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Historia de un robo bancario

viernes, 12 de diciembre de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Agosto de 1966. Hacía pocos días había llegado a Pasto desde la capital del país con el fin de reemplazar durante sus vacaciones al gerente del Banco Popular. Era la primera vez que estaba en la bella y apacible capital de Nariño, ciudad rodeada de montañas, páramos y paisajes encantadores, y cuyas carreteras hacia los otros municipios eran en verdad escabrosas.

Ciudad silenciosa, de gente amable y acogedora. La vida cotidiana no registraba grandes sucesos y solo de tarde en tarde ocurría algún hecho especial que en poco tiempo se esfumaba. Pasto es hoy, medio siglo después, centro populoso que ya pasó la línea de los 400 mil habitantes.

Varias veces he querido escribir esta historia: la historia del primer robo bancario ocurrido en la ciudad donde no pasaba nada. Hoy me propongo reconstruir el episodio con la precisión que me concede la circunstancia de haber estado en el  remolino de la noticia y haber sido testigo único de algunos pormenores que no trascendieron aquella vez al público.

Se trataba de una remesa de medio millón de pesos que iba a ser trasladada de Pasto a Tumaco. Para tener una idea de cuánto representaría hoy dicha cantidad, baste saber que con ella el banco de Tumaco se proveía de fondos para su flujo de caja en un mes. Su gerente era Hugo Arturo Buchelli, oriundo de Pasto, con quien había hecho amistad en Bogotá años atrás.

Él se desplazaba todos los meses a Cali o Pasto a efectuar el traslado de fondos para su oficina. Al saber que yo estaba en esta última ciudad, prefirió viajar allí, donde tendríamos la oportunidad de volver a vernos y reanudar nuestro diálogo. De Tumaco se vino por tierra en su propio carro, manejado por un chofer amigo suyo, en azarosa travesía de nueve o diez horas por aquella carretera de espanto, que él conocía muy bien. Y me llegó a la oficina provisto de la maleta donde siempre acarreaba el dinero. Todo el mundo conocía esa maleta y nadie ignoraba la diligencia que se iba a realizar.

 La atracción de la esposa

A Tumaco pensaba regresar en su mismo vehículo dos días después. La avioneta de Avianca solo volaría allí el lunes siguiente, y él tenía afán de estar el domingo con su esposa. La noticia me preocupó. Pero Hugo Arturo me tranquilizó con el dato de que Nariño era territorio muy tranquilo donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria. Nadie se atrevía a intentarlo en territorio tan abrupto, que tenía mínimas posibilidades de escape.

De hecho, él había viajado muchas veces en tales condiciones. Me contó que la misma práctica la seguían las otras entidades financieras. “No olvides que el dinero está protegido por la compañía de seguros”, me dijo. Claro que sí. ¿Y quién protegía la vida del gerente? En fin, él era el responsable de su misión.

Según todos los indicios, Teresa Ospina, su esposa, estaba encinta: así lo indicaba la prueba del sapo, o prueba de embarazo, tan de moda en los años 60 por donde corre esta historia. Mi amigo no cabía en sí de la felicidad: iba a ser padre después de 20 meses de casado.

En nuestra despedida, la noche del viernes, festejamos con gran regocijo el presagio venturoso. Y nos citamos para el día siguiente, a fin de sacar la maleta de la bóveda del banco, donde estaba lista con el medio millón de pesos. Y además, zunchada en la parte interior por un empleado de mi oficina. Creo que esta operación solo se hacía en Pasto. En mi larga trayectoria en la entidad (donde trabajé por espacio de 36 años), nunca supe de un caso similar.

 Los asaltantes, en acecho

Como el carro en que mi colega se desplazó desde Tumaco había sufrido un choque inexplicable antes de llegar a Pasto y no estaba disponible para el regreso, el gerente llamaría al azar a un taxi. Mientras tanto, una banda de asaltantes vigilaba nuestros pasos. Todo parece indicar que los delincuentes le seguían la pista a la remesa que iba a salir de un banco diferente al nuestro, pero la presencia del gerente de Tumaco con su reconocida maleta hizo poner los ojos sobre nosotros. Estábamos fichados.

Sacado el dinero de la bóveda, me trasladé hasta el hotel en el mismo taxi que llevaba la remesa. Hugo Arturo me insistía en que me fuera con él a Tumaco y regresara en la avioneta del lunes. Desde luego, me halagaba la invitación. Descendí del vehículo para ir a sacar la maleta de mi pieza, pero luego desistí. Muy poco me faltó para dar el paso a la muerte. Algo me detuvo al borde del abismo. Conclusión: no me había llegado la hora.

El taxi del banco partió a las tres de la tarde, y yo lo despedí en la puerta del hotel Pacífico. No tomó la salida normal en razón de alguna corazonada de Hugo Arturo, sino una trocha por donde nadie transitaba. Los atracadores, al ver que el vehículo no aparecía en el lugar donde lo esperaban a la salida de Pasto, emprendieron su persecución en otro taxi que tenían listo. Había transcurrido más de media hora, quizás una hora, y no era fácil darle alcance al vehículo del banco. En la carretera quedó constancia de la alta velocidad que llevaba el taxi de los asaltantes.

 Asaltada la remesa

A las nueve de la mañana del domingo me llamó por teléfono el secretario de mi oficina a informarme que había sido asaltada la remesa y no aparecían ni el gerente ni el taxi. Menos, por supuesto, el dinero. El chofer había logrado escapar y fue quien dio el aviso a las autoridades. El secretario de la sucursal y el empleado experto en zunchar maletas estaban detenidos.

Y a mí no me encontraba la policía. Cosa extraña, si no había salido de mi pieza. Se me consideraba, por tanto, sospechoso del asalto. Al fin y al cabo, yo era un solemne desconocido en la ciudad. En minutos me presenté a las autoridades y despejé las dudas.

Reconstruidos los hechos, se supo que hacia las 11 de la noche, después de 8 horas de viaje, el carro del banco fue alcanzado por el otro taxi, en Puente Verde, cerca de la población de El Diviso. Allí se adelantó el taxi de los asaltantes y bloqueó la entrada al puente, con el argumento de que el motor se había apagado. Ambos conductores se dedicaron a localizar la falla del vehículo. Hugo Arturo, entre tanto, no se inmutó por el percance. No llegó a sospechar que algo extraño sucedía. Buscó el periódico, prendió la luz del techo y se dedicó a leer. Consigo llevaba el revólver de dotación del banco.

El jefe de los atracadores, que era sargento activo del Ejército y que ese mismo día había desertado junto con un cabo que integraba la misma banda, planeaba cómo reunir al chofer del taxi con el banquero para matarlos a los dos. El sargento administraba en horas nocturnas un club social de la ciudad y era amigo de Hugo Arturo. Otro de los delincuentes, propietario de un restaurante, también lo era.

Después de consumir varias cajas de fósforos sin encontrar el fingido daño del motor, el chofer del banco anunció que buscaría la lámpara de extensión que guardaba en la guantera. Era el momento que buscaba el sargento. Ya con la lámpara en la mano, y muy cerca al gerente, quien viajaba en el puesto delantero y no se había preocupado por descender del vehículo, el sargento disparó todos los tiros de su revólver contra Hugo Arturo, su amigo.

Los costales cinematográficos

Despavorido, el chofer salió disparado hacia el monte, mientras el sargento cargaba de nuevo el arma y la vaciaba contra él. En la oscuridad de las once de la noche, el chofer saltaba de aquí para allá como una liebre. El sargento supuso que lo había matado. Pero falló: ninguna bala lo tocó. Muerto de pánico, el taxista abordó un camión que pasó de casualidad una hora después. Ante la policía de La Espriella relató los hechos. La mano le había quedado petrificada por el terror y no lograba desprender de ella la lámpara de extensión.

En la mañana del domingo se conoció la noticia fatal: el taxi fue hallado oculto en la maleza, y al lado del río Mira estaba el cuerpo de Hugo Arturo, perforado por 5 balazos. Los maleantes se repartieron el botín en los costales que habían previsto e iniciaron la fuga. Mientras tanto, un plan conjunto del DAS, la Policía y el Ejército había cerrado todas las vías de escape.

Cuando el grupo de facinerosos atravesaba el río Mataje, en la frontera con Ecuador, fue interceptado por las autoridades. Y vino la balacera. Dos de los asaltantes fueron dados de baja y el sargento fue herido en una pierna. Los costales quedaron a la deriva en el río, por fortuna en la parte menos caudalosa, y de ellos salían los billetes como en una escena cinematográfica.

Más tarde fueron entregados, aún mojados, a un juzgado de Tumaco. Se habían recuperado 416 mil pesos. Los otros 84 mil nunca aparecieron. Es posible que fuera la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes por aquellos terrenos escabrosos.

Al sargento lo llevaron al hospital de Tumaco para someterlo a una cirugía urgente. La monja que lo atendía le hizo notar al médico que el hombre había extraído algo del bolsillo del pantalón y lo había guardado en la pijama. Era un fajo de banco: el saldo final de una operación demencial que no pudo tener éxito y dejó un cuadro apocalíptico, indigno de la noble tierra pastusa, donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria.

La circunstancia más dolorosa de esta fatalidad fue la relacionada con el embarazo de la esposa de Hugo Arturo: se trataba de una falsa alarma. La prueba del sapo había fallado y ella no estaba embarazada. Con la ilusión de la maternidad él se fue del mundo. Dichoso con la noticia, había anticipado el viaje que debía realizar el lunes por avioneta y encontró la muerte en una carretera desierta y espeluznante. Lindo epílogo de amor que sella esta historia trágica.

Cuatro meses después (diciembre de 1966) regresé a Bogotá y no volví a saber nada del proceso judicial. Cuando recuerdo este episodio dantesco, se me nubla la mente y se me crispa el alma. Duré varios días dominado por la pena y el desconcierto. Pero había que seguir adelante.

El Espectador, 5-XII-2014.
Eje 21, Manizales, 5-XII-2014.
El Velero, Coempopular, N° 27, marzo de 2015.

* * *

Comentarios:

Cuando usted describe a Pasto de aquellos años, de gentes sencillas y trabajadoras, un pueblo donde casi no pasaba nada, recordé el cuento En este pueblo no hay ladrones, de García Márquez. Álvaro Pérez Franco, París.

Excelente narrativa. Un suspense que no deja detenerse al lector. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Qué terrible y angustiante experiencia de la que se salvó de morir, y como usted expresa, a pesar de los muchos años transcurridos aún se le nubla la mente por esos dolorosos recuerdos. Yo también tuve una experiencia de la que milagrosamente sobreviví y la escribí hace algunos años. Se la envío: Vivo de milagro. Antonio Guihur Porto, Barraquilla.

Es bueno dejar constancia de que en ese entonces solo robaban los bandidos: hoy lo hace todo el mundo. Óscar Jiménez Leal, Bogotá.

Muy buena la remembranza sobre el viejo episodio que los mayores recordamos. Aun cuando ocurrió hace casi medio siglo, me parece un poco atrevida su presunción sobre la pérdida de los 84 mil pesos como «la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes», cuando usted mismo detalla cómo los costales con el dinero quedaron a la deriva por el río y de ellos salían los billetes. Felicitaciones por la columna y por su afortunada decisión, de última hora, de no acompañar al confiado colega a Tumaco. Gustavo Valencia García, Armenia.

Respuesta. – Los billetes que salieron de los costales no fueron muy numerosos, y de todas maneras se rescataron más abajo (el río en esa parte llevaba muy poca agua y los asaltantes lo atravesaban  a pie). También se pensó que los 84 mil pesos eran la cuota del chofer del taxi de los asaltantes. Pero esto no se pudo comprobar. GPE

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La muerte de un árbol

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pino frondoso situado en la zona verde de una transitada avenida de la capital, al frente de mi cuarto de estudio, se desplomó de súbito, en la soledad del comienzo del año, como gigante herido en mitad del corazón. Allí estuvo sembrado no sé cuánto tiempo. Los árboles, como las mujeres indescifrables, no se de­jan conocer los años. Por lo gene­ral alcanzan longevidades imposi­bles para el hombre, que envidian las mujeres por tratarse de años ocultos y, por lo tanto, fascinantes.

Los árboles se vuelven inmate­riales por poseer alma etérea. Miran hacia el cielo. Se nutren de aire y tierra y se solazan en las alturas. Siendo más fuertes que el ser humano, entierran a varias generaciones nuestras. Son espíri­tus alados de la naturaleza que nos acompañan con nobleza, nos vivifican y de pronto desaparecen. En ellos sólo solemos reparar cuando caen a tierra, con estrépi­to y dolor, como este pino vigoro­so que acaba de morir en plena lozanía por falta de cuidados opor­tunos.

Cuando comenzó a doblarse, dominado por su peso colosal, se iniciaba el lento proceso de su extinción, en medio de la urbe alborotada y frenética que carece de vocación ecológica. ¿Habrá alguna entidad distrital que entre tanto aparato burocrático se encargue, en forma efectiva, de cuidar los árboles?

Los parques y las zonas verdes sufren en Bogotá vergonzoso dete­rioro. Muchos de estos sitios es­tán convertidos en basureros pú­blicos y en antros del pillaje y la droga. Allí los árboles languide­cen entre desamparos y malos tratos, no se presta mantenimien­to a las vías peatonales, se des­cuida el alumbrado, se deja cre­cer la maleza y avanzar el desaseo. La ecología, por la que tanto se preocupan las naciones avanzadas del mundo, y que en nuestro medio ha tenido com gran abanderado al doctor Misael Pastrana Borrero, debe mirarse como una de las fuentes de la vida.

Nuestra capital, acosada por innúmeros problemas sociales, económicos y urbanísticos, suma a sus adversidades el veneno de la atmósfera contaminada por los gases letales. Los árboles son los pulmones con que respiran las ciudades. Fuera de ornamentales (y esta es razón de peso para cultivarlos, protegerlos y querer­los), nos transmiten vida y encan­to.

Nos dan cobijo y nos enseñan a ser rectos. Rectos como el roble. Pero nosotros los joroba­mos al no cortarles a tiempo la rama que a la postre, de tanto crecer, terminará abatiéndolos.

La ciudad, vacía de los afanes cotidianos en el comienzo del año, no frenó su tránsito endiablado cuando el pino gigante, que en días corrientes hubiera produci­do desastres, se inclinó con pesa­dez, con miedo a la caída –como rezando una oración– y luego invadió con todo su vigor y toda su corpulencia la arteria desierta. Crujió al quebrarse el alma con­tra el pavimento y allí quedó quieto durante varias horas, mu­do en su agonía. Después llega­ron unos empleados armados de hachas, cadenas y sierras eléctri­cas e iniciaron la operación tritura­dora.

Un árbol menos no se notará, pensarán los funcionarios arboricidas. Así se sacrifican en silencio, ante los ojos del escritor –desde hoy huérfano de su hercúleo compañero de la esquina– las defensas ecológicas de la ciudad monstruo. Toda la semana la calle estuvo oliendo a delicioso pino silvestre.

Por unos días cam­bió en mi pequeño territorio el olor de la gasolina por la fragan­cia del monte. Con las entrañas de los árboles también es posible fabricar, con este réquiem por la naturaleza muerta, fugaces ilu­siones.

El Espectador, Bogotá, 15-I-1993.

* * *

Misiva:

He leído su artículo de hoy sobre la muerte de un árbol. Comparto plenamente sentimientos y opiniones sobre los árboles y la importancia que para una ciudad  como Bogotá tienen, pues contribuyen a hacer más llevadera la vida de tan  contaminada urbe.

Conjuntamente con la Administración Distrital, la CAR ha venido adelantando un programa que hemos denominado BOGOTÁ REVERDECERÁ, cuya meta es plantar cien mil árboles, el cual está en pleno desarrollo. Igualmente, por iniciativa del Alcalde Mayor, está en proceso la constitución de una corporación privada para la protección de los cerros que tendrá, como una de las finalidades principales, la protección de los bosques y la revegetalización de las áreas depredadas. Vale la pena mencionar que el déficit hídrico de la región, el cual está en proceso de agravarse, tiene como una de sus principales causas la deforestación de los cerros y páramos que circundan la Sabana de Bogotá.

Al manifestarle nuestro pesar por la muerte de su querido árbol, le ofrecemos reemplazarlo, para lo cual le rogamos informarnos el sitio donde usted desea plantarlo. CAR – Eduardo Villate Bonilla, Director Ejecutivo, Bogotá, 15-I-1993.

Adiós a la banca

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando comencé a trabajar en la banca, hace 36 años, las operaciones se registraban a mano. Recuerdo que los cajeros anotaban uno por uno, con pausada caligrafía, los trámites que en sus casillas efectuaba la clientela. Esto sería inaudito en los tiempos actuales movidos por el tumulto y la tecnología. El país tenía entonces doce millones de habitantes; hoy pasa de treinta.

Era una banca elemental y eficiente. Como todo se ha­cía a mano, menos los billetes, la mente se mantenía adap­tada para el análisis y el razonamiento. Hoy las calcula­doras y las computadoras reducen la facultad de pensar. Con la regla simple del debe y el haber se cruzaban to­das las partidas; pero esto no era suficiente, porque los comprobantes debían llevar magnífica redac­ción e intachable presentación.

Para pertenecer a un banco lo primero que se exigía era honorabilidad. Si ésta fallaba, la persona podía sentirse descalificada para el resto de los bancos, so­lidarios en preservar las buenas costumbres. Los geren­tes eran modelos de decoro y dignidad. La sociedad los consideraba arcas de la fe pública.

Como en aquellos tiempos existía la carrera bancaria, los gerentes, que habían pasado por diversas expe­riencias y conocían todos los secretos del oficio, eran verdaderos profesionales de una rama de la economía de tan complejos mecanismos. Los institutos financieros sobresalían por su seriedad y prestigio y simbolizaban la solidez del país. El cheque era un esquema moral y quien lo firmaba no podía ser sino un caballero de alto respeto.

A la banca ingresé más por curiosidad y aventura que con ánimo de permanecer. Pero el calor humano me conquistó alrededor de un cordial grupo de compañeros. En esos momentos surgía un banco novedoso y revoluciona­rio, el Popular, que dirigido por un ejecutivo de ideas audaces, el doctor Luis Morales Gómez, estaba rompiendo los moldes estáticos de la banca ortodoxa. La pujante entidad, nacida en 1950 con el rótulo de banco prenda­rio del municipio de Bogotá, llegaría en corto tiempo a atraer el interés creciente de esta nación que encontraba un abanderado de las causas sociales. El pueblo no tenía acceso a la banca, y el Banco Popular se lo permitió.

Me gustó la filosofía de «Banco de los pobres», como se le bautizó, y que continuó siéndolo por mucho tiem­po, y por eso me quedé. El interés corriente de la ban­ca era entonces del 12% anual –o sea, tres veces inferior al que hoy rige–, y el nuevo organismo dispuso tasas to­davía más bajas para las líneas de crédito popular. Todo esto determinó el inicio de una extensa carrera entre encajes y rigores financieros. La austeridad de las cifras, inclu­yendo las personales, se conciliaba con el regocijo de una tarea dignificante que producía satisfacciones.

Era oficio que daba distinción y facilitaba el ascenso sin más títulos que los del esfuerzo y la idonei­dad. La banca era la mejor universidad del trabajo. La persona se sentía retada por la lucha y estimulada por el progreso.

El Banco Popular, que se había inventado les sistemas mas osados para democratizar el crédito en Colombia, tuvo que afrontar más tarde aguda crisis que lo llevó a la bancarrota. Más que por el hundimiento de las cifras, el organismo se cayó por la quiebra moral. Lo rescató el doctor Eduardo Nieto Calderón, asesorado por un brillante equipo de colaboradores. Quienes padeci­mos el descalabro, sabemos hoy lo que duele el sacrificio. Y años después saboreamos la alegría del triunfo.

*

Ha llegado la época del retiro. La misión está cum­plida. Estos 36 años de esfuerzos y realizaciones dejan muchas y provechosas experiencias. La más importante de ellas es el conocimiento del hombre, tanto el de adentro como el de afuera. Y es que por un banco desfila la hu­manidad entera. Quien no se maquinice ni se convierta en un billete de banco está salvado.

Se cierra esta intensa .jornada de trabajo con la hon­da satisfacción de haber sido útil a la sociedad y con el recuerdo de memorables episodios y entrañables amigos. Y se abre otro ciclo de esperanza en el futuro. Termina el banquero y sigue el escritor, que por fortuna no se dejó deshumanizar entre la frialdad y la seducción de las cifras. Esto es garantía de supervivencia.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-1990.
Revista Manizales, noviembre de 1990.

* * *

Comentarios:

Admiro su capacidad de aguante pues una de las cosas que más me conmueven el espíritu es el saber que los banqueros existen. Ahora, ya libre, podrá entonces hacer muchas otras cosas. Le envío un abrazo y le deseo muchos éxitos. Jorge Valencia, Bogotá.

He leído más de una vez su artículo Adiós a la banca, en el cual hace un interesante recuento de su devenir en el Banco Popular, con la revolucionaria filosofía, en aquella época, de ser el banco de los pobres. Como me apa­siona este tema, confío plenamente que a través de al­guna casa editorial pueda usted dar a conocer ante la opinión pública todo ese cúmulo de experien­cias vividas. Mauricio Díaz Chavarro, Bogotá.

Durante más de siete lustros le dio usted brillo a la institución con sus impecables calidades de hombre de bien. En Armenia y el Quindío dejó usted huellas imborrables por sus altas calidades de banquero y de ciudada­no ejemplar. Los quindianos todos lo calificamos, con orgu­llo, como hijo adoptivo de la comarca. La banca pierde uno de sus mejores colaboradores pero las letras colombianas se sienten complacidas con su total entrega. Braulio Botero Londoño, Cali.

No sé si felicitarlo por la jubilación o no. A veces los jubilados nos sentimos tristes al pensar en los días y lugares donde trabajamos largos años. Sin embargo, el caso suyo es diferente ya que su amor a las letras lo man­tendrá siempre ocupado y la literatura colombiana ganará mucho con el producto de su pluma. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico.  

El optimismo de amigos como tú es de mucha conveniencia para este país. Tus escritos convendrán a esta patria tan sufrida y violenta. Dios te iluminará para proyectar ideas de optimismo a nuestro sufrido pueblo colombiano. Jesús Antonio Niñ0 Díaz, representante a la Cámara

 

 

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La conocí entre sueños

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No sé cómo los demás han tenido la primera visión de su madre. Es difícil definir el momento en que la nueva criatura, ese ser medio irreal que apenas se mueve por instintos, toma el contacto inicial con la vida. Y encontrarse con la existencia ha de ser, como en mi caso, el vago sonido de caricias y susurros que hace grata la atmós­fera pero no nos permite ser todavía conscientes. Acaso ese efluvio de besos y halagos, tan amorosamente dispensado y tan extrañamente recibido, se queda para siempre arrull­ando el alma de quien más tarde, hecho realidad y dolor, deseará muchas veces regresar a ser niño.

Cuando abrí los ojos del entendi­miento al primer soplo fresco de la naturaleza, percibí, como nadando entre gasas de finísima blancura, la figura magnética de un ángel dis­pensador de bondades. Ángel que no puede andar sino en los espacios etéreos. Tal vez mi madre me dijera en esos instantes: ¡Duérmete, mi niño; duérmete, mi Dios….! Las madres del mundo entero consideran a su hijo la viva personalización de Dios. Y no están equivocadas.

En ese ser minúsculo, que primero fue amor para luego volverse milagro, está plasmado el mayor prodigio divino. No hay, y nunca habrá, fe­nómeno más asombroso que el de crearse vida en el cuerpo elemental de la mujer. Si no existiera esa fórmula inescrutable, el mundo ha­bría desaparecido.

La madre, no importan sus con­diciones sociales o económicas, es el credo supremo que tiene el individuo. Creyendo en la madre se cree en Dios. Podrá ser pobre y humilde, pero superior a ella, incluso en las altas dignidades, las solemnes eru­diciones o las falaces opulencias, nada se conoce. Marco Fidel Suárez se enorgullecía, siendo presidente de Colombia, en proclamarse hijo de una lavandera. Negar a la madre es ne­garse a sí mismo. Enaltecerla, es defender la existencia y afirmar el carácter.

Siempre en la cuna recibimos un estigma. Ese niño que entre balbu­ceos y lloros apenas se nota dentro de su mundo frágil, ya ha quedado marcado para el resto de sus días. Será imposible que rompa, de ahí en adelante, y por más poderoso que llegare a ser, los lazos de su estirpe. Hay quienes en las cumbres de la fama o de las prósperas posiciones se avergüenzan, por soberbios, de su linaje.

El peor lastre camina con ellos y no es raro hallar en esos desertores de la sangre los ejemplos más evidentes del infortunio y el desarraigo.

Lo mismo que la conocí entre sueños, su figura ha seguido presente en este gran sueño que es la vida. Ella inyectó en mis venas jugos de rosales y raíces de montañas. Me puso calor en la sangre y horizontes en los ojos. Un lucero me colocó en el alma, y con él aprendí a soñar y a ser escritor. No me dio ni riquezas, ni oropeles, ni espejismos; y me enseñó, en cambio, a buscar el verdadero sentido de los dones materiales y a descubrir la sinceridad de la gente. Me hizo dis­tinguir el dinero sano del dinero que envilece y así conquisté la elegancia del decoro. De esta manera inculcó entre sus seis hijos los caminos de la virtud.

Hoy contemplo a mi madre —todos la contemplamos— en sus ochenta años ejemplares, de nieves y re­cuerdos, como una sombra benigna, como un talismán protector. Y es maravilloso verla bella y sutil, gar­bosa y señorial, como en sus mejores tiempos de la gracia femenina. Son ochenta años de plenas experiencias y forjados por luchas y satisfaccio­nes, que han levantado un templo a la dignidad de vivir.

Sus ojos se han reducido, de tanto mirar la vida, pero para ser más serenos y bondadosos. Sus arrugas y sus canas son, por lo bien vividas, los surcos y las perlas de rocío que nutren un atardecer esplendoroso. Es ella, la dama de mi ensueño, como el río de ternura que avanza sereno para permitirnos ver la claridad.

El Espectador, Bogotá, 25-X-1986.

 

Adiós al Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vine por dos meses. Y me quedé catorce años. Corría el año de 1969 cuando el Banco Popular, mi casa del trabajo, me confió la oficina de Ar­menia mientras se escogía la persona en propiedad. De entrada me reen­contré con mi gran amigo Jorge Arango Mejía, hoy embajador en Checoslovaquia, que acababa de ser nombrado gobernador del departa­mento. El Quindío tenía apenas tres años de independencia administra­tiva y ese mismo hecho lo presentaba como una región juvenil y promete­dora. Armenia era la colegiala pri­morosa y dinámica que ya se perfi­laba como una sorpresa nacional. Todo se veía crecer, todo se veía relucir.

Entré por la puerta grande, y no sólo por el encuentro armonioso con sus autoridades y su gente, sino sobre todo por la identidad con una idio­sincrasia descomplicada y con una sociedad hospitalaria y laboriosa. El quindiano, hombre de campo, o sea, de trabajo y paisaje, lleva en el alma un poema. El contacto con la tierra, esa tierra de sudores y esperanzas y también de frustraciones, le imprime un temperamento franco y una hila­ridad tonificante. Víctima quizás de la tradición ancestral que heredó del antioqueño, y que defiende con cora­je, no cambia su parcela de caturra por el motor de la factoría, así le duela, entre cosecha y cosecha, el rigor de las duras esperas.

Con la disculpa, muy conocida aquí sobre todo por los gerentes de banco, de que «la cosechita fue regular pero la próxima será muy buena», vive trasladando al futuro la convicción de su agricultura irrenunciable. Para ser habitante del Quindío hay que entender primero esta conducta. De mí sé decir que al día siguiente de mi llegada era ya quindiano integral. Lo mismo mi esposa y los hijos, el complemento indispensable para de­finir un estilo social. El varón de mis hijos lo es también de nacimiento, o sea que las raíces quedan profundas.

Estos nexos son los que hacen difícil la partida. El tiempo, como si no corriera, descubre hoy la fantástica realidad de quince años de gratísi­mas experiencias. El ejecutivo bancario, que además era escritor inédi­to, surgió a la vida regional con el doble componente del hacedor de cifras y el hacedor de ideas. Las cifras crecían a medida que las ideas se difundían. Y como me convertí en pregonero de la región desde la prensa grande, a la gente le gustó contar con el banquero pensante. Humanizar la empresa, he ahí el gran reto. Y dignificarla, el gran com­promiso.

Adel López Gómez, cantor de la tierra quindiana, así define la verdad de este banquero-escritor boyacense: «La suya ha sido una dedicación plena y generosa del corazón y de la mente al servicio de los grandes y menudos intereses regionales». Acepto, sin ánimo presuntuoso, tan generosa manifestación que repre­senta un estímulo para el complejo y a veces incomprendido ejercicio del banquero doblado de escritor que lucha entre asperezas por la noble causa de la inteligencia y el decoro. Una de las batallas más solitarias es la del escritor.

En el Quindío vieron la luz mis cinco libros publicados. Y me llevo otro inédito, en busca de editor. La cosecha es generosa y sin duda sor­prendente. El Humor a la quindia­na, título con que El Espectador bautizó mi vena jovial, y que hoy se suspende, fue un homenaje sincero, del periódico y del autor, a esta región efusiva en la amistad y positiva en su diario discurrir.

Inaplazables necesidades de fami­lia nos regresan a la capital del país. Nos despedimos con emoción de la ciudad y su gente. Aquí quedan ami­gos entrañables con quienes nunca cancelaremos la gratitud ni dejare­mos enfriar el afecto.

Y vienen muy al caso las siguientes palabras de uno de mis iniciales artículos de prensa: «Si algún día me toca desandar el camino, en el ascenso a La Línea me detendré de trecho en trecho para no irme del todo…».

El Espectador, Bogotá, 27-VIII-1983.