Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Boyacá’

Soatá, Labranza del Sol

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de los 438 años de vida que cumplió en diciembre mi patria chica, sus habitantes han querido mostrarle al país, por diversos medios de comunicación, más que la realización de unos festejos populares, con los que de todas maneras se enciende el afecto por la tierra, la importancia de los pueblos como vértebras que son de la patria. En la aldea se refleja el alma nacional. La nación no existiría sin la provincia.

Soatá, llamada Labranza del Sol, titulo grabado en su escudo de armas como emblema de la abundancia, la riqueza, el poderío y la libertad, y también Ciudad del Dátil, en ho­menaje al apetitoso manjar que le regaló la tierra y que no ha prendido en otro sitio del país, es hoy la villa reposada que en el norte de Boyacá custodia el pasado de actos heroicos que le dieron impulso a una raza.

*

En los tiempos de la Independencia, Soatá jugó papel importante por su posición estratégica y el coraje de sus moradores, personas templadas entre las durezas del campo y valerosas en sus luchas por la libertad. El carácter lo recibieron del cacique Soatá, a quien respetaban por su espíritu guerrero. Fue  enemigo peligroso para los españoles. La guarnición del cacicazgo, cuyos do­minios se extendían hasta el Chicamocha y Boavita, aumentaba su poder con las caballerías, vestuarios y víveres tomados al enemigo por las tropas patriotas al mando del fiero cacique.

En el Diario de Bucaramanga registra Luis Perú de Lacroix el paso por Soatá de los ejércitos bolivarianos, y el mismo Libertador, disuelta la Convención de Ocaña y de regreso a Bogotá, pernoctó en el pequeño poblado y escribió con su presencia un hito de grandeza en la crónica lugareña. En la correspondencia con sus generales, sobre todo con San­tander y Páez, menciona de continuo el nombre de Soatá.

*

El párroco actual, José Agustín Amaya, describe en su libro Soatá, Labranza del Sol un rasgo del pueblo primitivo con las siguientes palabras: «En cada bohío aglomeraban gran­des provisiones de papa, yuca, arra­cacha, ñame, maíz, y en inmensos moyones, con sus respectivos cala­bazos y totumas, la famosa y ‘empujadora’ chicha, amén de la droga milagrosa, el famoso ‘ayo’ (la mari­huana de esas épocas) traído de las orillas del Chicamocha y el cual entremezclado con caliza daba la fuerza necesaria para afrontar las situaciones más difíciles por varias semanas y meses».

Queda visto que los antecedentes de la marihuana se remontan a lejanas épocas. Lo único que ha cambiado es el nombre. De la chicha quedan pocas huellas en nuestros días, pero que se toma, se toma…

*

El general O’Leary dice en su viaje de 1827: «Soatá es una villa aseada y bonita, compuesta de varias casas de teja, que encierran una plaza amplia y buenas calles». Es un retrato de la época que se conserva en la actuali­dad, agregándole las arandelas del modernismo, aunque con robo de la estampa primitiva, y por eso mismo seductora, que se desdibuja bajo las ruedas del «pro­greso».

El canónigo Cayo Leónidas Peñuela, autor de los libros Soatá y Álbum de Boyacá, entre otros, rescata los sucesos que le dan dimensión a aquel rincón de la patria. Eduardo Caba­llero Calderón, el noble vecino de Tipacoque, se detiene muchas veces en sus obras –y en la vida real– ante la vida plácida del terruño. Laura Victoria, con su pluma lírica, inspira el paisaje. Juan José Rendón, el patriota legendario, escribe lecciones de heroísmo… Soatá ha dado muchos hombres ilustres, y en las nuevas generaciones sobresalen figuras destacadas en el ámbito nacional.

*

El pueblo está de fiesta. Ha cum­plido 438 años. Es una de las po­blaciones más antiguas del país y se mantiene tan fresca como sus dátiles, sus palmeras, sus toronjas, sus li­mones azucarados, sus golosinas au­tóctonas, sus mujeres y sus paisa­jes… que hacen las delicias de los eternos viajeros hacia Cúcuta y otros horizontes remotos. Es la aldea si­lenciosa y hospitalaria, cálida para el afecto y esquiva para la afectación, que se yergue en el camino envuelta en su manto de añoranzas y con el corazón abierto al cariño de sus hijos presentes y distantes.

Apenas la superan en edad: Tunja, con 444 años; Bogotá, con 445; Carta­gena, con 450; Santa Marta, con 458…. Soatá, mi pueblo, que se codea con los notables, es palabra mayor.

El Espectador, Bogotá, 20-II-1984.

* * *

Comentario:

El ayo es la coca sin procesar, como quien dice en bruto, y se cultiva no sólo en Colom­bia y concretamente en las vegas del Chicamocha, sino en varios territorios de América, desde el Alto Perú (Bolivia), hasta la Sierra Nevada de Santa Marta (…) En la provincia del norte de Boyacá, los trabajadores, ya no indígenas como en tiempos de la Independencia, sino blancos y mestizos, solían llevar colgados al cuello dos calabacitos, el uno cargado de coca cortada en pequeños trozos, y el otro relleno de cal; era frecuente verlos con un carrillo hinchado con la mascada de hierba, los ojos vagos, y al parecer perdidos en sueños e imaginaciones. Así los vi yo muchas veces, guiando a los bueyes del trapiche, como so­námbulos (…) Eduardo Caballero Calderón, El Espectador, 23-II-1984.    

 

 

 

 

 

 

Categories: Boyacá, Viajes Tags: ,

Paipa, mi pueblo

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Apenas acababa de regresar de breve recorrido por los caminos de Boyacá cuando recibí el libro Paipa, mi pueblo, de Armando Solano, afortunada edición del Banco de la República dirigida por Hernando Mejía Arias, discreto trabajador cultural, el mismo que asesoró las obras Gotas de tinta, de Luis Tejada, y Poesía y prosa, de José Asunción Silva, excelentes publicaciones de Colcultura.

Decía Solano que «no hay en nuestra raza característica más per­sistente que la melancolía, y esa melancolía hace del tipo que se mueve bajo su influencia, el más apto para un progreso sustantivo e inte­gral». En el boyacense se combinan condiciones poco comunes. En su sencillo porte habitual van escondi­das la malicia, la sinceridad, la cordialidad, la penetración de espí­ritu, la ingeniosidad bromista con que protege su humildad y se defiende contra los zarpazos de la existencia.

Armando Solano se pasó la vida cantándole a su tierra y extrayendo de ella el sabor, la sabiduría y la poesía que permanecen en su obra mesurada y reflexiva. Es él, ante todo, ameno conversador literario —como era su permanente manera de ser—, cuyo mérito principal reside en la autenticidad con que supo captar la pureza del paisaje y la pureza del alma boyacense. Dos condiciones que le dan dimensión a la patria co­lombiana.

Dominó la difícil facilidad de la escritura, y forma, con Eduardo Ca­ballero Calderón, Eduardo Torres Quintero, Eduardo Mendoza Varela, José Mar, José Umaña Bernal y tantos otros, la legión de grandes estilistas boyacenses. ¿Y qué es el estilo sino esa garra del pensamiento que se queda en el tiempo como mojón irremovible del tránsito del hombre sobre la tierra?

Hoy es distinta la Paipa que conoció Armando Sola­no, como lo advierte el prologuista, Próspero Morales Pradilla, otro bo­yacense preclaro. Comenta él que lo más curioso que les ha ocurrido a los boyacenses es el cambio de color. En vida de Solano se vestía de negro. ”Este hecho —dice Próspero Morales— les daba resonancia y, sobre todo, uni­formidad a los escritos de Solano».

Pero vino la época del color: televisor, violencia, siderúrgica, camisetas de los ciclistas… que acabaron con cuatro siglos de luto en Boyacá. ¿Y toda esta barahúnda del color y el progresismo —pregunto yo— no estará terminando también con los escritores? ¿Sí es fácil escri­bir entre el bullicio del transistor endemoniado o la pantalla fulgurante y frívola del televisor que no deja pensar?

Encontré, en mi viaje relámpago por la zona turística de Boyacá, dos lindos pueblos agonizantes: Tibasosa y Nobsa. Se están intoxicando entre la contaminación mortífera de las fá­bricas de cemento. ¡Los está ma­tando la civilización! Y me hallé con otro adefesio: el turismo, a lo gringo, o sea con arrogantes dólares viajeros, hace hoy de Villa de Leiva, Paipa y sus alrededores, antes pueblos acce­sibles al bolsillo, lugares exagera­damente caros.

Regocijémonos, quienes aún lee­mos libros, del reposo de aquella Paipa lejana que se rescata hoy, con la confortante melancolía del alma boyacense, entre el vértigo y la al­garabía infernales de estos tiempos convulsos y confusos que no alcanzó a presentir Solano. Paipa es también emblema de la quieta aldea del ayer que el país se dejó robar. Los pueblos serán siempre reflejo del alma. Carlos Eduardo Vargas Rubiano, celoso vigilante de la heredad, debiera promover una campaña para preservar a Boyacá contra los asaltos deformadores de la falsa civilización.

Una pregunta final: ¿Por qué le suprimieron, en la carátula del libro, la coma a Paipa, mi pueblo? Esto tampoco lo hubiera entendido Solano, esteta del estilo, y es mejor que lo ignore en su descanso eterno. La coma se suda y se goza tanto al colocarla, cuando es correcta, como al suprimirla, cuando es defectuosa. La buena puntuación usurpada o dis­locada se vuelve un atropello contra el ritmo y la donosura del idioma. (Pero si las nuevas generaciones no aprendieron a escribir con sintaxis, menos lo harán con comas y tildes).

¿Será que con la salida de Jaime Duarte French de la Biblioteca Luis Ángel Arango se están colando los diablillos de los tiempos modernos que tratan de desdibujar la época y la obra memorables de Armando Sola­no?

El Espectador, Bogotá, 4-VIII-1983.
Revista Cultura, N° 135, Tunja, diciembre de 1991.

* * *

Comentario:

Buena, pero muy buena, tu nota de hoy en El Espectador sobre el libro de Armando Solano. Inteligente, sabrosa, conceptuosa. Lo de la coma, estupendo. Adel López Gómez, Manizales.

Monguí, tierra de ensueño

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A corta distancia de Sogamoso, por carrete­ra bien conservada, se encuentra el municipio de Monguí, recostado en una explanada solitaria. A su lado se desliza el río que lleva su nombre, de aguas limpias y pensativas. Allí el paisaje boyacense se im­pone con densidades taciturnas, que invitan a la contemplación y a la paz del espíritu.

Es pueblo de larga historia, cuya fecha de na­cimiento se remonta a 430 años. Desde los alrededo­res sobresale la torre de la Basílica, famoso templo construido en el siglo XVIII y que alberga una Virgen portentosa, en cierta competencia con su vecina de Morcá, otro atractivo de romerías y milagros.

Es el templo de Monguí, junto con el extinguido convento de los franciscanos que se halla pegado a él, uno de los más deslumbrantes monumentos del arte colonial, convertido en pinacoteca que retiene obras de incalculable valor, de Vásquez y Ceballos. Motivo de admiración es el retablo de la Madona, imagen renacentista de gran hermo­sura que atrae caravanas de turistas de todos los si­tios del país.

El turista se desliza por entre las acuarelas del contorno típicamente campesino, y entrando al pueblo, lo recibe la primera piedra centenaria que atestigua la presencia de un sitio tallado sobre la roca que parece emerger de la prehistoria. Allí esta­rán las casas solariegas y las tapias embardadas, co­mo testimonio de épocas lejanas.

El escaso vecinda­rio permanece de puertas para adentro de sus resi­dencias entregado a la industria de los balones de fútbol, actividad que desplazó a la agricultura y que permite a sus habitantes obtener razonables ren­dimientos económicos. Oficio que practican to­das las familias, con arte y entusiasmo, y sin embar­go no tienen en el pueblo un campo de fútbol.

Las calles, que huyen del modernismo, se en­cuentran clavadas sobre piedras rojas y rectangula­res, en esplendente espectáculo de simetría y firmeza. Los blancos portalones y los espaciosos coberti­zos hacen pensar en épocas de caballerías y remo­tas costumbres manchegas.

La Basílica se levanta majestuosa como guardiana de aquella heredad que no han logrado deteriorar los años. Detenido el turis­ta en mitad de la plaza, se impresiona con la soledad y se maravilla con la fantástica arquitectura que circunda la majestad del pueblo quieto, con siglos de historia, que le huye al turismo falso que termina­ría robándose sus costumbres recatadas.

Por eso, Monguí no quiere restaurantes ni tabernas y prefiere recogerse en sus recónditas intimidades. El boyacense, reser­vado y cauto, lleva en el corazón el paisaje de su tie­rra y no se presta para sospechosas mutaciones.

Monguí se mantiene prevenida contra el cambio mutilador. Repudia las cantinas y los sitios jacarandosos. Consume apenas los licores hogare­ños y rechaza el turismo de las alegres mujeres y los tragos embrutecedores. No quiere dejarse robar la tranquilidad lugareña y no le importa tampoco que a corta distancia la vida se mueva con otros ritmos.

Un puente de piedra atraviesa la hondonada y conduce al final del pueblo, por donde continúa el camino de herradura que se pierde entre la montaña recelosa. Es la montaña que cuida del sosiego de es­tos moradores callados e industriosos que desperta­ron con la noticia de que su terruño fue el premiado en el concurso del pueblo más lindo de Boyacá. Los monguíes no tuvieron necesidad de enlucir una fa­chada ni de cambiar una piedra, porque la belleza de su solar es permanente y auténtica y no necesita de retoques para ser fascinante.

Saben ellos que tienen un tesoro, y si lo compar­ten con los miles de turistas,  es para que Colom­bia les ayude a conservarlo. La Basílica, monumento nacional, vive temerosa de los asaltan­tes, con la mirada atenta de quienes saben custodiar el arte. En Morcá le robaron a la Virgen su preciosa corona, y los habitantes de Monguí se man­tienen prevenidos para que no le suceda lo mismo a su soberana protectora.

Este sencillo municipio boyacense, de escasos ocho mil habitantes, de calles pulcras y piedras relucientes, es una invitación a la paz del alma, esa que sólo se consigue entre la despre­vención de la vida simple. La naturaleza, que es sabia, no ha permitido la perturbación del lugar apacible que no cambiarían los monguíes por la urbe más tumultuosa del planeta.

El Espectador, Bogotá, 21-XII-1980.

Categories: Boyacá, Paisajes Tags: ,

El lector boyacense

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El lector colombiano, obra de difícil localización en las bibliotecas, fue inspirada por el poeta tunjano José Joaquín Ortiz en los finales del siglo XIX y en ella aprendieron a leer los escolares de comienzos del siglo actual. Fue un inteligente esfuerzo para que la ju­ventud se compenetrara con los valo­res más representativos de la litera­tura colombiana y aprendiera a querer la tierra y familiarizarse con las tradiciones, el paisaje, la cultura y las creencias de la patria.

Casi cien años después nace una obra similar y acaso de superior aliento, si los tiempos contemporáne­os, muy distintos a los del vate tunja­no, giran hacia lo frívolo y se han venido desentendiendo de las disci­plinas del espíritu. Hoy las gene­raciones ya no leen y poco se preocu­pan por la investigación y menos por incursionar en los tratados que es­tructuran la personalidad y enseñan a ser cultos. El profesional, que sale de los claustros universitarios con vacíos de formación, es un rele­gado cultural que rodará por los caminos ligeros del mundo superfi­cial. Carecerá de tiempo y vocación para repasar un libro. Los clásicos, imprescindibles antes como rectores de la mente, son ahora seres extraños y anacrónicos que no mere­cen ser estudiados.

Así van creciendo los escolares, los bachilleres y los doctores. Con el cerebro estéril se enfrentarán a los conflictos que vive la huma­nidad en esta época de choque y confusión, y como son inhábiles, cre­arán mayor caos.

Al salir ahora El lector bo­yacense, obra gigante no sólo por los diez mil volúmenes que lanzará hacia todos los establecimientos educativos de Boyacá, sino por su profundo contenido didáctico, se nota de inmediato el afán de sus promotores por asegurar mejores rumbos para las nuevas generaciones. Es, además, un ejemplo para toda Colombia.

En dos tomos extensos y selectos se recoge el pensamiento de los escritores y poetas de Boyacá, tanto de los tiempos antiguos como de los presen­tes, y bajo una acertada dirección se encarrilan los temas y se forma rico acopio literario para quienes quieran asimilar la esencia de esta región culta. El lector despreve­nido encontrará motivos amplios de orientación, y el avanzado tendrá a la mano, depurada y diversa, una antología del mejor gusto y la más escogida calidad. En sus páginas está el espíritu de la comarca pensante y creadora. Boyacá es tierra fértil para la inteligencia y representa un derro­tero espiritual para el país. En sus campos se han amasado las grandes gestas de la independencia y de ellos ha brotado nuestra raza de duros cimien­tos.

El educador hallará en estas páginas el semillero que le fortalecerá sus propias convic­ciones y acentuará en los escolares esa área cultural que es preciso defender como el mejor tesoro de la tierra. Será texto obligado en escuelas y co­legios, y también en los predios uni­versitarios, para que la gente se iden­tifique con la región y sus hombres de letras. Leyendo sus páginas, la mente tomará altura.

Esta obra ha sido posible gracias al empeño de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, el alma máter de los boyacenses, bajo la rectoría del doctor Juan B. Pérez Rubiano, y con la valiosísima eje­cución de dos elementos impondera­bles en el panorama cultural del de­partamento: Vicente Landínez Castro y Javier Ocampo López, el uno boyacense raizal y el otro por adopción, y batalladores los dos en las justas de la inteligencia. El lector boyacense proyecta el sentido de la vida para que la gente no se conforme con vegetar sino que se inquiete por pensar.

La Patria, Manizales, 15-XI-1980.
El Espectador, Bogotá, 9-XII-1980.

 

Soatá, «Ciudad del Dátil»

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He vuelto a Soatá, mi pueblo natal, después trece años de ausencia. Ausencia solo física, cuando la patria chica late en el sentimiento como una arteria vital. El hombre, siempre en vía de regreso e introspección, vuelve una y mil veces al solar nativo por los caminos del afecto, la manera más auténtica de reencontrar­se con uno mismo, con la propia gleba.

Años atrás, en un Festival del Dátil –y que de vez se recuerde que mi pueblo natal, capital de la provincia del norte de Boyacá, es la Ciudad del Dátil– recibí gentil invitación de las autoridades locales a hacerme presente en la Fiesta del Retorno, bonito pretexto para que los soatenses regados por todos los confines de la patria nos acordáramos de la madre tierra. Pregoné entonces, desde estas acogedoras co­lumnas de El Espectador, que mi tierra, por más pequeña que sea y por más distante que la vean quienes no la conocen –y que el cielo los perdone– es sitio amable y pintoresco, limpio y ordenado, tibio para el afecto y constante para la hospitalidad.

Regreso ahora de sorpresa, silenciosamente. No es la Fiesta del Retorno con cuñas y alga­rabías, pero es el auténtico reencuentro con la tierra, el paisaje y las emociones, de este soatense, ahora vuelto escritor, que se siente muy a gusto mirando desde una ventana sobre la plaza la majestad del pueblo sosegado que ca­mina despacio, es cierto, pero que no se ha dejado robar sus encantos. No es que los ojos del afecto lo hagan ver así: es que en los pueblos silenciosos, no invadidos aún por el modernismo, la vida, por tranquila, es más vida.

Es posible que esta crónica llegue a mi pueblo cuando ya con mi mujer y mis hijos haya regresado a otros lares. Para entonces podrán darse cuenta mis paisanos, al ver el nombre de Soatá en letras grandes de imprenta, que les cumplí la cita. En breve y vitalizante estadía me encontré de nuevo con la filosofía pueblerina, movida por menudos y al propio tiempo característicos perso­najes locales, con sus quejas y sus angustias, sus desvelos y sus aspiraciones.

Es apenas elemental rendirle honores al tu­rismo de mi departamento. Al exterior se viaja con humos de superioridad y se olvida que es Co­lombia, por excelencia, tierra pródiga para la contemplación. Se vuelve por lo general del exte­rior con fatigas e indigestiones, sin asimilar na­da cuando se carece de bases para meterse en otros ambientes y otras culturas. Al colombiano le falta conocer mejor su patria.

Boyacá, rica lo mismo en epopeyas que en ho­rizontes turísticos, es uno de los mayores atracti­vos del país. El paisaje se vuelve embrujado con solo tocar la primera piedra del camino. Eso lo saben muy bien quienes transitan las carreteras de Tunja, Paipa, Duitama, Sogamoso o Villa de Leiva, entre trigales y aires campesinos. Algún día –y parece que no en este siglo, ¿verdad, don Eduardo?– la carretera asfaltada, tan lenta y tan esquiva, llegará finalmente a Cúcuta. En­tonces se apreciarán mejor los atractivos de Soatá y Tipacoque, sitios que ahora disfrutamos quienes, desafiando el polvo y los trotes del camino, sabemos extraer lo mejor de estos parajes bucólicos.

Pueblos tranquilos, sembrados al paso de la vía, con sus placitas dormidas y sus iglesias tristres, saludan al viajero y lo empujan a seguir la marcha. Tunja, Paipa, Duitama, Santa Rosa de Viterbo, Belén, Cerinza, Susacón…. y ¡Soatá! Veinte minutos más y estaremos en Tipacoque, el fortín sentimental de don Eduardo Caballero Calderón, antes corregimientos de Soatá y ahora independiente por obra y gracia de don Eduardo, su primer alcalde.

Antes de llegar a Tipacoque, donde Caballero Calderón me espera gentilmente, pespunto estas líneas sobre mi pueblo. Reverdecida por árboles frondosos que alguna autoridad quiso echar al suelo –que Dios y la ecología se lo perdonen–, se extiende la plaza pulcra y aco­gedora, bien pavimentada, con sus faroles soñadores y su pileta rumorosa. ¡Quiera el cielo que, de progreso en progreso, no se llegue nunca al gigantismo destructor que acaba con el alma de los pueblos!

Un magnífico hotel de turismo que puede en­vidiar cualquier población tropical invita al viajero a pernoctar y quedarse. Dotado de todas las comodidades, atrae turistas de muchos sitios próximos y lejanos. Las calles del pueblo, empolvadas en otra época, ahora relucen por el pa­vimento. En el parque de la entrada, otro bello lugar siempre florecido, está la efigie del patriota Juan José Rondón, hijo de Soatá según afirmación del canónigo Peñuela. En la historia local se le considera tan soatense como Laura Victoria, Cayo Leoni­das Peñuela, los Villarreal o los Escobar.

De resto, todo permanece igual, maravillo­samente igual. Solo se extraña la ausencia de raizales familias que tuvieron que radicarse en otras ciudades en busca de universidades para sus hijos. Pero su recuerdo permanece vivo, una manera de estar presentes.

Algo habrá que decir, para terminar, sobre la carretera. Según la regla de tres expuesta en El Espectador por Caballero Calderón, la calle real de Colombia, que va desde Bogotá hasta Cúcuta, se terminará de recti­ficar y pavimentar hacia el año 2020. Yo la encontré aceptable, a pesar de la polvareda. Fue grata la sorpresa, después de trece años de ausencia.

Así lo pensaba, y casi me marcho con una mentira a bordo, hasta que al­guien me comentó que la vía estaba “pasable» por haber sido arreglada con motivo del viaje del Ministro de Obras Públicas, quien dejó a los soatenses con las ganas de hacerle comer tierra. A última hora, como suele ocurrir, suspendió la visita, decisión muy sentida por el ve­cindario y muy aplaudida por el periodista, quien pudo gozar, si no del asfalto del año 2020, sí de la ficción de un sueño mentiroso. Redoble­mos, por lo tanto, las baterías, desde Tipacoque y desde Soatá.

Mis paisanos me perdonarán si me les vine furtivamente, por fuera de programa. Pero aquí les dejo la constancia del retorno.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1979.

 

Categories: Boyacá Tags: