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Esmeralda Arboleda: feminista de entraña

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en días pasados comenzaba la circulación de Nómadas, la excelente revista de la Universidad Central dirigida por María Cristina Laverde, fallecía en Bogotá Esmeralda Arboleda. En dicho número aparece una semblanza suya elaborada por María Cristina, quien la víspera del fallecimiento le había llevado a su lecho de enferma la edición que le rendía honores como una de las mujeres más importantes en la política colombiana de este siglo. Por fortuna, dichos honores no fueron póstumos, ya que el personaje alcanzó a leer el escrito y se mostró emocionada.

Se había marginado de la actividad pública desde diez años atrás, cuando en el gobierno de Virgilio Barco desempeñó el cargo secundario de directora en Cundinamarca del Instituto de Bienestar Familiar, luego de haber sido en sus días de lucha y de gloria miembro de la dirección del Partido Liberal, senadora, ministra de Comunicaciones y embajadora en Austria, Yugoslavia y las Naciones Unidas.

Esta feminista de entraña, como ella mismo se definió, murió ignorada por el país. Ya muy pocos se acordaban de ella. Por eso, resulta tan elocuente el homenaje tributado por Nómadas, que la salvó del olvido y le hizo grata, en medio de penosa enfermedad, su despedida de Colombia. Las mismas mujeres de los tiempos actuales, para quienes ella conquistó en 1954 la igualdad de derechos políticos que antes se les desconocían, ni siquiera la mencionaban.

Esmeralda Arboleda nació en Palmira en 1921 y estudió derecho en el Valle del Cauca, siendo la primera abogada que allí se graduó. Esta disciplina despertó su vocación feminista en este país que no le reconocía a la mujer el derecho al sufragio. Con su ingreso a la vida política, libró, en asocio de Josefina Valencia de Hubach, intensas batallas en la Asamblea Nacional Constituyente por la rehabilitación femenina en los fueros que le se negaban. En resonante sesión que tuvo lugar el 25 de agosto de 1954 se aprobó la ley que otorgó el sufragio para las mujeres. Por aquellos días, la discriminación de los sexos era contundente.

Las banderas que enarbolaba Esmeralda Arboleda, y que se hacían vibrantes con su talento de gran oradora y la vehemencia de su carácter, se volvieron peligrosas para el gobierno del general Rojas Pinilla, lo que  determinó, en noviembre de 1955, su destitución como miembro de la ANAC. Vino la protesta de sus seguidores. Al mismo tiempo se desató atroz persecución en contra de ella y de su pequeño y único hijo.

Trasladada de emergencia a Cali, donde residía su señora madre, se le hizo víctima de un intento de secuestro, que ella misma logró frustrar. El jefe  de su partido, Alberto Lleras Camargo, le aconsejó que se ausentara del país ya que estaba en peligro su vida. En enero de 1957 viajó a Estados Unidos y allí permaneció hasta octubre del mismo año, ya caída la dictadura. En el año 58 fue la primera mujer en llegar al Senado de la República. Tuvo, además, el privilegio de ser nombrada ministra de Comunicaciones en la administración de Lleras Camargo, siendo la segunda mujer que ostentaba dicha dignidad.

Tal la historia de esta mujer valiente, estudiosa y líder que se incrustó en la historia del país para crear hechos sociales, y que se convirtió en libertadora de la mujer colombiana. Por sus destacadas actuaciones en la vida pública bien merece que se le recuerde con cariño y gratitud.

El Espectador, Bogotá, 25-IV-1997.

 

 

Golpe contra los partidos

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Varias lecciones dolorosas, que los versados en polí­tica y sociología se encargarán de dilucidar en sus diversos alcances, dejan los pa­sados comicios en todo el terri­torio nacional. La mayor de ellas, y la más elocuente, es sin duda el rechazo que en gran escala se hace de los partidos tradicionales. El pueblo, hastia­do de las prácticas clientelistas, la corrupción y la falta de verdaderos programas sociales, ha demostrado con su apatía electoral que no está contento con sus viejos dirigentes.

En Bogotá, que siempre se ha considerado un fuerte liberal, ese partido sufre la mayor derro­ta. Nunca se había visto reac­ción tan categórica: en primer lugar, gana la Alcaldía, por margen apabullante, el profesor Mockus, elemento cívico, fi­lósofo y matemático que nunca ha militado en política; en se­gundo, lo hace sin maquinaria, sin discursos y sin dinero, con­tra un contendor respetable, res­paldado por el partido mayoritario con gran despliegue publici­tario; y en tercero, se presenta alto índice de abstención –que es, sin embargo, el vigente desde años atrás–, todo lo cual señala la pereza política que domina la vida de nuestra pos­trada capital, víctima de enor­mes frustraciones.

El fenómeno Mockus contie­ne verdades incuestionables que ojalá los partidos tengan el valor y la lucidez para entenderlas y manejarlas. No es una realidad que surge de repente, sino el resultado de largas resignacio­nes. La capital del país, el caos más endiablado que sea posible concebir, reclama soluciones auténticas que le permitan derro­tar su cadena de fracasos. Cuan­do la vida bogotana no resiste más degradaciones, ni sus habi­tantes se muestran dispuestos a continuar sumidos en el desgreño ambiental y la inoperancia administrativa, es cuando surgen fórmulas deses­peradas como la que significa Antanas Mockus.

Lo mismo ocurre en la mayor parte del país. El pueblo dejó de tener fe en sus caudillos tradi­cionales, y sobre todo en los eternos caciques corruptores de la moral pública, y ha iniciado un proceso de limpieza política que se manifiesta en la presencia de grupos independientes y de alianzas cívicas, que fueron los protagonistas de estas elec­ciones. Varios sacerdotes, cons­cientes de su vocación social, saltaron a la palestra y se con­virtieron en banderas victorio­sas contra gamonales que se creían ídolos indestronables.

Si el caso de los eclesiásticos suce­de en plazas de tan marcada politiquería como La Dorada, Sogamoso, Cúcuta y Montería, y también en Barranquilla, donde llega un alcalde civil postulado por el padre Bernardo Hoyos, esto significa un golpe contun­dente contra el viejo país políti­co.

Dos resabiados caciques de Boyacá que habían si­do rivales encarnizados, Jorge Perico y María Izquierdo, se alia­ron por primera vez para apoyar a un candidato de transacción con altas calidades para ser buen gobernador. En lugar de hacerle un bien, lo perjudica­ron, ya que el sufrido pueblo boyacense no cree en esos ma­trimonios de conveniencia, tan efímeros como las promesas elec­torales que nunca se cumplen. Es otro capítulo demostrativo de la incredulidad popular.

Mientras el retroceso de los partidos tradicionales es eviden­te, también lo es el surgimiento de numerosas alianzas pluralistas. Cuando las aguas se represan buscan el escape forzado. Esto es lo que le ocurre hoy a Colombia: los problemas socia­les no dan más espera, y esto obliga a buscar salidas de emergencia.

Ojalá los líderes elegidos interpreten la lección, para no volverse  mañana nuevas frustraciones. En lo que a Bogo­tá respecta, es preciso que el filósofo Mockus, poniendo los pies y la cabeza en la tierra, sepa responder a la confianza que se le ha depositado.

El Espectador, Bogotá, 2-XI-1994

 

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El designado ideal

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Otto Morales Benítez ha debido ser presidente de Colombia hace muchos años. Pienso que su propio par­tido, al que ha servido con dedicación, desvelo y brillo ejemplares, no le ha correspondido con largueza lo que él le ha entregado en lealtad y eficiencia. Luchador de las ideas liberales, ha estado siem­pre comprometido –desde los cargos de representación popular, los ministerios y demás ges­tiones que ha desempeñado– con la suerte de su colectividad y el progreso de la patria.

Algunos de sus copartidarios, movi­dos por afanes menores, no enrienden ni entenderán el sentido de este intelectual e ideólogo que concibe al Estado como el supremo generador del bienes­tar social y la moral pública, y que combate, por consiguiente, la corrupción y los vicios políti­cos como pecados nefandos de la democracia.

Desde hace 15 años se menciona el nombre del político y escritor caldense para presidente de Colombia. Desde Manizales, en artículo de La Patria aparecido en octubre de 1976, Adel López Gómez propuso esta candidatura como un anhelo racional. Cuatro años más tar­de, en noviembre de 1980, el diario manizaleño –de clara estirpe conservadora– proclamó el nombre de su coterráneo como una esperanza sentida en el país. Otros diarios han mirado con simpa­tía esta posibi­lidad que por épocas ha vuelto a contemplarse.

El Espectador tomó causa, en el mismo año 80, con la bandera moral que representa­ba, como lo representa hoy, la presencia del colombiano ilus­tre en el debate de los temas nacionales. Desde Pereira arran­có un movimiento dirigido por prestantes intelec­tuales (como Carlos Lleras Restrepo y Pedro Gómez Valderrama), líderes cívicos y políticos de todas las regiones, escritores, periodistas y ciuda­danos comunes, todos compro­metidos con una campaña dig­na.

Quienes seguíamos con entu­siasmo aquella perspectiva, que cada vez ganaba mayor fuerza popular, lamentamos después que el propio candidato retirara su nombre como consecuencia de los apetitos e intrigas con que los conocidos saboteadores de las causas grandes volvían tor­tuoso el proceso democrático. Cuando en aquel momento se trataba de purificar de impure­zas el ambiente político, los tra­moyistas de siempre fraguaban oscuras maniobras para impe­dir el triunfo de este hombre recto. Pasados los años, consi­dero hoy que si Otto Morales Benítez se hubiera mantenido en la lu­cha, a la postre habría resultado triunfante. La victoria es obra de la resistencia.

El mismo deplorable episodio se ha repetido varias veces en años posteriores. El caso es irónico, por no decir que penoso: mientras Morales Benítez es admirado en diversos países –donde se le conoce y reconoce como notable escritor y estadista–, en su propia patria y desde su propio partido se le cierra el paso. Así se frustra una espe­ranza nacional. La misma histo­ria ocurrió en 1946 con otra brillante figura liberal, que hubiera sido uno de los grandes presidentes de Colom­bia: Gabriel Turbay.

Pocos colombianos poseen tanto conocimiento del país como Otto Morales Benítez. Es una reserva desaprovechada que buena falta le hace a Colombia, por su formación intelectual, su ética, su experiencia en el manejo de los asuntos públicos, su equilibrio y probada capacidad de estadista. El país necesita gente madura. Es preciso buscar hombres de calidad, verdaderos veteranos que nos ayuden a salir de la encrucijada.

El Espectador, Bogotá, 28-V-1992.

El milagro de Galán

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Para nadie es secreto que el doctor Luis Carlos Galán, varias veces derrotado en sus campañas políticas, pero siempre victorioso en sus tesis ideológicas, cami­naba directo, en el último debate electoral, hacia la conquista del poder. Un inmenso número de colombianos situados en diversas corrientes de opinión miraba con simpatía el crecimiento de la imagen galanista. Por fin la voluntad de sus copartidarios iba a permitirle acce­der al primer puesto de la nación.

Galán era, ante todo, un luchador. De las derrotas salía fortalecido para librar nuevos combates. Había aprendido del doctor Lleras Restrepo, por quien siempre tuvo especial admiración –lo mismo que de Winston Churchill, otro forjador de la grandeza histórica–, que la victoria es consecuencia de muchas derrotas. No se des­moralizaba por la incomprensión y los obstáculos que recibía de su propio partido, para seguir adelante con sus tesis sociales y sus empeños de conquistar mayor número de adherentes, hasta coronar, como iba a suceder, la presidencia de la República.

Nunca toleró la corrupción administrativa ni el re­lajamiento de la moral pública. Buscaba la depuración de su colectividad, para lo cual arremetía con denuedo contra el clientelismo y las concupiscencias del mando. Era moralista por excelencia, y por eso sus campa­bas herían muchos intereses. Caminaba contra la corrien­te. A las mafias del narcotráfico, sus mayores enemigas, las fustigó con decisión e implacable entereza.

La fuerza de  Galán estaba en el peso de sus convic­ciones. Colombia veía en él al dirigente de multitudes, cada vez más arrollador, y confiaba en que fuera la solución para este pueblo a la deriva que carece de líderes realmente trascendentes.

Ya en la recta final de su última batalla, que esta vez resaltaba el triunfo indiscutible, tuvo un gran acierto: nombrar al doctor César Gaviria como su jefe de debate electoral. Lo había escogido por encontrar en él fundamentales coincidencias políticas y de esti­lo para impulsar la fórmula ideal que garantizara la vigencia de sus programas. Gaviria, hábil parlamenta­rio y dotado de atrayente personalidad, demostraba profundas convicciones democráticas y clara vocación de reformador.

Y por los caprichos insondables del destino, el jo­ven caudillo de Pereira pasó, a la muerte de Galán, a sustituirlo en la jefatura política. Recibió las bande­ras y las sacó victoriosas de la contienda pública. Nadie se había imaginado, ni él mismo, que pudiera conver­tirse con tanta rapidez, cuando aún le faltaba mucho terreno por recorrer, en el presidente de los colom­bianos. Hoy es el heredero de esa inmensa fortuna que no puede dilapidar, y además el depositario del mila­gro de Galán.

El doctor Luis Carlos Galán ha ganado, ya muerto, el mayor triunfo de su vida. Su espíritu sigue vivo. Su pensamiento es ahora más diáfano.

No es fácil el compromiso que asume el nuevo presi­dente de los colombianos, aunque tampoco improbable el éxito de su misión. Todo depende de la inteligencia con que sepa ejercer el reto histórico. Es cuestión de talante, expresión favorita del doctor Gómez Hurta­do, otro dirigente que piensa en grande.

Se trata de poner en práctica las tesis galanistas, que per­seguían la reestructuración del Estado y la purificación de las costumbres políticas. Ha llegado el momento de meditar, por encima de todo, en la suerte de la patria. El pueblo que lo eligió pide cambios radicales, tanto en la adopción de estrategias audaces como en la acertada selección, prescindiendo de imposiciones y perso­nalismos, de las personas encargadas de ejecutarlas.

Las discriminaciones sociales, las injusticias y los atropellos son los mayores causantes del malestar público. En muchos sectores parece que se viviera toda­vía en épocas de esclavitud.

Dice Gaviria que tomará sus decisiones con autono­mía y ofrece renovar la atmósfera de vicios que hoy asfixia al país. Ese sería el primer paso para que las ideas de Galán, que lo llevaron al poder, comenzaran a desarrollarse. Si hay continuismo vendrá la frustración. El país no resiste más. Colombia tiene fe en que el mi­lagro completo se produzca en la administración que se inicia en medio de tantas expectativas y de signos tan alentadores.

El Espectador, Bogotá, 1-VIII-1990.

 

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Los partidos tradicionales

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El sociólogo Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia, ha publicado, con el sello de Plaza y Janés, dos interesantes libros sobre el significado y la trayectoria de los partidos tradicionales de Colombia. Hay otro sello que mucho admiro: el de la brevedad de los textos. Ninguno de ellos, sin dejar de ser sustanciosos, supera las 200 páginas. Veamos, en forma sucinta, los perfiles característicos de ambos partidos.

Qué es el Conservatismo colombiano

El Partido Conservador se identifica con la tradición histórica española en la segunda mitad del siglo XIX. El hispanismo, como fundamento cultural, impulsa el pensamiento conservador. El primer programa del parti­do lo promulgan, en 1849, Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro.

Esta filosofía política, que ha venido vigorizándose a través de los años, se basa en la mentalidad tradicionalista, que consagra la experiencia histórica, el orden, la religión, la moral, la estabilidad, la segu­ridad, como factores primordiales para la cohesión de la sociedad y el desarrollo del individuo.

La tradición, lejos de ser un concepto estático, debe ser renovadora. Dice Lucio Pabón Núñez, uno de los ideólogos conservadores del presente siglo, que «saber armonizar la tradición y la renovación es el secreto de las culturas superiores». El orden es piedra fundamental de esta doctrina: orden político, orden social, orden económico, orden familiar. El Partido Conservador es­tudia con cuidado las reformas, es analítico, concentra sus esfuerzos en la calidad y rechaza la precipitación.

La autoridad es otro pilar conservador. El poder de­be ser limpio y el gobierno, estable. Como el Conservatismo sabe que la autoridad emana de Dios, a ese prin­cipio le concede capital importancia. Defiende a la Iglesia Católica por considerar que el orden y la moral provienen de la religión. El programa de los señores Ospina y Caro le da preponderancia a «la moral del cristianismo y sus doctrinas civilizadoras, contra la inmoralidad y las doctrinas corruptoras del materia­lismo y del ateísmo».

La moral es esencial para mantener el equilibrio de la sociedad. Sin ella llegará el caos. Dicha tesis le da aliento al Conservatismo en sus luchas contra la corrupción. Laureano Gómez, uno del los más aguerridos caudillos de esta doctrina, pasó a la historia como el «catón de la moral». Tal fórmula de supervivencia, apli­cada a veces con demasiado rigor, es razón básica de la doctrina conservadora.

El partido le concede especial importancia a las direc­trices trazadas por el Libertador en sus empeños de con­solidar la unión nacional. Ha buscado en él muchas fuen­tes de orientación. En la siguiente frase de Bolívar centra un principio indeclinable de comportamiento: «La destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del Estado».

Para el Conservatismo la justicia social proviene de los códigos antes señalados. Sin ella es imposible el bien común. Los pueblos sólo se desarrollarán y ha­llarán progreso si existe el sentido de la cooperación y la equidad. Este partido combate también la opresión, el despotismo monárquico, el militarismo, la demagogia.

En los enfrentamientos políticos, a los conservadores se les ha llamado tradicionalistas, godos y azules, con sentido peyorativo; pero tales términos tienen explica­ción en signos característicos de su devenir histórico.

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Ambos partidos están montados sobro bases sólidas. Buscan el bienestar del hombre en la sociedad. Los dos poseen normas avanzadas de cooperación, de convivencia, de mejoramiento del hombre dentro de la libertad y la moral, y sólo se diferencian por algunos matices ideoló­gicos y de acción. Pero no siempre se cumplen los pro­gramas políticos. Y entonces se presenta, como ocurre ahora, la atonía de los partidos.

Javier Ocampo López analiza en el otro libro publi­cado por Plaza y Janés la esencia en que se fundamenta la otra colectividad colombiana.

Qué es el Liberalismo colombiano

Alejandro López, uno de los ideólogos más avanzados de este partido, refiriéndose al espíritu liberal y al espíritu conservador de Colombia, anota: «El uno conser­va y el otro fecunda. De un lado la tradición, y del otro la inquietud del futuro». Son nuestros partidos, por consiguiente, fuerzas complementarias que buscan el de­sarrollo, bajo diferentes enfoques, del hombre en la comunidad.

La ideología básica del Partido Liberal colombiano surgió del movimiento cultural y socio-político de la Ilustración en el siglo XVIII y defiende la soberanía popular, la democracia, la igualdad, la libertad, la libre economía, la independencia. La libertad es una de sus banderas siempre flameantes: libertad de expre­sión, libertad de conciencia, libertad de cultos, liber­tad de cátedra, libertad de imprenta, libertad de pensa­miento.

Entre sus afanes prioritarios está el de construir una sociedad más igualitaria y equilibrada. Ha sido adalid de la justicia social. Se opone al militarismo y a los poderes dictatoriales. Ataca los privilegios de la Iglesia Católica y la influencia del clero en la políti­ca. Esta cuestión dividió a los dos partidos en el si­glo XIX. Dijo Luis Eduardo Nieto Caballero: «Hay que dejar en libertad al corazón para que se entienda con Dios como a bien tenga. No siempre los grandes espíri­tus se encuentran en las religiones». Ya en el siglo XX este partido muestra menos preocupación por los asuntos religiosos y más por los problemas sociales y económicos.

El Cementerio Libre de Circasia fue, en los años 30, una protesta contra la Iglesia y se erigió, según lo proclama Braulio Botero Londoño, en abanderado de esta causa, en “panteón a la libertad, la tolerancia y el amor». El Cementerio Libre encarna el espíritu liberal.

En la conformación de esta colectividad colombiana se tomó como guía el pensamiento de grandes líderes de los principios liberales en el mundo, como John Locke, Rousseau, Montesquieu, Voltaire. Y en nuestra patria, a Antonio Nariño, con la publicación en 1794 de los Dere­chos del Hombre y del Ciudadano –sacados de Francia –, que consagran cuatro derechos esenciales: libertad, igualdad, propiedad y seguridad; y a Santander, conver­tido en el filósofo y motivador principal de los civi­listas liberales, quienes se enfrentaron a los bolivarianos después de la Convención de Ocaña.

Según Ezequiel Rojas, Colombia se dividió en dos gru­pos políticos desde 1826: el Liberal (alrededor de San­tander) y el Bolivariano (alrededor de Bolívar). De la Convención de Ocaña surgieron los partidos políticos de la Gran Colombia. Hoy día son claras esas definiciones.

La plana mayor de este partido, desde sus albores hasta los días actuales, la reseña Ocampo López en sus distintas épocas y escuelas. Hace lo propio en el li­bro dedicado al Conservatismo. Con esta galería de prohombres, Colombia ha librado todas sus batallas.

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En ambas colectividades han actuado grandes caudillos. En las democracias se requieren partidos fuertes, lo mismo que orientadores eminentes, para salvar al hombre de sus miserias. El mundo entero se divi­de entre conservadores y liberales, con ligeras variacio­nes. Unas veces gobiernan los unos, luego los otros. Los principios mantienen su primacía, y son los hom­bres quienes los desvían. Colombia, por fortuna, ha sabido combinar la calidad con la acción. En ambos partidos.

El Espectador, Bogotá, 17 y 28-VII-1990.

 

 

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