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Tunja: niebla y luces

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde el quinto piso del Hotel Hunza —un remanso de paz y bienestar— me agradaba con­templar, durante mi reciente estadía allí, los lentos amane­ceres que despuntaban en las montañas vecinas con cierta resistencia a la claridad.

Las alboradas tunjanas de las cinco, en días limpios como los que me tocó presenciar, están coronadas de niebla, niebla persistente como todas las es­tampas de tierra fría, pero luego se impone el juego de las luces y éstas descubren, hacia las seis de la mañana, el espectáculo de la ciudad quieta que se ve sorprendida por la invasión de los resplandores solares.

A la capital boyacense se le ha pintado como una urbe ador­milada, lenta para el caminar y el progreso. Sus eternas llo­viznas y sus brisas heladas, que son el marco natural de este recinto de silencios y vidas si­gilosas, recuerdan que Tunja, como pocas ciudades colom­bianas, resiste todos los rigores ambientales y todas las durezas materiales.

El boyacense nació para ser sufrido y es bueno como el pan de las mesas campesinas. Por eso, el paisaje, ese cuadro de niebla y luces que todos los días penetraba en mi aposento del Hotel Hunza y me animaba a despertar y exta­siarme con la tierra, es el que gobierna el alma boyacense.

Ya caminando por la ciudad en pos de los vestigios coloniales que no ha logrado desvanecer el ímpetu moder­nista, los ojos y el espíritu ras­trean las huellas de un pasado majestuoso. Todo en Tunja es sorprendente. Por donde se transite aparecerán las luces de su cultura desconcertante. Las casonas que enmarcan la Plaza de Bolívar, con sus fachadas olorosas a realeza y sus tejados soñadores, lo sitúan a uno en épocas in­memoriales.

Carlos Eduardo Vargas Rubiano, siendo gobernador del depar­tamento, me invitó a mirar la ciudad desde la torre de su despacho y no pude menos de sentirme fascinado con la poesía de los tejados. Dijérase que allí duermen siglos de his­toria y que ésta se niega a bajar de sus fortalezas para encon­trarse con una época desdibu­jada.

Tunja, más que un hecho material —y a veces se me ocurre pensar que es una villa irreal—, es cultura. Allí se pro­tege el pasado como la mejor herencia. El Instituto de Cultura y Bellas Artes, encargado de preservar el patrimonio colonial y fomentar en las nuevas ge­neraciones la formación del espíritu, es el gran coloso que vigila el alma de los tunjanos. Y les recuerda que para ser dignos hay que ser cultos. Su es­cuela de música, la mejor de Suramérica, es verdadera universidad del bello arte.

El Instituto cuida los monumentos históricos, las casas coloniales, los archivos de la ciudad; y administra la biblioteca Eduardo Torres Quintero, gran centro de investigación y estudio, hoy con un patrimonio de 15.000 volú­menes. Octavio Rodríguez Sosa, secretario general del Instituto, arquitecto y poeta (pronto verá la luz su poemario Hirondela), fue uno de los amables ci­cerones que me permitieron una visión más profunda de este pozo de cultura.

La Academia Boyacense de Historia, baluarte de la tradición regional, vive comprometida con el proceso histórico de este pueblo forjador de grandezas. La entidad, gracias al empuje de su presidente, Javier Ocampo López, y al dinamismo de los académicos, es la mayor impulsora del libro boyacense. Sabe que editando libros no sólo estimula el talento sino que fomenta el progreso. La Universidad Pedagógica y Tecnológica es, de igual ma­nera, columna ver­tebral para el adelanto espi­ritual de los boyacenses.

Esta mezcla de niebla y luces parece metérsele a uno en el alma y formarle un nido de encanto. A Tunja, que es un monumento de cultura, se llega con asombro y veneración, como a un fortín de la nobleza y el espíritu.

El Espectador, Bogotá, III-1988.

 

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Un motor de la cultura boyacense

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos saben que Javier Ocampo López, profesor uni­versitario, historiador y folclorista, es también músico. Es una faceta interesante que él divulga apenas entre amigos. Cualquiera diría que una perso­nalidad de tan rigurosas disci­plinas —presidente de la Aca­demia Boyacense de Historia, investigador profundo del género histórico en Colombia y prolífico escritor— no tiene tiempo para la música. En privado y en grupo de amigos Javier cultiva el arte musical como una terapia para su intensa actividad intelectual y es entonces cuando aparece un personaje ignorado para la ma­yoría: el músico de Aguadas.

Hace 30 años, antes de ingresar a la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, per­tenecía a la banda de Aguadas (Caldas), su tierra natal. Todas las semanas había retreta en la plaza del pueblo, romántico suceso que poco a poco ha venido extinguiéndose y que sólo se conserva en algunos sitios que no se resignan a dejar eva­porar tan bella tradición.

Aquella semilla musical que le quedó viva en el alma a Javier Ocampo López, y que él se ha encargado de acrecentar en alegres veladas caseras, explica su temperamento jovial y gene­roso. Tiene el músico, en efecto, un sentido amplio de la vida y así se dispensa con alegría a sus semejantes. Quien practica la música tiene corazón grande.

Así se explica la vocación de servicio que hay en Ocampo Ló­pez. Así se comprende el liderazgo que fue adquiriendo hasta convertirse en lo que es hoy: un motor de la cultura boyacense. Si he de emplear un símil, diría que él cayó parado en el departa­mento de Boyacá. No es fácil que un caldense, y sobre todo un músico resonante, se adapte a la vida tranquila de Tunja, ciudad de fríos y silencios, de rezos y monasterios.

Pero este paisa trotamundos, nacido para ser culto y ejercer liderazgo, entendió que Tunja era el lugar preciso para cumplir el llamado de su corazón. Se encontró con gente sencilla y bondadosa y poco a poco penetró en la simplicidad del boyacense. Compenetrado con el medio y con el hombre, ahí se quedó. Se hizo querer de la gente y terminó siendo un boyacense más.

Hoy Javier es el máximo con­ductor de la cultura regional. Le duele la tierra que le dio albergue y cariño. Por ella lucha, por ella trabaja todos los días, hacia ella están dirigidos casi todos sus li­bros. En las calles de Tunja se mueve como una abejita en constante producción. Allí ha realizado una obra extensa, que ya pasa de los treinta libros.

Obra valiosa, nacida de sus des­velos como sociólogo, historiador y folclorista de la raza boyacense. Es de los escritores que más han penetrado en la esencia de la región. Sus libros, acogidos por colegios y universidades, son textos necesarios para entender la evolución y la importancia de esta comarca rica en hechos his­tóricos y en valores intrínsecos.

Su tesonera labor como di­vulgador de las calidades boyacenses lo señala como el más di­námico dirigente de Boyacá. Si la cultura es lo que queda, Javier Ocampo López ha sembrado la semilla de eternas cosechas. La cultura siempre estará por encima de la política mal ejercida. Cuando el pueblo se desculturiza, va camino del abismo y la disolución.

*

El departamento reconoció, en buena hora, la vasta labor ade­lantada por este caldense em­prendedor que le puso música y nervio a Boyacá. Y lo proclamó como hijo adoptivo de la tierra. Título de honor que, por lo bien ganado, estimula el esfuerzo y el mérito de larga y fecunda travesía.

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1987.

 

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Boyacá, la gran perdedora

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el curso de 16 meses Bo­yacá ha tenido tres gobernadores. Y en pocos días tendrá cuatro si no confirman al actual, que ejerce en calidad de interino mientras se encuentra la fórmula política para un departamento politiquero. Carlos Eduardo Vargas Rubiano, hijo epónimo de su tierra y en quien se cifraban grandes esperanzas, sólo permaneció en el cargo por es­pacio de cuatro meses. El mi­nistro de Gobierno, cosa extraña, no lo dejó gobernar. No lo apoyó. Prefirió escuchar y atender otros argumentos de la política pe­queña, de que es tan fértil el glorioso departamento.

La gente de Boyacá recibió con entusiasmo la llegada de Carlos Eduardo a la Gobernación. Sabía que en él hallaba una garan­tía para el adelanto material y espiritual de la comarca. Liberal independiente, pero sobre todo boyacense auténtico, se abría la posibilidad de un mandato pro­gresista. En poco tiempo la opi­nión pública se hizo sentir con signos de apoyo y sim­patía hacia la figura de uno de los promotores más batalladores de la región.

Cuando surgieron los primeros nubarrones políticos, como consecuencia de un acto de carácter de quien se proponía ejercer el cargo con altura y dignidad, la Asamblea Depar­tamental apoyó en forma vigo­rosa a Vargas Rubiano.

El concepto de adhesión de todos los círculos ciudadanos y de la mayoría de los políticos no se hizo esperar. Boyacá, a través de sus estamentos más represen­tativos, respaldaba a su gober­nante. Pero éste no podía go­bernar. Le faltaba apoyo por lo alto. El clientelismo, una vez más, ha demostrado en este caso que es más fácil sostenerse con el apoyo de los caciques que con la lógica.

Algún día tendremos que llegar a la elección popular de los go­bernadores. Será entonces cuando el pueblo ejerza su ver­dadero mandato. Boyacá, por lo pronto, ha quedado burlada en la expresión de su voluntad. Para darle gusto al sectarismo se ha sacrificado a un hombre de bien. Que hubiera podido sacar del atraso a esta región deprimida.

Pero Carlos Eduardo Vargas Rubiano sentó cátedra con su carácter. Su carta de renuncia es una lección política. No se do­blegó ante la presión indebida. No podía entregarse a los menesteres de la intriga quien siempre ha practicado normas de decencia y categoría moral. Después de su retiro, el depar­tamento deplora estos atropellos de la mal llamada democracia colombiana. Y la Asamblea en pleno vuelve a levantar su voz de protesta ante el Gobierno central.

Esta lección es, además, para todo el país. Fue un hijo ilustre de Boyacá, el general Rafael Reyes, quien hace 80 años, acosado por las tramoyas y los apetitos de los gamonales y los burócratas de la época —que en nada se diferencia en la actual—, pronunció su histórica frase: «Menos política y más adminis­tración». Se deshizo entonces de las ataduras que querían man­tenerlo inerte en el sillón presi­dencial e hizo uno de los gobier­nos más afirmativos que haya tenido Colombia.

*

Lástima grande que sea Boyacá la perdedora. Vuelve el depar­tamento al lugar común de los enredos y los retrocesos. Es una parcela postrada en lo económico, abandonada en sus carreteras, desesperada por la falta de empleo, sin industrias motoras, desesperanzada y errátil. Parece una partícula a la deriva. Las millonarias demandas laborales, consecuencia de cada remezón gubernamental, mantienen fre­nada la vida administrativa.

Y la herida sigue sangrando.

El Espectador, Bogotá, 1-XII-1987.

 

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Caminos de Boyacá

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La cita con el ilustre gobernador de Boyacá, Carlos Eduardo Vargas Rubiano, era en Soatá, capital de la provincia del Norte. Allí se cumplió, con gran pompa, un importante acontecimiento cultural que hizo desplazar, desde Bogotá y otras ciudades, a muchos soatenses solidarios con su tierra y que se vio enaltecido con la presencia del mandatario y otras personalidades del Gobierno seccional.

Esta oportunidad me permitió captar de cerca la situación de la carretera del Norte, o sea, la que partiendo de Bogo­tá debe llegar algún día, pavimentada, a la ciudad de Cúcuta. Carretera eterna, que parece nunca ha de concluir. Fue el general Rafael Reyes quien le dio un impulso hasta su tierra natal, Santa Rosa de Viterbo, y allí quedó congelada casi por espacio de 80 años. Se dice ahora que el presidente Barco, que mira hacia su cuna cucuteña, habrá de hacerla progresar otro tramo, quizá hasta Capitanejo.

Cuatro años hacía que no visitaba mi patria chica. Esta distancia en el tiempo me ha facilitado apreciar con más obje­tividad el adelanto logrado. Mi parte periodístico no es favo­rable. No puede serlo, si aún se trata de una carretera llena de baches, descuidada en muchos trechos y con pasos difíciles en otros. El pavimento ha avanzado, pero este ha vuelto a levantarse en algunos lugares por falta de mantenimiento. Faltan 50 kilómetros para llegar a Soatá, tramo en apariencia fácil si existieran el dinamismo y el control necesarios para proseguir la marcha, pero vivimos en el país de los despilfarros y las obras inacabables.

Lástima que esto ocurra en el paraíso turístico que es Boyacá. Paraíso sin explotar y que produciría en manos de los gringos, por ejemplo, montañas de dinero. Con el Goberna­dor, situados más tarde en la legendaria hacienda de Tipacoque, nos lamentamos, como buenos boyacenses, de esta indolen­cia con la tierra pródiga.

Supe por él del programa de sembrar la hoya del Chicamocha con un fruto de gran  porvenir en el extranjero: la pitaya. Los japoneses han descubierto en ella excelentes poderes medicinales y hacia ese país se están exportando hoy frecuentes cantidades del pro­ducto. De intensificarse su siembra en las zonas pedregosas del Norte de Boyacá, aptas para ese cultivo, vendría un alivio económico para los agricultores del tabaco, el que no sólo ha esterilizado las tierras sino que ha atado a los campesinos a un mercado ruinoso.

El 12 de octubre, día de la raza, partimos a Güicán, pri­morosa población suspendida en el abismo, en una estribación del Nevado de El Cocuy. Los pueblitos por donde pasamos (Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba, Güicán), intercomunicados por vías estrechas que bordean aquellos precipicios de impresionante belleza, parecen refugios aéreos que le rinden adoración al gigante de la nieve y el misterio.

En la plaza de Güicán se realizó emocionante acto acadé­mico –con la presencia de la Academia Boyacense de Historia–, como una afirmación de la patria en aquellos lejanos riscos del asombro y la majestuosidad. El Peñón de los Muertos (o Peñón de la Gloria, como lo llama Carlos Eduardo Vargas Rubiano) se levanta como coloso amenazador al filo de la profundidad.

Desde aquel pico prefirieron lanzarse al abismo, antes que entregarse a los españoles, numerosos indígenas que se habían refugiado allí y que luego, perseguidos por el enemigo, buscaron la muerte y escribieron con su sacrificio imperecedera página de libertad y coraje. Allí debe erigirse un monumento a la raza. Rodrigo Arenas Betancourt sería el artista ideal para ponerle nuevas alas al patriotismo.

*

¡Caminos de Boyacá, lentos y gloriosos! ¡Caminos estrechos, de grandeza y soberanía, que hoy recuerdan las gestas libertadoras realizadas en el vórtice del peligro y la muerte! Hoy regreso de ellos, abismado y fortificado.

Bogotá, 14-X-1987.

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Boyacá ingobernable

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando Carlos Eduardo Vargas Rubiano fue nombrado gobernador, hubo general complacencia y se creyó que Boyacá lograría, al fin, una sólida administración. Ha sido tal vez el departamento más castigado en los últimos tiempos por el sectarismo de ciertos políticos empeñados en no dejar gobernar y que registra, como resultado de estas interferencias, lamentable retroceso. Carlosé no ha sido la excepción dentro de la guerra sistemática, y por eso mismo ab­surda, con que los políticos extre­mistas se oponen, incluso antes de posesionarse el mandatario, a las mejores intenciones.

Es curioso observar cómo en Boyacá se forma un diluvio en un vaso de agua. Allí, donde debieran unirse todos para hacer prosperar la tierra urgida de soluciones, se pelean, con ánimo encarnizado, por una alcaldía o un puesto secundario. Como el reparto de la nómina no alcanza para tantas ambiciones, el gobernador debe hacer milagros. Y como ni si­quiera éstos son suficientes para aplacar la voracidad burocrática, lo mejor es irse contra la administra­ción, a como dé lugar. Ya vimos cómo la dama intransigente de Sogamoso, a quien no le nombraron un alcalde suyo para su pueblo, anunció que su programa inmediato, o sea, su pro­pósito fulminante, era buscar la caída de su copartidario.

Semejantes despropósitos man­tienen paralizada la comarca. El gobernador, que debiera compro­meter todo su tiempo y todas sus energías en obras de verdadero de­sarrollo, se mantiene toreando polí­ticos. Sus paisanos no le permiten hacer contactos por lo alto y no le perdonan que no los ingrese a todos a la burocracia. Al pobre apenas lo dejan respirar en la fatigosa e improductiva faena de producir nom­bramientos, cada semana y todos los días, en una especie de acrobacia que complazca hasta las más inconfesa­bles apetencias; nombramientos que es preciso rectificar a cada rato, ya que la nómina será siempre defec­tuosa.

Todo el problema en Boyacá, si bien se mira, se reduce a un puesto en la burocracia. Y hay algo insólito: los mayores enemigos de Boyacá son los boyacenses. Son ellos —acaudillados por los políticos inconformes de siempre, unas veces de un partido y otras del contrario— quienes frenan el adelanto regional.

Pero se quejan, como paradoja, del abandono en que los mantiene el Gobierno central. Y se olvidan de que el atraso es pro­ducto de la incomprensión y la falta de engranaje local para que los problemas se debatan y obtengan soluciones con el vigor y la altura que son necesarios para una acción po­sitiva.

Resulta deplorable que por estas obstrucciones y falta de colaboración se sacrifiquen las capacidades y la buena voluntad de un personaje de la talla de Carlos Eduardo Vargas Rubiano. Muchos departamentos quisieran contar con ese privilegio. Y Boyacá lo desaprovecha.

Es todo un señor de empresa y dinamismo. Gran cono­cedor de su tierra y entusiasta pro­pagandista de sus valores. Liberal independiente y boyacense íntegro. Su vida privada, enmarcada en só­lidos principios éticos y autora de brillantes realizaciones, es la mejor garantía para el servicio público. A todo esto se une su gran ca­pacidad de relaciones públicas, uno de los resortes fundamentales en la vida moderna.

*

Pero, a pesar de tantos atributos, no lo quieren dejar gobernar. Parece que no se deseara el desarrollo de Boyacá. Las gentes sensatas, sin embargo, que son la inmensa ma­yoría de este territorio con mala suerte, rodean a su ilustre manda­tario y rechazan las agresiones de que ha sido víctima. La Asamblea Departamental le ha expresado su respaldo y ha condenado los atropellos. Nada tan deseable, entonces, como que al fin le llegue su hora de progreso a la noble y sufrida comarca.

  • El Espectador, Bogotá, 18-IX-1987.

 

 

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