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La descultura ronda en Boyacá

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un fugaz secretario de Hacienda de Boyacá le propinó duro golpe a la cultura regional. Al recortar en forma drástica el presupuesto del Instituto de Cultura y Bellas Artes, puso a tambalear uno de los organismos más sustan­tivos no sólo del departamento sino también de Colombia, admirado incluso por fuera de nuestras fronteras.

Como la cultura no produce votos y en cambio sí repre­senta una carga para los funcionarios que sólo tienen miras monetaristas y afanes burocráticos, dicha medida, que recibió apoyo de la Asamblea Departamental, ha logrado efectos destructores. Es inexplicable que todo un pueblo –que es el que paga los impuestos para la eje­cución de las obras– permanezca silencioso e indiferente ante el atropello. Con tal pasividad es fácil para las autoridades incurrir en excesos administrativos.

La administración que originó aquella iniciativa ya no está al frente del gobierno departamental. Pero la actual administración la compar­te. Más aún, parece que ha ampliado sus propios puntos de vista al manifestar que la cultura debe autofinanciarse. Según ese criterio, no se concibe que la entidad le cueste al erario $ 240 millones al año, sin la correspondiente producción económica, y como la cultura –se dice por enésima vez– no fabrica pesos, el Instituto va camino de la disolución.

Hoy el presupuesto se ha disminuido en el 50%. No fluye el dinero para el pago de sueldos ni para el desarrollo de las actividades culturales. El polvo se está apoderando de la vieja casona colonial. Más tarde, si las cosas siguen como van, habrá que ponerle candado al recinto.

La opinión pública, entre tanto, se muestra ajena al suceso. Los más pensantes, que sin embargo no ejercen el debido liderazgo, comentan en los corrillos que el problema es político. Pero nadie se atreve a acaudi­llar un movimiento de protesta. Nos está matando la in­capacidad para hacernos sentir. Para volver por lo nues­tro. La cultura en Boyacá es el bien más valioso que ha producido la tierra. La cultura, en términos universa­les, es el mayor patrimonio de la humanidad. El pueblo culto está salvado. El pueblo inculto camina hacia la barbarie.

De la reciente declaración hecha por el gobernador del departamento vale la pena resaltar, para buscar otros rumbos –pero no para atrofiar la vida del Instituto–, la crítica sobre la centralización cultural que existe en Tunja y que deja de llegar a la mayoría de los municipios.

Hay que salvar la cultura boyacense. Si por algo sobre­sale Boyacá es por su ancestro intelectual y artístico. La Escuela Superior de Música es la mejor de Latinoamérica. Las otras entidades del Instituto cumplen nobles fines de culturización y preservación del arte y los bienes coloniales. Son ellas la Escuela Superior de Artes Plásticas, la Escuela de Música y Dan­zas Populares, el Centro de Investigación de Cultura Po­pular, el Centro de Restauración de la Casa-museo Don Juan de Vargas, la Orquesta Sinfónica de Vientos, el Tea­tro de Títeres, la Biblioteca Departamental Eduardo Torres Quintero (cuyo patrimonio pasa de 15.000 volúmenes), Archivo Regional de Boyacá, Dirección de Artes

*

Eduardo Torres Quintero, el caballero andante de la cultura boyacense, arremetió contra quienes inten­taban derribar unos conventos coloniales para construir hoteles de turismo. Los llamó comejenes de la cultura. Como su voz y autoridad eran poderosas, el ímpetu des­tructor se detuvo. Por lo menos de momento. A Boyacá le falta un Torres Quintero. Fue el gran abanderado del acervo culto de su tierra, a la que enalteció con sobra­das calidades. ¿Qué no diría hoy, si viviera, ante la arre­metida de la hora contra la cultura que tanto defendió?

El Espectador, Bogotá, 30-V-1989.

 

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El automóvil de don Miguelito

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En una de las páginas de Tipacoque, el libro de Eduardo Caballero Calderón que con tanta propiedad pin­ta los ambientes pueblerinos, el escritor se detiene en Soatá y comenta el siguiente encuentro político: «Des­pués, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputa­do Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico».

Tal vez ser cojo en aquellos tiempos era en Boyacá un blasón de los ásperos caminos. Algo tiene que ver la co­jera con la política, y el cronista de Tipacoque, que se metió a político por equivocación, omite revelarnos lo que se tramó en aquella cita sigilosa de diputados. Nos lo hubiera podido contar don Miguelito, testigo de excep­ción, pero él acaba de marcharse para la otra vida. Al verlo ahora en su automóvil funerario, me acordé de la página de Caballero Calderón y se me ocurrió pensar que con él se iba también parte de la historia de Soatá.

Si aquel automóvil era el primero que había llegado al pueblo, puede deducirse cuánto tiempo ha transcurrido desde que el diputado Caballero puso su honorable pierna coja en aquellas laderas de dátiles, orquídeas, conserva­dores y canónigos, como él las llama en sus crónicas ma­gistrales. La vida de los pueblos cuenta también con protagonistas magistrales, que tipifican el alma universal de la provincia y que, al desaparecer, es como si se que­brara algo en la entraña de la tierra.

Don Miguelito es uno de esos personajes. La historia de Soatá no quedaría completa sin él. Atado sentimen­tal y materialmente a su comarca, solía desplazarse a ella con alborozo, desde la fría altiplanicie bogota­na, para buscar el afecto de su patria chica. Cuando ya presentía su muerte cercana, realizó el últi­mo viaje y gozó a plenitud, llevándole la contraria a la enfermedad que todos los días lo reducía, ante las de­licias del clima y el encanto de los paisajes.

Fue alcalde de Soatá. Todos lo recuerdan co­mo el hombre justo, ecuánime y ejemplar. Sabio varón, como uno de los patriarcas nacidos en las páginas del Evangelio, había aprendido las lecciones imperecederas de la virtud y el carácter. Siempre buscó la notorie­dad de su pueblo. A sus hijos les enseñó a querer pri­mero la patria chica. Después los hizo ciudadanos de bien.

Por eso, cuando se derrumba uno de estos robles gi­gantes, es preciso mirar a la provincia. Los pueblos son la esencia de la patria. En el trabajo discreto y laborioso que se ejecuta en los límites lejanos está la mejor fibra nacional. Don Miguelito, como siempre se le llamó con cariño, queda incrustado en la histo­ria de su pueblo.

Con su muerte he perdido un lector constante. Siem­pre que me veía con él me comentaba el último artículo y me sugería temas para otras columnas. Le gustaba debatir los temas nacionales y ponía su mayor énfasis en la corrupción pública y en las desviaciones ciudadanas. Se sentía orgulloso del sobrino escritor y hallaba en él un eco de sus propias ideas.

Hoy tiene El Espectador un lector menos. Pero era, sobre todo, un lector ponderado que sabía desentrañar el alma de las noticias y de los editoriales. Gran co­nocedor de la historia colombiana, a su lado se aprendían lecciones y se paladeaban episodios ignorados. El automó­vil de don Miguelito, en el que tanto viajó el diputado de Tipacoque, hoy es una leyenda, leyenda que se confundía con la idiosincrasia comarcana.

El Espectador, Bogotá, 13-II-1989.

 

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Tunja sin un peso

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En la última sesión de la Academia Boyacense de Historia comentamos con preocupación la penuria actual para celebrar los 450 años de Tunja, suceso que ocurrirá dentro de año y medio. La ley de honores a la capital boyacense, materia de largos estudios y anunciada con mucha pompa, es hasta ahora letra muerta en el presupuesto nacional. Por falta de actividad de los parlamentarios regionales no se produjo en el presupuesto de 1988 inclusión de partida alguna para iniciar las obras proyectadas para el aniversario que se vino encima.

El hecho de que la inconformidad por esta abulia se ventile en el recinto de la Academia de Historia significa, a las claras, que la protesta ciudadana se hace sentir en todos los círculos tunjanos. Cuando la ciudadanía suponía que ya estaban asegurados, como cosa lógica, los recursos correspondientes, se encuentra con una verdad amarga: no hay un solo peso presupuestado.

Es decir, Tunja demuestra de nuevo que es la cenicienta triste de Colombia. Los políticos boyacenses, hábiles para la politiquería y las obstrucciones administrativas, se olvidan de ejercer el liderazgo nacional que han descuidado por vivir enre­dados en los bajos afanes de la burocracia clientelista.

La ley que busca rehabilitar a la ciudad de Tunja de su abandono ancestral, instrumento concebido para impulsar obras de infraestructura comunitaria y salvaguardar el patrimonio his­tórico, representa aportes mo­netarios del orden de los 16.000 millones, con los que habrán de ejecutarse planes sólidos en el curso de varios años.

Se con­templa un mejoramiento vital de los servicios públicos, rectifica­ción y pavimentación de vías, remodelación de sectores deteriorados, impulso a los barrios periféricos, protección del pa­trimonio colonial y una serie de estrategias sustantivas para darle otra cara a la postrada cuna de la libertad colombiana.

Tunja necesita más acción de sus dirigentes. Hay que conformar un frente común, tanto de políticos como de fuerzas cívicas, para que el clamor que se escucha en calles y tertuliaderos llegue hasta el alto Gobierno. Otras ciudades colombianas, próximas también a celebrar aniversarios importantes, han conseguido las respectivas par­tidas presupuestales y ya tienen en marcha las obras concebidas. Allí sus políticos, sus gobernantes, sus líderes cívicos, sus escritores y periodistas han entendido que, para progresar, deben unirse en hechos constructivos. Han dejado de lado los antagonismos de la política para trabajar en grupo por el adelanto regional.

Boyacá, y Tunja en este caso, no deben ser una excepción dentro de la mecánica que es preciso desarrollar a fin de tener voz en los altos mandos de la nación. El reto para 1988 será el de desenredar, en estos laberin­tos de las asignaciones presu­puéstales, los hilos que conduzcan a la efectividad de esta ley que hoy está enterrada, antes de nacer, por falta de vigor gerencial. Boyacá necesita asumir el sentido gerencial. Más que políti­cos, se echan de menos en el país los administradores. Administrar es prever el futuro, buscar re­cursos, impulsar el desarrollo. Es necesario insistir en que la administración supone la fuerza de un equipo. O sea, la presencia de la comunidad.

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¿Será sensato que Tunja se quede rezagada dentro del con­junto de las capitales colombia­nas? ¡No! Y lo vamos a demos­trar. La ciudad merece un lujoso acontecimiento en sus 450 años de glorias y penalidades.

El Espectador, Bogotá, 31-XII-1987.  

 

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La iglesia de mi pueblo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hoy mi pueblo merece una crónica. Me imagino a los di­rectores del periódico exclamando: “¡Otra vez Soatá! ¿Y qué hecho especial ha sucedido allí para que se haya ganado el honor de una nota editorial?”. Pues Soatá, sufridos lec­tores, es hoy noticia. Puede que la noticia no sea fres­ca en mi pueblo, ya que ocurrió hace unos meses, pero lo es para esta columna y sus lectores. La vida de provincia camina lentamente y a eso se debe el encanto de los pueblos.

Dos episodios encadenados, el uno positivo y el otro negativo, sacaron a Soatá de su sopor. El lado bueno, la consagración de su templo en la categoría de concatedral, con bendiciones episcopales y alborozos justi­ficados. Y el malo, el robo, días más tarde, de valiosas joyas de la parroquia avaluadas en sesenta millones. Suma nada despreciable incluso ahora que la plata vale poco (y con la que, imagínense ustedes, muchas penurias se remediarían). Pero como no se trata de plata sino de oro, y además de finos objetos religiosos de larga tradi­ción, el suceso alborotó e indignó a la población.

Siempre que ocurre un asalto contra los bienes que guarda la Iglesia en sus templos y casas parroquiales, yo me hago la misma pregunta: ¿Por qué la institución de Cristo, que fue fundada sobre la pobreza, tiene tantos tesoros? Los santos no son más santos ro­deándolos de lujos millonarios. La Virgen no necesita coronas de oro, ni piedras preciosas, ni inútiles deste­llos de esmeraldas y rubíes.

Ya es frecuente escuchar toda una serie de hurtos que se han desatado contra las alhajas de la Iglesia por to­dos los lugares del país. A la Virgen, de tanto engala­narla de joyas, ya no la dejan respirar. Los símbolos de la fe viven rutilantes de pedrerías y espejismos. Entre tanto, legiones de menesterosos mueren de hambre, con el bolsillo vacío.

Quienes han pasado por Soatá, la Ciudad del Dátil, re­cordarán la presencia, desde varios kilómetros, de la gi­gantesca cúpula que sostiene la imagen de la Inmaculada Concepción, patrona del pueblo. El efecto óptico es mara­villoso: parece que la Virgen flotara en el aire y se so­lazara entre las nubes. El mármol negro, tan caracterís­tico de Italia, le da realce a este recinto de piedad, es­pacioso y solemne, donde mis paisanos se encuentran a dia­rio con su fe y ruegan por sus necesidades.

La remodelación y ampliación del templo fue ordenada en el siglo pasado, año de 1893, y su reconstrucción des­de las bases se inició en 1916. Este proceso de edifica­ción y embellecimiento de la casa de Dios ha durado, en la paciencia de los soatenses, una eternidad. Es la misma eternidad con que se trabaja en la carretera central del Norte. El pueblo ya se había acostumbrado a que su igle­sia estuviera siempre en obra –y ahora extrañará las ri­fas y las recolectas y los bazares–, hasta que con la llegada del nuevo párroco se puso fin a un siglo de re­signación.

Manos encallecidas, como las de Froilán López, José Anaí Gómez y Víctor Zambrano –los héroes ocultos de los pueblos–, intervinieron activamente en la fabricación de la cúpula, los altares y los mausoleos; ellos se han ga­nado una indulgencia. Los párrocos comprometidos en la reconstrucción, presbíteros Cayo Leonidas Peñuela, Jo­sé María Quijano, José Ignacio Márquez, Guillermo Gonzá­lez, Jorge Alberto Guatibonza, Víctor Hugo Fuentes, José Agustín Amaya y Augusto Pinilla Ruiz, el actual, todos pusieron su grano de arena para este empeño colosal que se sale un poco de la realidad de mi pueblo.

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Soatá, como se ve, se ganó la crónica. Cien años de expectativas y padecimientos, y al final su casa de ora­ción concluida entre aleluyas y sorpresas. Con la mala suerte, porque en este mundo todo es ironía, de que los pillos, que no cierran el ojo ni dejan ocioso el cerebro, se levantaron con el botín. Queda una paciente y hermosa realización, pero también una enseñanza para aprender.

El Espectador, Bogotá, 5-X-1988.

 

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La sombra de María Eugenia

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde muy joven comenzó María Eugenia a hacer justicia. Le encantaban las leyes y los códigos. Creía en la justicia colombiana. Por ella murió. La mataron por la espalda, a sangre fría, en una cafetería de Chiquinquirá. El cuerpo de la bella mujer se dobló sobre la mesa del establecimiento ante la mirada de terror de sus compañeras, otras dos juezas de la misma localidad.

Tal vez alcanzaron a pensar que las balas siguientes serían para ellas. Miraron al asesino, en ese instante pavoroso donde la justicia se marchita ante los proyectiles, y esperaron la se­gunda descarga. Era un hombre joven, de unos 30 años. La misma edad de María Eugenia. Dos juventudes encontradas. Una ejercitada en la ética de la vida y la otra torcida por los vericuetos del crimen. El sicario sólo iba por María Eugenia. Salió tranquilo de la cafetería, como si nada hubiera sucedido. Más tarde tiró el arma en una caneca de la basura.

Se había perpetrado un ase­sinato más. Un nuevo atentado contra la justicia. Los códigos que con tanta pasión consentía María Eugenia eran otra vez perforados por las balas. Pue­den más tres disparos certeros, a plena luz del día, que los ex­pedientes voluminosos de los juzgados. María Eugenia, jueza penal de Chiquinquirá, tenía por qué saber que el delito es vengativo.

Ella conocía los rencores oscuros del esmeraldero yd el narcotraficante. Había castigado a muchos delin­cuentes. Era insobornable en la aplicación de la ley. Por eso sobraba. Había que eliminarla.

En el país se matan jueces, magistrados, procura­dores, periodistas, hombres de Estado. Las balas alevosas de la descomposición colombiana siempre estarán apuntadas contra las personas rectas. Contra quienes pretenden re­formar la sociedad. No importa, para el caso, que se trate de la mujer agraciada, llena de en­cantos físicos y espirituales, de simpatías y esperanzas. No interesa dejar destrozada su familia. Lo que cuenta es la venganza.

Los tres proyectiles que pro­tagonizaron este drama ho­rrendo repercutieron en todo el país. Conmovieron a la socie­dad. Hirieron a la familia co­lombiana. En todas partes se dejó sentir la protesta cívica, el repudio dolorido. La rama judicial decretó duelo nacional. Hubo silenciosos desfiles ca­llejeros, de brazos caídos y códigos cerrados. En las misas se oró por la víctima, con lá­grimas solidarias, porque su muerte despertaba ternura. Se oró, con desconcierto, por Co­lombia, país desprotegido.

Pasados los días, el crimen entrará a los expedientes de la impu­nidad. La noticia poco a poco se ha desvanecido. Las pistas del sicario quedaron borradas. Era, de seguro, asesino a sueldo que sabía hacer el oficio. Por cualquier fajo de billetes, incluso de baja denominación, vendió su conciencia. ¿Acaso tienen conciencia estas bestias desalmadas? ¿Saben lo que significa el dolor humano? Herir, matar, destrozar los hogares, ultrajar a Colombia, he ahí su consigna. Ese es su contrato. Para eso les pagan.

En casa de sus padres, en la ciudad de Tunja, hogar con el que me unen profundos víncu­los de paisanaje y afecto, yo había hablado con María Eugenia días antes de su muerte. Su dulce figura des­pertaba admiración. Jovial, inteligente, magnífica conver­sadora. Era una juventud llena de ilusiones. Le gustaban el deporte, la vida sana, el estudio. Todo era diáfano. Nada hacía presentir el final doloroso.

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Hoy, el hogar anonadado no entiende estas equivocaciones del destino. Colombia está postrada entre afrentas e indignidades. La sociedad continúa colocada contra el muro de la ignominia. Esta mancha de sangre femenina, con una hermosa jueza sacrificada en el momento más prometedor y más ilusorio de su existencia, pide rectificaciones. La sombra de María Eugenia se agiganta entre el estupor y la desespe­ranza. Es la sombra de una patria mutilada.

El Espectador, Bogotá, 4-III-1988.

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Misiva:

Tu precioso artículo nos ha dado vida y valor espiritual. Rubén Riaño Garrido (padre de María Eugenia), Tunja.

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