Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Boyacá’

El abandono de Boyacá

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Armando Solano, gran cantor de Boyacá, destacó en sus escritos la melan­colía de la raza indígena. Supo mezclar la pesadumbre del boyacense con la belleza y el sosiego del paisaje. Refundidos ambos ingredientes, diríamos que el estado apacible del boyacense, que es consecuencia del propio ambiente tranquilo y soñador, crea una atmós­fera de resignación y conformismo que tal vez sea buena para el sopor de la conciencia pero no para el progreso regional.

Esto explica que el boyacense sea dócil para admitir el lento despertar de su terruño; para tolerar que el adelanto de los caminos y las carreteras, decisivo para crear riqueza, se mueva aquí a paso de tortuga; para confor­marse con el crecimiento vegetativo de la agri­cultura, sin presionar los medios técnicos de la producción; para vivir ausente de los adelantos de la industria; y en fin, para salir de elección en elección a votar por los mismos caciques impro­ductivos, sin esforzarse por buscar opciones audaces.

Hay un ejemplo típico que demuestra hasta qué grado el alto gobierno de la nación mantiene en olvido a Boyacá. Es el de la carretera central del norte, tan parsimoniosa como si se tratara de una obra eterna. Siendo una de las vías más importantes del país, llamada a desembotellar y hacer surgir del abandono grandes regiones de valioso porvenir agrícola, ha gastado ochenta años para llegar pavimentada hasta adelante de Belén, desde que el general Reyes la impulsó en su gobierno, cuando su destino final es la ciudad de Cúcuta. El  tramo ejecutado acusa hoy deterioro por falta de mantenimiento. Al paso que lleva, necesitaría un siglo más para romper esta muralla de letargo y mansedumbre.

Hoy brillan en el país, por su ausencia, las figuras de egregios boyacenses que deberían ocupar posiciones claves en la alta administra­ción nacional. El boyacense se ha distinguido siempre por sus dotes intelectuales y políticas, por su probidad y destreza, por su inteligencia y sagacidad.

El departamento ha dado, con elocuente superioridad, presidentes, magistra­dos, políticos, sacerdotes, educadores, escri­tores, poetas, artistas… Ha estado presente en los momentos decisivos de la nacionalidad. Le enseña al país a ser honrado y virtuoso. Pero se le margina cuando se trata de repartir puestos de mando. Se acude a sus votos cuando se necesitan eleccio­nes caudalosas, pero se olvidan sus apremios cuando se silencian las urnas.

Boyacá debe reaccionar. Es preciso que sus dirigentes se hagan sentir con mayor tono en el concierto de la nación. Que se monten industrias pesadas, se impulsen las carreteras, se acome­tan obras de verdadero desarrollo. Para eso se requiere mayor conciencia cívica, más ímpetu y menos resignación.

Hay que mirar hacia las grandes soluciones, prescindiendo de los me­nudos afanes egoístas. Y dejar de lado la pereza y la pasividad. Sólo así Boyacá conse­guirá el liderazgo que le corresponde en esta hora de acción y desafío.

Carta Conservadora, Tunja, 30-X-1986.

Categories: Boyacá Tags:

Una poetisa olvidada

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Laura Victoria (Gertrudis Peñuela de Segura en su nombre civil), mi ilus­tre paisana de Soatá residente en Méjico hace 45 años, sufre dolor de patria. Quisiera ella regresar del todo a su solar nativo, pero tal vez sus cir­cunstancias familiares no se lo permi­tan. Su alma añora, entre tanto, la tierra nutricia que le inspiró su mejor poesía. Y hoy, en la dorada edad de las nieves y los profundos recuerdos, siente el río de la patria como eco clamo­roso y remoto al mismo tiempo.

Con nostalgia evoca sus raíces co­lombianas:

Patria, para quererte más es necesario

beber el barro de tu ausencia;

mirarte desde lejos

en tus rectas llanuras,

en tus valles floridos,

en los ríos anchurosos

que corren vertiginosamente

sobre tu piel morena.

Lejos de ti no saben el pan ni la alegría…

He visto en la revista Nivel, que di­rige en México ese otro gran poeta colombiano y continental que se llama Germán Pardo García, el entrañable homenaje rendido a Laura Victoria, a quien él considera «la mayor poetisa de Colombia y una de las más ilustres de América». Ya Guillermo Valencia había catalogado su poesía como «la más auténtica, la más envidiable y la más pura». Y Juana de Ibarbourou la halló «intensa, joven, vital, verdadera joya». En similares términos se han mani­festado otros destacados intelectuales.

Pero Colombia, triste es reconocerlo, se ha olvidado de Laura Victoria. Sus libros no volvieron a editarse y hoy suena lejano ese nombre que en otras épocas hizo vibrar la emoción nacional. «Llamas azules es sin duda el mejor libro poético publicado por mujer al­guna en Colombia», declaró Rafael Maya». Cráter sellado y Cuando florece el llanto, publicados en Méjico y España y agotados en su primera edi­ción, tuvieron también figuración in­ternacional. Ninguna de estas obras se consigue hoy en las librerías.

Esta inmensa cantora del amor, que en forma estremecida quemó con sus arrullos el corazón de los colombianos, que fue laureada en los Juegos Florales de 1937 y deja páginas magistrales como su poema A Beatriz y su romance El elefante de viento, es ahora ajena en su propia patria. Es la amnesia de los tiempos que en nada se opone, sin embargo, a la gloria conquistada.

Laura Victoria, cuya poesía sensual compite con las más finas expresiones del género, cultiva en sus últimos años la poesía mística. Y ésta, como ironía, permanece inédita. Ni Colcultura ni Extensión Cultural de Bogotá, que le prometieron publicar sus libros, cum­plieron el ofrecimiento. Es un dato oculto que por primera vez se revela, por infidencia del articulista, para que los editores y lectores co­lombianos queden enterados.

Esta nota, que entraña una comedida protesta por la indolencia de la cultura y la ingratitud de los colombianos, se escribe a espaldas de mi distinguida corresponsal. Su proverbial modestia no me la hubiera autorizado. Pero como Laura Victoria debe re­gresar a Colombia, tanto de cuerpo como en su luminoso estro, y a Soatá habremos de llevarla, no temo ser de­lator de secretos.

En sus intimidades está viva la imagen de la aldea: Surgen en la distancia / las tardes de mi pueblo / surcadas de caminos, / donde van las muchachas / con las trenzas desnudas / y los senos erectos. / Las muchachas de sol / y agua temprana, / doradas como dátiles, / esquivas como el viento /…

*

La mujer que escribió En secreto, una de las declaraciones más penetrantes de la pasión romántica, nunca podrá ser olvidada. Oigámosla:

Ven, acércate más. Para tu cuerpo

seré una azul ondulación de llama,

y si tu ardor entre mi nieve prende,

y si mi nieve entre tu fuego cuaja,

verás mi cuerpo convertirse en cuna

para que el hijo de tus sueños nazca.

El Espectador, Bogotá, 12-XI-1985.

 

Categories: Boyacá, Poesía Tags: ,

Soy boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Ingreso a la Academia Boyacense de Historia)

Entrar en la historia de Boyacá es llegar a un pasado de luchas y glorias, de esfuerzos y valentías, de misterios y epopeyas, donde la patria vibra más que en ningún otro sitio de Colombia. Boyacá, por ser la cuna de la libertad, es también el principio de la nacionalidad. Se comienza a ser colombiano y a sentir la densidad de le telúrico y lo patriótico desde estas piedras milenarias donde el hombre parece que emergiera, hecho roca y montaña, raíz y espíritu, más allá del mismo tiempo.

Aquí, en este territorio de labriegos y guerreros, de escritores y poetas, de hombres sencillos y mujeres virtuosas, el mundo se detiene para rendirle pleitesía a la belleza y respeto al carácter.

Cuando venimos a Boyacá sentimos que algo se estremece en la profundidad del alma. Es el asombro ante las breñas que lloran de nostalgia y las mieses que susurran de plenitudes. Es el encuentro con Dios y con la naturaleza en estos campos circundados de sosiego y en estos caminos quebrados de silencios. Es la presencia inexpresable del mito y lo sobrenatural, que es mejor no romper con palabras.

Boyacá, sumisa y arisca a la vez, es tierra de montañas y mesetas, de llanuras y hondonadas, de recodos y horizontes, y diríase que en el capricho de la geografía está fundida la personalidad de la raza. Sus pueblos, aldeas y veredas, que más parecen de ensueño que de realidad, permanecen incólumes ante las arremetidas del engañoso progreso.

El boyacense no se dejará permutar el alma y vive aferrado a sus luchas, sus dificultades y sus glorias, y no renunciará a su ancestro y cuanto él representa. Es, si se quiere, esclavo de la tierra, y esto hay que entenderlo como peón de la independencia.

Ser boyacense significa ser hombre de ideales religiosos, de duro trabajo y temple de caballero. De los españoles heredamos el espíritu caballeresco con que cabalgamos por planicies y cordilleras, y también a lomo de las ilusiones, con porte galano y espada al cinto.

«El boyacense —dice Vicente Landínez Castro— posee un alma cosmopolita y sensitiva en alto grado, que con la misma intensidad y capacidad puede expresar la problemática de su terruño tanto como la problemática del universo». Y agrega Javier Ocampo López que Boyacá «es un departamento cuyos paisajes naturales y su conformación etno-cultural con supervivencias chibchas e hispánicas le infunden una identidad propia».

En el boyacense la discreción, la mesura, la sobriedad, la austeridad, mezcladas con esa malicia indígena que con tanta certeza analizó Armando Solano en sus páginas magistrales, son virtudes sobresalientes de nuestra idiosincrasia.

Quienes por circunstancias ajenas a la voluntad hemos estado por épocas ausentes del terruño, siempre quisié­ramos regresar a él. En el anhelo del retorno hacia los primeros pasos y las primeras emociones se cifra quizá la mayor ilusión del hombre.

Yo regreso hoy, en este nuevo ani­versario de la fundación de la noble villa de Tunja, a recibir el alto e inmerecido honor de ingresar, al lado de personas consagradas a la lucha de las letras, la historia y la nacionalidad, a la Aca­demia Boyacense de Historia. Aquí estamos este grupo de privilegiados diciéndole ¡presentes! a Boyacá, y pa­rece como si de esta manera reafirmáramos el sagrado compromiso de seguir fieles a la tradición boyacense.

Más que a graduarnos de historia­dores académicos, ciencia de tan exigentes disciplinas, hemos venido a refrendar nuestro amor por Boyacá, por sus tradiciones y su gente. De muchas maneras hacemos historia: en el cuento, en la novela, en la crónica, en el ensayo y hasta en la breve nota del periódico.

Al ingresar a esta respetable casa de cultura, por donde han pasado tantas figuras ilustres, lo hago rindiéndoles homenaje a mis antepasados, quienes me enseñaron a querer a Boyacá. De ellos recibí el estigma del boyacense y a ellos devuelvo el orgullo de ser leal al mandato de la sangre.

Quiero traer a este recinto el re­cuerdo de alguien estrechamente ligado a la estirpe boyacense, como que ya es parte nutricia de la misma tierra. Se trata de Eduardo Torres Quintero, mi mejor maestro, mi personaje inolvi­dable, uno de esos hombres de leyenda que para siempre permanecerán testi­moniando el pasado e impulsando el futuro.

Fue él insomne miembro de esta Academia, además de prosista castizo y vate lírico, que se volvió caballero an­dante de la cultura de Boyacá. Bien está entonces que evoquemos su memoria. Sobre él escribí una vez las siguientes palabras, que ahora deseo repasar para sentirme más boyacense:

«Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la historia de un pueblo que él veneró y ensalzó. El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jorna­das tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogimientos, en la quieta placidez del hogar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada de un poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyenda».

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1985.

 

Categories: Academias, Boyacá Tags: ,

Tierra del Sol

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La palabra Sol se multiplica por las calles de Sogamoso. Esta ciudad, la capital religiosa del imperio chibcha, conocida como la ciudad sa­grada, se hizo célebre por su Templo al Sol, que fue quemado en tiempo de los colonizadores. Por eso no es de extrañar que aquí el rey de la natura­leza alumbre más que en otros lugares. Y no es que sus rayos sean más potentes, sino que la veneración que los pueblos primitivos rendían al astro mayor ha pasado a los nuevos tiempos como el carácter espiritual de una raza. Un dios tutelar que se siente por todas partes.

De ahí que los comerciantes bauticen sus establecimientos con el sello del fuego. Conforme se recorra la ciudad aparecerá esta evidencia: Droguería El Sol, Teatro Sol, Baño sauna del Sol, Ferretería Dissol… En la plaza prin­cipal se encuentra erigida una estatua al astro rey, donde los adoradores, como cosa extraña, están de espaldas a él. Libertad que se tomó el artista, pienso yo, para indicar que hoy los colombianos caminamos con el sol a la espalda…

En mi breve paso por la ciudad me entrevisté con su párroco, monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, mi dis­tinguido paisano de Soatá. Recorda­mos nuestra patria chica y nos detenemos de pronto, entre tantas referencias que van surgiendo al calor de la tertulia, en la figura preclara de Laura Victoria, la inmensa cantora del amor (Gertrudis Peñuela, es su nombre de pila), cuyos versos ardientes, de fuego y de entraña sentimental, llenaron una época de la mejor poesía colombiana.

Hoy es una mujer silenciosa, de 72 años de edad, residente en Méjico, a quien sus com­patriotas y los propios soatenses han olvidado. Me cuenta monseñor que Laura Vic­toria escribe hoy poesía mística. Curioso contraste, por cierto. Tiene inédito un libro de este género, en busca de editor. No sólo éste sino todos sus libros merecen publicación, y así volverá a sus lares esta romántica mujer —ahora místicamente romántica— que otrora enardeció el sentimiento de los colombianos y que hoy no tiene, ni en su propio pueblo, una placa recordatoria.

Visito el célebre Museo Arqueológico, que dirige el doctor Eliécer Silva Celis. Todo cuanto quiera saberse sobre la tradición de los chibchas se encuentra allí reunido. Maravilloso templo que protege con exquisito gusto los tesoros del ayer legendario, gracias al interés, la dedicación y la técnica de Silva Celis, investigador que mucho ha contribuido al escrutinio sobre las culturas precolombinas. Es el primer museo de su naturaleza en Suramérica. A poca distancia de la ciudad se halla el también famoso Museo de Arte Re­ligioso, verdadera joya eclesiástica.

Este cruce de caminos que es Soga­moso hace de la comarca un reino ideal para el turismo. Los pueblos más lindos de Boyacá quedan en los alrededores: Monguí, Nobsa, Tópaga, Iza, Firavitoba, Tibasosa… Sus templos son joyas del arte colonial. Y el Lago de Tota parece que surgiera de las profundi­dades de la tierra como un dios encan­tado, temible y fascinante a la vez. Pero hay alarma, sobre la cual no se ha tomado conciencia, sobre el descenso de las aguas hasta niveles pe­ligrosos para la extinción de esta belleza natural. ¿Qué hacen las autori­dades para frenar el fenómeno?

*

Desde Puntalarga, entre Duitama y Sogamoso, rincón edénico que cuenta con todos los requisitos para el sosiego y la recreación del espíritu, el paisaje boyacense se hace soberano en toda su magnitud. Igual encanto se disfruta en el albergue de la Hacienda Suescún. Todo en Boyacá invita a la paz de la conciencia, y quienes no la logran es porque no la merecen.

Paz del Río es el emisario solar que creó para el país un emporio de riqueza. Boyacá, zona minera por excelencia, es rica en carbón, caliza, asfalto y mármol. Lástima que la polución de Cementos Boyacá, que está acabando con Nobsa y sus moradores, se convierta en enemigo letal de la atmósfera.

Y lástima que Sogamoso, ciudad comercial, industrial y ganade­ra, y cuna de escritores, historiadores, periodistas y hombres de Estado, no tenga hoy la categoría intelectual de otros tiempos.

Dicen que la politiquería se apoderó del terruño. La gente protesta en privado, pero no se atreve a rebelarse en público. Los alcaldes no mandan en su año, porque apenas resisten tres o cuatro meses, y así, de tumbo en tumbo, es imposible el progreso.

Sogamoso, Ciudad del Sol y del Acero. Título bien ganado. Sitio amable, reposado, acogedor, en él to­davía se respiran aires frescos. Aldea bien conservada, en busca de mejores horizontes, mantiene lim­pias sus tradiciones y lucha para no dejarse contaminar el alma.

El Espectador, Bogotá, 7-V-1985.

 

Categories: Boyacá, Viajes Tags: ,

Paisaje boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A la Costa se va en busca de mar, de sol, de trópico. En el Valle florecen las fértiles campiñas y los espigados talles femeninos. Los farallones se imponen en los Santanderes como centinelas impenitentes en medio de la dureza de la tierra. En el Antiguo Caldas el café brota acariciante como labios encar­nados de mujer sensual.

Cuando se quiera encontrar paisaje, legítimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedre­gosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje.

Es ahí donde surge en todo su esplendor el magne­tismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el de­curso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. El sol temeroso se esconde entre los pedre­gones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

Como si la pereza del ambiente invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones –tal vez el arbusto convertido en ave voladora, tal vez el pájaro que se torna en duendecillo, o acaso el animal prehis­tórico que se transforma en peñas­co… –, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos cap­tar cuando ya han desaparecido, pa­samos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento del boyacense. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas –donde cada tramo de asfalto algo le quita a la virginidad– con la pureza del alma boyacense.

Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización –los come­jenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero– algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-1985.

 

Categories: Boyacá, Paisajes Tags: ,