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Calificando servicios

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las mayores torturas del habitante bogotano es la de acudir a una oficina pública a realizar cualquier trámite, por simple que sea. Mientras en provin­cia todo es fácil, aquí todo se complica. Vivimos enre­dados por la tramitomanía, enfermedad hasta ahora incurable. Las trabas, la descortesía de los empleados, la agresión de los neuróticos, las multitu­des, todo atenta contra el sufrido ciudadano.

En estos días padecí el calvario de los maltratos capitalinos. Conmigo lo sufrieron –y lo sufren a toda hora– ejércitos de usuarios. Con todo, ocurrieron al­gunas excepciones del pésimo servicio que es común en los despachos públicos. He aquí el resultado del fati­gante, del tortuoso itinerario (con la correspondiente calificación del servicio, de 1 a 10):

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DATT. – A pesar de la guerra contra los intermediarios, los trámites ante esta oficina siguen siendo extenuan­tes. Las citas para renovar la licencia de conductor se dan por teléfono para los 10 o 15 días siguientes. El pago de los impuestos se hace dentro de la dependencia. Pero como mi turno era a las 5 de la tarde, ya no funcio­naba el banco, y esto no lo habían advertido. Al día si­guiente llegué de primero al turno de las 8 de la mañana. Esto, pesar de haber sabido de la casa a las 6, en día de lluvia, de trancones y de huecos agazapados, no me sirvió de nada, ya que la fila la forman por una lista ya establecida. El peregrinaje por diferentes sitios de la entidad es absurdo. En estas vueltas se me fue toda la mañana.

Calificación: 3.

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NOTARÍA 31. – Congestiones típicas de toda notaría. Los usuarios se agolpan ante las ventanillas para au­tenticar firmas y documentos. ¿Cuándo dejarán de pedir que hasta el más simple papel se autentique en notaría? Poca amabilidad de los empleados. Uno, que a toda hora vive rodeado de público, ni siquiera mira a la gente. Sin embargo, me cumplieron los plazos.

Calificación: 7.

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NOTARIADO Y REGISTRO. – La entidad fue sectorizada pa­ra descongestionar la oficina del centro. Pero la técni­ca no avanza. Las casillas permanecen atestadas de públi­co. Fijan plazos de 10 días para la entrega de documentos y no los cumplen. Tuve que volver tres veces por el cer­tificado de tradición. En una de ellas gasté dos horas.

Calificación: 3.

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BENEFICENCIA. – Hoy existe mayor orden, en comparación con el caos de otras épocas. Hay orden pero no eficien­cia. Se pasa por cuatro casillas para tramitar el documento. La gente protesta por los sistemas obsoletos y las demoras desesperantes. En las paredes hay avisos pa­ra que se cuiden los bolsillos: por allí pululan los ra­teros, más ágiles que los empleados. Dos horas largas se me fueron en la diligencia.

Calificación: 5.

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TESORERÍA DISTRITAL. – El trámite de obtener el paz y salvo notarial, que supuse el más demorado, resultó el más expedito. Años atrás tuve que enfrentarme a toda una batalla campal para conseguir el documento. Esta vez rea­licé la diligencia en cinco minutos. Esto suena inverosí­mil. Parece que no se estuviera en Bogotá, o que la gestión correspondiera a la empresa privada. ¡Eureka!

Calificación: 10.

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TAXIS. – Un taxi puede asimilarse a una oficina públi­ca. En este medio de transporte realicé casi todas las diligencias anteriores. Conseguir un taxi en Bogotá se ha convertido en una proeza. La mayoría de los conduc­tores son personas agrias y olímpicas. Transportan al usuario si va en su misma dirección. Unas veces bajan al pasajero porque la carrera es corta; otras porque es larga. La tarifa la aproximan a su favor: si el ta­xímetro ha marcado $ 415, cobran $ 500. Este servicio debiera ser, como en Medellín, una cara amable de la ciudad.

Calificación: 1.

*

Bogotá no pasó la prueba. Se rajó en los exámenes. Su promedio de calificación fue de 4.8. A la capital la está ahogando la tramitomanía y es víctima del mal ge­nio, las complicaciones y la ineficiencia de que adole­cen los despachos públicos.

El Espectador, Bogotá, 11-XII-1990.

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Se va la luz

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un espacio de este diario –Se va la luz– anuncia los cortes del fluido por reparaciones programadas, pa­ra que los vecinos de los barrios se preparen con anticipación. Sucede, sin embargo, que estas emer­gencias se han tornado rutinarias y además sin previo aviso. Esto no se justifica en una ciudad de la importancia de Bogotá, que debiera tener capacidad, como los grandes centros del mundo, para mantener estabilidad eléctrica.

Este columnista vive en un sector donde la luz se va cuando quiere y no cuando le ordenan que se vaya. Es un sector sui géneris, que no constituye un barrio entero, ni medio barrio, ni un cuarto de barrio: apenas unas pocas casas. Sin embargo, ha sido gravado con el 100% en el alza de tarifas. Ahora pagamos el doble y recibimos la mitad.

En esta franja marginada –avenida 19 con calle 136–, la luz nos tiene viendo un chispero desde mucho tiempo atrás. En los alrededores están establecidos varios negocios importantes, corno Burger Station, Centro Co­mercial Sorpresas, papelerías, droguerías, restauran­tes, que con estos apagones frecuentes reciben tremen­dos perjuicios. En las residencias particulares, los electrodomésticos viven dañados y no tenemos a quién pasarle la cuenta. La Empresa de Energía cobra duro pero no paga

Nadie responde por los perjuicios. Nadie contesta los reclamos. El barrio está dividido en dos clases: unos tienen luz permanente y otros la recibimos por parpadeos. Parece que se tratara de las dos Alemanias. Una raya invisible divide nuestro territorio. Cuando en la casa del escritor se va la luz –o sea, a cada rato en los días de lluvia–, con sólo avanzar una cuadra aparecerá una zona iluminada. Lo peor de todo es que con tantas interrupciones también termina yéndose la luz del cerebro.

Ahora mismo no sé si le escribo al ministro de Minas y Energía, al gerente de la Empresa de Energía o al Alcalde de Bogotá. Parece, sin embargo, que todos están metidos en el mismo compromiso de hacer un país claro. Las fugas de la luz, en nuestra fracción de barrio, no respetan  horas de comidas ni de unión familiar. Los hogares se están desintegrando a merced de la irrespon­sabilidad eléctrica.

Cuando se produce el primer parpa­deo, la primera que grita es la empleada del servicio: ¡Se va la luz! Y en un instante todo queda en tinieblas, como en el Juicio Final, que así me lo imagino (y ojalá a él no asistan los citados funcionarios). De ahí en adelante vuelve por dos minutos y se ausenta por media hora. Luego dos minutos más de esperanza y otra hora de tinieblas…

En este juego, al que todavía no nos hemos acostumbrado –y parece que en Bogotá tiene que resignarse uno a todo– pasamos dos y tres horas elevando globos y profiriendo imprecaciones, que las autoridades no alcanzan a escuchar. Hace poco comenzó a titilar la luz, como las casadas adúlteras, y a los pocos instantes quedamos en la oscuridad absoluta. Supusimos que se había marchado al parque vecino, también sumido en le penum­bra, y alcanzamos a presentir uno de esos revolcones que tienen en vilo al país. La luz fugitiva también es sinónimo de inestabi­lidad administrativa.

Y como la empleada no se resignó a los apagones, es­ta mañana nos dijo: «Si la luz se va, yo también me voy». Aquí termina el cuento. Quedamos sin luz, sin ne­vera, sin televisor, sin agua caliente… y para comple­tar, sin empleada. En Bogotá, en sectores marginados como el que comento, falta una orden ejecutiva como la bíbli­ca: «Hágase  la luz y la luz fue hecha». Los vecinos ya resolvimos una cosa: si el señor gerente viene por aquí, le prendemos una vela.

El Espectador, Bogotá, 16-XI-1990.

 

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Protección al anciano

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Fondo de Salud Mental y Asistencia del Anciano Desamparado, cuyo director ejecutivo es el médico Or­lando Rodríguez García, subsecretario de Salud de Bogo­tá, cumple importantes actividades en beneficio de las clases pobres del distrito. Se trata de una entidad creada por el Concejo mediante acuerdo número 17 de 1987, la que muestra positivas realizaciones.

Se hallan en camino diferentes programas que tienden a la protección y adaptación del anciano abandonado en las calles capitalinas, víctima de la drogadicción, el alcoholismo o los trastornos mentales. Población menesterosa e ignorada que deambula entre la indiferencia ciudadana y que carece en la mayoría de los casos de pa­rientes y de amigos que hagan más llevadera su desgracia.

Entre las medidas que adelanta la entidad se encuentra la de procurar asistencia a los ancianos despro­tegidos, facilitándoles albergue, alimentación, tratamiento médico, recreación y esperanzas de vida. Una red hospitalaria, integrada por los hospitales Simón Bolívar, Kennedy y La Victoria, atiende emergencias siquiátricas durante las 24 horas del día. Allí los pacientes son hos­pitalizados por períodos breves y sometidos a los trata­mientos que permitan la superación de la crisis inicial.

Luego continúa la atención en los llamados Hospitales-Día, constituidos por seis centros hospitala­rios, que son:  Servitá, Kennedy, La Perseverancia, La Vic­toria, Estrella del Sur y San Blas. Allí se atienden los casos crónicos de farmacodependencia y enfermedades men­tales y se brindan distintas técnicas de habilitación en ejercicios ocupacionales (como carpintería, costura, horticultura, pintura o cerámica), lo misino que atención siquiátrica.

Otro grupo es el de los alcohólicos crónicos. El con­sumo habitual de bebidas embriagantes fomenta una de las peores esclavitudes de la vida. Las víctimas de ese mal son desadaptados sociales que huyen de la realidad; y cuando se trata del anciano indigente y desamparado, el drama es pavoroso. Son individuos cas­tigados por la infelicidad rastrera, carentes de ambicio­nes, de voluntad y de oportunidades para entender y supe­rar su crisis permanente.

Por el espacio público de la capital ruedan a toda hora seres consumidos en la miseria y derrotados por el infortunio. Todo el mundo los ve y nadie los socorre. Son los parias de la civilización. Muchas veces se les trata como a perros callejeros. La Fundación de Salud Mental los recoge en ambulancias y los conduce a unidades médicas especializadas, para la primera cura; y si el caso lo re­quiere, son situados en centros de estancia prolongada (Clínica San Juan de Dios, de Chía, y Fundación Granja Ta­ller de Asistencia Colombiana), donde se les da rehabi­litación laboral y social.

La Alcaldía Mayor de Bogotá, preocupada por el grave lastre de la drogadicción, adelanta una campaña de preven­ción que es apoyada por el Fondo mediante la contrata­ción de conferencistas de la Universidad de los Andes, quienes han llegado con sus mensajes a 300.000 ciudadanos.

Hay que aplaudir esta acción social que se ha desarro­llado sin pregones publicitarios, y animar a sus prin­cipales gestores (el Concejo, la Alcaldía, la Secreta­ría y el Servicio de Salud de Bogotá, y desde luego el Fondo de Salud Mental) para que continúen redoblando esfuerzos e incrementando recursos económicos para la defensa de las clases desamparadas.

El Espectador, Bogotá, 1-XII-1990

 

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Monumento al hueco

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Bogotá está destrozada. No voy a meterme en el hue­co grande de las inmoralidades y las angustias económicas que asfixian la vida capitalina, sino en el deterioro de las calles. No es sino recorrer la ciudad en cualquier dirección, incluidas sus arterias vitales, para apreciar y sufrir la vertiginosa destrucción vial que avanza por to­das partes. No dudo de que el ilustre burgomaestre Caicedo Ferrer, que apenas comienza su gestión gerencial, acome­terá en corto tiempo la rectificación de este abandono.

El problema, por falta de previsión, adquiere pro­porciones gigantescas. Para una urbe de la dimensión de Bogotá, que todos los días crece y recibe la arremetida del progreso desestabilizador, la labor del pavimento debe ser permanente. Es, quizá, la función que exige más conti­nuidad y mayores esfuerzos administrativos. El pavimento es artículo de desecho, de vida efímera, aunque de costo elevado. La garantía consiste en que la calidad de las obras resista el tiempo razonable.

En este frente hay que trabajar, como lo vi en Venezue­la, día y noche. Da gusto recorrer las carreteras venezo­lanas sin hallar un solo bache, y movilizarse por Caracas y las principales ciudades con el agrado que proporcionan las calles en perfecto estado. Caso similar observé en Ciudad de Méjico, el centro más populoso del mundo, que, no obstante su gigantismo arrollador, ha sabido con­servar su esplendorosa categoría urbanística.

Son odiosas las comparaciones, pero ellas llevan a lla­mar la atención hacia una de las fallas más protuberantes de la capital colombiana. La situación se pone más de bulto en los días de lluvia, cuando los huecos se esconden en los charcos, como enemigos agazapados, para destrozar vehículos y exasperar la paciencia ciudadana.

Las vías capitalinas, en general, acusan tremendos des­perfectos. Se han convertido en verdugos del ciudadano, y sobre todo del taxista que en su infatigable tarea por la subsistencia debe someter su vehiculo a implacables maltra­tos. Los taxistas trasladan su insatisfacción a las autoridades, con toda clase de imprecaciones, por no poder ganarse la vida en forma más benigna.

Las obras a medias, defecto común que se hace visible a lo largo y ancho de la ciudad, ponen de presente que los impuestos trabajan más para llenar los bolsillos de los contratistas que para satisfacer las necesidades del pueblo. Los altibajos en las calles, que suelen aparecer a los pocos días de ejecutada una obra, denotan la poca seriedad o la falta de idoneidad con que algunas firmas cumplen sus compromisos, desde luego sin la correspondiente supervisión de las autoridades.

Hay vías como la 127, frente al barrio Niza, que regis­tran lamentable deterioro causado por los árboles allí sembrados. Se invierten en ellas grandes sumas de dinero en continuas reparaciones del pavimento, el que regresa en poco tiempo a su anterior estado, cuando lo indicado es sustituir los árboles por otros que no agrieten el te­rreno.

En el puente doble de la calle 134 con la Autopista del Norte se dejó un desnivel en el tramo del ascenso que incomoda a los pasajeros y perjudica los vehículos. Deta­lle en apariencia simple y que, sin embargo, es caracterís­tico de la ligereza con que se entregan y se reciben los trabajos.

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Hoy por hoy Bogotá es una sucesión irritante de huecos. Parece un mapa agujereado. Las calles son un concepto esté­tico de las ciudades. Tienen personalidad y hablan el len­guaje del progreso o la dejadez de los pueblos. Decía Noel Clarasó: «Las calles, hasta las más estrechas, son sufi­cientemente largas para aprender algo en ellas».

El Espectador, Bogotá, 1-XI-1990.

 

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Anuncios para Bogotá

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Vale la pena destacar algunos puntos sobresalien­tes del discurso del doctor Juan Martín Caicedo Ferrer como alcalde de Bogotá. Es usual que todo funcionario nuevo, sobre todo si ocupa alta investidura, haga a la llegada al cargo una serie de ofrecimientos que espera cumplir durante su gobierno. Algunos se desbor­dan en promesas y se quedan cortos en realizaciones. En el caso del doctor Caicedo nos encontramos con una intervención sobria, carente de demagogia, donde con sentido realista establece urgencias y fija criterios para resolver los problemas más apremiantes.

Cuando habla de poner en marcha, «sin dilaciones y con dimensión de futuro», un nuevo orden urbano, se to­ca una parte neurálgica de la capital. Se trataría de implantar técnicas más avanzadas, y sobre todo más efectivas, para que Bogotá resulte ciudad racio­nal y humana. El propósito de la nueva administración es que sus habitantes se sientan en casa, lo que  en verdad sería labor titánica ante el desorden, la anarquía y la desidia imperantes. Ojalá el doctor Cai­cedo halle fórmulas maestras para transformar la atmós­fera envenenada de la capital. Que se nos perdone el término, pero esa es la pura realidad.

No habrá, dice, alzas en las cargas impositivas. El fortalecimiento de las finanzas se hará mediante la modernización de los sistemas administrativos para ase­gurar la efectividad de los recaudos. Más adelante el señor Alcalde habla de moderar el costo de la vida fa­cilitando el abastecimiento de los productos de la ca­nasta familiar. Esto envuelve toda una estrategia, cu­ya bondad la determinará el paso de los días (y que éstos sean breves, pues de lo contrario se esfumarán las esperanzas).

Ofrece el señor Alcalde un plan de mayor protección para las clases más desamparadas. Si Bogotá, según datos revelados en el discurso, tiene un millón de pobres, de los cuales 320.000 no alcanzan a satisfacer sus necesida­des nutricionales mínimas, el drama es de grandes pro­porciones.

Programa prioritario es, como también lo fue en el gobierno del doctor Pastrana, el de combatir la inse­guridad. En la capital y en el país entero vivimos a merced del terrorismo y del asalto callejero. Hay que reconocer que en Bogotá, no obstante la desmesura del problema, mucho obtuvo en seguridad la anterior ad­ministración. Avanzar en este terreno, como se lo pro­pone el doctor Caicedo, es fomentar la civilización.

Magnífico el anuncio de recuperar el sector céntrico de la ciudad, convertido en ciertas zonas en nidos de prostitución y pillaje. Esto mismo suele detener la conservación de algunos lugares. El franco deterioro se nota en otros. Y la invasión del espacio público es tendencia natural y soterrada que se impone en los centros urbanos. Nuestra bella capital colombiana no puede quedarse a la zaga del progreso y la estética.

La parte cultural, otra preocupación acentuada en el discurso, tendrá especial miramiento en el gobierno distrital. «Podemos convertir a Bogotá en un gran cen­tro de cultura», es su afirmación rotunda, y merece un aplauso. Sin cultura no puede existir el progreso. Si alguna vez nuestra capital recobrara el título de «Atenas suramericana», todo marcharía distinto.

Descontaminar el río Bogotá no sólo es buen pro­pósito sino necesidad inaplazable. Y recuperar los cerros de Bogotá, mediante el concurso de la Unesco, tendría repercusión en la sanidad ambiental, e incluso estética, que tanta falta nos hace.

El doctor Caicedo, como lo ha demostrado en otros ámbitos, le pondrá tono moral a su administración pa­ra no permitir arbitrariedades, abusos ni deshonestida­des. A cualquier Gobierno lo daña la corrupción.

El problema del tránsito urbano, que el burgomaestre ya ha comenzado a atacar, es el verdadero rompecabezas que está enloqueciendo a los bogotanos. ¿Y por qué –pregunta el columnista– no adelanta la Alcaldía una campaña contra el abuso del pito? A merced de tan diabólico ins­trumento nos estamos volviendo sordos y neuróticos.

La ciudadanía espera que los buenos propósitos del dinámico mandatario tengan exitosa realización.

El Espectador, Bogotá, 29-VI-1990.

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Misiva:

Permítame expresarle mis sentimientos de aprecio y gratitud por los términos de su artículo sobre el discurso de posesión. No solo llama mi admiración por su artículo el hecho de provenir de un escritor ya consagrado en las letras y el periodismo nacional, sino el excelente análisis sobre mis planteamientos y las sugerencias que usted ha tenido a bien formular. Deseo contar en forma permanente con su espíritu crítico y su amistad personal. Juan Martín Caicedo Ferrer, Alcalde Mayor de Bogotá.

 

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