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Bogotá en obra negra

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el recorrido por varios sectores capitalinos que un grupo de cronistas de prensa efectuamos con el doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, alcalde de Bogotá, me llamó la atención hallar la ciudad en obra negra. Este semblante en obra negra presenta dos aspectos: o que se dejaron represar los problemas  para el final del mandato, o que la dimensión de la ciudad impone una permanente acometida para no dejarnos ganar el reto del gigantismo.

Una obra negra implica, a la vez, dos situaciones: si se encuentra paralizada, es lo mismo que estar muerta; y si está en marcha, tiene vida, hay evolución. Es preferible la ciudad en construcción constante, por más molestia que este hecho ocasiona, a la ciudad estancada, por más comodidades espontáneas que ofrezca. El pro­greso no puede detenerse, ya que progresar es prever el futu­ro.

La administración Caicedo Fe­rrer, por lo controvertida, pasa­rá a la historia. Los comentaris­tas imparciales –y no los comentaristas apasiona­dos, que tanto mal le causan a la opinión pública– no logran ponerse de acuerdo sobre si son mayores los errores o los acier­tos de esta Alcaldía. Creo que no es el momento de lanzar un juicio certero. Los planes en ejecución determinarán a la pos­tre si Caicedo Ferrer fue buen o mal alcalde.

Quienes más cerca están de su despacho dicen que no es fácil seguirle el paso en sus jornadas de trabajo, que co­mienzan desde las primeras ho­ras del día y terminan bien avanzada la noche. Esto, de por sí, es garantía de rendimiento. Tal hiperactividad lo ha llevado a revolcar la ciudad. De ahí que Bogotá se halle hoy en obra negra. Falta saber si el revolcón –para usar una palabra de moda– es progresista o destructor, que ambas cosas puede ser.

En el recorrido con el burgo­maestre surgió, en los barrios del sur, una faceta desconocida. Por ejemplo, el colector de aguas lluvias y negras del Is­mael Perdomo, con doce kilóme­tros de tubería instalada, bene­ficia a 24 barrios y a millón y medio de habitantes. La aveni­da a Bosa, que prolonga la auto­pista del Sur para intercomunicar amplios sectores popula­res, es una realidad en marcha.

Aledañas a ella corren vías velo­ces y esmeradas, dentro de un complejo de puentes y espacios abiertos que envidiamos quie­nes residimos en el otro extremo de la ciudad. La troncal de la Caracas muestra en el sur –y ojalá así sucediera en el resto de la capital– una arteria dinámica y sin trancotes, que establece otro concepto en la movilización de pasajeros.

Para el resto de la ciudad, y para todo Bogotá, se aceleran proyectos gigantes, como la ave­nida 30 (la vía más rápida que va a tener la ciudad), embalse de San Rafael (programado para almacenar 75 millones de me­tros cúbicos de agua, o sea, la gran reserva del futuro), la am­pliación telefónica en 490.000 líneas nuevas (cerca del 50% de lo que en esta materia se ha hecho en medio siglo). Más tarde aparecerá el inventario comple­to de ejecuciones.

*

Ante perspectivas tan promi­sorias y hechos tan evidentes, comprobables por cualquier ciu­dadano, me he puesto a reflexio­nar, con cierta desazón y cierta frustración, en los siguientes interrogantes: ¿Por qué el Alcal­de se dejó ganar la guerra de los huecos? ¿Por qué tanta inesta­bilidad de altos funcionarios durante su gobierno? ¿Por qué no moderó, como lo ofreció en su campaña, el alza en las tarifas de servicios públicos?

Estas y otras inquietudes que se formula la ciudadanía sirven además para que medite en ellas el nuevo Alcalde, quien recibe una gran mole en obra negra. Las obras negras no siempre son descifrables. A veces parecen cheques en blanco.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1992

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Misiva:

La independencia intelectual que te distingue, así como el brillo que sueles imprimirles a tus conceptos, confiere un especial significado a tus comentarios sobre la capital de la república, en torno a los cuales he escuchado los más elogiosos comentarios. Personalmente, me comprometen aún más mi voluntad de servicio al frente de los destinos de esta ciudad, y de realidades positivas que debemos capitalizar. Juan Martín Caicedo Ferrer.

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La ciudad rota

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los aspirantes a la Alcaldía de Bogotá montan sus cam­pañas sobre los mismos pro­blemas trascendentales que aquejan a la metrópoli desde hace mucho tiempo. Todos ofrecen mejorar los servicios públicos, racionalizar las tari­fas, pavimentar las calles, agilizar el tránsito, abrir nue­vas vías, reprimir el vanda­lismo, reducir la miseria, mo­ralizar la administración… Se promete el cielo y la tierra. Y al término del respectivo período subsisten iguales o superiores angustias, al tiempo que se escuchan nuevas promesas sobre los mismos afanes cró­nicos que agobian a la comu­nidad.

Como decía un comentarista en estos días, no hay que poner en duda la vocación de servicio del actual Alcalde, pero es tal la desmesura de la capital y tan agudos sus retos, que poco a poco hemos llegado a un ver­dadero caos. Veamos, si no, la dificultad para mantener las calles pavimentadas. Hoy es una tortura para la ciudadanía, además de una vergüenza para la capital, el tránsito vehicular sobre vías destrozadas, cuya recuperación se torna cada vez más complicada y onerosa.

¿Qué ha sucedido para que el doctor Caicedo Ferrer —que tuvo tan brillante desempeño en el Ministerio de Trabajo con la ley de los pensionados, una de las mayores conquistas sociales de los últimos tiem­pos— se haya dejado ganar la guerra de los huecos? Se habla, entre otras cosas, y con esto no puede justificarse tan grave deficiencia, del hueco fiscal dejado por el anterior secreta­rio de Obras Públicas, persona inepta para controlar los con­tratos, que permitió sobrecostos que en algunos casos llegaron al 500% de los precios reales. Pasado el desastre, se hace esta pregunta ele­mental: ¿Y quién controlaba al funcionario?

Es de tal bulto el estado de las calles deterioradas (con 500.000 huecos mal contados), que la ciudad ha perdido, fuera de la categoría que le corresponde resguardar, dinamismo y estética. Entre hoyos, o “cráteres” –como un lector de este diario califica los huecos monumentales–, la ilustre urbe camina coja y desvalida. Le falta garbo. Las calles airosas son festones de las ciudades, emblemas del pro­greso. Y las descuidadas, como las nuestras, significan dejadez y ruina.

Como el vacío es grande, los actuales candidatos a la alta posición ofrecen —una pro­mesa más— rectificar de en­trada tamaña negligencia. El doctor Jaime Castro va más allá: dice que en su adminis­tración «desaparecerán» los huecos. Esto indica que en su posible gobierno las vías bogotanas brillarían, durante tres años, libres de baches y de funcionarios inescrupulosos. Es el mismo lenguaje que la ciudadanía está acostumbrada a escuchar en cada campaña política. También se ha pro­metido, entre tantas vanas ilusiones, detener las alzas de los servicios públicos, y ya se sabe en las que andamos.

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Con todo, abrimos un compás de esperanza para la actual administración, que ya ha comenzado la cuenta regresiva del breve período que le resta.

El doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, ejecutivo bien intencionado, ha tenido, sin embargo, mala suerte. Se va jugar su última carta. Piensa sacar a Bogotá adelante con el Plan Bienal —pavimentación de vías, construcción de puentes, ampliación de avenidas como la Boyacá, Troncal de la Caracas, la carrera 30 y la Avenida Cundinamarca—, programa que según el burgomaestre significará el salto del canguro en el progreso de la metrópoli. Pero el salto tendrá que pagarlo el bolsillo cada vez más estrecho del pueblo. El gran perdedor de siempre, que ojalá en esta ocasión fuera menos perdedor.

El Espectador, Bogotá, 15-X-1991

 

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Bogotá a secas

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Qué tal que a Medellín se le llamara Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, su nombre completo? ¿O a Ibagué, San Bonifacio de Ibagué del Valle de las Lanzas? La capital del Valle, a pesar del Santiago protector, ha con­servado su denominación tradicional: Cali. Lo mismo sucede con Pasto, cuyo título completo es San Juan de Pasto (la antigua Villaviciosa de la Concepción de Pasto). En la historia de las poblaciones hay muchos Santos escondidos —algunos, verdaderas curio­sidades del santoral—, que no se ofenden por la omisión de sus nombres y hasta prefieren que se les ig­nore cuando se prestan para la burla o la extravagancia.

La tendencia universal, en esto de la toponimia, es buscar la síntesis expresiva: Guate­mala se denominó al principio Nueva Guatemala de la Asunción. Más tarde —como si hubieran intervenido nuestros constituyentes— se convirtió en Santiago de los Caballeros de Guatemala. Y a la postre se quedó como Guatemala, so­noro nombre indígena que no se atreverá a modificar ningún ocioso reformador, aunque fuera colombiano.

Si se consulta un atlas mundial se verá que la in­mensa mayoría de los sitios sólo constan de una palabra. Y son pocos los nombres repetidos, a pesar de la extensión del planeta.

Eso mismo sucede en Co­lombia, territorio que se da el lujo de poseer bellos  nombres como emblemas de sus poblaciones: Ubaté, Sogamoso, Duitama, Soatá, Guatavita, Timaná, Popayán Tocaima, Manizales, Bucaramanga, Calarcá, Salento Tumaco, Tibasosa… Bogotá. Pero a nuestros omnímodos constituyentes, que tanto tiempo malgastaron en bagatelas, se les ocurrió horadarle el alma a Bogotá. Le agregaron el Santa Fe del siglo pasado, una conquista que le habíamos ganado al dominio español.

Y aquí fue Troya. Como si no tuviéramos problemas en rea­lidad palpitantes, el país pierde el tiempo en algo insubstan­cial: ¿se escribe Santa Fe, en dos palabras, o Santafé? Al­gunos anotan Santa Fé, en dos palabras y con error de tilde, lo cual es peor. La Academia de la Lengua dice que lo correcto es una sola palabra: Santafé. Pero a al­guien le da por opinar lo contrario.

Mientras la gente se enreda en estas discusiones bizantinas, arrecian los atentados guerrilleros, aumenta el costo de la vida, crecen los huecos, la miseria y la inse­guridad en nuestro pomposo Distrito Capital (otra innova­ción de los constituyentes, que ojalá sirva para algo).

¿Ha calculado alguien cuántos millones valdría cambiar el nombre de Bogotá en los membretes de la co­rrespondencia, en los logoti­pos, en los atlas, en los textos de geografía, en las agencias de viaje…? La capital colombiana, ante el mundo entero, ya tiene definida su identidad histórica y postal. A los re­formadores les dio por buscar lo que no se había perdido. Les faltó cambiar el nombre de Colombia por el de Nueva Granada.

Para mí, un ciudadano más que se rebela contra la sinra­zón, Bogotá seguirá siendo Bogotá. Bogotanos, no santafereños. Por razones prácticas y por sentido de independen­cia. Y que Santa Fe o Santafé quede como un blasón, como una oculta advocación.

El Espectador, Bogotá, 11-IX-1991

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Apostilla:

Nueve años gastó el nuevo cambio del nombre de Bogotá. Esta es la noticia que da El Tiempo en su edición del 20 de junio de 2000:

«En sesión plenaria, el Senado de la República aprobó ayer el proyecto de reforma constitucional con el cual la capital recupera el nombre de Bogotá. La iniciativa fue promovida en Cámara por un grupo de representantes encabezados por Germán Navas y, en Senado, por Juan Martín Caicedo. Este último hizo un llamado a la Administración Distrital para que no cambie su papelería o los elementos oficiales que lleven el nombre “Santa Fe”, hasta que se agote toda su existencia. Caicedo dijo que la propuesta fue respaldada por la actual administración durante todo el proceso. Solo tuvo dos opositores en Senado: Carlos Corsi y Humberto Arango. Ahora irá a sanción del Presidente de la República».

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Violencia metropolitana

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Bien hace el doctor Juan Martín Caicedo Ferrer, alcalde de la capital del país, en llamar la atención del brigadier ge­neral Fabio Campos Silva, comandante de la Policía Me­tropolitana, respecto a la ola de inseguridad que se ha recru­decido en las calles capitalinas.

«Es indispensable —anota el burgomaestre— reafirmar en nuestra ciudad la vigencia de la ley para evitar el vandalismo, la invasión de vías públicas, el deterioro del ambiente urbano —contaminar o arrojar basu­ras, por ejemplo—, los excesos de cuerpos especializados de escolta y protección y otras manifestaciones que contra­vienen el espíritu de convi­vencia social».

Hoy Bogotá es víctima de la violencia en sus más atroces manifestaciones. El robo de automotores es lucrativa actividad delincuencial que ha encontrado, gracias a la falta de represión policial y a la impunidad judicial, terreno abonado para atentar, día y noche, contra la seguridad ciudadana. No se conforman los malhechores, en la gene­ralidad de los casos, con apo­derarse del vehículo y despojar al conductor de sus docu­mentos y objetos personales, sino que lo maltratan, le apli­can burundanga y muchas veces lo asesinan. Es impresionante el número de auto­motores que todos los días desaparecen en manos de los delincuentes, sin que se vea una acción efectiva para con­trarrestar este pavoroso flage­lo.

Concatenado con el hecho anterior se halla el robo de residencias. El comercio de electrodomésticos y demás enseres que se sustraen de los hogares lo hacen atractivo los reducidores que pululan a la luz pública, sin que las auto­ridades —como en el caso de las partes robadas a los automóviles— logren desver­tebrar estas flagrantes aso­ciaciones del delito.

El cre­ciente pillaje de nuestras calles vuelve insoportable la vida metropolitana. Aquí se roba de todo, desde una residencia hasta unos aretes de fantasía, y desde un contador del agua hasta una tapa del alcantari­llado. Y nada pasa. La ciuda­danía, todos los días más in­defensa, clama por la eficacia de la policía y demás sistemas de control y castigo, y como éstos no se hacen sentir, se ha perdido la fe en la justicia y en las autoridades.

En carta de días pasados denunciaba el doctor Luis Prieto Ocampo el abuso y los daños que unos escoltas ha­bían cometido contra una de las hijas del banquero, a la que no sólo le estrellaron el vehí­culo sino que la torturaron —lo mismo que los ocupantes del automóvil— con la amenaza de un arma de fuego. La violencia es el mayor peligro que azota a los bogotanos. La capital se ha convertido en una tortura, en un medio in­civilizado de vida.

Ojalá que la carta dirigida por el burgomaestre al co­mandante de la Policía Metropolitana consiga reducir, con medidas prontas y enér­gicas, tanto atropello y tanta barbarie. Hay que rescatar para los bogotanos —o sea, para el país entero— este sitio amable de otras épocas, hoy en lindes de la demencia.

El Espectador, Bogotá, 5-IX-1991

 

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La agitación de las ratas

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Bogotá no es la ciudad más insegura del país: es la ciudad más insegura del mundo. No es afirmación ligera. Así figura, desde hace mucho tiempo, en los índices del pillaje universal. Apena decirlo, como co­lombianos y como habitantes que somos de la gran urbe carcomida por el raterismo, y bella por otros aspectos.

El pillaje permanente que se vive por las calles, en horas diurnas y nocturnas, hace del morador capitalino un ser atemorizado y receloso, para quien la ciudad ha dejado de ser el sitio amable que permite gozar de sus encantos y sus placeres, para volverse el centro hostil, donde el enemigo se agazapa en cada esquina, en cada calle que se toma o en cada almacén que se visita. Ya en ninguna parte hay seguridad. Ni siquiera en las residencias, ya que éstas son desmanteladas al menor descuido, a veces ejerciendo la violencia con aplicación del más refinado raterismo.

Bandas organizadas que pululan por todos los sitios de la capital han hecho de su actividad el mejor nego­cio lucrativo y cuentan, para que éste produzca efectividad, con la asombrosa ola de la impunidad por que atraviesa nuestra justicia. Hay ladrones porque no hay castigo. Las autoridades, llámense policivas o judiciales, se han dejado ganar la partida de la delin­cuencia.

En este río turbio en que se han convertido las ca­lles bogotanas se deslizan, como verdaderas ratas del peor estado social, multitud de atracadores, gamines listos para el asalto, carteristas y toda clase de parásitos que hacen insoportable la atmósfera de la ciudad.

Las paradas en los semáforos –o peajes de la mise­ria, como se les llama– son lugares predilectos para practicar el robo veloz de los objetos visibles del vehículo,que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, ante la vista de los demás. Nadie hace nada, porque todo el mundo teme exponerse. Y ni siquiera el policía de la esquina, ante cuyos ojos se repite la misma escena infinidad de veces.Bajo la apariencia de mendigos, o de niñas desamparadas, o de huérfanos que llaman a la conmiseración, hay obligación de contri­buir con una cuota económica ya reglamentada por ellos, que no puede eludirse ni discutirse para que el automó­vil no pague las consecuencias.

¿Por qué las autoridades no terminan con estos ni­dos de ratas en que han sido convertidos los semáforos? Falta energía y sobra complacencia. No es posible que este estado de miseria, en la que se esconde el profesionalismo para asaltar el bolsillo a toda hora del día, perdure como una afrenta para Bogotá.

Aquí se roba desde una residencia hasta una tapa del alcantarillado; desde un automóvil hasta unos are­tes de fantasía; desde un televisor hasta el bombillo de la residencia. Los reducidores de todas las catego­rías –y que los policías o agentes secretos saben dónde funcionan– hacen más atractivo el tráfico de artículos robados. Son pocas las denuncias que se ponen porque se desconfía de la justicia y se prefiere no enredarse con los trámites de los juzgados, que de todas maneras no conducen a nada.

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La seguridad social es obligación del Estado. La sociedad no puede prosperar sin cortar el delito. Hoy por hoy el primer problema de Bogotá es el de la inseguridad. Mucho se ha hecho, hay que reconocerlo, pero el cáncer no se detiene. Se necesita una operación de alta cirugía. Bogotá nos duele, señor Alcalde. ¡Hay que salvarla!

El Espectador, Bogotá, 4-III-1991

 

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