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Bogotá en marcha

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Me sorprendió la rapidez con que la Empresa de Energía Eléctrica, bajo la gerencia del doctor Álvaro Pachón Muñoz y la subgerencia del doctor Arnulfo Garcés Vivas, solu­cionó, como consecuencia de una solicitud que acababa de formularle, una falla de la luz en el barrio donde resido.

Acostumbrados los habitan­tes de Bogotá a la desidia y la des­cortesía con que nos tratan princi­palmente las entidades del sector público, cuyos funcionarios —no todos, claro está— se hallan en mora de aprender los códigos de Carreño y las reglas de la eficiencia, la res­puesta que acabo de narrar resulta casi insólita. Y por ello mismo ponderable.

En mi reciente nota Una trampa mortal comentaba los grandes de­fectos de nuestra desencuadernada metrópoli y atribuía a su gigantismo, inseguridad, turbulencia y deshumanización la causa de tantos desajustes. El caos de las calles, el mal genio, las carreras, el atropello… se traducen en incompetencia generalizada y en estilo de vida agresivo.

No todo es desfavorable. Existen procederes aislados como el traído a cuento y todavía se en­cuentran personas e instituciones con espíritu de servicio. Las buenas maneras no han desaparecido de todos los despachos públicos (y en los privados son norma fundamental de progreso), como tampoco la indolencia y el despotismo son conse­cuencia del frío bogotano. Hay vo­luntades decididas a levantar el ánimo ciudadano y luchan por in­culcar conciencia del servicio público.

Bogotá, a pesar de su confusión y de los factores negativos que la frenan, no se dejará ganar la partida. Sus líderes, tanto del sector público como del privado —y que los hay, los hay— viven empeñados en romper ­los cuellos de botella que deforman la vida civilizada.

Ahora se observa, gracias a la campaña de El Espec­tador y Caracol, un empuje vigoroso para recuperar los 35 kilómetros de la carrera séptima, la vía más im­portante y más afectiva de la capital. Que deberá volver a llamarse la Calle Real, acaso para sentirnos, por arte de la ficción, en la vieja Santafé donde la vida era plácida y la gente amable.

A medida que pasan las brigadas del progreso se ven resurgir andenes, sardineles, postes del alumbrado, calles pavimentadas, fachadas en­lucidas, y desaparecen los huecos, las alcantarillas abiertas, las construc­ciones en ruinas, las basuras, la os­curidad, el abandono… Da la sen­sación de que el agua y el jabón, mezclados de fragancias, le están cambiando el rostro a la capital.

Después vendrán las fuentes, los árboles y las flores para hacer de Bogotá el jardín que todos deseamos. Y como el buen ejemplo es conta­gioso, ya se manifiestan otras ini­ciativas en los barrios.

Es evidente el ánimo de trans­formación y defensa. En estos días se han intensificado las batidas callejeras y se han puesto a buen recaudo a cabecillas reconocidos del hampa. La Policía, apoyada en sus modernos equipos y sistemas de represión, es cada vez más ágil y efectiva para contrarrestar la delincuencia. Los ciudadanos, movidos por una campaña cívica, están denunciando la falta de alumbrado en los barrios, y a través de las columnas especializadas de los periódicos —verdaderos buzones de quejas y reclamos— colaboran con las autoridades para vigilar los servicios comunitarios y rechazar los desvíos gubernamentales.

Mantener una ciudad de las di­mensiones de Bogotá es tarea colo­sal. Los teléfonos, que se dañan; el agua, que no llega; los semáforos, que se enloquecen; el pavimento, que se deteriora; los bombillos públicos, que se apagan o son destruidos; los buses, que atropellan por fuera y por dentro; los taxistas, que abusan; los funcionarios, que no funcionan… he ahí el cuadro clínico de este mons­truoso rompecabezas metropolitano.

*

Bogotá, que alguna vez fue solo de los bogotanos, hoy es de todos los colombianos. Es la ciudad más cosmopolita del país. Por eso vive atestada de gente, de enredos, de toxinas, de miseria, de problemas. Ayudémosla. Su historia y sus glorias son inmensas. No la dejemos ahogar. O nos ahogamos todos.

El Espectador, Bogotá, 15-III-1986.

 

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La caja de sardinas

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Siempre que en el país sucede una desgracia mayor o se desborda un problema público, se toman me­didas apresuradas y enérgicas para enderezar o tratar de enderezar lo que ha debido controlarse en forma permanente.

Por lo general, los males son ya irremediables. Somos muy dados a la improvisación y a lamentarnos después de los per­cances, y carecemos en cambio de espíritu preventivo. Hay catástrofes que se ven llegar a ojos vistas y nadie hace nada por evitarlas; y si los medios de comunicación o la ciuda­danía advierten sobre el peligro, las autoridades son remisas para adop­tar a tiempo los sistemas correctivos.

Hace poco se incendió una buseta en una calle bogotana y murieron varias personas incineradas debido al sobrecupo de pasajeros y a la falta de puerta trasera del automotor para facilitar la evacuación. No era, por supuesto, la primera tragedia de la misma índole. Pero esta vez produjo mayor conmoción y las autoridades de Tránsito anunciaron toda suerte de acciones disciplina­rias.

Se comenzó, claro está, por pro­hibir el exceso de pasajeros, o sea, la eterna prohibición que siempre se hace y nunca se cumple. Se pre­gonaron sanciones drásticas. Se bloqueó la ciudad interviniendo busetas y regañando a los conductores. Es posible que se hayan impuesto algunas multas (y que otras se hayan desviado a bolsillos particulares bajo la mordida del soborno). Durante algunos días las busetas, más por temor que por colaboración, no vol­vieron a llevar sobrecupo.

Los usuarios, cosa inaudita, lle­garon a pensar que montar en bus era un placer (nunca lo ha sido), en lugar de la tortura que se deriva de los apretujones, los malos olores co­lectivos y el pésimo humor de los choferes. El transporte tendía a ci­vilizarse. Al fin se podía respirar en el interior de los buses y proteger los billetes y el reloj contra las uñas invasoras.

Los racimos humanos ya no colgaban de puertas y ventanas, ni los pasajeros salían disparados contra el pavimento, y los buses, por eso mismo, habían reconquistado su si­lueta dinámica, dejando el aspecto desastroso impuesto por la deca­dencia.

Esta sensación de alivio apenas duró breves días. Para ser más exactos, no pasó de la semana. Los dueños de busetas se quejaron de la baja de sus ingresos. Y alegaron lo que siempre alegan: la falta de ren­tabilidad. Los agentes de tránsito dejaron de importunar el paso de los vehículos colmados de pasajeros. Y así, poco a poco, volvimos a las mismas. A la misma pelotera y a la misma patanería. ¿Y la puerta tra­sera para prevenir emergencias? Una utopía…

Por las calles de Bogotá y de las principales ciudades del país continúan transitando, atiborrados más allá de lo que permite el uso de la razón, estas trampas humanas que en Co­lombia reciben el nombre de buses. Bus, en nuestro país, es sinónimo de suplicio, de raponazo, de despotismo, de muerte.

En otras partes del mundo, donde se trata de un real servicio público, es medio de confort y recinto de cultura. Aquí la autori­dad se monta y se desmonta con la rapidez de un accidente. Evaporados los muertos, vuelve la guerra del centavo y otra vez la pobre ciuda­danía lucha por caber en la caja de sardinas.

*

Hagamos otra breve memoria: un bus intermunicipal, destartalado, sin frenos y con el doble del cupo tole­rable, protagonizó en fecha reciente pavorosa tragedia en su ruta alocada hacia la muerte. Ningún retén lo detuvo, y en todos quedó constancia de esta carrera diabólica. El acci­dente ya está distante, y los muertos, que ayer fueron noticia y luego se extinguieron como peces en el mar, ya no pesan en la conciencia de nadie. Volverán a tomarse severas medidas —se supone— cuando suceda otra catástrofe. Así es Colombia.

*

Respuesta a Argos: En tu Gaza­pera del 20 de febrero relacionas los 17 cuentos que figuran en la edición de Seix Barral de 1983 y que te envió algún lector para sacarte del apuro (léelos, Argos). En el libro publicado por el Círculo de Lectores en 1973, 10 años antes, sólo aparecen 14 cuentos. Es decir, nos encontramos con dos Llanos en llamas. El acertijo es éste: a qué se debe ese hecho y en qué fechas fueron escritos los tres cuentos de la diferencia: Paso del norte, El día del derrumbe y La he­rencia de Matilde Arcángel. Averígualo,  Argos. Y no te olvides de lo misterioso que era Rulfo.

El Espectador, Bogotá, 28-II-1986.

 

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Trampa mortal

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Triste es decirlo, y peor recono­cerlo, pero Bogotá es, hoy por hoy, una ciudad inmanejable. El gigan­tismo aterrador a que ha llegado y que todos los días aumenta en des­mesura y crueldad es el producto del éxodo continuo que confluye por todos los caminos de la pa­tria, en busca de oportunidades, como si fuera fácil conseguir empleo y medios de progreso en esta urbe desarmada que ya no puede con sus necesidades. La miseria que se vive en el perímetro capitalino —miseria material y moral— es el gran reto que no han podido resolver las autoridades.

Bogotá, cada vez más grande y cada vez menos suficiente, se ha convertido en soberano rompe­cabezas para los políticos y en potro de tormento para los habitan­tes. Su crecimiento ha deshumanizado por completo su sistema de vida. En pocos sitios se vive con tanta angustia, con tanta estrechez y en medio de tantos pe­ligros como en nuestra ciudad capi­tal.

A la sombra de esta desproporción apabullante pululan los vicios, las corrupciones, los atentados perma­nentes contra la vida y la honra de los ciudadanos. En cada cuadra acecha un enemigo, agazapado bajo el mote de raponero, de drogadicto o de­pravado social, y en cada calle o avenida, bajo la locura del vértigo y la insensatez, nos enfrentamos a la guerra absurda del tráfico en­demoniado.

Vías congestionadas, indisciplina de los conductores, semáforos da­ñados o mal distribuidos, policías de tránsito indiferentes o ineficaces, mala utilización de las avenidas y los sitios estratégicos, he ahí el cuadro cotidiano de la gran ciudad que ya no cabe en su territorio y amenaza reventarse en medio de su caos pa­voroso.

En pleno centro, donde mayor vigilancia debe existir, las pandillas de raponeros hacen de las suyas, a la vista de todos. En los se­máforos se apoderan, revólver en mano, del vehículo que detuvo la marcha. A las damas les arrebatan sus joyas en un segundo, y en el mismo término los hombres pierden la billetera o el reloj.

Una casa se desvalija lo mismo de noche que de día, porque para cada hora existe la técnica precisa. Niñas violadas, jó­venes asaltados por homosexuales en lugares reconocidos, damas irres­petadas… tales los exabruptos de esta sociedad de antisociales a quienes la justicia no logra reprimir. La ley del cuchillo, el eco del arma de fuego, el menosprecio por la vida se han apoderado de las calles bogotanas. El crimen refinado campea al amparo de la impunidad.

Decir la verdad escueta no es irrespeto: es colaboración. Y no es que Bogotá no nos duela. Por quererla, la deseamos más ordenada, más segura, más amable, menos colosal. A cambio de su gigantismo arrollador nos gus­taría la urbe acompasada, dinámica y elemental, que le devuelva la dig­nidad a la vida. Quisiéramos la ciudad sin tanto progreso y con mayor humanidad; con menos fa­chada y más civismo; sin tanto polí­tico y con mayor conciencia pública.

La quisiéramos sin rateros, sin limosneros, sin malos olores, sin despotismo, sin choferes neurasté­nicos, sin funcionarios públicos avinagrados, sin angustias ni ta­quicardias; y, por el contrario, con gente amable, con empleados ser­viciales, con choferes sonrientes, con alcaldes ejecutivos…

Civilizar a Bogotá… ¿será una utopía? Devolverle los códigos de Carreño… ¿será un despropósito? No es posible seguir viviendo bajo el mando del terror y la descortesía. Es menester ponerle orden a este en­gendro de la civilización que cono­cemos como la capital de Colombia. Hay que adecuarla al rigor de los nuevos tiempos. Hay que buscarle dignatarios probos y progresistas. Hay que combatir la holgazanería del empleado público. Hay que cortar el vicio. ¡Hay que buscar remedios so­ciales!

Puede que el comentario parezca brusco. Pero es franco y real. No es, jamás, mala prensa. Preferible sería que el extranjero no comenzara perdiendo su billetera en El Dorado, y luego la maleta frente a la puerta del hotel. Te queremos, Bogotá, pero te queremos sin lacras, sin sofocos, sin bajezas… ¡con porte de soberana!

El Espectador, Bogotá, 9-II-1986.

 

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Bogotá hace 150 años

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el volumen IV de sus Escritos escogidos (Biblioteca Banco Popular, 1984), pinta Luis Eduardo Nieto Caba­llero, tomadas del libro de que es autor el ciudadano inglés J. Steuart, algunas características de Colombia en los años 1836 y 1837, según la apreciación de este extranjero que vino al país a hacer plata como comer­ciante e industrial, tentado por la fiebre del oro, y que según parece salió esquilmado. Hay episodios pintorescos de la vida bogotana de aquella época, que he querido entresacar, entre comillas y a grandes zancadas, para deleite de los lectores actuales.

Es la pluma ágil de LENC la que sazona en su crónica, con gracia y colorido, los relatos de Steuart, como se verá a continuación:

«El comercio era casi nulo. Difícil, por otra parte, porque los suramericanos heredaron la pereza española y a todo lo que debe hacerse inmediatamente contestan con languidez: ¡Mañana!… Un desayuno de huevos, chocolate y carne para tres personas les costó cuarenta centavos. Probaron la chicha, que a Steuart le pareció horrible, pero no así a las mujeres de su comitiva. Les daba calorcito en el buche… Don Rai­mundo Santamaría les consiguió al señor Steuart y a sus compañeros una casa con dos pisos, veinte cuartos, jardín y una fuente de agua corriente por dos onzas, es decir, por treinta y dos pesos mensuales…Tenía la ciudad treinta mil habitantes y una milla de largo por la mitad de ancho…

«La cocina quedaba cerca del comedor, con el objeto de que las viandas llegaran calientes a la mesa, especialmente el chocolate, que los ricos se hacían servir en tazas de plata, deseosos de llorar con cada sorbo. Había muchas pulgas, pero los bogotanos estaban acostumbrados a ellas y dormían plácida­mente mientras les picaban los brazos y las piernas u organizaban sus procesiones litúr­gicas por la espalda o por el estómago… Afirma el señor Steuart que acaso ningún país del mundo poseía un servicio de correo más eficaz y ordenado que el nuestro… San Diego no merecía ser citado sino por la suciedad de los frailes que lo habitaban, algunos de cuyos hábitos habían servido a tres generaciones… El teatro era de respetables dimensiones y tenía platea y palcos, pero los espectadores debían llevar los asientos para cada función…

«Todos los comerciantes, con excepciones que no pasaban de seis, pedían por cualquier artículo el doble del precio, para acomodarse a la costumbre de ir rebajando, y en los artículos o en las vueltas de dinero trataban de robar al cliente. Hay algunas muchachas que tienen tiendas, que les fueron puestas por los amantes. Muchachas de doble co­mando: comercial y sensual… El bogo­tano siempre está enfermo. Lo curioso es que el dolor se concentra en la cabeza. Si le duele el hígado, el riñón, el estómago o los pies… contesta: Me duele la cabeza…

«La chicha es la bebida del pueblo. La sirven en unos recipientes llamados totumas, que van pasando de mano en mano. Produce un poco de asco la costumbre, pero a los que la observan no les molestan las babas  de los demás. Antes de acostarse no les sienta mal un plato de mazamorra, que empujan con chicha. Es como un narcótico. No han acabado de desvestirse cuando ya están dormidos… El bogotano de posición se levanta temprano. Si no le duele la cabeza se empotrera (sic) una taza de chocolate bien espeso y bien caliente. Enciende luego un cigarro. Y sale a dar a caballo un corto paseo… A las 6 p.m. es la cena: chocolate, marrano, arracacha… Y para acostarse, dos horas después, la mazamorra, la chicha y el santísimo rosario… Las sirvientas que llevan los platos a la mesa son sucias. No se quitan el delantal ni entre la cama…

«No hay sino tres camiones: el del general Santander, el del arzobispo y el del señor Morales… Cuando cualquiera de ellos sale a la calle, las multitudes se forman para verlos dar saltos… Los hombres son general­mente desgarbados, mal hechos, en contraste con las mujeres… Ellas tienen pies maravillosos y caminan con gracia. Aunque desconocen el asesino corset, los cuerpos son muy elegantes…

“Había pocos sermones. En un año de permanencia en Bogotá, Steuart no supo sino de cuatro, a uno de los cuales asistió. La oratoria le pareció magní­fica, pero el tema intolerable. Hablaba el predicador del diablo como de un personaje evidente y actuante, que cabalgaba sobre los hombros de los incrédulos y les enterraba las uñas a quienes no dieran limosna ni hicieran penitencias… El raterismo abundaba. En Bogotá se robaban cualquier cosa, sin nece­sidad, sin valor, por simple manía o por hacer el daño… Era preciso tener vigilantes especiales. Al menor descuido, como en una comedia de Schiller, la zorra patas arriba y venga acá el pollo… Hombres y mujeres eran inveterados fumadores. Las señoritas fumaban con la candela entre la boca, porque en esa forma dizque no quedaban oliendo a lo que olía el general Sarda cuando Bolívar lo hizo alejar de su cama en San Pedro Alejandrino…»

(Según se deduce, el inglés era malgeniado, aunque buen fotógrafo social. Le faltaba sentido del humor. Nuestro crítico se trasladó a Pandi y allí tampoco le fue bien):

“Pandi es miserable. Setenta ranchos, quinientos habitantes, todos infelices pero honrados. No pudieron conseguir los viajeros ni leche, ni huevos, ni carne, ni papas, ni frutas, ni dulces. El cero absoluto. Habían llegado a la casa del cura, hombre avaro, que vivía sin la menor comodidad … escasa conversación, de mal humor, entregado a la concupiscencia, cuyos estragos le encontró Steuart en el rostro, poco dado al cuidado de la iglesia y de sus feligreses y que tenía, para que le sacara las niguas de noche, una mujer chusca”.

*

¿Qué tanto ha cambiado Bogotá en estos 150 años? Determínelo cada cual. Hoy en Bogotá ya no hay niguas. Todas se fueron detrás del míster en su viaje de regreso a Inglaterra. Y es una lástima, porque nos sobran mujeres chuscas para que nos las rasquen. Se fueron las niguas y se quedaron los rateros.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1985.

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Radiografía de un pito

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hablábamos en días pasados del ruido como el mayor enemigo del hombre en esta época desaliñada cuyas características más notorias son la velocidad y el frenesí de las multitudes. El alboroto capitalino, de tan sonoras repercusiones y desas­trosos efectos en el oído y en la conciencia, está acabando con los nervios de toda una generación que no ha aprendido a disfrutar la vida con reposo.

En esta caldera infernal que es la gran capital —tan querida pero tan estrepitosa y deshumanizada—, donde toda clase de sonidos, de estridencias y algara­bías se multiplican en el ambiente como una onda explosiva, la primera defensa del ciudadano es proteger su sensibilidad contra el asedio de la locura.

¿Qué hacen las autoridades por alejarnos de este mal? ¡Nada! ¿Dónde están las campañas cívicas, y las motivaciones por radio y tele­visión, y los anuncios en los periódi­cos? ¿Dónde está el policía de trán­sito, por decir lo menos, que en lugar de envenenar la atmósfera con sus pitazos huracanados les aconseje a los conductores el uso moderado de las bocinas? Bogotá, y con ella las ciudades todas del país, necesita volver a la urbanidad de la calle. Tal vez el mayor código que debiera imprimirse en la conciencia pública es el del comportamiento callejero.

*

Pero nadie hace nada, por impo­tencia o por temor a quedar en ridículo.

Si profundizamos en lo que es un pito, en esta sociedad que se acos­tumbró a abrirse campo a codazos y con denuestos, tenemos que admitir que es el mayor causante de la neurosis colectiva. Es un elemento de la impaciencia, de la insatisfacción y el desespero. Bogotá, ciudad histérica, tendrá algún día que refle­xionar sobre sus excesos y buscar, antes que urbanistas colosales, reglas contra la intemperancia.

Sus autori­dades son inferiores al gran reto de la desmesura, acaso porque no se han preocupado por infundir en los habi­tantes pautas elementales de consideración por la vida ajena. Y es, sin duda, la capital del pito. O sea, la capital del absurdo, donde la gente se mueve más por arrebatos que por instintos lógicos.

Si usted, sufrido ciudadano, desea en adelante hallar una asociación de la neurosis, no es sino que examine los rostros de los conductores de vehículos y verá el signo del desasosiego. Y en otros, el de la violencia. Parece que el chofer de la gran ciudad es un ser amargado, impulsivo y rabioso. Camina siempre de afán, no le da el paso a nadie y no permite un instante de tregua ante el semáforo que todavía no ha cambiado, ni ante el vehículo delantero que no apura la marcha.

Con la mano nerviosa, crispada, acciona el pito a todo momento, casi en forma inconsciente, con cierto deleite morboso, como si así descargara la tensión de su alma alborotada. Pita, pita hasta la desesperación, para imponer su efímera autoridad en medio del bu­llicio lacerante de otro sinnúmero de pitos que, al unísono, pretenden ser superiores en impulsos neuróticos.

*

En las entrañas del pito se esconde el símbolo de una sociedad desubi­cada. Es asunto para sicólogos y siquiatras. Su eco, eco perturbador y dramático, es el mayor grito de la incivilización y el signo inequívoco de la conciencia social en desequi­librio.

Si la gente no pita –o sea, brama, se enfurece y se desespera– es posible que se consuma en su propio veneno. Los siquiatras, para aminorar las tensiones, recomiendan los desahogos… Es una comunidad que bota sus sustancias tóxicas al mundo externo, y quienes reciben la onda contaminada, que deben prote­gerse, hacen lo mismo. Entre todos, en pequeñas o grandes dosis, intoxicamos el ambiente y nos envenena­mos, sin darnos cuenta cabal, en medio de la inmensa metrópoli de los ímpetus y las desproporciones. Ím­petus y desproporciones que no sólo son físicos, sino sobre todo anímicos. Dañinos para la personali­dad.

*

¿Algún día harán algo nuestros gobernantes por suavizar el estrépito de los vehículos? ¿Algún día nos recomendarán que no pitemos tanto para no destrozarnos por dentro? ¿Tendrán el valor civil de enfrentarse al poder de un pito y ganarle la partida? El herido, señor Alcalde, señores alcaldes del país entero, sufre de neurosis aguda y no sanará hasta graduarle la inten­sidad al alma enferma del pito.

Este pequeño artefacto, oculto en las in­timidades del motor y en los recove­cos del alma, representa, quiérase o no, el desacomodo social de esta época de histerias y protestas incontenibles. Es el eco atormentado de la conciencia herida.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1984.