Verdugos públicos
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
A medida que crecen las ciudades, más se deshumanizan. En Bogotá todo es caótico y torturante. Hasta la diligencia más sencilla se vuelve tortuosa, y para cumplirla se necesita capacidad de mártir. Si se carece de ella, la gente se ahoga en este mar de dificultades que hacen de la vida cotidiana un calvario. El sentido de servicio desapareció de los despachos públicos. Imperan, en cambio, la indolencia y la descortesía. Los burócratas, a todo nivel, mantienen destrozada la paciencia ciudadana.
Veamos lo que le ocurrirá a usted en la compra o la venta de un inmueble, sobre el que debe además constituir o cancelar una hipoteca. Comencemos por lo último. Por el Banco Central Hipotecario, por ejemplo. Los bancos oficiales, que debieran ser los más eficientes, son los que más dificultades ofrecen. Después de pagado el saldo de la deuda, levantar el gravamen implica la mortificación de las vueltas y revueltas –entre avalúos, estudio de títulos, conceptos de abogados, venias a los funcionarios y esperas eternas en todos los despachos–, hasta introducir el negocio en la notaría. En el Banco Central Hipotecario, cuya característica principal es la lentitud, diligencias de esta índole se vuelven angustiosas.
Recibido el negocio en la notaría, vendrá el trámite de elaborar la escritura, hacerla firmar del banco, si hay hipoteca de por medio, y luego citar al cliente para el acto final en estas oficinas colmadas a toda hora de público y sofocos. Luego usted tomará el documento para pagar los impuestos, antes de solicitar el registro.
Nadie entiende, pero tiene que tolerar con absoluta resignación el caos que se forma ante las ventanillas de la Beneficencia y la Tesorería para pagar, en dinero efectivo y con peligro de los raponeros0, los mayores tributos de estas operaciones. El bolsillo se resiente en cada etapa del calvario, y en lugar de recibir amabilidad por el sacrificio que usted hace para atender la burocracia, encontrará por doquier indiferencia y malos tratos.
La Oficina de Registro, sectorizada en tres lugares de la ciudad, parece un mercado persa. Allí luchará usted a brazo partido para abrirse campo en medio de colas desesperantes. Cuando logra coronar la meta, para lo que debe emplear todo el período de la mañana o de la tarde, le dirán que el negocio quedará registrado en los diez días siguientes. Volverá una y otra vez y siempre le expresarán lo mismo: aún no ha regresado la escritura a ventanilla.
Ármese, pues, de paciencia, a fin de seguir en esta lucha sin cuartel para obtener algún día la legalización del documento. Los diez días se convierten en un mes, en dos, y muchas veces hay que hacer verdaderas acrobacias para rescatarlo de estos vericuetos de la ineficiencia.
En definitiva, el país anda como va porque no hay capacidad de servicio. Hemos llegado al peor grado de la burocratización. Todo se ha tornado engorroso, desabrido, hostil. Al ciudadano se le trata a las patadas. Presencié el gesto absurdo de un doctor Castro, verdadero dictador en su escritorio, que se negaba a atender al usuario porque debía concurrir a una cita médica. Y así se enfrentaba, entre densas tufaradas de despotismo, con signos evidentes del trasnocho etílico de la noche anterior, a su víctima de turno: «Si gasto tiempo en usted, yo soy el perjudicado. ¿O prefiere que me muera?».
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Me acordé entonces de Peter, cuyo nivel de la incompetencia está extendido por todos los rincones de la administración. Los jefes olímpicos, entre tanto, viven escondidos en sus salones dorados, ausentes de las angustias del pueblo. El cual, como ironía, es el que sostiene sus jugosas posiciones.
El Espectador, Bogotá, 14-IV-1993.