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Mirar hacia Tunja

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Las empresas Tierra, Mar y Aire, Organización Hotelera Germán Morales e hijos, Viajes Meliá y Colombia Visión iniciaron con varios invitados el programa de turismo que bautizaron con el nombre de «Fin de semana cultural en Tunja». Se trata de integrar grupos de 30 o 40 personas para visitar, durante sábados y domingos, las reliquias históricas que posee la capital boyacense.

Tunja, situada a dos horas de Bogotá, a donde se llega por una de las carreteras mejor conservadas del país y en medio de esplendorosos paisajes impregnados de sosiego y poesía, es un bello sitio ignorado por la mayoría de los colombianos. Mucho se habla de Boyacá como paraíso del turismo nacional, pero la gente, atraída por los baños termales de Paipa y el encanto de los pueblitos circundantes, pasa de largo por Tunja, a la que asocia, por sus días grises y sus lloviznas pertinaces, con una ciudad triste. El turista ligero no ha tenido oportunidad de saber que en este lugar de niebla y quietud reposa uno de los tesoros más deslumbrantes del arte colonial.

Es, con Cartagena y Popayán (esta última por desgracia mutilada en reciente catástrofe de la naturaleza), ciudad cargada de historia y blasones. Quito, en Ecuador, famosa por sus iglesias y museos, es visitada por corrientes de turistas de todo el mundo. Tunja, de la que nos hemos olvidado los propios colombianos, tiene tesoros más valiosos.

Maravillosa idea, por consiguiente, la de llamar atención del país, y sobre todo de los bogotanos, con estos desplazamientos semanales, a bajo costo, que permiten el hallazgo del ayer que nos dio la nacionalidad. Llegar a Tunja es penetrar en las entrañas de la patria. «Cuna y taller de la libertad” la llamó Bolívar. Todo aquí es admirable. El sentido de patria y religión, que en ninguna parte como en Tunja se hallan tan asociados, lo hace sentir a uno más colombiano.

Dos días son pocos para reconciliarnos con Tunja. Será preciso regresar en sucesivas ocasiones para asimilar, si esto es posible, tanta maravilla alucinante. La ciudad es un inmenso museo recogido en sus templos y casonas colo­niales: Club Boyacá, Casa del Fundador, Catedral Metropo­litana, Casa del escribano Juan de Vargas, Capilla de Santa Clara, celda de la madre del Castillo, iglesias de San Ignacio, Santo Domingo, San Francisco, Las Nieves, Santa Bárbara, convento de San Agustín…

Este convento, que a través de los siglos fue acondi­cionado como hospital y después como panóptico (uno de los más seguros y espantosos del país), es hoy formi­dable centro de estudio e investigación. Allí se organi­za el Archivo Histórico de Tunja. Sobre una maciza pared, que se destaca como testimonio de la época tenebrosa del penal, se lee: “El que entre aquí, no pierda la esperanza / de amor, de honor, de redención, de fe: / refórmese, instrúyase y trabaje. / Y pronto obtendrá su libertad, su bien”.

Tunja es un monumento a la cultura. Es éste su mayor blasón. La cultura, que también es religión e historia, se huele por todas partes. El grupo de invitados, que desde Bogotá nos movilizamos en confortable bus de la empresa Tierra, Mar y Aire, con albergue en las acogedoras instalaciones del Hotel Hunza, nos encontramos con otra dimensión del turismo. Y admiramos la ciudad hermosa, enlucida y limpia. El centro fue remodelado y convertido en calles peatonales. Acaba de salir del compromiso de sus 450 años, con un alcalde ejemplar: Hernando Torres Barrera.

Y obtuvo, en la efemérides, un obsequio precioso: El Libro de Oro de Tunja, editado por Carlos Arturo Torres Acevedo, con fotografías de Gustavo Mateus Cortés. En la  Concha Acústica José Mosser –el regalo que con el mismo motivo le entregó a la ciudad el Instituto de Cultura y Bellas Arte de Boyacá, dirigido hace doce años por Gustavo Mateus Cortés– aplaudimos las Danzas Populares de Boyacá, dignas de presentarse en el escenario más exigente. Tunja, que es leyenda, historia y fascinación, también es la realidad turística a donde debe mirar el país.

El Espectador, Bogotá, 9-IV-1990.

 

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Golpe a la cultura boyacense

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se suponía que ya por esta época estaba solucionado el problema financiero del Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Pero la situación se ha dejado avanzar desde hace dos años, y ahora los empleados se han visto obligados a decretar un paro laboral como medio para pre­sionar el pago de sus sueldos y llamar la atención sobre la decadencia del organismo por culpa del recorte presupuestal que le impuso el gobierno del departamento.

El presupuesto de la entidad, reducido en un 50%, no alcanza a sufragar los gastos. El personal no recibió es­te año, como los demás funcionarios del Estado, aumento salarial. Con esta economía, absurda e injusta, se busca­ba nivelar las cifras, y como de todas maneras la restric­ción es drástica, los sueldos se atienden con demoras y los gastos de funcionamiento se hallan castigados con se­veridad, hasta el punto de que el pago de la nómina va a cumplir dos meses de retardo y la prima de junio está to­davía sin cancelar.

A las cajas de previsión y de subsidio familiar no se les cubren, dentro de la misma política de errónea auste­ridad, los aportes que el patrono debe hacer para benefi­cio de los afiliados. Tampoco existe dinero para erogacio­nes tan elementales como el aseo. No ha habido recorte de la nómina pero sí renuncias de varios funcionarios que se han visto precisados a acudir a otros empleos. Esto equi­vale a una disminución de personal, ya que los cargos se han dejado vacantes.

Desde tiempo atrás se habla de una reestructuración del instituto y ésta no se ha visto ni se sabe en qué con­sistirá. Lo único cierto es que el gobierno seccional le ha propinado duro golpe a esta institución de tanto arraigo en Boyacá. La Escuela Superior de Música es la mejor de Latinoamérica y representa, no sólo para Boyacá sino para el país, título de honor más allá de nuestras fronteras. La Orquesta Sinfónica de Vientos de Boyacá tiene más de cien años de existencia y osten­ta una de las tradiciones más ponderadas del arte colom­biano.

El perjuicio no es sólo para el personal de la ins­titución, que ha tenido que afrontar serios tropie­zos para el sostenimiento de sus hogares, sino para los alumnos que se capacitan en diferentes discipli­nas. Hoy está en peligro, debido a la huelga, la culmina­ción del año académico de 450 alumnos que cursan estudios en música y en artes plásticas. Y si las cosas siguen co­mo van, también se verá afectado el Aguinaldo Boyacense, uno de los espectáculos más celebrados en el país, por la ausencia de las escuelas de música del festejo po­pular.

Cuando se antepone el simple afán económico al con­cepto de cultura (y parece que en esto estriba todo el problema), suceden episodios lamentables come éste de Boyacá. No es sensato, ni conveniente ni patriótico, mutilar la vida de este organismo meritorio sólo porque no produce dinero. Y tampoco votos. Los gobernantes deben saber que la cultura está por encima de los menesteres económicos. Enderezar las finanzas del departamento sacrificando la cultura no tiene ningún mérito. La gracia sería hacer producir los orga­nismos realmente productores del dinero. Y castigar (lo que también es producción) las manos que cercenan los bienes públicos.

Una junta de exgobernadores se ocupó en días pasados de este y otros apremios de la vida boyacense. Sin embargo, la enfermedad no ha sido atacada. Al señor gobernador, un joven inteligente y bien inten­cionado, le decimos: salve usted la cultura boyacense. Boyacá es tierra culta por tradición. No rompa usted, se­ñor gobernador, tan bello legado.

El Espectador, Bogotá, 27-XI-1989.

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El impulso de Paipa

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mucho va de la Palpa rústica que decantó Armando So­lano a la Paipa de hoy que, 36 años después de su muer­te, ya se trepó al carro irreversible del progreso. En los tiempos de Solano existía la aldea pastoril y elemen­tal –imposible de recuperar cuando se ha perdido–, enmar­cada en paisajes soñolientos y bañada por las aguas tran­quilas de sus dos ríos; y hoy, cuando el zarpazo de la vi­da moderna le quitó placidez al campo y contaminó las co­rrientes de los ríos, es otro sitio.

Ya no es Paipa, mi pueblo –el de Armando Solano, tan bellamente definido por él en escrito de 1943–, sino un lugar en permanente crecimiento, todavía encantador, toda­vía agreste y hospitalario, pero menos sosegado. Es nor­mal que esto les suceda a los pueblos. Las nuevas épocas imprimen otro ritmo y otro estilo. Conforme pasa el tiem­po sobrevienen cambios inevitables, unos silenciosos y otros acelerados, unos provechosos y otros destructores, unos metódicos y otros revolucionarios. Pero todos carac­terísticos de la evolución social.

La metamorfosis de Paipa no es de ahora sino que arran­ca de treinta anos atrás. En página que tengo a la vista, Eduardo Torres Quintero, uno de los mayores co­nocedores del alma boyacense, anotaba lo siguiente en 1962: «Paipa dejó de ser una bella durmiente rústica para con­vertirse en una recién casada que ostenta las ojeras vio­letas de su luna de miel con ese esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso».

No quiero decir con lo anterior que el pueblo, hoy con ganas de ser ciudad, haya sido mejor en la época de la quietud de lo que es en ésta de la velocidad. No. Sencillamen­te es distinto. En los años de la juventud de Solano tenía ocho mil habitantes, y hoy ya pasó de los cuarenta mil. Ha crecido cinco veces y esto es como cambiar de piel. En aquellos tiempos se vestía de negro y la música era moderada y casi no se sentía. En los actuales, de colorines y estrépito, se trocó el luto por las vestimentas multicolores, y la música silenciosa por las de las bandas de los concursos decembrinos que repercuten en todo el país.

Todo esto lo he hablado con el joven alcalde del muni­cipio, Julio César Vásquez Higuera, exponente de las nuevas generaciones. Tuvo él la amabilidad de explicarme, en asocio de su equipo de colaboradores, una se­rie de cifras y proyectos de su administración que me con­firman, sin equívocos, que Paipa ha dado el gran salto al futuro. Ya se embarcó en el futuro.

Obra fundamental de este alcalde (el primero elegido por el pueblo) es la del acueducto y el alcantarillado, cuyo costo se aproxima a $ 500 millones. Era un proyecto prioritario, tal vez desde que Solano tomaba el agua pura de sus ríos, y que venía aplazándose desde doce o quince años atrás del momento actual. Ahora, en virtud de un dinámico acto de gobierno, se deja asegurado y en marcha el futuro de la población. Paipa, centro turístico de primer orden, carece de agua suficiente y bien tratada para im­pulsar su desarrollo. Increíble pero cierto.

El pasado histórico del municipio, rico en acontecimientos y hombres prestantes, habrá de afianzarse con su progreso local. El Pantano de Vargas y el Convento del Sa­litre son hitos de ese ayer un poco desdi­bujado hoy, el de la libertad y el de la religiosidad. Bolívar siempre tuvo entre sus mejores recuerdos la haza­ña de Rondón cuando derrotó a Barreiro con sus intrépidos lanceros en el potrero del Cangrejo.

Paipa entiende el modernismo co­mo necesidad vital para no divorciarse de ese «esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso», con el que seguirá conviviendo a sus anchas.

El Espectador, Bogotá, 12-XII-1989.

 

 

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Tunja, ciudad de los blasones

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Entre lirios, silencio y golondrinas

cada mañana Tunja se despierta

ataviada con grises muselinas

que en la noche le tejen las estrellas.

Magda Negri

Don Gonzalo Suárez Rendón, un visionario que sabía de alturas, escribió sobre una meseta de la cordillera andina, a más de 2.800 metros cobre el nivel del mar, el nombre de una epopeya: Tunja. Aquel 6 de agosto de 1539 nacía, sobre el paisaje triste, la ciudad de los mitos y las leyendas, la más cantada por los poetas, la más trágica y la más gloriosa de la Colonia. Tres siglos después, ya con la espada de Bolívar, el río Teatinos se bañaría de sangre para redimir de las cadenas a los esclavos de América. Cuna y taller de la libertad la proclamó el indomable guerrero que había desafiado los vientos glaciales para romper la opresión española.

En 1541 el emperador Carlos V le otorgó el título de ciudad. Sobre la faz del territorio amasado de barro indígena brotaba un lirio. Más tarde recibía de Felipe III la designación de muy noble y leal ciudad, y Felipe IV le entregaba por armas las de León y Castilla, el más grande honor que pudiera tributarse a una ciudad de América.

Esta señora de la hidalguía comenzó a flotar desde entonces como una oración sobre el abismo. Tal vez en el territorio conquistado se había producido, en los milenios del tiempo, alguna catástrofe geográfica que así había quebrado el lomo de la tierra. Y allí estaba la capitana de tormentas que era capaz de vencer las ad­versidades del terreno para establecer un imperio. Con el tiempo creó ella toda una serie de sucesos que todavía hoy retumban sobre la epidermis monacal.

Leyendas como las del Judío Errante, el Farol de las Nieves, la Emparedada, La Llorona, el perro del conven­to de San Francisco, el Pozo de Donato, marcaron para siempre sus contornos fantasmagóricos. Hechos espantables como las lujurias de Inés de Hinojosa, la muerte de Jorge Voto y el ahorcamiento de la pecadora –en aquel árbol legendario que ya no existe pero todos ven–, vol­vieron febriles aquellas laderas de caprichosas casti­dades. Todo cabe en los sitios callados. Y apareció el Mono de la Pila –el Dios del Silencio– para acallar los cuentos y las murmuraciones; mudo personaje encargado de encubrir, hasta el día de hoy, los más recónditos secretos de las calles y las residencias.

Tunja está montada sobre grietas y hondonadas. Sus tierras son estériles y su alma, rocosa. Parece el águi­la imperial que necesita treparse en los picos más al­tos para afirmar su realeza. En esta esterilidad apa­rente corren nutricios riachuelos de la inteligencia. Aquí se dieron cita los cronistas, los poetas y los in­telectuales. Con don Juan de Castellanos florece la li­teratura colonial a fines del siglo XVI. A principios del siglo XVIII surge el prodigio literario y místico de la madre del Castillo. Aquí nació José Joaquín Ortiz, el cantor de la bandera colombiana, y son hoy tan­tos los literatos ilustres, que se han necesitado nume­rosos tomos, que nunca terminan, para recoger el acervo culto sembrado sobre un pedregal.

A pesar del afán iconoclasta de ciertos bárbaros, Tunja preserva con celo sus reliquias coloniales. Si en plena plaza de Bolívar se quiso cercenar la cultura precolombina levantando una construcción moderna, en los alrededores –desde la casa solariega de don Juan de Castellanos hasta el convento de las Nieves, o desde la casona del Club de Boyacá hasta la celda de la monja mística– permanece inquebrantada la herencia materna.

*

Tanja ha surgido así, a través de los siglos, con su pasado a cuestas, hasta este momento azaroso de la Colombia de 1989. Llega a los 450 años rodeada del aprecio de todo el país. Ha sido la urbe sufrida, mal­tratada, incomprendida, sepultada en sus silencios mi­lenarios. Entusiasma que sea Hernando Torres Barrera, uno de los hijos de Eduardo Torres Quintero –el mayor defensor del patrimonio histórico de la culta villa de los blasones–, quien como burgomaestre celebre el aniversario e impulse la ciudad hacia el futuro.

«Y eres, por culpa de nosotros mismos –dijo Eduardo Torres Quintero–, espejo de turbias opacidades o alu­cinante lago que devuelve invertidas las imágenes».

El Espectador, Bogotá, 5-VIII-1989.

 

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Escritores de Sogamoso

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La Casa de la Cultura de Sogamoso ha tenido el acierto de confiar al historiador Gabriel Camargo Pé­rez la escritura del primer libro con que se inicia la tarea de divulgación de los valores históricos, ar­tísticos y literarios de la ciudad. Nadie tan indica­do como Camargo Pérez, figura repre­sentativa de la cultura boyacense y que más ha profun­dizado en las raíces históricas de su comarca y en las dimensiones del hombre americano, para rescatar del ol­vido la trayectoria culta de Sogamoso.

Con el título de Escritores de Suamox, Ciudad del Sol, el académico boyacense hace un inventario, el más completo que se haya realizado, de los aportes cul­turales con que sus paisanos han contribuido al progre­so de Colombia. Lástima que esta ciudad, que tan­to sobresalió por sus hombres ilustres, haya desdibuja­do su pasado culto. Otros afanes diferentes a los del espíritu, sobre todo los de la estéril politiquería pa­rroquial, invadieron los nuevos tiempos.

103 sogamoseños quedan registrados en el libro que comento. Sogamoso, por lo tanto, puede sentirse orgullosa de la fiebre cultural que allí se vivió, y ojalá es­timulada para volver sobre ese hito que se borró en las épocas actuales. Hay que aplaudir en el doctor Alberto Coy Montaña, director de la Casa de la Cultura, y en el licenciado Jaime Vargas Izquierdo, rector del Colegio Nacional de Sugamuxi –el alma máter de la ciudad –, su interés por recuperar la dimensión espiritual que se dejó perder.

Es preciso mirar al pasado para salvar el futuro. La mejor manera de hacerlo es estudiando la historia. Gabriel Camargo Pérez inicia su estudio con la mención de los primeros periódicos que funcionaron en la ciu­dad, El Rejenerador (sic) y El Estudio (nacidos en 1873 y 1879), y con la aparición de los dos primeros libros, Recuerdos de un alcanfor (1682) y Manual de metrología comparada (1883).

Luego se dedica al repaso de figuras sobresalientes en el mundo de las letras, como Temístócles Avella Men­doza –autor, entre otras obras, de Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa–, Joaquín González Camargo, Horacio Isaza del Castillo, Edmundo Rico Tejada, Hum­berto Plazas Olarte, Guillermo Plazas Olarte, Alfonso Patino Rosselli –magistrado sacrificado en la hecatom­be del Palacio de Justicia–, Rafael Gutiérrez Girardot –uno de los filósofos más destacados del país–, Li­lia Montaña de Silva, Jesús Bernal Pinzón, Eduardo Franco Isaza.

En fin, la lista es larga. En ella no se encuentra, y hay que lamentarlo, el arqueólogo Eliécer Silva Celis, nacido en el vecino municipio de Flo­resta. Pero debe incluirse como promotor valioso del desarrollo cultural de la ciudad desde su posición de director del Museo Arqueológico e investigador de las culturas precolombinas.

*

Bien ganado se tiene Camargo Pérez el título de hijo dilecto de Sogamoso. Su obra historiográfica es fecunda, y así lo han reconocido academias e instituciones culturales, entre ellas la Academia Co­lombiana de Historia. Es autor, entre su ponderada bibliografía, del libro Sergio Camargo: el Bayardo colombiano, laureado en el primer concurso nacional de Historia. Ahora, con el repaso de los nom­bres que forjaron la historia cultural de Sogamoso –entre ellos, él mismo–, más se queda en su tierra.

El Espectador, Bogotá, 11-VII-1989.