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Avianca… sin tortuga

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El país estaba acostumbrado, año tras año, a ver la tortuga caminando en los conflictos laborales de Avianca. Se unían dos fuerzas encontradas: la de la velocidad, capaz de transponer la barrera del sonido en alas del vértigo, y la de este animalito rastrero y amodo­rrado, símbolo de la pereza, que logra­ba frenar, paradójicamente, el impulso de la locomoción aérea, silenciando turbinas y reactores y paralizando la vida de los aeropuertos con estragos para la economía del país.

Era esta herramienta poderosa ar­ma para presionar el arreglo de un plie­go de peticiones que no lograba solu­cionarse en su primera etapa, por indo­lencia de la empresa, según los voceros sindicales, y por intransigencia sindi­cal, según los patronos. Y se llegaba, siempre, al mismo abominable proce­so: carga que se enredaba en los aero­puertos por falta de brazos para movi­lizarla; aviones bloqueados en las pistas ante la indiferencia de los técnicos pa­ra proporcionarles mantenimiento y de los pilotos para impulsarlos hacia las alturas.

Como secuencia para provo­car el desespero colectivo, salas de es­pera congestionadas de pasajeros, pa­peles de negocios paralizados en las bo­degas, cargamentos de correspondencia embozados en talegas inmóviles… Era, en fin, la «operación tortuga» la soco­rrida maniobra para reventar los ner­vios del país. El gobierno decretaba la ilegalidad del paro. Pero la tortuga, que entre otras cosas debe ser sorda, no se daba por enterada, y la situación seguía inmodificable a pesar de la amenaza oficial.

Días más tarde, cuando por fin sur­gían puntos de acercamiento en las relaciones obrero-patronales, los aviones volvían a surcar los aires y todo regre­saba a la normalidad, después de pro­ducidos perjuicios incalculables para el país, que por lógica era el primer apa­leado dentro de tan insólito proceder.

Se pretendió, recientemente, sin du­da en razón de una costumbre que se había convertido en regla, y por más ilegal y absurda que ella fuera, poner a caminar la tortuga. Por los periódicos comenzó a filtrarse la noticia de ciertas lentitudes, de cierto desgano en este mundo imprescindible del tráfico aé­reo. Se esperaba el consabido anuncio de paro, aunque al propio tiempo se presentía que el sistema, a más de inoportuno, podía ser peligroso en los al­bores de la nueva administración. Esta vez hubo sensatez para no repetir la equívoca conducta y, cuando menos se esperaba, salió humo blanco con el anuncio de que empresa y trabajadores habían logrado un saludable entendimiento.

Se ha roto una tradición perniciosa. No es necesario conocer detalles de la negociación para suponer que de parte y parte debió existir el necesario clima de comprensión para limar asperezas y prevenciones, factores limitantes de la paz laboral.

El arreglo conseguido en Avianca es buen presagio para la armonía del salario. El país, es cierto, no ha vivido épocas conflictivas en los años recien­tes que signifiquen un desquiciamiento laboral, pero episodios aislados como, el de Avianca y el de otras empresas que se han caracterizado por la intem­perancia y la necedad, han dejado in­gratas recordaciones.

Se requiere un sindicato vigoroso, pero bien encaminado. No siempre se entiende que esta fuerza reguladora de las relaciones humanas debe desarrollarse para asegurar por medios pacífi­cos el deseable ambiente de convi­vencia y protección que necesita el in­dividuo para su sosiego. Los desbordes y las pasiones nada bueno aportan. Cuando es patronal la intransigencia, el sindicalismo moderador, sin dejar por eso de emplear una agresividad produc­tiva y razonable, pero no ciega ni ex­tremista, conseguirá más fáci­les resultados que con las armas en ris­tre.

El lenguaje procaz, la reyerta, la aso­nada son armas que se voltean contra el trabajador. La indolencia en el em­presario atenta contra la estabilidad so­cial. Nunca, como ahora, en este mun­do movido por la vehemencia y la insatisfaccióh, puede ser más provechoso el diálogo. Se requiere, de ambas par­tes, el ánimo desprevenido, justo y realista, para conciliar las mutuas conveniencias.

Excelente síntoma éste de ver caras alegres en el arreglo de Avianca. Se ha descontinuado aquella práctica morbosa y dañina. Patronos y emplea­dos se sentaron a la mesa del triun­fo, Ojalá el ejemplo se convierta en es­tímulo para otros casos.

Y la tortuga ha preferido volar en jet.

La Patria, Manizales, 15-IX-1974.

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Si Hipócrates viviera…

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En los tiempos primitivos la gente se moría con mayor facilidad que ahora, pues no existían los recursos de defensa que hoy ofrece la medicina. No sabemos cuáles eran las enfer­medades más comunes de aquella época, aunque se supone que la humanidad se ha visto siempre atacada por virus semejantes a los que invaden hoy nuestras precarias células vitales, con la diferen­cia de que en aquellos tiempos se trata­ba de enemigos invisibles, mientras que ahora son fácilmente identificados por el microscopio y vencidos por la ciencia.

El hombre permaneció desamparado durante siglos. El dolor, si bien es una de las desgracias del ser humano, debió ser intenso cuando no se disponía de me­dios para aliviarlo. Quedan aún microbios inexpugnables que se resisten a las más esforza­das terapéuticas. En la an­tigüedad los enfermos eran tratados en forma ruda, ante la ausencia de recursos para entender y curar los males. Se vivía bajo el imperio de la superstición y la hechicería, con cierto influjo de intuición y de poderes mentales y con desconocimiento del organismo humano.

Un día nació en Grecia, 460 años antes de Jesucristo, el hombre que ocuparía la galería de la historia coma el «padre de la medicina». La magia, la hechicería, la intuición iban a ser destronadas, porque se estaba abriendo campo la medicina como ciencia. Hipócrates consagró su vida a la investigación y descubrió que no existe enfermedad inorgánica, sino que toda perturbación es lógica y ex­plicable, y no sagrada o mis­teriosa como se suponía.

Gracias a su celo nació la sensibilidad por el dolor ajeno. Es él, por excelencia, el supremo sacerdote de la medicina. El juramento que tomaba a sus alumnos es la mejor expresión del espíritu místico que le imprimió a la medicina, dignificada desde entonces como la más noble de las profesiones, si bien con el correr de los tiempos, y sobre todo en épocas recientes que tocan con la distorsión de los principios éticos, ha perdido enjundia aquel compromiso.

Era el médico un apóstol que sacrificaba comodidades y halagos para aliviar los infor­tunios de la humanidad. Se recuerda con nostalgia, porque su existencia está desdi­bujada en nuestra época, al médico de familia, el insomne vigilante del hogar que pasaba largas vigilias a la cabecera del paciente en abierto reto contra el mal.

Jorge Isaacs nos legó una página sublime sobre la enfer­medad de María, donde nos hace vivir los dramáticos momentos que rodearon la búsqueda de un médico en la inmensa llanura sacudida por el rugido del huracán y el gemi­do del viento. El emisario recorre veloz, desespera­do, los campos y los bosques, apura el trote del ca­ballo cuando este parece atas­carse al vadear los ríos o al penetrar por enmarañadas trochas. A las dos de la madrugada se respira al fin, como si se hubiera salvado, con el solo hallazgo del médico, la agonía de la enferma, a cuyo lado vuela el galeno en medio de la ad­versidad de la noche in­clemente.

Lo que esta página tiene de poético, lo tiene también de retrato de la época. Allí, en medio de aquella noche convulsionada por el relám­pago y el huracán, era el propio Hipócrates el que apuraba la cabalgadura para llegar a tiempo. Isaacs no hubiera teni­do igual motivación para pintar ahora la misma escena.

La figura del médico, salvo honrosas, hipocráticas excep­ciones, ha perdido ese toque de magnificencia. Está a la vista el paro médico decretado en el Seguro Social. El millón dos­cientos mil colombianos afilia­dos a la entidad ha quedado  desamparado. Y es­tamos en el mejor momento del avance científico.

Los médicos lanzan unas proclamas, presionan unos honorarios y luego se van a la calle abandonando la suerte de la población angustiada, sin interesarles el juicio de la sociedad atónita y conmovida. Reclaman mejores condiciones salariales, aspiración que no tiene por qué discutirse si es justa, pero que coaccionan, como un sindicato cualquiera, con estrategias ordinarias.

Lo reprobable de tan insólito y repetido paro médico es el procedimiento, pues por lo demás resulta razonable que en una sociedad de consumo se busquen medios decorosos de vida. Se calcula que si Jesucristo resucitara lo volverían a crucificar.

Si Hipócrates viviera en el siglo XX tendría que rasgar su juramento, por imposible, y no conseguiría siquiera una cita en el pomposo Instituto Colombiano de Seguros Sociales.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1974.

 

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Guerra a los pensionados

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La sana intención de combatir los abusos pensionales, anunciada en la campaña del presidente Uribe, se ha desviado de ruta. Este programa buscaba, en primer término, acabar con los regímenes especiales que permitían pensiones exageradas, como las del Congreso, Colpuertos, Ecopetrol y las altas cortes, y que eximían a sectores privilegiados del cumplimiento de las normas fijadas para la mayoría de trabajadores, como la del tiempo de servicio y la edad; y en segundo término, limitar la prestación a un máximo de veinte salarios mínimos. Ninguno de los dos objetivos se ha cumplido a cabalidad, aunque se han dado pasos importantes para conseguir mayor equilibrio en el futuro.

Queriendo atajar tales desvíos, los funcionarios fiscalistas, con el ministro de Hacienda a la cabeza, descubrieron un campo fácil para explorar nuevos impuestos. Primero pusieron sobre la mesa la llamada olla pensional, donde se muestra el inmenso hueco causado en el Seguro Social por la  disminución de las reservas, que están a punto de agotarse (nunca se ha dicho en qué tiempo exacto: se ha hablado de seis años, luego de cinco, después de cuatro, y ahora se dice que la olla está casi vacía).

Y expusieron los funcionarios alcabaleros, como deducción lógica de la situación alarmante por ellos mismos planteada, la urgencia inaplazable (una urgencia más) de impedir el naufragio mediante la adopción de medidas drásticas que por supuesto deben asumir los propios pensionados, para que no cesen los pagos. Abusos y tolerancias de todo orden han ocasionado esta crisis progresiva que se viene agrandando desde hace mucho tiempo, sin que ningún gobierno haya tomado medidas radicales.

En este desastre, es el  mismo Gobierno -el actual y los sucedidos a partir de 1967- el responsable del caos producido en las cuentas pensionales. Óigase bien: desde que el Seguro Social se fundó, el Estado no ha cubierto una sola de las cuotas que le corresponden dentro del sistema tripartito establecido:  patrono, trabajador y Estado. Y han pasado 37 años. ¿Cuánto valen esas contribuciones? Una suma astronómica, claro está. Ojalá se revele con precisión ese guarismo. Y lo más importante: ojalá se pague. Carlos Lemos Simmonds hablaba del Estado ladrón: aquí lo tenemos de cuerpo entero.

Sin embargo, al pobre pensionado se le quieren cobrar los platos rotos. Aparte de que sus ingresos entran en mengua desde el momento en que queda cobijado por el sistema, hoy se busca disminuir aún más dicha prestación. Cuando la persona trabajaba en una empresa, sólo atendía la tercera parte del 12 por ciento para salud, y al entrar al régimen pensional le toca asumir la totalidad. Con esta ironía: como la atención médica que ofrece el Seguro es ineficiente, y en muchos casos inexistente, hay pensionados que contratan, con la ayuda de su familia, pólizas particulares para procurarse la asistencia médica que no obtienen con sus propios aportes. De esta manera, el 12 por ciento se vuelve plata perdida para el contribuyente, e ingreso cierto para el Seguro.

Hace poco se fijó una cuota del uno por ciento para las pensiones superiores a diez salarios mínimos, y además trató de implantarse una tasa impositiva para la mayoría de niveles, a partir del próximo año. Y se ha pretendido eliminar la mesada 14 y recortar a la mitad la pensión del cónyuge sobreviviente. Así de fácil se atenta contra una población indefensa.

Como a los pensionados no hay quien los escuche, en el momento menos pensado se idean fórmulas alegres para cercenar sus derechos. Con pequeñas cuotas salidas de una masa grande de contribuyentes -se piensa con ligereza-, el Estado podría remediar muchas necesidades. Es lo que se intenta hacer por medio del referendo, al proponerse la congelación por dos años de las pensiones del sector público.

Esta arremetida del despojo no cabe, no puede caber, en los esquemas del Gobierno preocupado por la justicia social. Hoy, como no se había visto con tanta desmesura en anteriores administraciones, se ha agudizado la guerra despiadada contra los pensionados, quienes se convirtieron en el trompo de poner para tapar los huecos financieros. Es hora de que el presidente Uribe le ponga freno a esta carrera de excesos.

El Espectador, Bogotá, 25 de septiembre de 2003.
Avancemos, Asociación de Pensionados del Banco Popular, febrero/2004.  

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