Por: Gustavo Páez Escobar
(Presentación del libro El tiempo y la clepsidra,
de Inés Blanco)
En la portada del primer libro de Inés Blanco, titulado Paso a paso, aparece el rostro radiante de una hermosa mujer. La mirada ensoñadora, los labios sensuales, el cutis nacarado, el rizo seductor, que se entrelazan con cierto hálito de sortilegio, dibujan los encantos de una mujer enamorada. Ese rostro, más allá de reflejar dulce feminidad, es el rostro del amor y fulgura en las páginas del libro bajo sugestivas imágenes itinerantes.
Tal parece que Inés, desde que publicó su primer poemario, ya sabía que el amor iba a ser la constante de toda su obra. De ese tono no se ha separado, ni se separará nunca. Para ella el amor es inevitable, como el agua para la rosa. “Ama y haz lo que quieras», declaró San Agustín, el gran sabio de la Iglesia, primero pecador y después santo, que tenía por qué saber lo que expresaba.
Inés Blanco nació poetisa, y desde los jardines de su niñez ya jugaba con las mariposas de la ilusión. Con esa llama en el alma, no le sería difícil ennoblecer la existencia y convertir las personas y los elementos de la naturaleza en criaturas vitales. Primero se enamoró de la poesía y después del alma humana. La poesía, como atributo de los seres sensibles, es camino seguro hacia el hombre. No puede haber poeta verdadero si sus cantos no son afirmación de la vida y sublimación del espíritu.
La obra de Inés Blanco, en continuo ascenso, la conforman tres títulos, todos de la década del noventa: Paso a paso (1993), Piel de luna (1996) y El tiempo y la clepsidra (1999). Cada tres años la amiga generosa nos ha regalado una grata sorpresa.
Obra valiosa la suya, de postrimerías del siglo XX, tan caracterizado hoy por el desamor y la desnaturalización del hombre, que lleva impulso para recorrer el nuevo milenio con el mensaje del amor y la esperanza, que será siempre la justificación de la vida. La poetisa, sin salirse de su tiempo y, por el contrario, recogiendo los destrozos de esta época deshumanizada, ha escrito para los días futuros. Y también para países remotos, ya que varios de sus poemas han sido traducidos al inglés y al italiano.
Esto de que el amor sea el cemento con que están armados sus libros, lo dicen los testimonios escritos recogidos en las tres ediciones. Criterios convergentes que no sólo enaltecen la vena lírica de Inés Blanco, sino que proclaman la necesidad de amar como el único camino para la salvación del hombre.
Su poesía brota de sus corrientes interiores y se derrama en alborozos y tristezas, soledad y silencio, evocación y distancia. El efluvio de los sentimientos no sería posible fuera de la emoción que dispensa el amor, tanto en el gozo como en el sufrimiento.
Como corolario hay que decir que nuestra distinguida escritora ha hecho de su obra un canto a la vida, lo que supone la fusión del hombre y la naturaleza, aliados para proclamar el sentido de la existencia humana. Regresa ella a sus primeros años para encontrarse con los recuerdos que quedaron dormidos en la casa paterna y en los caminos transitados. Surgen las iniciales sorpresas y las jubilosas y a veces turbadas sensaciones de la niña y de la adolescente que despertaba al mundo y se enternecía con el concierto maravilloso del universo.
Paso a paso recorre sendas secretas y confiesa asombros y plenitudes ante el amor naciente. Amor que es al mismo tiempo confusión y certidumbre, alborozo y pena, misterio y esperanza. En sus otros dos libros no hace cosa distinta que reafirmar el destino irrevocable del corazón.
Los poemas de Inés Blanco poseen, en mi sentir, dos altas calidades que deseo destacar. Son, en primer lugar, poemas intimistas que ahondan en las fibras del alma y permiten descubrir los sentimientos con fulgurante realismo. Es como si los versos perforaran con cinceles mágicos las pasiones recónditas que se anidan en el alma humana, y que sólo los poetas consiguen captar con autenticidad y belleza.
La otra calidad, muy ligada a la anterior, es la sensibilidad para percibir, más allá de lo que acontece con el común de la gente –y también de algunos poetas– los latidos del corazón y los ecos de la naturaleza. Bajo el poder de las emociones y el conjuro de la palabra surgen poemas embrujados por delicado sensualismo que se hace más deleitoso y de superior estirpe con el fulgor de las metáforas.
Inés, por encima de otras excelencias, es cantora del alma y de la naturaleza. En sus libros palpita el mundo elemental y se engrandece la vida bajo el hechizo de la metamorfosis encantada. Es maestra del verso libre, tendencia que a simple vista no obedece ninguna regla métrica, pero que desentona y mortifica cuando carece de emoción y ritmo.
No puede haber ritmo en la poesía si el ritmo no se lleva en el alma. Además, la brevedad fascinante con que la artista cincela sus versos se hermana con la brevedad del colibrí, el milagro alado de los vientos.
Con esa brevedad ha fabricado sus tres libros. La poesía tiene poder de síntesis, pero la síntesis no puede ser válida si carece de profundidad y belleza. Las publicaciones de Inés Blanco se destacan por su elegancia y cuidadosa confección editorial.
No sólo es ella artesana de la palabra sino la directora artística de sus propias ediciones, y como tal le señala pautas a la casa impresora, ejerce vigilancia implacable de los textos y las carátulas, y sufre cuando algo sale imperfecto. Dicho en otras palabras, se entrega a sus libros como lo que en realidad son: sus hijos espirituales.
Oportuno señalar este don estético para entender por qué los títulos de sus obras y de muchos de sus poemas han sido, por lo certeros y expresivos, el resultado de severas pesquisas. Tal, por ejemplo, el rótulo de su segundo libro: Piel de luna. Tal vez no ha habido poeta en el mundo que no le haya cantado a la luna como fuente de inspiración, ni enamorado que no haya buscado en ella la fuerza magnética para sus cuitas y ansiedades.
Piel de luna es metáfora afortunada, metáfora que se vuelve mujer y pasión. La autora se oculta a veces bajo el seudónimo insinuante de Luna de Abril, nombre poético con el que ha querido proclamar el mes de su nacimiento –que tiene a Aries como signo zodiacal generador de fuego, energía y creatividad– y de paso compenetrarse con la luna como astro del amor.
Su tercer libro, alrededor del cual estamos esta noche reunidos, recibe otro nombre elocuente: El tiempo y la clepsidra. En él la poetisa insiste en el hallazgo de sus caminos, sólo que esta vez pone mayor acento en la melancolía, la soledad, la ausencia, el olvido y la muerte, como lo expresa en el poema Búsqueda incesante: «Así, oculto entre latidos breves, compartías mi lecho primigenio y esta búsqueda incesante de encontrarnos, cara a cara con la vida, trecho a trecho con la muerte».
Inés Blanco es la sensible tejedora de los sentimientos del hombre en todas las temperaturas de la emoción. Sabe medir la vida, gota a gota, como si el tiempo se deslizara por la clepsidra de su propia existencia. Resalta las conquistas y placeres del amor con la misma densidad con que pinta el dolor y la nostalgia, el desencanto y el vacío, la amargura y la desilusión, ya que los sentimientos son tornadizos, como es cambiante la naturaleza humana.
La música que lleva en el espíritu le permite percibir las resonancias del mundo y las pasiones del hombre, que luego interpreta con palabras enamoradas, como un himno a la vida. En todos sus libros surge palpitante el tema eterno del amor, movido a veces por delicado erotismo, siempre luminoso, porque ella sabe que sólo con amor es posible vivir.
Bogotá –Casa de España–, 19 de agosto de 1999.