa elasticidad para todo el personal, hasta para los poco madruga­dores, como motivo para celebrar con alegría la paz de diciembre.

Personaje inolvidable

Por esto y por mucho más que no cabe en este perfil, Eduardo Torres Quintero es mi personaje inol­vidable, superior a otros que también lo son, pero sin tantos misteriosos ingredientes reunidos. Bajo su orientación se sentía la severidad pero también la rectitud y el clima humano; se exigía esfuerzo para obtener satisfacciones; se conjugaba la vida con dig­nidad y altura; se imponían metas rigurosas para moldear la personalidad.

Muchos lo encontraban drástico, cuando no im­perial, por no condescender a la conducta mediocre o al acto rastrero. Para ellos no podía ser el rincón de los elegidos. Si bien comprendía y perdonaba los ye­rros, pero para no repetirlos, se volvía intransigente con la deshonestidad, la debilidad de carácter o el vi­cio crónico.

Sus fugaces bohemias, atemperadas y armónicas, no autorizaban a nadie al vulgar desen­freno de la conducta, porque él era el primer discipli­nado. Quienes más recibían sus dardos, a veces mortales, eran los altos funcionarios del gobierno de­partamental y los responsables de los bienes públi­cos, a quienes escrutaba con ojo de águila y no les permitía esguinces y menos indelicadezas. Eduardo Torres Quintero, pequeño de cuerpo como Bolívar o Napoleón, era el hombre tempestad, verda­dero ciclón cuando se trataba de castigar la inmorali­dad o la torcedura andrajosa del carácter.

Contra esta roca nadie podía. Las maquinaciones se despedazaban en su primera em­bestida. Atacaba con la verdad y con el verbo de­moledor del literato y el tribuno, tipos que se hen­chían en su vena prolífica y detonante para producir llamaradas. Si pudiera pensarse que este hombre ciclópeo, maestro de la catilinaria y el gesto descon­certante, era un monstruo, no se yerra, pero mons­truo en la concepción del ser fantástico que rompe lo ordinario para crear un genio y una leyenda.

Lo mismo que un día, con elocuencia estremeci­da, arremete contra los bárbaros destructores de iglesias, conventos y monumentos históricos que pretenden demoler un templo colonial para construir un hotel, y los llama “comejenes de la cultura”, en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible fu­ror literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita como el «gigantesco paranoico boyacense».

Dos almas gemelas

Si la imaginación del lector desprevenido lo concibe como el prototipo del miedo y de la mente fría y acaso deshumanizada, veámoslo en uno de sus actos íntimos y muy peculiar de su sensibilidad:

Recorre con aire reflexivo el recinto de su despa­cho, situado en el segundo piso del  viejo caserón que seguramente ya derrumbó hace mucho tiempo la moderna herramienta demoledora. La secretaria re­cibe las palabras con que redacta un documento ofi­cial. Se detiene él de pronto ante una escena calleje­ra que lo sobrecoge. Una niña de muy pocos años ha tropezado y ha roto la botella de leche que lleva de encargo a su casa. El líquido se desborda y la trage­dia estalla para la indefensa criatura que en medio de su confusión sólo encuentra lágrimas.

Torres Quintero oprime con insistencia –y para qué dudar que con angustia– el timbre que llega a la portería, sin dejar de proteger con su mirada el dra­ma de la niña anonadada. El empleado, ágil intér­prete del temperamento de su jefe, se precipita esca­leras abajo al escuchar la siguiente orden: ¡Vuele con estas monedas y reponga aquella botella despe­dazada sobre el pavimento!

Caballero andante de la cultura

Este hombre de duros combates y alma suscep­tible al dolor y a la nobleza, temido por los mediocres y respetado por todos, fue el caballero andante de la cultura de Boyacá, que tuvo en él al mejor abandera­do de las tradiciones, las humanidades, el fervor por lo ético y lo sublime, y que apasionado por el amor a la patria y al terruño, templó su lira para cantarle a lo más grandioso de la vida. Vate lírico y tierno, de en­tonación romántica y lenguaje florido, su voz perdurará en el recuerdo y en las antologías con dejos amo­rosos. Su pasión por la belleza transformaba en re­fulgentes las cosas que tocaba, y no contento con abrillantarlas, las idealizaba.

Dueño de prosa castiza y erudita, en la que no se permitió nunca descanso para la corrección y el retoque genial, que le envidiarían los mejores gramáticos de Colombia y de España, sus es­critos parecen haber pasado por un cristal como mo­delos de estética y de perfección idiomática. Maneja un lenguaje expresivo, vigoroso y elegante, cincela­do por su pluma maestra en prodigar el noble adje­tivo y el vocablo certero que enaltecen la oración, y es experto, además, en mover armoniosamente imá­genes y recursos trabajados con pericia para engala­nar el pensamiento y hacerlo fulgurante.

Es difícil, para los incrédulos y las mentes pro­saicas, transformar en hombre de letras al implaca­ble censor de los desvíos oficiales, y más lo es enten­der que con la misma mano que reprobaba una falta o firmaba una destitución, pulía un verso y elaboraba las piezas literarias que son hoy patrimonio del Boyacá culto que tantas glorias ha ganado para los colom­bianos.

La revista Cultura

Insomne trabajador intelectual, murió al lado de sus pertrechos. La revista Cultura que dirigió durante largos años, admirable acopio de talento y sabiduría, quedó huérfana porque dejó de consentir­la la mano cariñosa. En ella fue siempre bienvenida toda producción que tuviera algún mérito y se convirtió en el rincón favorito de los pedagogos y de las letras boyacenses. Torres Quintero fue permanente abanderado del magisterio como pilar de la sociedad, y él mismo, evangelista de la docencia, convirtió su vocación en reto contra la mediocridad.

Una vez expresó lo siguiente: “No puede haber, ello es imposible, en estas cuestiones de la educación responsabilidades exclusivas: el padre y el hijo y el maestro son la trilogía que conforma la totalidad de la obra de arte que tiene por objeto y por materia prima el fruto de nuestra sangre”. Este postulado presidía sus cátedras de literatura en el Colegio de Boyacá y en el Colegio José Joaquín Ortiz, y además inculcaba en el maestro la obligación de contribuir al fortalecimiento de la familia. Y se dolía: “Nosotros no sabemos sino romper y manchar el alma del niño. No somos capaces, siquiera, de dejarla intacta”.

Tan grave enjuiciamiento parece estar más dirigido hacia los tiempos actuales, en que el maestro es, en realidad, el deformador de la juventud y ha dejado perder su papel de apóstol social y consejero del hogar. A Eduardo Torres Quintero no le tocó, por fortuna, vivir en esta época turbulenta de paros, de holganzas y de cátedras vacías de enseñanzas y de reglas forjadoras del carácter.

En la revista Cultura, sostenida por él con denuedo hasta su muerte, existe un acervo impresionante de erudición. Es una cátedra airosa, donde campean la gracia y la bizarría del pensamiento, la novedad de los temas, la defensa de la gramática y la hospitalidad al escritor de la tierra. Allí ventiló toda materia que revistiera interés para la comunidad, con apego a las tradiciones, la casticidad del idioma y los valores fundamentales del individuo. Hay que aplaudir hoy, luego de intervalo tan prolongado, la reanudación de la revista en la presente semana cultural, gracias al empeño del nuevo director del Instituto de Cultura, doctor Ramiro Abella Soto, y a la especial dedicación del doctor Octavio Rodríguez Sosa, que venía actuando como secretario general de la entidad y cuyo retiro resulta en verdad lamentable. Con este órgano cultural –el álter ego de Eduardo Torres Quintero, sangre de su espíritu–, la tierra boyacense recibe aire fresco

Hombre de leyenda

En la ciudad hidalga cubrieron su retirada la bella y angelical esposa que había compartido con él los reveses de la esquiva fortuna, y los hijos formados sin ahorro de sabias directrices para descollar en la sociedad.

«Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos», al decir de Rafael Bernal Jiménez, quien agrega que «era un hombre discreto, esquivo y taci­turno; iba por las calles de su ciudad nativa, esa Tunja de las leyendas trágicas y las esperanzas truncas, llevando el fardo de los sufrimientos con que lo mal­trató la suerte, y el escondido tesoro de sus cogitacio­nes».

Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la histo­ria del pueblo que él veneró y ensalzó.

No podría colocársele en el sitio de los «poetas malditos», como Verlaine o Baudelaire, por­que su bohemia fue un canto y un aleteo, y jamás una negación. Habría que decir que «era más bien un lí­rico doliente que un poeta maldito», las mismas pa­labras con que él definió a su hermano Guillermo, el fino cantor del amor y de la muerte, tempranamen­te desaparecido.

El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jornadas tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogi­mientos, en la quieta placidez del solar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada del poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyen­da.

Cultura, tierra y linaje

A fuerza de vigilias y de rigores intelectuales adquirió vasta eru­dición, con gran dominio de los clásicos españoles y de la cultura general. Al paso de los días se convirtió en baluarte del idioma, con el manejo gallardo de la prosa señera y la artesanía de versos armoniosos, llenos de imágenes y hondo sentimiento.

Hace poco, en entrañable encuentro con Vicente Landínez Castro en su refugio de Barichara, recordábamos la figura excelsa de nuestro personaje. Ha sido Vicente el escritor que más ha enaltecido la memoria de Torres Quintero y quien además heredó de él la hidalguía del espíritu y la donosura del lenguaje. En 1983, en su breve paso por el Instituto de Cultura y Bellas Artes, Vicente publicó, luego de 10 años de receso de la revista, un nuevo número en el que conservó no sólo el formato original sino además su esencia ideológica. En su libro Estampas, de reciente aparición, dice lo siguiente:

“Nunca vi a un hombre amar tan apasionadamente y en forma tan omnímoda y constante el idioma, como él. Cuando se sentaba a escribir, su pluma se convertía en algo así como una mano acariciante que congregaba, domeñaba y mimaba las palabras. Escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia que trascendía ese aire de misterio y secreto que se desprende del gabinete de trabajo de los alquimistas medioevales”.

Su ilustración trascendió los niveles comunes para volverse uni­versal. Con su infinita sed de conocimientos todo lo abarcaba. Con gran propiedad traducía del francés a poetas de su predilección. Algunas de sus páginas magistrales –y queda la mayoría por rescatar– fueron recogidas en el libro póstumo Escritos selectos, publicado en 1978 con el patrocinio del Instituto Caro y Cuervo –al frente del cual se hallaba su hermano Rafael– y del municipio de Tunja. Boyacá está en mora de publicar su obra completa.

Su amor por lo terrígeno y por las hazañas del hombre boyacense, que lo llevó a escribir bellos ensayos imbuidos de sentimiento patrio, lo mantuvo en constante comunión con su raza y con cuanto ella signi­fica como emblema de la personalidad. Era escritor polifacético, de matices desconcertantes. En todos los campos se destacaba: como crí­tico literario, como académico, como catedrático, como historiador, como prosista, como poeta, como orador, como polemista… El idioma fue su pasión. En su familia depositó su razón de ser y su orgullo ancestral. A Boyacá la consentía como a la niña de sus ojos.

Fueron nueve los hermanos Torres Quintero, y hoy sólo sobre­viven las dos mujeres. Alguna composición extraña tuvo esta familia para haber formado dentro de los mejores preceptos ciudadanos y mo­rales, a la par que dentro de exigentes disciplinas humanistas, la que en Boyacá se conoce como la dinastía de los Torres Quintero: personas rectas, batalladoras, con exquisito don de gentes y dotadas de especiales atributos humanos. Clan ejemplar de donde brotaron militares, po­líticos, economistas, amas de casa, escritores y poetas, cada cual con nota de excelencia en su respectiva área de acción.

Los dos militares, Roberto y Hernando, le dieron brillo al arte marcial; Roberto, que fue director de la Escuela de Policía General San­tander, gobernador del Tolima y secretario privado del Ministerio de Guerra, poseía vasta cultura y fue conocido como «el general humanista»; Luis, político aguerrido, transitó por los caminos de la diplomacia y fue además gobernador de Boyacá y senador de la República; Guillermo, poeta lírico de la angustia, el amor y la melancolía, muerto a la tem­prana edad de 28 años, dejó versos estremecedores, entre ellos Señora la muerte; Ricardo, empresario y economista, trabajó su destino con capacidad y decoro; Eduardo, escritor clásico y depurado estilista, fue contralor general de Boyacá, secretario de Educación del Distrito Especial de Bogotá, diputado a la Asamblea de Boyacá, director por lar­gos años de la Oficina de Extensión Cultural de Boyacá, y es autor, entre otras, de las siguientes obras: Lira joven, Fantasía del soñador y la dama, El cantar de Mío Cid (versión al español moderno), Genera­lidades de Boyacá, Escritos selectos; Rafael, autoridad del idioma español, muerto hace cuatro años, que en el momento de morir se desempeñaba como director del Instituto Caro y Cuervo y vicepresidente de la Aca­demia Colombiana de la Lengua, deja erudita producción como sabio de la lengua; y las hermanas sobrevivientes, María Elena y Lucía, enaltecen a la sociedad con sus virtudes femeninas.

Oración a Boyacá

Eduardo Torres Quintero, favorito de los dioses, revive como faro inextinguible de las letras boyacenses. Su voz nunca se silen­ciará en estas calles de la hidalguía y en este recinto colonial de ador­mecidos ensueños. Su célebre Oración a Boyacá es quizá el mayor mensaje que él depositó en la parcela amada, la de sus duros combates y sus alborozados ideales.

Recordemos algunos apartes de esa pieza de antología:

“Boyacá glorioso; Boyacá entraña de la Patria; Boyacá sumiso y arisco; Bo­yacá hecho de pretérito y de futuro: oye la oración que te dirigimos y afianza en nuestros pechos la fe que abrigamos en ti…

“Como reinan en ti la paz y el silencio, letifica nuestros corazones e imprime a nuestras almas el sosegado pulso que nos haga serenos y firmes y nos capacite para seguir sin detonancia ni estruendo la parábola del progreso…

“Porque la rectitud preside tus fastos, dignifícanos, fortalécenos y arma nuestros espíritus para combatir por la democracia, por el derecho, por el imperio de la ley, por la tolerancia entre hermanos, por la comprensión con quienes buscan el lustre y la grandeza de la República…

“Porque amas lo bello, porque diste a la Patria pensadores y artistas, sálvanos de la ignorancia, redímenos de vanidades, guíanos por los caminos de la sabiduría y haz que restauremos tu antiguo brillo doctoral, tus nobles calidades poéticas, tu deseo de ciencia, tu ansia de estudio, tu filosófica apostura…

“Como tienes fe en Dios, como la catolicidad te ennoblece, como la Iglesia de Cristo es carne de tu carne y sangre de tu sangre, danos la fe que nunca muere, vivifícanos, adoctrínanos, muéstranos el camino de Dios y danos la gracia de entregar intacto a las gentes que vengan tras nosotros el legado milagroso de las creencias.

“Vengan de ti a nosotros las fuerzas antiguas y nuevas; danos tu santidad y tu heroísmo; danos cuanto necesitamos para defenderte, enaltecerte y lograr que perdures en nuestra historia por los siglos de los siglos. Amén”.

La Patria, Manizales, 22-VI-1979.
Revista Cultura, Tunja, junio de 1991.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, No. 174, Bogotá, octubre-diciembre de 1991.

(Este texto fue leído en junio de 1991, dentro del Festival Internacional de la Cultura realizado en la ciudad de Tunja).

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Con enorme cariño leímos su columna del diario La Patria. Solo de personas como usted que sintieron y pulsaron el grande amor de nuestro padre por su tierra y sus gentes pueden esperarse frases tan sentidas. Familia Torres Barrera, Tunja, 24-VIII-1979.

Hace varios días conocí una brillante página publicada en el diario La Patria, en relación al ilustre boyacense señor doctor Eduardo Torres Quintero. Su estudio está escrito en prosa pulcra y elegante. Analiza la vida preclara de Eduardo, como notable organizador de la Contraloría General de Boyacá, como literato de bien cortada pluma, como crítico cáustico, como poeta de sonora lira, como elocuente orador de temas históricos y del bello idioma de Castilla. Fue miembro de número de la Academia Boyacense de Historia y correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Durante varios años dirigió la importante revista titulada Cultura, órgano de la Extensión Cultural de Boyacá. En cada entrega dio a la luz excelentes trabajos de literatura, historia, poesía, etc.

La Extensión Cultural funcionó, durante la dirección de Eduardo, en una casa de dos plantas de la acera occidental de la plaza de Bolívar. Esta mansión, con hermoso balcón corrido, de estilo español, todavía está en pie. El actual competente director del Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, don Gustavo Mateus Cortés, la tiene en restauración. En el amplio patio hizo construir dos plantas, de columnas de piedra y arcos de estilo románico. Tal vez para finales de 1979 todo el conjunto esté terminado. Se salvó la reliquia colonial.

Usted dice en su erudita página: «en otra página maestra de sutilísima ironía e incontenible furor literario y conceptual vapulea a su paisano el panfletario Vargas Vila, a quien cita corno el gigantesco paranoico boyacense«. Vargas Vila dirigió las escuelas urbanas de niños de los municipios de Boyacá (Boyacá) y Villa de Leiva, pero no fue boyacense. Nació en Bogotá, según partida de bautismo que un diario de la capital de Colombia publicó en una de sus páginas, hace buenos años.

Eduardo permaneció viudo durante buen número de años. Su bella y aristocrática señora esposa murió en Tunja. Dejó de hijos dos competentes abogados, dos que no se doctoraron y varias distinguidas hijas. El hijo mayor es el doctor don Guillermo Torres Barrera, actual senador de la República. Ramón C. Correa, secretario perpetuo de la Academia Boyacense de Historia, Tunja, 3-VIII-1979.  

 

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Tunja tiene sed

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelve el agua a escabullir­se… La sequía se apodera, otra vez, de la ciudad blasonada que con todos sus títulos parece con­denada a morirse de sed. A poca distancia de Tunja, un monumento recuerda la mayor gesta de la indepen­dencia colombiana. Se conserva intacto el puente por donde pasaron las tropas patriotas que nos dieron la libertad, y bajo él, por más simbólico que sea, el agua se desliza como evocación de una tierra hu­medecida para la exuberancia.

El turista se embelesa ante la solemnidad del paisaje pas­toril que cautiva el espíritu y la mirada. Las aguas, mientras tanto, corren sigilosas en los contornos. Es el Puente de Boyacá lugar de silencio, de medita­ción, de alborozos patrióticos. Hilos constantes de llovizna fina se descuelgan refrescando la gleba con invasiones de rocío. El corazón, también inundado de riegos, se siente vaporoso.

Tunja, entrelazada por la misma historia, sobrevive, apenas a pocos kilómetros, sin agua. Ciudad de cielos húme­dos y quieta en su pasado, está castigada por la sequía. Es una sequía penosa y humillante. ¡Tunja, la brújula de la libertad a donde hay que dirigir el ojo in­quisidor, semillero de gestos heroicos, tiene sed! Es una sed recóndita y vergonzante.

El precioso elemento no cir­cula por las tuberías. Nunca ha circulado. Son apenas burbujas que rumian los pesares de una ciudad acosada. Ahora el pueblo, cansado de su suerte, protesta. Quiere romper su tradicional mansedumbre y quitarse el yugo. ¿Pero acaso la esclavitud ya no pasó? Es otra, ahora, su sumisión. El enemigo armado quedó derrotado en mitad del campo de batalla, allí mismo donde hoy se levanta un monumento impresionante, rodeado de aguas puras. Puras como la libertad. Aquel otro enemigo, soterrado y bárbaro, silba en la penumbra. Es una ig­nominia para la dignidad tunjana, para la dignidad boyacense.

El boyacense, elemento su­frido y bueno como el pan cam­pesino, no conoce la libertad ab­soluta. No ha aprendido a protestar. Las cosas le llegan incompletas, con la­mentos de tubería. Los gobier­nos se acostumbraron a entregar a Boyacá las obras por tajadas. El asfalto que se cree ha de llegar algún día hasta Cúcuta, se endureció, se volvió boyacense, apenas saliendo de Tunja. Años enteros se gastaron rectificando la vía entre Tunja y Duitama, y otra eternidad hasta Paipa. De ahí, hasta Soatá, tramo de vital importan­cia, pasarán varias genera­ciones si alguien no vuelve a redimirnos….

Tunja es la ciudad olvidada. Se le nombra, con unción, como una reliquia. Alrededor suyo se teje mucha literatura. Nos acostumbramos a mirarla como un mito, más que como el centro que respira, que ama, que siente sed. El desarrollo ur­banístico es lento, perezoso. Los retoques de lo que deteriora el tiempo son incompren­sibles dentro del concepto de la dinámica. La ciudad continúa quieta, estancada. Es un pa­sado de leyendas que perjudica, que incomoda, en lugar de beneficiar, porque no solo de glorias vive el hombre.

Boyacá es el corazón de la República. Se conserva allí inextinguible la semilla que ha fecundado a grandes poetas, es­critores y guerreros. Cuna de políticos y presidentes, hoy está abandonada. Triste aban­dono en medio de glorias inmar­cesibles.

Cuando escucho el propósito de convocar a un foro para delimitar, en los momentos ac­tuales, responsabilidades por la falta de agua y esgrimir, para seguir limitándola, la ausencia de guarismos millonarios, sien­to tristeza por mi tierra. Es un juicio escapista que no debiera intentarse. ¡Tunja necesita agua! ¿Para qué lavarse hoy las manos cuando la garganta está seca? Tunja siempre ha vivido sedienta.

Hace veinte años, cuando por sus calles silenciosas, tiznadas de lluvia, de recuerdos y afec­tos, se deslizaba la juventud plena del cronista, ya sentía en mi fibra boyacense una restricción. El agua, en la ciudad de los cielos frescos y los vientos mojados, ha sido siempre escasa. A los domicilios llegaba y sigue llegando con aliento calmoso, como murmurando entre pe­nurias.

¡Tunja tiene sed! Es la sed que le llega al boyacense por más distante que se encuentre, y que en ocasiones se vuelve, más que física, sed moral. No parece que deban repartirse responsabilidades, para eva­dirlas, cuando la víctima está agonizando por desamparo.

El Espectador, Bogotá, 26-VI-1978.

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Soatá, Ciudad del Dátil

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El viaje de Bogotá a Tunja, sujeto en otros tiempos a una carretera lenta y mal conser­vada, se realizaba en cinco horas. Hoy se hace en dos, por una de las mejores autopistas con que cuenta el país, en per­secución de horizontes turísticos que brotan al natural y que se convierten en una de las más espectaculares atracciones de Colombia. Esa carretera, rauda y al propio tiempo trampa mor­tal para los viajeros desafo­rados, se prolongó más tarde hasta Paipa y Duitama, y de allí salieron vertientes que bo­rraron los viejos caminos hacia Sogamoso, Belencito, Villa de Leiva, Monguí y Tópaga, ha­ciendo surgir todo un escenario de riquezas naturales y un venero de reliquias históricas que arrastran desde todos los puntos de Colombia, y también del exterior, caravanas pre­surosas de turistas.

De Duitama en adelante, siguiéndole el paso a la vieja carretera trazada hasta Cúcuta, la travesía se torna pausada, y apenas el progreso del asfalto ha logrado prolon­gar, en algo así como veinte años, algunos tramos de vía confortable. Bien vale la pena que el Gobierno revise tanta parsimonia. El transeúnte, que ha venido devorando distancias desde la salida de Bogotá, debe aminorar la marcha cuan­do la cordillera da su primer zarpazo.

Nacen, entonces, otros pai­sajes y nuevas emociones. Es ya el páramo, con sus frailejones taciturnos y su presencia húmeda, el que brota de las en­trañas de una comarca pródiga, lo mismo para formar lagos ar­tificiales, como el de Paipa; lagunas naturales, como la de Tota; pueblos hechizados, como el de Villa de Leiva, que es­cenarios sedosos como los que comienzan a desgranarse conforme se afianza la cordillera.

Por en medio de las fascinantes acuarelas del páramo se van atravesando poblaciones silenciosas que parecen arrancadas de páginas mágicas, e irrumpe, de pronto, una pausa en el camino, que se llama Soatá. En Boyacá todavía se les da importancia a las cabeceras de zona. Y ojalá siempre la tengan. Es una manera de mantener puntos de progreso dentro de un territorio  espacioso.

Soatá es la capital del Norte de Boyacá. Pueblo señorial, vigilante de extensa zona, que se levanta altivo entre peñascos y horizontes mag­níficos. Cuna de políticos, de in­telectuales, de gente honrada y trabajadora. Por sus calles resuenan las admo­niciones de Cayo Leonidas Peñuela, los ímpetus parlamen­tarios de Sotero Peñuela, los afanes patrióticos de José María Villarreal, la voz román­tica de Laura Victoria, el liderazgo político de Camilo Villarreal. A poca distancia, Eduardo Caballero Calderón, maestro de la pluma, cuida su heredad y le da contornos a Tipacoque, su paraíso romántico.

Soatá es también la Ciudad del Dátil. Es en el único sitio del país donde la palma se pegó a la tierra con tanto arraigo y señorío, que se ha convertido en un emblema. Una palmera de Soatá, por misterios que solo conoce la naturaleza, es madre. Y esto es ya bastante. A simple vista, sería lo natural. Pero en muchos lugares de la tierra las palmeras son estériles. Para que haya fecundación se re­quiere que en la misma planta existan flores masculinas y femeninas y que, como en la naturaleza humana, el polen transmita la vida.

Soatá celebra en estos días el Festival del Dátil. Hermoso homenaje a la naturaleza. Se complementa el programa con la Fiesta del Retorno. De sus autoridades he recibido una gentilísima invitación para que, como hijo de Soatá, conteste a lista. Así lo hago en esta nota.

Algún día la perezosa carretera que parece detener­se en cada curva de la montaña para hacer más plácida la contemplación del paisaje, ter­minará quitándole el polvo a la travesía. Cuando ello suceda, acaso se habrá perdido el en­canto. Se abrirán, con la mar­cha del progreso, caminos más veloces, y es posible que los pueblos solariegos tiren su marasmo y se vistan de pre­muras. Por ahora hay tiempo todavía de estirar el panorama, de retener el manto bucólico. Y de hacer una parada en Soatá, tierra grata, con sabor a dátil, que se solaza entre palmeras y que ignora, por fortuna, velo­cidades distintas a extender a propios y extraños su abrazo de confraternidad.

El Espectador, Bogotá, 21-XII-1976.

 

 

 

 

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