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Bogotá en 3 actos

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

1

(A los 15 días)

Al fondo, la inmensa ciudad. Comienza el día. La neblina insiste en quedarse. Una detonación lejana –tal vez una bomba en las torres de la electricidad, tal vez un carro que estalla con su carga de dinamita– altera la hora de quietud. El Alcalde se sobrecoge. Atenas comienza su gobierno y ya retumban las explosiones.

En quince minutos lo han llamado de tres emisoras con el dato inicial del atentado: dos transeúntes muertos, un policía grave, tres residencias averiadas…

Más tarde le llegan los periódicos. Los lee de afán. Saltando páginas, las noticias son similares: dos buses incendiados, tres policías heridos, veinte estudiantes retenidos, un banco asaltado, dos pordioseros y tres delincuentes  asesinados… son los datos gordos del día; y los de la rutina diaria: tiros, cuchilladas, vagos, borrachos, prostitutas, barrios sin agua y sin luz, montañas de basuras…

¡Uf! El Alcalde se sacude los ojos. Toma el desayuno de carrera. El tiempo corre. Apenas acaban de posesionarse los secretarios. Las cosas no marchan como quisiera. Raudo, seguro, con ideas claras, pero confuso el ánimo en este amanecer de detonaciones, vuela a su despacho. Todavía la neblina se niega a retirarse.

2

(Un año después)

La idea del metro ya va en marcha. ¿Alcanzará la plata? ¿Alcanzará el tiempo? La Edis ha puesto en funcionamiento ochenta carros más para la recolección de basuras. Pero las amas de casa se quejan…

Se han reparado tres puentes claves y van dos nuevos en construcción. ¿Y los otros que faltan? Han mejorado los semáforos. Pero continúan los trancones, los infartos del tránsito, ¡el absurdo! La luz sigue interrumpién­dose, los teléfonos se enloquecen en cada aguacero, el agua se agotó en los barrios pobres…

El Alcalde se acuerda de su ofrecimiento electoral de detener las alzas. Y la gente protesta por las tari­fas crecientes en agua, luz y teléfono… Hay amenaza de paro de buses. Piden apenas diez pesos durante el día, y quince en la noche y feriados. El alcalde se rasca la ca­beza.

Transita ahora por la Décima. Las bocinas de los bu­ses, los pitazos de los frenéticos taxistas, los parlan­tes en competencia, toda esta mezcla de indisciplina, de barbarie, de locos, le desajusta los nervios. ¿Quién se­rá capaz de frenar los pitos como en otras ciudades del mundo? Recuerda que él es el Alcalde. Ahora siente des­trozados los tímpanos…

El joven funcionario sorprende algunas canas traicio­neras. No se ven mal, piensa. La alcaldía da madurez.

3

(El día final)

El nuevo alcalde anuncia la transformación de Bogotá. ¡Guerra contra las basuras, contra la vagancia, contra las alzas! ¡Guerra contra la inmoralidad, contra la desidia, contra la demencia capitalina! Guerra contra todo. Y aho­ra sí habrá metro, y servicios públicos eficientes, y más puentes elevados, y se combatirán los pitos, y los parlan­tes, y…

–Se nos acabó el tiempo, señores –dice el viejo al­calde a sus colaboradores–. ¿Le cumplimos a Bogotá?

Alguien expresa un sí melancólico. Los demás recogen sus papeles. El tiempo ha volado. Ya el Alcalde muestra mayor madurez de canas y de experiencias. Ahora piensa en la presidencia de la República. En quince días entregará las memorias de su dinámica administración.

Cae la noche con su manto de neblina. Otra vez la neblina.

El Espectador, Bogotá, 13-X-1988.

 

 

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La danza de la basura

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La era industrial es la principal productora de basura que inunda las calles capitali­nas Si tenemos en cuenta que alredor del 40 por ciento de los desperdicios corresponde a papeles y cartones que se deshacen y multiplican en infinidad de partículas, nos encontramos ante un problema de inmensas  proporciones. Mantener las ciudades limpias es programa prioritario de toda administración, y como por lo general esta actividad se escapa al control de las autoridades, se han creado, sobre todo en las ciudades intermedias, juntas cívicas de aseo y ornato que cuidan y embellecen el rostro municipal. .

En las ciudades intermedias se nota la presencia de continuas campañas que mantienen remozadas las fachadas de los edificios y las residencias, florecidos los parques y ordenadas las calles. Bucaramanga es ejemplar en este sentido.

Situados en Bogotá, urbe de dimensiones gigantescas, el problema de la basura es ingobernable. Se ha agravado al paso dé los días hasta convertirse en uno de los mayores retos para los alcaldes. Ningún alcalde ha conseguido solucionar tan apremiante necesi­dad. Pero todos han comprometido su mayor em­peño para hallar medidas sal­vadoras.

Quienes vivimos en la capital del país sabemos que este ser­vicio público ha sido el más deficiente de los últimos años. Da pena decirlo, pero Bogotá es la ciudad más desaseada de Colombia. Hacia cualquier lugar a donde se mire, se hallarán montañas de desperdicios, más allá de la capacidad de los recipientes, esperando la llegada de los carros recolectores, que se hacen sentir por su ausencia.

En calles, en parques, en an­denes, frente a las casas y los edificios, la basura —la apa­bullante basura que todo lo afea y lo contagia— danza al impulso de la desidia. Desidia que no sólo es de las autoridades, impotentes para erradicar tamaña descomposición —y aquí cae muy bien el término—, sino de todos los ciudadanos, indiferentes ante el abandono.

Estamos ante una catástrofe ambiental. La at­mósfera, contaminada de su­ciedades y olores putrefactos, nos transmite aire maligno. En lugar de oxígeno respiramos enfermedades. Ya no sólo son los vapores de las fábricas y de los vehículos los que enrarecen el ambiente, sino la  podredumbre de los des­perdicios. Mientras no se llegue a la solución ideal de industrializar la basura, que es la fórmula para no sucumbir ahogados entre los cerros de desechos que hoy degradan la vida civilizada, el mal continuará adelante.

Falta disciplina social para que los habitantes entiendan que el ambiente es una necesidad personal. Todos somos dueños de la atmósfera y por lo tanto nos corresponde cuidarla. Lo que presenciamos a diario es la propensión espontánea de tirar a la calle envolturas, pedazos de papel, colillas de cigarrillo y toda suerte de sobrantes que nos incomodan y tienen salida fácil con estos actos de irresponsabilidad. Sin advertirlo, nos  estamos envenenando a merced de la contaminación.

Esto sucede, por ejemplo, con Ciudad de Méjico, cuya atmósfera ha llegado a un grado extremo de impureza. Es tal la gravedad que allí se vive, que los pájaros mueren asfixiados. Después ocurrirá lo mismo con los hombres si no se  remedia el envenenamiento ambiental.

Se comenta que el nuevo Alcalde de Bogotá dará un paso fundamental en materia de aseo. Según los enunciados de su campaña, la EDIS tendrá un vuelco provechoso. Ojalá que así sea. Porque el mal –que ya es alarmante– no resiste más espera.

El Espectador, Bogotá, 9-VI-1988.

 

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Bogotá sin vías

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No sabemos cuántos habitantes tiene Bo­gotá: 5 millones, según el censo, 6 millones, según rumores callejeros, más de seis millones, según la realidad. Esa realidad será siempre flotante, porque la ciudad aumenta todos los días de población. De toda Colombia convergen, en forma  silenciosa  y continua, núcleos humanos que atraídos por la aventura del progreso piensan encontrar aquí las oportunidades de subsistencia y empleo que no tienen en sus lugares de origen.

Nada tan engañoso. Esa ficción de la metrópoli que al­canza para todos es la que produce la tremenda congestión de seres y de angustias que hacen  invisible el hábitat capitalino. A Bogotá se llega por todos los caminos y, después, por más dificultades que agobien la existencia, no se regresa. Para el provinciano, conquistar la capital es como subir a un potosí. Siempre, en la lejana provincia, se cree que esta ciudad fosforescente y magnética representa el porvenir.

Y no se calcula que ese por­venir puede ser tan negro como suelen ser negras las ilusiones desenfocadas. Cuando más tarde encuentra el peregrino que la ciudad le es adversa y que en ella no corren los ríos de prosperidad con que había soñado, ya pertenecerá al re­molino social de los grandes centros, donde el hombre, cada vez más insignificante, lucha por una tabla de salvación en medio de borrascas devoradoras.

Bogotá crece a ritmo verti­ginoso y despropor­cionado. Los problemas urba­nísticos —de vivienda, de calles, de servicios públicos— son apabullantes. La capital parece un hormiguero que ya no resiste tanta invasión. Y como el em­pleo no está a la vuelta de la esquina, ni afloran las oportu­nidades que se suponían, mu­chos provincianos, sometidos a la vagancia y a las eternas esperas, terminan engrosando los caminos de la delincuencia.

Circular por las calles bogo­tanas se ha convertido en un calvario. El tránsito es caótico. Las vías no alcanzan para la multitud alocada de todo tipo de vehículos —incluso de tracción animal— que se agitan como ruedas sueltas de un enredo fenomenal. Las grandes arte­rias, diseñadas para el trans­porte veloz, son las más atas­cadas porque hacia ellas corren todas las esperanzas. Mientras en la capital del Japón se construye un túnel de 50 kiló­metros para descongestionar las calles, en Bogotá no tenemos siquiera un metro liviano.

La Avenida 19

Veamos  un  ejemplo típico del desbarajuste capitalino. La Avenida 19, vía clave del norte de la ciudad, se volvió traumática. El avance acelerado que han tenido los barrios vecinos a Unicentro ha creado otro caos vehicular. Por la 19 se desplaza la numerosa población de Cedritos, y como en alrededores están ubicados barrios vigorosos, se ha llegado a otro nudo que frena el desarrollo urbano.

Al ser declarada la 19 zona comercial, el sector se desbordó. Se valorizó a pasos agigantados, como lo analizaba José Salgar, y al mismo tiempo ha disminuido su sosiego. La Avenida 19, hace un par de modelo de ingeniería, ha reducido su eficacia. Le falta el aporte de otras vías para agilizar el tránsito. A toda hora permanece repleta de vehículos. Los semáforos son insuficientes. El terreno presenta desniveles y los baches se dejan avanzar.

*

Hay una conclusión obvia: Bogotá crece sin orden ni previsión. Sectores dinámicos, como el que se comenta, pierden atractivos y se deterioran por carencia de una visión real sobre el progreso. La ciudad se mantiene con puertas abiertas a todo el país, y sin vías humanas. Las anuló el gigantismo.

El Espectador, Bogotá, 23-III-1988.

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El rompecabezas bogotano

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mucho es lo que el alcalde dis­trital, doctor Julio César Sán­chez, ha hecho en materia sani­taria y de pavimentación de vías. Mucho, también, en sistemas de seguridad. Pero los huecos, el desaseo y la inseguridad son abismos de nunca llenar. Mien­tras las avenidas más importan­tes fueron sometidas a rápidas y eficientes reparaciones, las calles secundarias han quedado des­cuidadas.

Los automotores tienen que hacer toda suerte de maniobras para salvar obstáculos y no de­sintegrarse entre las trampas mortales. Huecos por doquier,  causados por el pavimento de­teriorado, el robo de las tapas de las alcantarillas y las obras in­conclusas, convierten a Bogotá en una tronera gigantesca.

Las basuras son un dolor de cabeza. Este centro explosivo, con cinco millones de habi­tantes, no resiste más desperdi­cios. Los equipos recolectores se quedaron rezagados frente al ímpetu demográfico. Los grandes basureros son ya incapaces para recibir tantos desechos, y para suplir a medias esta alarmante deficiencia, muchos lugares, so­bre todo en los barrios pobres, están convertidos en muladares públicos, con los consiguientes riesgos para la sa­lud de los vecinos y de toda la ciudad. A todo esto se agrega la irregularidad con que se hacen los recorridos y la forma defectuosa como se asean, o mejor, se desa­sean, los frentes de las residen­cias.

La semaforización, que se ha tecnificado con los adelantos de la era sistematizada, no logra sin embargo realizar todas las es­trategias deseadas. Los infartos del tránsito, comunes durante todas las horas del día, son casi siempre consecuencia de semá­foros mal programados, de otros que dejan de funcionar o senci­llamente de los que no se han establecido; esto para no hablar de la dictadura de los conducto­res.

¿Quién adelantará una real campaña contra el abuso del pito? El mal genio de los bogotanos tiene salida impulsiva por este diabólico instrumento que está acabando con los nervios y la tranquilidad ciudadana. Bogotá es ciudad de sordos y neu­rasténicos. Todos quieren abrirse campo a pitazo limpio, a manotazos y zancadillas.

La inseguridad es el mayor lastre de la populosa metrópoli. Es el reto número uno del país. El gangsterismo se apoderó de las ciudades. En cuanto a Bogotá se refiere —una de las urbes más peligrosas del mun­do—, hay que reconocer el esfuerzo de las autori­dades por reprimir el avance de la delincuencia.

Los CAI, uno de los adelantos más significativos de la actual administración, han demostrado hasta qué punto es posible conseguir soluciones cuando existe voluntad de ser­vicio. Esta red policial es hoy el mayor sistema de vigilancia y represión delictiva y además se ha convertido en ornato de la capital.

*

En Bogotá no todo, desde luego, es negativo. También hay avances ponderables. La enumeración de estos males es una manera de colaborar para el progreso. Todos debemos con­tribuir a ese propósito: el Alcalde, en su puesto; el periodista, desde su tribuna de opinión, el ciuda­dano, con su aporte cívico. El civismo, por desgracia, anda hoy de capa caída.

Algunas entidades ponen de pronto su grano de arena. Pero la ciudadanía en general es indiferente, aunque se queja a toda hora, de los pro­blemas públicos. Al alcalde o alcaldesa del ma­ñana próximo, cuya efigie refulge por todos los sitios de nuestra inmensa urbe descuadernada, le corresponderá enfrentarse a este indescifrable rompecabezas ca­pitalino. Rompecabezas difícil de armar.

El Espectador, Bogotá, 9-II-1988.

 

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Las alas de monseñor

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ya no es alarmante que se quie­bre otra entidad financiera. El país se acostumbró a ver desaparecer, de la noche a la mañana, los dineros de miles de compatriotas que habían confiado sus capitales a la presunta seriedad de esos organismos y no previeron el momento de la catás­trofe. El Estado colombiano, pa­ternalista en muchos casos, y ne­gligente en la mayoría, ha entrado a auxiliar, naturalmente con los im­puestos nacionales, a los confiados inversionistas que habían creído en los controles fiscalizadores, o sea, en el mismo Estado.

Producido el descalabro, vienen los juicios de responsabilidades; juicios que por lo general sólo se ventilan en las páginas de los periódicos, ya que los inculpados quedan luego absueltos por la justicia o sólo reciben una pena mínima.

En esta cadena de defraudaciones quiebra también la Caja Vocacional, entidad con aliento eclesiástico, y monseñor se lava las manos. Le echa la culpa al gobierno de Belisario por no haber impedido el desastre. Con los periodistas se pone furioso cuando lo interrogan. Le molesta que se dude de la buena administración que ahora todos echan de menos. Monseñor Abraham Gaitán Mahecha es, como fundador y director de la Caja, pieza clave del engranaje ahora en ruinas. Pero no admite que se critiquen sus errores administrati­vos.

Responde en malos términos y con ánimo camorrista. Aleja a la prensa y se indispone con todos. Monseñor, que por su carácter eclesiástico de­biera mostrarse humilde y moderado, se ha convertido en un caso explo­sivo. Con su actitud enturbia la buena imagen de la Iglesia. Y el país, que no sale de su estupor, contempla indignado este episodio de arrogancia y belicosidad, insólito en un sacerdote, mientras las caravanas de ahorradores hacen cola en las cajas del Estado paternalista.

*

Otro monseñor, el ilustre obispo de Pereira y presidente del Celam, muy amigo de la publicidad, se desmide en sus declaraciones públi­cas. La locuacidad no es buena con­sejera, y parece que monseñor Darío Castrillón, que posee buena prensa —el caso contrario a monseñor Gai­tán—, se ha dejado llevar por cierto entusiasmo y cierta ligereza en sus opiniones.

Cuando existe liderazgo, como lo tiene monseñor, hay mayor riesgo de incurrir en excesos verba­les. La notoriedad debe manejarse con moderación. El expresidente López Michelsen manifiesta que le ha perdido la fe a monseñor Castrillón. Esto es deplorable.

Recordará ahora el doctor López el episodio bochornoso para la ilustre dama pereirana a quien había nombrado como gobernadora de Risaralda y que no pudo posesionarse ante las pre­siones de monseñor, que argu­mentó como impedimento el de estar separada de su matrimonio católico, no obstante llevar una vida ejemplar en su segunda unión. El escándalo lesionó, en forma grave, la honra de la dama, y el capítulo quedó escrito como exceso inexplicable de quien se opuso al nom­bramiento presidencial.

El Espectador, Bogotá, 15-VIII-1987.