Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Si cuanto soy ya no ha de ser mañana,
qué me importa el recuerdo y qué el olvido.
Así remata Carmelina Soto el soneto Autorretrato con el que inicia la producción de veinte años (1953-1973) recogida en el tercero de sus libros, Tiempo inmóvil, que la coronó de gloria. Hoy, con su muerte, las letras del Quinta se estremecen. Con ella se va una de las más grandes poetisas de Colombia, que elaboró en silencio una de las obras de mayor acento lírico –por su emoción, originalidad y hondo sentido humano– que se hayan escrito en los últimos tiempos. Lino Gil Jaramillo anotó en este mismo periódico, el 17 de marzo de 1975: «Voz lírica de auténtica entonación, sin tintineos de cuentecitas de vidrio».
Es posible que en la propia ciudad de Armenia, de donde Carmelina es oriunda, no aprecien la ascendencia poética de esta extraña mujer a quien se veía deambular por sus calles como un viento trasnochado, envuelta en soledad e inmersa en su mundo lleno de distancias. Ella define así su habitual porte introvertido: “No llamo la atención con mi figura y paso de las gentes muy lejana, al desgaire el cabello y el vestido”.
No era mujer de fácil trato para el común de la gente, y sólo quienes en horas íntimas tenían acceso a su personalidad rebelde y desdeñosa lograban entenderla y gozar con su amistad franca y su ademán descreído.
En parque de Armenia permanece esculpido el bello poema que le deja a su ciudad nativa. Es posible que el ajeno transeúnte no repare en la evocación emotiva de esta dama errátil que no aprendió la lisonja ligera sino el canto profundo: “Ciudad de mi regazo y de mi almohada, de mi techo y mi brizna de dulzura, al andar por tus calles con premura, mi infancia en ella se quedó enredada”.
Su obra, que no es extensa en palabras, es intensa en lirismo: Campanas del alba, Octubre y Tiempo inmóvil. Era reacia a la edición y pulía cada verso con la paciencia del orfebre. Duraba meses fabricando un soneto, y es posible que antes de considerarlo terminado lo hubiera vuelto a elaborar muchas veces. Cuando en octubre de 1979 (aniversario de Armenia) la agasajamos con ocasión de la Medalla al Mérito Literario que le otorgó la Gobernación del Quindío, me obsequió, al calor de unas copas de whisky, dos poemas candentes: Llama y Brasa. (En realidad, no me los obsequió, sino que yo los extraje del libro donde los guardaba, luego de habérmelos leído).
Los denomino candentes no tanto por sus títulos de fuego, sino porque, siempre que los leo, siento que la piel se me incendia. Creo que continúan inéditos, y sospecho que en medio del rigorismo de la autora hayan sido transformados. O lo que es peor, lanzados al fuego que les dio vida.
Es preciso decir, para afirmar el concepto anterior, que Carmelina Soto era llamarada y vida. Las pasiones las volvió canción. Entre las ráfagas de soledad que azotaron su existencia, siempre permaneció prendida la llama del amor. Más que amor vivo era un amor poético y filosófico. El sentido de la vida lo interpretó a través de diversos símbolos: los espejos, los vasos, el vino, las llamas, la rosa…
Despreciaba la vida, pero la quería. Para ella lo fundamental, sin importar que fuera inútil, era vivir: “No he muerto. ¡Vivo! Vivir es maravilloso. ¡Puede ser hasta inútil pero es bello! Es ocupar un sitio bajo el sol… Un sitio… Y esto del sitio bajo el sol, no es poco”.
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Como maestra de la paradoja, a lo Óscar Wilde, su poesía se mueve entre la explosión y el arrebato, entre la contradicción y la claridad, entre la canción airada y el calor silencioso del amor.
La utopía escueta, la reflexión profunda, la soledad irremediable, el concepto amargo, la triste alegría de vivir… son tópicos que se encuentran tanto en su vida insular como en su obra de prodigio. Tal vez en su propia patria chica muchos no se den cuenta de que la dama distante, a quien se acostumbraron a ver con boina y bufanda al cuello, ya apagó, con su voz cansada, la inmortalidad del poema.
El Espectador, Bogotá, 9-IV-1994.