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Y ahora Bogotá

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Regreso a Bogotá después de quince años de ausencia. La gran ciudad, inmensa como un recuerdo juvenil y sonora como un eco infinito, vibra, se estremece y nunca se detiene. Es un mar revuelto, profundo en sus misterios y altivo en sus esplendores. Dondequiera se mire y dondequiera se transite surgirá una incógnita sobre la presencia sosla­yada del habitante capitalino, que pone aquí y allá su huella y que sin embargo no se deja identificar del todo.

El hombre, ese ser undívago que está en todas partes, es el eterno viandante que en Bogotá, como en los centros más populosos del mundo, rueda como hoja impulsada por el torbellino de la civilización. (La civilización del acero y el cemento, que atrapando al hombre en los despropósitos del gigantismo urbano, también lo engrandece).

Donde la vida camina aprisa y los minutos vuelan como ráfagas, el sorprendido provinciano que trae fresca el alma con el reposo de la campiña cafetera, se siente el primer día, en medio de la convulsa metró­poli, mareado entre el ritmo del vértigo. Quizás al día siguiente ya ha aprendido que la primera regla de comportamiento, para no dejarse conocer el cobre de su inexperiencia, es marcar el paso que otros le atro­pellan.

Ni preguntar demasiado ni ignorarlo todo, he ahí la regla de oro para iniciar el aprendizaje. Después la ciudad se irá metiendo por los poros, hasta llegar al corazón, cada vez más magnética, cada vez menos esquiva.

La Carrera Séptima, la vieja Calle Real que siempre será la mejor referencia de la aldea antigua y la ciudad moderna, respira a todo momento como arteria vital. Si desapareciera esa vía, Bogotá habría muerto. Es el nervio de la capital, y por tanto su eje imprescindible. Cuanto sucede en los alrededores, se siente en la Séptima. Toda la hermo­sura, todo el garbo de las bogotanas, o sea, la mezcla perfecta del genio femenino, se pasean con provocación por entre el público presuroso y contemplativo que no ha perdido el gusto de vivir.

Este Wall Street colombiano, tan sensible como el neoyorquino, es el horno natural para hacer ricos y pobres como por arte de magia. El país tiene aquí su brújula financiera que nunca falla. Las cifras crecen o se evaporan, se amasan o se queman, según la habilidad o torpeza de los horneros.

Todo en Bogotá es febril. Lo mismo la riqueza que la mendicidad. Con igual apremio se mueve el rico que el pobre: el uno para afianzar su poder, y el otro para alimentar su penuria. Con igual afán salta el raponero que el corredor de bolsa. No es sitio para la holgazanería, y sólo está permitido el ocio productivo, cuando hay capa­cidad para ejercerlo.

La cultura, que también es febril, creadora, se riega por todas partes como señuelo para los espíritus despiertos, y desde luego la ignoran esas masas informes y dormidas que muestran el semblante de los centros urbanos.

Tal la Bogotá que desfila entre fulgores y miserias ante el ojo ex­pectante del nuevo bogotano. Cuando todo en derredor gira con impulsos veloces, la provincia se sacude. Hay un hombre nuevo que despierta con el brío de la propia capital del país.

Mi viejo amigo el escritor, que tanto sabe de ciudades y de gentes, me ofrece a mi llegada la fórmula exacta, que acojo con entusiasmo: «Bogotá es una ciudad amable. Quiérela, y te será grata. Pero si la miras mal, te será hostil».

El Espectador, Bogotá, 17-X-1983.  

 

Un rostro en la multitud

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Duré tres cuartos de hora esperando taxi en un sitio concurrido y fácil de Bogotá: calle 45, antes de la Caracas. Era un día cualquiera, no había paro de trans­portadores y no era la hora pico. Los taxis pasa­ban ocupados. Otros ignoraban mis ruegos. Corrí a coger el que bajaba libre al otro lado de la vía, y el chofer, tan acostumbrado a estas carreras, me indicó con sarcasmo que llevaba otra ruta. Me quedé con la puerta en la mano y sentí la burla grotesca que quemaba mi impaciencia. Luego, por poco me precipito en un carro particular, pero me detuve, aunque tarde, cuando el señorito del volante me recrimina­ba: “fíjese, idiota».

Idiota que es uno cuando es provinciano. Camina tor­pemente y se deja atropellar de todo el mundo. Llegaba otra vez a Bogotá, deshabituado como siempre a sus carreras y su indolencia. Entrando a la ciudad al mando de mi propio vehículo, había gastado una hora entre las fábricas del sur y el primer puente elevado, todo porque un volquete se había varado y obstruía la mitad de la calzada, provocando un lento y endemoniado infarto en el tránsito. Todos se miraban al cruzarse, se desafiaban, se repasaban los rostros agrios e incluso se condolían de la común desgracia de tener que avanzar a paso de tortuga entre pitos y protestas inútiles.

Ahora seguía esperando taxi en la calle 45, antes de la Caracas. Era posible que el amigo con que me había puesto la cita en Chapinero estuviera todavía pendiente de mi aparición. Finalmente atrapé un carro des­vencijado, humoso, de color mugre, que acababa de dejar a la señora de la tienda con sus bultos y sus canastos.

El chofer me hizo una especie de verónica cuando pasé a bordo. Me midió por el espejo y arrancó. Iba despacio, parsimonioso, indiferente a mis afanes. No intenté urgirlo, porque entendí que su temperamento no estaba para carreras, y tampoco su vehículo. Me contó, sin preguntárselo, que no llevaba placas. Tampoco taxímetro. Apenas la llanta de de repuesto y dos herramientas.

Hicimos amistad en un minuto. Pronto cambié el concepto sobre el despotismo de los bogotanos. Sonrió, sin que fuera necesario. Y me hallé con un personaje simpá­tico, buen conversador y mejor comentador de su miseria. No llevaba placas, porque la «caracha», como la llamaba, adquirida de buena fe, le había resultado con un expediente por contrabando. Le aconsejé que legalizara la situación y él argumentó que le era difícil conseguir los $ 30 mil para atender la serie de trámites inabordables. Tampoco podía esconder el carro porque la familia se morirla de hambre. Era preciso, entonces, exponerse a los riesgos de las calles bogotanas.

Sólo una vez había tenido problemas y había salido de ellos con un billete. “¿Y si le quitan el carro?”, le pregunté. «Entonces me volveré delincuente para poder subsistir», me respondió. Yo pensaba para mis adentros que, de viejo y destartalado, aquel armatoste no llamaba la atención y podía seguir transitando en su trabajo honrado. Seguiría con franquicia para socorrer a provincianos ignorantes de les enredos de la gran capital, la de los puentes elevados, los soberbios edificios y las miserias subterráneas.

Por fin llegué a mi destino. Pagué sin taxímetro, o sea, con generosidad. El amigo que me había citado en el restaurante no se resignó a mi demora. Perdí la cita y el almuerzo, pero quedé contento con haberme tropezado con un ser distinto a la mayoría, capaz de hacer una verónica en pleno tráfago bogotano, y también de reírse y participar sus cuitas,

Este humilde chofer contradice el mal genio de los bo­gotanos. Es un rostro que se pierde en la multitud y se convierte en referencia amable, humana, dentro de los laberintos de la ciudad que anda de prisa, con­gestionada y neurótica (¡pero te queremos, Bogotá…!) Este monstruo de la civilización ha  aprendido el vértigo de la vida moderna pero se olvida de los menudos e insonda­bles abismos del ser insignificante que deambula en una «caracha” sin  placas, sin taxímetro, sin esperanzas, y luchando a brazo partido, casi con la ley encima, para no dejarse morir de hambre.

El Espectador, Bogotá, 23-II-1982.

* * *

Comentario:

Tengo que contradecir lo que afirma Gustavo Páez Escobar en su columna. Él asegura que sólo hay un rostro amable entre los choferes de los taxis de Bogotá.

Yo tomo taxi con frecuencia y puedo asegurar que es grande la amabilidad de los choferes. Al entrar, saludo y doy las gracias por haber parado para recogerme. Y pronto empezamos a dialogar. Pre­gunto cuántos «pelaos» tiene y si el negocio está bueno. Hablamos de política y por quién va a votar. He sabido con mucho agrado que el mayor interés de estos padres de familia es la educación de sus hijos. La inmensa mayoría tiene sus hijos en el colegio, y otros  ya  están  ejerciendo un oficio. Del negocio dicen que no es muy bueno, pero les da para vivir. Son muy escépticos respecto a la política y a nuestros hombres públicos. La mayoría no vota nunca. Pero ese es otro problema. Emilia de Gutiérrez, Bogotá.

(¿Entendería doña Emilia mi artículo? GPE)

 

 

 

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El alcalde policía

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Bastante ganaría la ciudad si contara, en el doctor Bernardo Gaitán Mahecha, con el «gran policía», como él se ha proclamado al tomar las riendas del mando. En su enunciado hay todo un programa de gobierno. Los caricaturistas, que no pierden momento para captar los contornos de la noticia, han puesto en juego su imaginación para colocarle al nuevo burgomaestre los arreos necesarios que lo presenten ante la opinión como lo que él quiere ser: un guardián de la ciudad, un dique contra los abusos callejeros, o simplemente, y en lenguaje más práctico, el jefe de policía de este monstruo urbanístico que es Bogotá.

Cada alcalde manda en su año. Si doctor Prieto Ocampo, llegado de la empresa privada a manejar uno de los enredos más grandes que tiene el país, anunció de entrada que era preciso que los empleados trabajaran más, se ausentaran me­nos y produjeran más. Conocedor de lo que representa el rendimiento industrial, que riñe con la pereza y la ociosidad de los escritorios públicos, pronunció también, como lo hace aho­ra el doctor Gaitán Mahecha, una frase de combate: ¡todos a madrugar!

El primero, lógicamente, fue el señor Alcalde, no solo por estar acostumbrado a su disciplina industrial, sino por creer que su ejemplo despertaría la modorra con que los empleados públicos suelen llegar al sitio de trabajo. Tal pa­rece que el doctor Prieto Ocampo se quedó madrugando solo; aunque, por fortuna para él, no se dejó contagiar de la kilométrica parsimonia de que hacen gala los bogotanos, no solo en razón de las distancias, sino de la temperatura ambiental. Lo ideal hubiera sido que sus colaboradores se hubieran contagiado de agilidad, de bríos, de nervio para servir a la co­munidad.

El doctor Bernardo Gaitán Mahecha, que también sabe madru­gar, arremete contra otro de los pecados capitales de Bogotá: la inseguridad. Anuncia que llega armado de enorme voluntad para combatir los vicios de esta ciudad carente de defensas ciudadanas. Se propone adelantar vigorosa cruzada para poner a buen recaudo a los ladronzuelos que pululan en todas las corrientes; purificar las calles de mujerzuelas y otros olores pútridos; despejar las horas nocturnas de la acechan­za y la emboscada; permitir que el peatón no sea víctima del raponazo y el engaño; brindar, en fin, confianza en la vida, alejando la sospecha, la angustia, el terror que infunden ahora los intrincados caminos de la capital.

Transitar por Bogotá se ha convertido en acto heroico. La zozobra es el enemigo número uno no solo del caminante, sino también del oficinista que aprendió, de pronto, a madrugar, pero no a defenderse del gamín, más hábil que él; del ama de casa que no puede concentrase en la telenovela, temerosa de que al final hayan desaparecido el cofre con las alhajas y el cristal de Bohemia, y también el radio transistor y los billetes para el diario vivir, con todo y empleada; del cajero de banco que termina viendo a los clientes con cara de metralleta. Ciudad de sustos y taquicardias, lo mismo en el oleaje de las avenidas que en la quietud de los hogares.

El doctor Gaitán pone el dedo en la llaga al consi­derar la inseguridad como la mayor lacra bogotana. En Bogotá se perdió el respeto a la vida. No existe ninguna garantía ni el menor halago para deambular, como antaño, por la villa plá­cida que se robó la voracidad de esta era atropellada. Las tar­des sosegadas, entre chocolates santafereños y ademanes caballerosos, desaparecieron bajo el vértigo de la insensatez y la patanería.

Toda una época de sanas costumbres se derrumbó por obra de sucesivas mutaciones, para dar paso a este absurdo es­cenario donde imperan los más estrafalarios hábitos de la ciudad deformada, a merced del pillaje, del terror y la muerte. Cuando el ciudadano busca protección, todos los horizontes se le cierran. Sus gritos se ahogan, sus quejas no se contes­tan. La autoridad no se ve por parte alguna. El policía lle­ga tarde, o nunca llega. Es la furia de una ciudad endiablada.

El doctor Gaitán Mahecha, antes que urbanizador, y finan­cista, y político, y ceremonioso «alcalde mayor», ha preferi­do el ropaje de «gran policía». Es la manera de entender el reto que recibe y que él desea contestar con medidas, ni más ni menos, que de policía. Es buen anuncio, y ojalá la acción desbarate, o por lo menos detenga, la arremetida de bandas y delincuentes acostumbrados a burlarse lo mismo de los códigos que de los alcaldes.

El Espectador, Bogotá, 3-XII-1976.

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Neurosis bogotana

viernes, 5 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Daniel Patiño Parra, conocido comerciante de Unicentro, estacionó su camioneta en un costado del parque de Lourdes y descendió de ella en busca de una botella de agua. Se sentía muy enfermo y suponía que le iba a dar un infarto. En medio de su angustia, dejó la camioneta en neutro y esta comenzó a rodar, ante la alarma de algunas personas que pasaban por el sector.

Un transeúnte, previendo una tragedia, se subió al vehículo y activó el freno de emergencia. Desde la tienda donde compraba la botella de agua, Patiño divisó al individuo dentro de la camioneta y, suponiendo que se trataba de un ladrón de carros, desenfundó su pistola y le hizo dos disparos. Uno de ellos hizo blanco en el hombro del transeúnte colaborador, por fortuna sin resultados fatales, y el otro acabó con la vida del ingeniero y profesor universitario Diego Echeverry Campos, que en ese momento pasaba por el lugar conduciendo su vehículo.

El homicida, que se puso en fuga al darse cuenta de la magnitud del desastre, y que  fue detenido por la policía, debe responder ante la justicia por homicidio, lesiones personales y porte ilegal de armas. Dominado por la paranoia colectiva que invade la vida de los bogotanos, no se detuvo a pensar en nada distinto al robo cotidiano de vehículos en las calles de la ciudad, y su instinto de defensa (valiéndose del arma sin salvoconducto que portaba) lo llevó a cometer tres delitos a la vez.

El caso, doloroso y al mismo tiempo aleccionador, es indicativo del clima de inseguridad y de zozobra que se vive en la capital. Hoy, mientras las autoridades distritales se empeñan en afirmar que el delito callejero ha descendido en la actual administración, la percepción ciudadana siente lo contrario. Un debate en el Concejo ha puesto en evidencia que el hampa viene en aumento y cada vez siembra más terror en la ciudad, sobre todo en ciertos barrios y en lugares desprotegidos.

La crónica roja muestra a diario la proliferación de muertes violentas, de robos de residencias y de vehículos, de fraudes en los cajeros automáticos, de atracos callejeros, de violaciones de menores y un sinfín de atropellos contra la integridad de las personas. Los bogotanos se sienten perseguidos a toda hora por el delincuente que ronda en todas las direcciones y miran con desconcierto la poca efectividad de las medidas policivas y la impunidad que ampara a los malhechores.

Se dirá que el delito es propio de las grandes ciudades. Lo que es intolerable es el desborde –como está ocurriendo en Bogotá– de las cifras que tienen que ver con el crimen organizado o la delincuencia común, y la persistencia de conductas rastreras que mantienen al ciudadano con los nervios crispados y lo conducen, como en el caso deplorable que arriba se mencionó, a ejercer la defensa por las propias manos.

Otro caso sintomático de la neurosis capitalina es el de los taxistas que, avisados por un colega que acababa de ser atracado, volaron en persecución de los delincuentes, los acorralaron y luego lincharon a uno de ellos, propinándole varillazos, correazos, puñetazos y puntapiés, hasta ocasionarle la muerte. Esta respuesta –también criminal– a los facinerosos que asaltan a los taxistas, roban sus vehículos e incluso los asesinan, es la manera bárbara de protegerse contra los ataques de que es víctima el gremio.

No es posible que Bogotá viva hoy bajo la ley de la selva, en un infierno inundado de cuchillos y puñaletas, de pistolas, metralletas y revólveres –por supuesto, sin licencia legal–, y a merced del raterismo, de los matones profesionales y los asaltantes desenfrenados de la ciudadanía indefensa.

El Espectador, Bogotá, 27 de agosto de 2008.

* * *

Comentarios:

He preguntado a varios bogotanos que viven fuera del país si esa lejanía ha definido su identidad como bogotanos, y me dicen que la única cosa que permanece y que los resalta es una paranoia enfermiza por la inseguridad. Este caso es una confirmación de eso. Qué tristeza. Ignacio Peña

Vale la pena hacer un análisis estadístico bien serio de la criminalidad en la ciudad durante los últimos diez o veinte años y evaluar por tipo de delitos su crecimiento o disminución. En los últimos meses, parece apreciarse un aumento en crímenes producto de las mafias organizadas; este es un punto bueno para estudiar. Memo (correo a El Espectador).

Preocupante que el presidente Uribe, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, el Congreso y el Fiscal e inclusive el Ministro de Defensa y el Alcalde de Bogotá anden trenzados en una pelea de poderes, mientras el ciudadano de a pie, el común y corriente, está expuesto a situaciones absurdas como esta, y con un alto costo: la vida. Domingos da Guía (correo a El Espectador).

Bienvenido el tema: se requiere cabeza fría para analizar lo que pasa en la ciudad, en nuestra bella ciudad; el asunto no son las engañosas estadísticas sino la realidad, la calidad de vida o la vida citadina. Polista (correo a El Espectador).

Los crímenes que a diario y desde hace muchos años se cometen en nuestra patria a todo nivel dan indignación y vergüenza. Alejandro Rodríguez Martínez.

Te cuento que en Medellín no es muy diferente: bandas enteras, con la anuencia de la Fiscalía y hasta de la Policía, cometen toda clase de crímenes y atropellos, que se esconden bajo la alfombra “ajuste de cuentas”. Es necesaria una gigantesca limpieza del país, que nos permita, aunque más no sea, morir tranquilos. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

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Jaime Castro y Bogotá

viernes, 30 de abril de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Jaime Castro era el alcalde de Bogotá en 1994. Durante buena parte de su gobierno tuvo baja imagen en las encuestas, la que en algún momento amenazó su gobernabilidad. La ciudadanía le reclamaba mayores resultados y protestaba por algunas fallas cruciales, como el abandono de las calles y la creciente ola de inseguridad. (Situación que poco se diferencia de la actual, donde las calles están convertidas en verdaderos cráteres y la violencia callejera mantiene intimidada a la gente). Aquel estado de inoperancia -como entonces se le calificó- llevó al M-19 a adelantar una campaña para pedir la revocatoria del mandato.

El silencio del Alcalde enardecía los ánimos y creaba mayor inconformidad y frustración ciudadanas. Se pensaba que esa actitud entrañaba un desaire para la opinión pública, cuando no una insalvable carencia de empuje gerencial. Lo que se ignoraba era la dedicación absoluta del funcionario, con jornadas de 14 y 16 horas diarias, a resolver los problemas estructurales de la capital, los que aparte de frenar el progreso anulaban los mejores empeños, como había sucedido en la administración de Caicedo Ferrer.

Jaime Castro prefirió sacrificar su prestigio y su tranquilidad a cambio de reorganizar los obsoletos mecanismos que no dejaban ejercer una administración en realidad eficiente. Pensaba más en el futuro de Bogotá que en su propio descrédito personal. Su propósito central era salvar a la ciudad del morbo de la politiquería incrustado en el Concejo, y además poner las bases para recuperar las finanzas y conseguir la necesaria estabilidad económica y gubernativa.

El reparto del poder entre la Alcaldía y el Concejo, facilitado desde vieja data por la degeneración de las costumbres y la falta de claridad de las normas, permitía un detestable contubernio entre ambos poderes y un nefasto foco de corrupción pública, circunstancia que esterilizaba los mejores propósitos y producía graves daños a la ciudad.

El Alcalde no pasaba de ser un prisionero de los concejales, situación que había llevado a la cárcel a Caicedo Ferrer por traspasar algunos linderos viciados por los hábitos permisivos y lindantes con la ley penal. Los  ediles eran los dueños de la ciudad.

El mayor afán de Jaime Castro fue la rectificación política, fiscal y administrativa del Distrito. Objetivo que logró mediante el Estatuto Orgánico de Bogotá, que fijó pautas precisas para impulsar el desarrollo que ha tenido la urbe en los últimos años. Esa fue su obra capital. Gracias a ella se ha ejecutado un estilo nuevo de gobierno y se han podido adelantar obras fundamentales. Hoy se sabe a ciencia cierta, aunque son muchos los que lo ignoran, que sin la herramienta legal conquistada por el Estatuto, el atraso capitalino sería desastroso.

Un año intenso de estudio y trabajo le exigió al alcalde Castro la aprobación de dicha reforma, que adelantó en forma casi solitaria y con poco apoyo del Gobierno nacional, y además con el costo de su desprestigio. Logrado ese avance, se dedicó a hacer obras, y de esa manera recuperó la imagen perdida, en la última etapa de su gobierno. Y demostró que la reciedumbre moral vale más que caprichosas clasificaciones en las encuestas.

En reportaje que por aquellos días le concedió a Juan Mosca, recogido en el libro Tres años de soledad, recordaba el Alcalde, próximo ya a terminar su mandato, el pasaje de la Biblia donde uno es el que siembra y otro el que recoge. Es lo que se ha visto en los años posteriores a 1994. Con motivo de la nueva postulación de Jaime Castro para la actual contienda electoral, enfrentado a otras tendencias y a otros tiempos, no he resistido el deseo de repasar el inventario de sus realizaciones, esbozado en el reportaje de Juan Mosca, para sacar mis propios elementos de juicio frente al escrutinio que se avecina.

La decisión no es fácil cuando en el abanico de candidatos figuran personas y programas dignos de toda consideración. Lo que sí tengo claro es que la gestión de Jaime Castro puede considerarse como una de las más serias y positivas que haya tenido Bogotá. Destaco, tomado del reportaje de Juan Mosca, el dicho español que dice: “En política se deben tener paso lento, mirada larga, diente de lobo y cara de bobo”.

El Espectador, Bogotá, 28 de agosto de 2003.

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