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Tres años de soledad

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Jaime Castro ha pasado de ser el Alcalde peor calificado de las grandes capitales, cuya cabeza estuvo a punto de rodar en los peores momentos de protesta ciudadana, a funcionario previsivo y eficiente –hoy con alta calificación en las encuestas– que miraba más el futuro de Bogotá que su propio desprestigio personal. Mientras más palo recibía, más cauteloso se portaba ante sus críticos. La ciudadanía vociferaba no sólo ante la inoperancia administrativa que se reflejaba por todas partes, sino también ante el silencio del burgomaestre.

Cuando la crisis llegó a sus peores momentos y nada se hacía para sacar a Bogotá del atolladero, hizo carrera la sensación de que, a más de inepto, teníamos  un gobernante insensible, que otros calificaban de despectivo. Se necesita, en realidad, poseer una fortaleza salida de lo común para afrontar la vehemente protesta de la opinión pública ante esta ciudad destruida por los huecos y ate­morizada por la inseguridad progresiva.

Por aquellos días, y esta vez con el agravante de la figura del autoavalúo, el M-19 recolectaba firmas a porrillo para pedir la revocatoria del mandato. Con todo,  el alcalde Castro, con esa flema y esa malicia de su sangre boyacense, resistió los peores momentos y no dio el brazo a torcer. Sólo pensó en renunciar si el Congreso no le aprobaba el Estatuto de Bogotá, por el que luchaba casi solitario ante el poder legislativo, y que consideraba la única herra­mienta posible para sacar a la ciudad de su desmoronamiento crucial.

Logrado su propósito, se de­dicó a hacer obras, así el tiempo se agotara. Aceleró ya hacia el final de su mandato, y el empuje ha sido notorio. Esto le permitió levantar su imagen y observar que antiguos críticos, entre ellos los medios de comunicación, reconocían su labor. Las pala­das de progreso que ha dado a lo largo de la avenida 30, hoy en camino de convertirse en vía esncial para la descongestión capitalina –como la con­cibió Juan Martín Caicedo Ferrer –, le han hecho ganar los puntos perdidos. Todo esto pone de manifiesto esta verdad que no puede ignorarse: el atraso de Bogotá viene de mucho tiempo atrás, y desviar este rumbo de un momento a otro no es tarea fácil.

Es preciso reconocerle a Jaime Castro su reciedumbre para estructurar, incluso con el precio de su popularidad, los mecanismos que facilitarán en los años próximos el avance que se ha hecho esperar. El primer beneficiado con ese esfuerzo si­lencioso es Antanas Mockus, y él mismo, con nobleza que se le aplaude, lo ha reconocido. Fuera de reconocerlo, le corres­ponderá demostrar que los re­cursos que recibe en materia legal y económica van a irrigar programas de verdadero pro­greso.

Ahora sabemos, por el repor­taje que el Alcalde le concede al periodista Fernando Garavito –o Juan Mosca– que el anterior Gobierno nacional lo dejó solo. Y aparte de no ayudarlo, frenó sus iniciativas. Se queja del exmi­nistro Hommes, de quien afirma que, a pesar de ser oriundo de Bogotá, «actuó muchas veces contra los intereses de la capi­tal». Sobre el presidente Gaviria, dice que era inescrutable y pare­cía una esfinge en momento en que más necesitaba de su apoyo para sacar adelante el estatuto. Estas candentes manifestacio­nes levantarán más de una am­polla.

Los tres años de soledad, como Castro los define, fueron no sólo para él sino para Bogotá. No es posible que la ciudad continúe expósita. Hoy, el cla­mor ciudadano escoge a una figura independiente, no com­prometida con los políticos, An­tanas Mockus, para impulsar el futuro. Por ventura, se nota la presencia de un gran aliado: el presidente Samper, a quien le duele la ciudad, lo mismo que nos duele a todos los que en ella habitamos.

El Espectador, Bogotá, 18-XI-1994

 

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Metro y contaminación

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Si la lógica funcionara, a Bogotá le habría llegado la hora de construir su metro. Acaso en la administra­ción Mockus, que tantas espe­ranzas despierta, se dé, sin más titubeos, este paso gigante hacia el siglo XXI. Lo cierto es que a los alcaldes les ha faltado coraje para encarar este problema con el realismo y la urgencia que reclama una urbe frenada hace mucho tiempo en su desarrollo, y hoy, hundida entre infinitos tormentos.

Ante la desmesura de la obra, por una parte, y el mal ejemplo del metro de Medellín, por la otra, nuestros mandatarios han preferido diferir la solución, con diversos argumentos. Se invoca la falta de recursos –método socorrido para frenar el pro­greso– y se han pro­puesto y practicado soluciones intermedias que en lugar de aportar fórmulas salvadoras han enredado más el endemo­niado tránsito capitalino.

Hoy, para poner un ejemplo, la ciu­dadanía tiene que movilizarse a paso de tortuga y con los nervios destrozados por entre puentes en construcción, monumentales complejos de ingeniería, vías mutiladas, pesadas maquina­rias y obreros a porrillo, que en postrimerías de la actual admi­nistración buscan consagrar la imagen de la eficiencia.

¿Cuánto tiempo y dinero se han perdido en estos remiendos a medias? Si con el metro hu­biéramos comenzado hace va­rios años, otro futuro le sonreiría hoy a Bogotá. La experiencia de Medellín ha de servirnos para no dar pasos en falso. Y eso de pensar en un metro liviano, que algunos defienden, no deja de ser sofisma de distracción. Como lo afirmó el presidente Samper en reciente entrevista, «esta ciudad no puede ya vivir sin un sistema de transporte masivo».

Hay que armar la metrópoli del futuro, dejando de lado las timideces y los criterios parro­quiales. Si ahora el tránsito re­sulta insoportable, ¿qué ocu­rrirá a finales del siglo cuando la población haya aumentado el 20 por ciento de la cifra actual? ¿Por qué no emprender ahora el verdadero salto urbanístico que nos coloque a la altura de las grandes ciudades del conti­nente?

Si Caracas y Ciudad de Méjico hubieran procedido con el mismo criterio y las mismas vacilaciones que caracterizan nuestro comportamiento, no tendrían hoy los formidables sis­temas de transporte masivo que les envidian países incluso más avanzados.

El próximo alcalde, el profesor Mockus, no ha sido, hasta donde se ha podido apreciar, partidario entusiasta del metro. Quizás ante el reto presidencial –cuando el doctor Samper mani­fiesta que si el burgomaestre quiere el metro, el Gobierno na­cional lo apoyará– enfile baterías para adoptar, sin pérdida de tiempo, esta medida radical. El presidente, que es bogotano rai­zal, tiene entre sus afanes an­gustiosos el de darle a Bogotá el empujón (que no el revolcón) que la saque del ostracismo y le haga recuperar el camino per­dido. ¿Qué espera, profesor Moc­kus? Las condiciones están dadas, y usted no puede desa­provechar este momento histó­rico. Ponga a bailar su perinola y encontrará otra cara: «todos quieren».

*

Conforme pasa el tiempo, cada vez es más invivible la atmósfera bogotana, contami­nada como se halla por la inva­sión de vehículos que nos trajo la apertura económica y por la tole­rancia de toda suerte de gases y desechos industriales. Al paso que llevamos, pronto habrá un millón de automotores rodando por las calles. Así, la ciudad se envenena todos los días. Y como sucede con el sida, nos prende el contagio insalvable. Las enfer­medades respiratorias registran uno de los mayores índices de mortandad. Es una muerte si­lenciosa en la que no reparan las autoridades al permitir esta po­lución incontrolada.

Bogotá ocupa el quinto lugar entre las ciudades más conta­minadas de América. Sin metro, y con el smog a flor de piel, la tortura para siete millones de seres no puede ser más dolorosa.

El Espectador, Bogotá, 14-XI-1994.

 

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Rescate de la calle

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Voté por Poncho Rentería como edil de mi barrio. Lo leo con frecuencia en su columna de El Tiempo, y no me cabe duda de que es un gran defensor del civismo bogotano. Le duele Bogotá. Cuando en los alrededores de su residencia levantaban enormes edificios que rompían la armonía del sector y deterioraban el ambiente, puso el grito en el cielo. Cuando su teléfono queda mudo por días y días, como es de común ocurrencia en esta metrópoli de las desmesuras y las carencias rutinarias, se hace sentir con su palabra atronadora. Así, valiéndose de su propio caso, se convierte en vocero de los que no tienen voz.

EI pregón que más me agradó de su campaña edilicia fue el del rescate de los andenes. Todo un programa de gobierno, que en los últimos tiempos ha vivido ausente de las agendas oficiales. Hoy es una de las realidades más dramáticas de la vida cotidiana. En Bogotá no existe el espacio público. Las autoridades, siempre tolerantes, han permitido la invasión progresiva de las calles, los parques y los andenes hasta convertirse nues­tra bella urbe en un batiburrillo insufrible.

El ignorado transeúnte –y to­dos lo somos, incluso los altos funcionarios que andan orondos en sus flamantes auto­móviles oficiales– ya no tiene por dónde moverse. Las aceras, que se inventaron para servirle al ciudadano, se hallan siempre ocupadas, unas veces por los vendedores ambulantes, otras por los vehículos que no en­cuentran sitio para estacionar, otras por los materiales de cons­trucción que se tiran sin ningún reparo en plena vía, sin que exista autoridad, en todos los casos, para hacer respetar el derecho a la calle. O sea, el derecho a la vida.

Esta ciudad amable que nos ofrecen todos los alcaldes, es, en realidad, un suplicio eterno. No puede concebirse mayor grado de incivilización. Por eso, cuan­do aparece un líder con los arrestos de Poncho Rentería, es fácil votar por él. Como tiene varios tornillos sueltos, practica sus convicciones con desenfado y con el alboroto suficiente para que lo escuchen. Creo que a su anuncio de luchar por la recu­peración del espacio, con todo lo que ello supone, se debe la ele­vada votación que obtuvo.

Yo agregaría a su lista esta otra calamidad: la del ruido. Bogotá es el infierno de la conta­minación auditiva, que nos man­tiene a todos al borde del deses­pero. Si ya no somos sordos y neuróticos, muy pronto lo sere­mos. Mientras los conductores de taxi y de vehículos particula­res han hecho del pito el medio más socorrido para abrirse cam­po por entre una ciudad que ni avanza ni deja avanzar, las boci­nas de los buses no ahorran decibeles para imponernos la tortura mayor.

Antanas Mockus cifra en su poder de persuasión y educa­ción de la gente la clave de su gobierno. Si a él se unen –en el Concejo y en las Juntas Administradoras Locales– Poncho Ren­tería y otros elementos de claras intenciones cívicas, como Jorge Child, es posible que Bogotá salga de su marasmo. Confie­mos en el milagro de la resurrec­ción.

El Espectador, Bogotá, 7-XI-1994.

 

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Las tres efes

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue el escritor Vargas Vila quien calificó a Bogotá de fría, fea y fétida. La óptica con que el terrible panfletista veía la ciudad a fines del siglo pasado, cuando  el letargo y la neblina invadían el alma de sus moradores, parece que en muchos aspectos subsistiera en los días actuales.

Bogotá dejó su viejo ropón enlutado y ahora se viste de colores y se mueve con estrépito, sin dejar de ser una ciudad fría. No se trata sólo del frío del ambiente, que es insuperable, y que por otra parte no puede considerarse un defecto sino un estado apacible, sino del frío que se quedó en el alma de los bogotanos.

Lo proverbial cordialidad del cachaco, que en viejas épocas hizo de nuestra capital un sitio amable y cálido –a pesar de las bajas tempe­raturas del clima sabanero–, ha dejado de ser signo característico de nuestros días. Y es que el cachaco legítimo también ha desaparecido con el cambio de los tiempos.

A medida que la ciudad iba creciendo, los bogotanos raizales –los de las buenas maneras y la educación a flor de labios– se veían sustituidos por personas llegadas de todo el país. Hoy, Bogotá es un híbrido de costumbres, de estilos y tempera­mentos. Así despersonalizada, la vida metropolitana se tornó áspera y desapacible, por no decir que hostil. El trato acogedor fue despla­zado por el ademán agrio y el comportamiento egoísta. Se reem­plazó la afabilidad por la indolencia.

Bogotá no es fea. Por el contrario, es una de las ciudades más hermo­sas del continente. Su estructura arquitectónica la sitúa como mode­lo de urbanismo. De tanto crecer, no cabe en sus linderos. Ha crecido sin orden y atropellando los man­datos de la planeación. Admitamos que es una urbe descuidada y torpe en su progreso, que avanza a las buenas de Dios.

Esa dejadez la hace ver fea. El desaseo de las vías y la incuria ciudadana, que se suman a la ineptitud de la burocracia, son su peor lastre. Por doquier se encuentran basuras en revolución, casas en ruina, parques abandonados, falta de alumbrado público, cuadros de miseria. Esto para no hablar de las calles destrozadas y el vandalismo airado que se hermanan para rom­per la armonía estética que no cuidan ni propician las autorida­des. La belleza de nuestra urbe está estropeada por la desidia oficial y la falta de civismo de la población.

La tercera efe es la más vergonzo­sa. El olfato se resiente con sólo anunciarla. Y más que el olfato, el orgullo que nos concede la catego­ría de gente civilizada. Bogotá, para hablar sin rodeos, es una enorme cloaca: hasta tal punto se halla invadido el ambiente por olo­res nauseabundos. Las normas mínimas de sanidad desaparecieron de los sitios públicos a merced de los excrementos contaminantes y la suciedad entronizada como norma de vida. Regueros de desperdicios, pordioseros malolientes, heces y miserias, como un bo­rrón de la vida decente, mantienen deslucida la cara y ajada el alma de Bogotá.

Las autoridades no se preocupan por establecer letrinas en los parques, en los bancos, en los supermercados, en los negocios im­portantes, como sucede en las ciu­dades avanzadas del mundo. Las pocas letrinas que existen son focos de infección y sucie­dad. La gente del montón hace sus necesidades fisiológicas en cualquier parte. ¿Para qué las sancio­nes contempladas en el Código de Policía si lo que faltan son baños públicos? Si a Vargas Vila le olía mal Bogotá, ahora no hubiera resis­tido tanta fetidez.

Duele y apena mencionar estos lunares de nuestra amada metrópoli, que ha perdido los encantos de antaño por culpa del progreso falaz. Pero como la queremos y deseamos verla ordenada, limpia y esbelta, aquí queda este inventario de tris­tezas para tratar de superarlas.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1993

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La soledad de Juan Martín

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nadie puede dudar de la recti­tud de Juan Martín Caicedo Ferrer en su vida pública y privada. Es posible que se haya equivocado en algunos actos de su gestión como Alcalde de Bogotá, pero no se le puede imputar aprovecha­miento del erario, como sí ocurrió con la mayoría de los concejales, que fueron a la cárcel y de allí regresaron a los pocos días al devolver los auxilios oficiales que habían quedado en su bolsillo.

A Caicedo Ferrer se le cobra el hecho de haber sancionado el acuer­do en virtud del cual los concejales distribuyeron para su propio bene­ficio, con aparentes fines sociales, una jugosa partida del presupuesto distrital. Ha sido esa la firma más dolorosa de su vida, y la estampó, aunque quede difícil creerlo, por amor a Bogotá.

En efecto, por hacerle concesiones a la clase política, que no quería dejarlo gobernar, terminó en la cárcel. De lo contrario le empan­tanan los ambiciosos proyectos que llevaba en marcha, como el de la avenida 30, hoy frenada al desembo­car a la avenida 19, y que reclama con urgencia un puente elevado sobre la calle 100 para que la obra cumpla su finalidad de vía rápida.

Los ediles, al lavarse las manos como Poncio Pilato, salen de las rejas. Y el exalcalde, que no tiene las manos sucias y por lo tanto no dispone de dineros mal habidos para devolver, permanece detenido como chivo ex­piatorio. ¿Alguien entenderá seme­jante exabrupto? Se anuncia que en los próximos días será liberado de su cautiverio –junto con los exsecreta­rios de Hacienda Marcela Airó de Jaramillo y Luis Ignacio Betancur, otros chivos expiatorios–, y entre tanto ha caído un año de oprobio sobre el alma de los justos, mientras los verdaderos culpables alardean de gente honorable.

Con estos golpes judiciales de sen­sación pretende mostrarse las bonda­des de la nueva Constitución. «Esta­mos –dice Caicedo– en una situación en que la conducta formal, aquella que carece de motivación criminal, es investigada a fondo mientras que el delito real goza de impunidad. Tras haber escrutado todos y cada uno de mis actos sin que se sepa de qué se me acusa, sigo preso y sub júdice, y por supuesto no tengo ningún prontua­rio que responder».

A Caicedo Ferrer lo dejaron solo. Sus propios amigos y quienes más se beneficiaron de su administración, para no hablar de los 600.000 bogo­tanos que votaron por él, lo han olvidado. Habría que exclamar, parodiando al poeta: ¡Qué solos se quedan los presos! La fuerza aislante de las rejas conduce a las soledades del poder. A las soledades de la vida. Es entonces cuando el hombre de Estado, hundido en íntimas afliccio­nes, se duele de la ingratitud humana sobre las cenizas de la fama.

De haber continuado en la activi­dad privada, donde cumplió impor­tantes realizaciones, otra hubiera si­do su suerte. Allí lo esperaban superiores destinos. Pero por ser líder nacional, aceptó el compromi­so de la vida pública. Llegó al Ministe­rio de Trabajo y desarrolló, en sólo siete meses, la labor que no habían cumplido en muchos años todos los ministros del ramo. A esta dependen­cia que se mantenía en crisis perma­nente le imprimió el dinamismo de la empresa privada. Con la ley 71 de 1988 –que en virtud de su propia autoría pasó a llamarse la Ley Caicedo– se dio un salto gigante en materia social, como respuesta a las angus­tias de los pensionados, de los que nadie se acordaba.

*

Su Alcaldía, controvertida por ha­berse salido de los linderos comunes, acometió obras de alcance futu­rista. Esto no se ve muy claro en el momento, dentro del fragor de las pasiones públicas. Con criterio geren­cial se propuso ejecutar proyectos de envergadura, cometiendo algunas al­caldadas para poder superar tantas ataduras que no dejan progresar al país.

Grave error dentro de las ficcio­nes del poder, ya que de lo que más carece la administración pública es de gerentes, y a todos los redentores de la historia se les ha cobrado siempre su osadía. Pero obsérvese bien esto: por no manejarse hoy Bogotá con sentido gerencial, la ciu­dad está destruida. Caicedo Ferrer se equivocó en la elección de varios de sus funcionarios, y además la politiquería circundante pretendía man­tenerlo maniatado.

Si cuando salga publicada esta nota el exalcalde respira ya los aires de la libertad, que sean bienvenidos, él y sus exsecretarios, a esta pacata sociedad, enredada por los jueces torpes, que pone a purgar justos por pecadores. Esta es Colombia: país de leyes, de yerros y resignaciones.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1993.

 

 

 

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