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Dos valores boyacenses

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Infatigables luchadores de las letras, registran ponderada labor intelectual. Fernando Soto Aparicio sobresale en el gé­nero de la novela, y Vicente Landínez Castro se ha consagrado como ensayista y estilista. Los dos fueren directores del Ins­tituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Y ambos dejan  huella en las letras boyacenses.

EL HOMBRE EN LA CREACIÓN DE

FERNANDO SOTO APARICIO 

No tiene antecedentes en su desconcertante capacidad para elaborar cuartillas, corregir, lanzar libros. Es el novelis­ta más prolífico de Colombia. Le recomienda al escritor la disciplina de escribir todos los días, y todos los días pulir, sin descanso, como la única fórmula para avanzar de trecho en trecho hasta la elaboración de una obra. Y es el único autor que, despreciando conceptos malintencionados, se ha conver­tido en técnico de libretos para la televisión, arte que domina con erudita facilidad y que le permite abarcar el poder completo de la palabra. Además es cuentista, ensayista y delicado cul­tivador de la poesía, y sobre todo del soneto, el que maneja dentro de los moldes clásicos de este género, el más difícil, que ha aprendido a pulsar con musicalidad y elocuente emisión de ideas y metáforas.

Una máquina de libros

Al entrar en circulación un libro suyo, ya la imprenta adelanta el siguiente. Desde la edad de diez años, cuando sus compañeros se entretenían en las sanas diversiones de la épo­ca, Fernando Soto Aparicio escribía dos novelas a la vez, caso de excepcional precocidad literaria que mostraba la vocación de quien no iba a darse tregua en el afán de explotar las profundidades del hombre. Puede decirse que no conoció la niñez e irrumpió en la juventud, casi sin darse cuenta, con la mente moldeada por los escritores franceses, sobre todo, de quienes aprendió el don de criticar a la sociedad entreteniéndola.

El hombre, una brújula social

Es el único escritor que desde su primera obra tomó al hombre como meta de su creación. De ahí no se ha desviado. Soto Aparicio es un buceador permanente de la inteligencia y no se ha conformado con señalar al ser humano como el principio ético más importante del planeta, sino que ha con­vertido su literatura en arma clamorosa contra los desequili­brios y los atropellos sociales.

Agudo observador del medio ambiente que le ha corres­pondido vivir, copia de la realidad cotidiana las angustias, las frustraciones, los anhelos de un mundo en constante con­flicto que clama por la justicia y que pide pan, techo, salud, educación, libertad… un Mundo roto —el título certero de una de sus obras— que es preciso recomponer si se quiere evi­tar la catástrofe social. Soto Aparicio no ha tenido que inven­tar nada. Todo lo ha captado con su fina penetración en el mundo circundante. Ha sentido las desgracias ajenas y las ha recibido como propias, metiéndose en el pellejo de sus per­sonajes, criaturas de barro y con alma noble que transitan por las páginas de sus obras como testimonio y denuncia.

En la temprana edad de quince años, apenas un mozal­bete inexperto, conoce en Santa Rosa de Viterbo a una bella mujer de la cual se enamoraron todos los muchachos del pueblo. De aquel fugaz encuentro sólo le quedó la imagen de la niña boyacense de trenzas ligeras y facciones candorosas, que bien pronto desapareció como una ilusión, dejándole la mente herida. Al correr de los años encontró el novelista un rostro similar, ajeno y desdibujado, en una cárcel de Bogotá, y de allí nació la asimilación de dos semblantes de mujer, dos almas que, girando en sentido contrario, daban aliento a una novela de crítica social. Antes de plasmar su propósito visitó no pocas cárceles en investigación de sistemas que, pretendiendo ser reformadores, mutilan al individuo y lo desadaptan como ser social.

La lente de retratista de los tiempos que hay en Fernando Soto Aparicio ha escudriñado los recovecos del alma para mostrar, en su desnudez, la tragedia del hombre, con sus vicios y virtudes, sus clamores y deseos de redención. Su intención, que va más lejos de los linderos de la patria, descubre al hombre latinoamericano, un segmento de idénticas dimensio­nes, también pisoteado y también desconocido. Dondequiera que esté el hombre, y bajo cualesquiera circunstancias, allí se siente la voz de este escritor que entiende la literatura como combate, más que como simple juego retórico.

La novela como filosofía

Beatriz Espinosa Ramírez, estudiosa de la problemá­tica latinoamericana, dedicó cuatro años de investigación a los escritores más importantes del continente y encontró a Soto Aparicio como el más consagrado e identificado con la causa del hombre latinoamericano. Estudió a fondo la obra, ya monumental, de nuestro escritor, hasta conven­cerse de la esencia humanística de un patrimonio cultural que no todos advierten. Y como consecuencia de ese análisis, nos deja Beatriz Espinosa un libro excelente, Soto Aparicio o la filosofía en la novela, que habrá necesidad de consultar siempre que se quiera entender la personalidad literaria de este escritor infatigable en la búsqueda de su verdad.

Se mete él en la conciencia del pueblo latinoamericano y ennoblece el sentido de vivir. Propugna una existencia más digna, lque es negada por los gobiernos despóticos y las leyes anacrónicas que anquilosan y empequeñecen, cuando no embrutecen y destruyen. El hombre contemporáneo, engendro de la «incivilización» que primero supo deformarlo y lo mantiene entre fusilerías y miserias sin fin, se rebela a encontrar escritores no conformistas, como Fernando Soto Aparicio, que atacan la falsificación de la moral y se van contra todo lo que signifique opresión.

El imperio de la palabra

Escribe con originalidad, sencillez e independencia, y adorna sus pasajes con ágiles recursos estilísticos, unas veces en tono reposado, y lírico otras, según lo impongan las cir­cunstancias. Ha hecho de la palabra su razón de ser, su más apropiado canal para llegar a las masas. Así define él mismo su universo: «La palabra pinta, suena, abofetea, enamora, se dispara hacia el infinito o hacia el corazón, que viene a ser lo mismo; la palabra no tiene límites, como no los tiene el hombre, cuando aprende a entenderla […] Por la palabra he entendido personas, injusticias, llamadas de auxilio, convul­siones sociales y plegarias. Yo creo que vivo en función de la palabra; es mi aliada, mi instrumento, mi compañía…»

Este sencillo hombre de provincia que saltó, desde su te­rruño boyacense, a la gran ciudad, lo hizo igualmente desde las novelitas aquellas de sus diez años, que luego destruyó, a la copiosa producción de todos los días, que hoy conforma un hecho notable en la literatura. Sus libros son textos obligados de colegios y universidades. Hombre tacitur­no, recogido en su propio mundo, sabe que el aislamiento del creador, a pesar del bullicio de la gran ciudad que lleva a rastras, significa liberación. Liberándose a sí mismo, le en­seña al hombre los caminos de la emancipación, de la autén­tica dignidad que no todos los escritores saben explorar para luego pregonar.

VICENTE LANDÍNEZ CASTRO,

UN PEDESTAL DE CULTURA

Nació en Villa de Leyva en el año de 1922. Sobre su ciu­dad natal escribió hace muchos años una hermosa página, donde se lee: «Aquí, en esta antañona ciudad, tenemos el pretérito detenido, hierático, fosilizado delante de nuestros ojos: nos es dado oírlo, verlo, sentirlo, olerlo y palparlo por doquier. Por eso encontrarse uno en Villa de Leiva equivale a estar sumergido en lo más profundo de la historia de la patria».

La cultura como blasón

Parece como si Villa de Leiva le hubiera marcado el alma a este boyacense integral que también se encuentra detenido en la historia de Boyacá. Cuando se llega a Tunja y se posee sensibilidad de escrutador, como yo lo he hecho por breve tem­porada en este declinar de 1987, es forzoso preguntar por los forjadores de la cultura regional. Tunja es una ciudad que respira cultura por todos los poros. Surgieron muchos nombres ilustres y siempre se mencionó el de Vicente Landínez Castro como un termómetro espiritual.

También en su caso podría decirse que su rastro se siente, se palpa, se olfatea en cada esquina, en cada recinto de la cultura. Su dedicación a la causa del espíritu ha sido absoluta durante toda su vida de medi­tación, de estudio y creación. Yo lo conocí en los años cincuenta como quijote batallador en medio de una ciudad fría y al mismo tiempo creativa. Pasados los años, muchos años, me postuló como miembro de la Academia Boyacense de Historia y, sin serme posible evadir el honor, le perdoné su generosidad.

El gran ausente

Vicente está hoy ausente de Boyacá. En Tunja dejó es­crito su nombre, nombre que siempre se leerá en letras grandes dentro de los inventarios de la cultura regional, y luego se trasladó, ya en el ocaso de su fecunda existencia, a un departamento vecino. Cuando la vida ha sido productiva, sobre todo en los afanes de la mente, el hombre se encuentra realizado.

El amigo ya no vive en Tunja pero se halla, con el vacío de su ausencia, más cerca de la tierra de sus luchas y sus sueños. Es, por consiguiente, ese pretérito inmóvil, al igual que su cuna natal, que no logrará ya remover el paso del tiempo. Villa de Leyva, que es historia y permanencia, le transmitió genes de perpetuidad. Eso les sucede a los hombres grandes que han vencido los límites de lo caduco para remon­tarse por las regiones de lo imperecedero.

Landínez Castro es hoy habitante contemplativo del bello municipio de Barichara, donde se residenció en plan de si­lencio, de soledad y olvido. Así me lo confiesa en una de sus cartas, mediante esta  sentencia de Enrique Ibsen: «El hombre, cuanto  más solo, más fuerte». Allí pasa sus horas en saludables cavilaciones y hondos reposos. Allí se siente compenetrado con su mundo interior y se regodea morosamente en sus soledades.

Remanso espiritual

En otra célebre página suya, del mismo corte de la dedi­cada a su patria chica, confiesa que Barichara fue el pueblo con el que siempre soñó. Lo llevaba en la mente y en el corazón como se guarda el rostro de la mujer amada. Se refugió en el callado paraje de vuelta de los halagos literarios, pero para rematar su carrera de abundantes frutos intelectuales. Y vive rodeado de paz.

Boyacá ha perdido a uno de sus hijos más meritorios. El escritor se enclaustró en el solar santandereano y ya poco se le ve por Tunja. Al poco tiempo de andar por las calles em­pedradas que le recuerdan las anchurosas de su Villa de Leiva, se rebelaron en sus intimidades las mismas ansias de explo­ración que le abrieron los veneros de la Tunja colonial y fundó, según me cuentan, un movimiento de cultura. Vi­cente morirá con su eterna sed de investigación y creatividad. Entre artesanías y letras pasa sus horas del solaz vesperal. El hombre culto nunca puede detenerse.

Como catedrático de la universidad tunjana y de impor­tantes colegios de Bogotá, Ibagué y Tunja, deja huellas de su vasta erudición. Es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua y de la Academia Colombiana de Historia. Como miembro de la Academia Boyacense de Historia asesoró la edición de obras fundamentales para la investigación de nues­tro pasado glorioso. Fue, durante largos años, director del Fondo de Publicaciones de la Universidad Pedagógica y Tec­nológica de Colombia y allí cumplió extensa labor de di­vulgación de los escritores boyacenses. Su última posición fue la de director de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, instituto gigante que promueve, a través de variadas y actividades, el desarrollo espiritual de la comarca.

Orfebre de la palabra

Su obra literaria es valiosa: Testigos del tiempo, Almas de dos mundos, Primera antología de la poesía boyacense, 105 sonetos de la literatura universal, Novelando la historia, El lector boyacense, Estampas.

Vicente Landínez Castro ha entrado ya con suficiente bagaje en la galería de pensadores y escritores boyacenses. Su trayectoria como hombre de cátedra, de academia, de realiza­ción literaria y liderazgo cultural lo sitúa entre los más destacados exponentes de la cultura boyacense. Algún día se levantará un pedestal a su inteligencia. Su prosa es castiza y de cincelado estilo. Ha sido orfebre de la palabra, meti­culoso creador de cuartillas. Se ha ido de Tunja y eso nos duele, pero su nombre vaga por la villa como una luz protec­tora. Está hecho de piedra, de piedra estática y fosilizada. La misma piedra de Villa de Leiva, de Tunja y Barichara le con­torneó el alma, le dio solidez al espíritu. Permanecerá en el tiempo como una estatua del saber y la virtud.

Revista Cultura, N° 135, Tunja, segundo semestre de 1991

Moniquirá, tierra dulce

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El prodigio colombiano permite que a una hora de Tunja —una de las ciudades más frías de Colombia— se encuentre Moniquirá con su delicioso clima medio de 19 grados. Allí se llega, con disfrute del maravilloso paisaje boyacense, por la carretera que conduce a Bucaramanga, una de las vías mejor conservadas del país. En lengua aborigen Moniquirá quiere decir Ciudad del baño, calificativo que se hace realidad por el placer de sus aguas fluviales. A corta distancia de la plaza pasa el río Moniquirá, una especie de dios de la población, alrededor del cual se han establecido balnearios frecuentados por propios y extraños, lo mismo que diversos motivos de atracción turística.

El poeta y periodista Juan Castillo Muñoz, hijo dilecto de la ciudad, dice que “Moniquirá, la comarca de los gratos aromas, concita con sus aires cálidos, el verdor de sus contornos y el perfil susurrante de su río, la unción inspirada de la música». Estos incentivos conquistan al visitante como un mensaje natural de la tierra.

Así tuvimos oportunidad de disfrutarlo quienes concurrimos al primer encuentro de escritores boyacenses convo­cado por el alcalde de la ciu­dad, Carlos Guerrero, que con su equipo de cola­boradores deja buen pre­cedente para futuras realiza­ciones culturales. La juventud moniquireña, deseosa de dia­logar con los trabajadores de las letras —entre ellos, Fernando Soto Aparicio, cuyas novelas tienen amplia pene­tración en los colegios—, de­mostró con su presencia un evidente afán de cultura.

En la misma ocasión se llevó a cabo el encuentro de com­positores, que en esplén­dida velada alegraron el alma de la comarca. El compositor Carlos Martínez Vargas, jefe de actividades culturales de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, es uno de los grandes animadores de la música boyacense. Su voz tiene eco nacional. En el pasodoble brindado a la ciudad con motivo de sus 200 años de vida, Martínez Vargas ma­nifiesta: «Tus mujeres dejan al paso el aroma de tus jazmines y rosas».

En efecto, el am­biente de jardín y floresta, nota predominante de este tranquilo rincón de la patria, se embe­llece con la gracia de sus mu­jeres. La campesina boyacense, como la campesina santande­reana cantada por José A. Morales, tiene sabor de fruta madura.

A Moniquirá se le conoce como la Ciudad Dulce: Sus habitantes le dieron este distintivo como homenajes a los sabrosos bocadillos de guayaba que han hecho famosa a la región, y además a las abun­dantes siembras de caña de azúcar. El concepto de dulzura se ha vuelto un emblema de la ciudad, y así lo atestiguan la hospitalidad que se brinda al forastero y la amabilidad de la gente.

Se trata, por otra parte, de sitio preocupado por su progreso arquitectónico, con calles pavimentadas y limpias, residencias decorosas y la hermosa plaza arborizada. La población se esmera por conservar su categoría de cabecera municipal y compite en el concurso depar­tamental que premia al «municipio más lindo de Boyacá».

Los escritores le dejamos varios mensajes a la ciudad. Los principales, preservar la paz, la envidiable paz que allí se vive como privilegio ina­preciable —y tan esquiva en la mayoría de los municipios—, y luego defender la ecología para dignificar la vida de los mo­radores.

El Espectador, Bogotá, 2-IX-1991.

 

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Archivo Regional de Boyacá

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En Boyacá existe una enti­dad vigilante del pasado: el Archivo Regional de Boyacá, organismo que, adscrito hoy a la Academia Boyacense de Historia, viene funcionando desde el siglo pasado (año 1882) con el nombre inicial de Archivo Histórico del Estado Soberano de Boyacá, que así fue bautizado en aquella época.

En 1905, al establecerse el Centro de Historia (hoy Aca­demia Boyacense de Historia), fundado por el canónigo Cayo Leonidas Peñuela y otras eminentes figuras de la región, la nueva entidad se hizo cargo de los documentos pertene­cientes a la antigua provincia de Tunja (Boyacá, Cundinamarca, los Santanderes y parte de Venezuela), que mantenían adecuada organi­zación gracias al paleógrafo tunjano Emeterio Moreno. Esta labor la continuó don Ramón C. Correa, decano hoy de los historiadores de Colombia.

Corriendo el siglo, el go­bernador Nicolás García Samudio, que era al mismo tiempo presidente de la Aca­demia Boyacense de Historia, mandó empastar 600 legajos documentales (labor realizada por los presos del panóptico de Tunja), con lo que se daba un paso grande para resguardar, ordenar e incrementar los ar­chivos históricos. Esta función se ha mantenido por parte de los sucesivos presidentes de la Academia hasta el momento actual, cuando el Archivo Regional está convertido en real patrimonio de Boyacá y del país.

Esta entidad, con carácter descentralizado, fue creada en 1983 gracias a la iniciativa del notable historiador Jorge Pa­lacios Preciado, actual director del Archivo General de la Na­ción; y en 1990 se estableció como fundación, con los si­guientes miembros: Academia Boyacense de Historia, Insti­tuto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, Banco de la Re­pública y las notarías 1ª. y 2ª. de Tunja. Recibe además apoyo de la Fundación para el Pa­trimonio Cultural Colombiano y del Instituto Colombiano de Cultura.

Funciona el Archivo Regio­nal en el claustro de San Agustín, antiguo panóptico de Tunja, una de las joyas colo­niales más preciadas de esta ciudad. Es su directora la licenciada Myriam Báez Osorio, gracias a cuya versación y dinamismo se cumplen efica­ces programas sobre la conservación y clasifi­cación de los documentos y se presta esmerado servicio a los investigadores y gente culta del departamento y del país. La Universidad Tecnológica y Pedagógica ofrece valiosa asesoría mediante cursos y otros sistemas fundamentales

En los archivos reposa la memoria de los pueblos. No habrá historia sin fuentes de información. Por eso, esta entidad, consciente de su misión, es la encargada de rescatar y difundir el patrimonio histórico del departamento. La rica documentación que allí se protege y se ordena con los rigores de las técnicas modernas –mediante guías, índices, catálogos y demás derroteros de esta ciencia, hoy ya en el proceso de la era computarizada– invita a otras regiones a preocuparse de su historia y de sus raíces vernáculas.

Papeles que vienen desde el siglo XVI, como libros del cabildo y documentos eclesiásticos, notariales y militares guardan el alma del pasado. La hemeroteca custodia importantes colecciones, como la de la revista Cultura, fundada en 1950 por Eduardo Torres Quintero —el «caballero andante de la cultura de Boyacá»— e interrumpida en 1973 con su muerte; es de las publicaciones más valiosas que haya tenido el país y que ahora será reanudada  por el Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Excelente noticia.

El Archivo Regional de Boyacá es un lujo para esta tierra que ha sabido mantener los símbolos de su idiosincrasia como fuente inspiradora de la grandeza.

El Espectador, Bogotá, 14-VI-1991.

 

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Soatá en decadencia

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Tres años hacía que no visitaba mi pueblo. Vuelvo ahora y lo encuentro en lamentable estado. Desde que se pisa la primera calle se observan signos de abandono. En realidad, esta decadencia viene desde hace más de tres años, pero es en los últimos tiempos cuando más se ha acentuado la crisis. Las preguntas brotan espontáneas: ¿Por qué las autoridades han permi­tido que la Ciudad del Dátil se desmejore? ¿Por qué los vecinos no han protestado contra la desidia oficial y la falta de acción de los políticos locales?

Los pueblos, que son el alma de la nación, deben lu­char por su existencia. Un pueblo es una asociación de ciudadanos que se unen para defender sus costumbres, crear medios decorosos de vida y hacer florecer la loca­lidad. Son los vecinos, más que los gobernantes, los que imponen las reglas del progreso. Cuando éstos fallan, hay que cambiarlos. De lo contrario los pueblos se desintegran, como ahora lo compruebo, con pena y tristeza, en el caso de Soatá.

Es irónica la situación. La carretera que une a Bogo­tá con Cúcuta y que lleva en construcción lo que va del presente siglo, ya se encuentra cerca a Soatá. Faltan treinta kilómetros. Lo ejecutado hasta cercanías de Susacón es aceptable. De Tunja en adelante la carretera ofrece buenas condiciones, pero faltan signos de señalización y el mantenimiento en algunos sectores de rápido deterioro.

La llamada calle real de Colombia, por donde Bolívar y sus ejércitos transitaron con las armas de la liber­tad, ha logrado, al fin, afianzarse en estas tierras bravías. Allí Bolívar lanzó esta proclama patriótica:

«Habitantes de Soatá: vuestra municipalidad me representó algunos meses ha contra vuestro pastor. Yo seguí entonces la voz de la prudencia y lo amonesté en lugar de perseguirlo. Ahora, alejándome quizás por mucho tiem­po de vuestra villa, quiero ofreceros mi protección espe­cial contra cualquiera que os persiga, porque el primer deber del Gobierno es defender los pueblos contra los malvados».

Soatá tiene como enemigo destructor la inercia. Por ella se acaban las poblaciones. Ni siquiera el avance de la carretera ha conseguido despertar el marasmo que está deteniendo el progreso. Todavía, sin embargo, faltan re­cursos por mil millones para que la vía pavimentada llegue a Soatá; y de cuatro mil millones para que lo haga hasta Capitanejo.

Mientras la carretera avanza, Soatá retrocede. Siento dejar esta nota de sorpresa y desencanto, pero es preciso reaccionar ante este doloroso hundimiento de la pa­tria chica. Sus calles están destapadas como consecuencia de la obra del acueducto y el alcantarillado, ejecutada hace ya buen tiempo. Programa prioritario del alcalde actual debe ser la pavimentación de calles, la reparación de casas que se están cayendo y el remozamiento general de la población.

Soatá no es hoy el sitio pintoresco que surgía en el camino como un oasis en mitad de la polvareda de aquellos parajes abruptos. ¡Mi pueblo está desdibujado! No hay fuen­tes de ocupación. Y hasta dejaron ir al Banco de Colombia, la entidad colaboradora que se conquistó en otras épocas para impulsar el desarrollo local. Ojalá se preserve el Hotel Turístico, sitio confortable que hace grata la permanencia en la tierra cálida.

*

Esta nota no es destructiva ni pesimista. Busca, por el contrario, crear conciencia cívica. Es preciso que se aprecien estos destrozos para edificar el futuro. Soatá, por fortuna, sigue siendo dulce. Sus dátiles, toronjas y limones cubiertos, besitos azucarados y demás manjares autóctonos hacen las delicias del caminante. Ojalá con este sabor se reconstruya el pueblo. Lo escuchamos, señor alcalde.

El Espectador, Bogotá, 30-XI-1990

* * *

Misiva:

Su famoso Salpicón que aparece en El Espectador de hoy es un toque de alerta  a las diferentes colonias soatenses residentes en otras ciudades y más para los que vivimos en esta localidad. Realmente muestro Soatá perdió el liderazgo en todos los aspectos que en otras épocas mantuvo. Sin embargo, el  actual  alcalde  está traba­jando en todos los frentes para que en un futuro próximo, con la colaboración de los buenos hijos, sea el pueblo más lindo de Boyacá.  La Divina Providencia lo siga  iluminando para que su muy leída columna haga como el tábano: picar hasta que despertemos y nos demos cuenta de la situación en que estamos. Jaime Medina F., Luis Bonilla Mojica, Aura de Botía, Guillermo García Díaz y demás amigos, Soatá.  

 

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Expo-Acopi Ciudad del Sol

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En días pasados se realizó en Sogamoso el lanzamien­to de la Primera Feria Exposición Industrial, bautizada con el nombre de Expo-Acopi Ciudad del Sol, que tendrá lugar entre el 3 y el 12 de no­viembre. El mismo acto de lanzamiento se programó para Duitama, Tunja y Chiquinquirá, con lo que se busca vincular al evento a las principales ciudades de Boyacá.

La Asociación Colombiana Popular de Industriales –Acopi–, seccional de Boyacá, cuyo director es el señor Siervo Ramírez Vergara, ha tenido la iniciativa de pro­mover, con el auspicio de la Caja Agraria y el bene­plácito de las autoridades de las urbes citadas, esta exposición de muestras industriales que atrae el inte­rés no sólo de los boyacenses sino de visitantes de to­do el país. La ferias exposiciones son el medio moderno más eficaz para mostrar los avan­ces de la ciencia o la técnica y comercializar los productos. Son, además, una cara amable de cada pueblo o de cada región.

El coordinador del suceso, señor Oliverio Morcote, ha puesto en mis manos el programa de la feria y me pide que dedique un espacio para divulgar el nombre de Sogamoso, lo que hago complacido. Es propicia la ocasión para resaltar la importancia de este tipo de mercadeo en una comarca que como Boyacá registra bajo nivel industrial; tierra que es, sin embargo, rica en yacimien­tos minerales y sede de grandes empresas como Paz de Río, Cementos Boyacá e Indumil.

Departamento económicamente deprimido y cu­yos políticos se han desentendido de conformar un blo­que de liderazgo nacional, Boyacá merece mejor suerte. Ha sido cuna de hombres ilustres y ha sobresalido como tierra de empeños patrióticos y de avances culturales. Pero en los últimos tiempos se ha dedicado a vivir de los recuerdos y se ha olvidado de construir un presente dinámico que le permita mejores bases de progreso.

Esta feria industrial tiene notoria trascendencia para despertar el dormido entusiasmo de los boyacenses. El Parque Industrial de Sogamoso, situado a cua­tro kilómetros de la ciudad, congrega empresas sobresa­lientes de la región, como Acerías Boyacá, Acerías Sogamoso, Laminaciones Vulcano, Fundiciones Ferrita, Fábri­ca de Muebles Los Troncos. Se persigue, de tiempo atrás, que este centro en permanente superación sea el mayor resorte económico de esta ciudad venida a menos, y en otra época, ya desdibujada en nuestros días, pujante plaza de negocios y de cultura.

La llamada Puerta del Llano, o Tierra del Sol, como se denomina a Sogamoso, quiere hoy hacerse notar por su empuje industrial. Loable propósito que ojalá per­dure. Esto traería la vigorización de su comercio y el rejuvenecimiento de la localidad.

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En los próximos días estará abierta a los colombia­nos esta atractiva vitrina que va a mostrar diversos productos elaborados por los boyacenses y que pertene­cen, sobre todo, a los renglones de la agroindustria, la metalmecánica, el transporte, las confecciones, los textiles, la construcción, las artes gráficas. El boyacense es por naturaleza un ser creativo, pero no se le estimula para crear empresa grande. Es necesario que pase de los hilados manuales a las fábricas tecnificadas.

Que esta feria sea motivadora de otros eventos que incentiven la vocación de trabajo de los boyacenses, para obtener así mayores fuentes de ingresos y prosperidad.

El Espectador, Bogotá, 19-X-1990.

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