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El olvido de Laura Victoria

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue la poetisa colombiana más famosa en los años 30 del siglo pasado. Nacida en un lejano municipio boyacense –Soatá, la Ciudad del Dátil–, irrumpe en la capital del país como la linda y primaveral provinciana que sorprende a la pacata sociedad de entonces con sus versos imbuidos de fino sensualismo.

El primer literato en descubrir su vocación precoz es Nicolás Bayona Posada, que goza de amplio prestigio como poeta, ensayista y crítico. De ahí en adelante, la revista Cromos y el diario El Tiempo divulgan de continuo sus versos ardientes, que vibran en la ciudad y en Colombia entera como un murmurio de la sangre.

Nacía así en las letras colombianas la precursora de la poesía erótica. «Recibió usted el don divino de la poesía –le decía el maestro Valencia hace 70 años– en la forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura». Laura Victoria es la primera escritora del país que habla sin rodeos de las eternas pasiones del hombre. Valerosa mujer que fue capaz de irse contra las mentiras de una comunidad acartonada y el fanatismo que obnubila las conciencias.

La aparición en 1933 de Llamas azules, su primer libro, constituye un acontecimiento editorial. En la serena capital de trescientas mil almas que es Bogotá por los días en que Laura Victoria inicia su carrera literaria, el poema En secreto repercute como una explosión en el ambiente recoleto de la urbe.

En 1939, abandona su itinerario de triunfos y huye a Méjico con sus tres hijos, abrumada por el rompimiento familiar. Allí ingresa a la diplomacia y más tarde ejerce el periodismo. En Italia se desempeña como agregada cultural de nuestra embajada. Hoy, 62 años después, su vida declina en un silencioso apartamento de Ciudad de Méjico, como una al viento, después de haberlo probado todo: honores, gloria literaria, grandes y tormentosos romances, nombradía nacional e internacional…

En 1988, la visité en Méjico. En aquellas horas de franco coloquio surgía de continuo el nombre de Colombia como un talismán en el destierro. Su dolor de patria estaba vivo como una herida abierta. Al año siguiente vino a Colombia a presentar sus últimos tres libros. Desde entonces, me impuse el reto de escribir su biografía, como un compromiso con mi tierra soatense y como un homenaje a su hija epónima. Esta biografía, que parece una novela, recoge de paso el estilo de las costumbres colombianas (sobre todo las políticas y las clericales) a comienzos del siglo XX, y roza a grandes figuras que cruzaron por la vida de la poetisa, olvidada hoy en su propia tierra.

Ya su nombre no se menciona en Colombia. Los pontífices de las letras y de la cultura parecen ignorar que es ella la autora de la fina entonación lírica con acento sensual que ennobleció el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer nuestra, y provocó una revolución en la literatura nacional.

El Espectador, Bogotá, 20-VI-2001.

 

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El tiempo y la clepsidra

viernes, 20 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Presentación del libro El tiempo y la clepsidra,

de Inés Blanco)

En la portada del primer libro de Inés Blanco, titulado Paso a paso, aparece el rostro radiante de una hermosa mujer. La mirada ensoñadora, los labios sensuales, el cutis nacarado, el rizo seductor, que se entrelazan con cierto hálito de sortilegio, dibujan los encantos de una mujer enamorada. Ese rostro, más allá de reflejar dulce feminidad, es el rostro del amor y fulgura en las páginas del libro bajo sugestivas imágenes itinerantes.

Tal parece que Inés, desde que publicó su primer poemario, ya sabía que el amor iba a ser la constante de toda su obra. De ese tono no se ha separado, ni se separará nunca. Para ella el amor es inevitable, como el agua para la rosa. “Ama y haz lo que quieras», declaró San Agustín, el gran sabio de la Iglesia, primero pecador y después santo, que tenía por qué saber lo que expresaba.

Inés Blanco nació poetisa, y desde los jardines de su niñez ya jugaba con las mariposas de la ilusión. Con esa llama en el alma, no le sería difícil ennoblecer la existencia y convertir las personas y los elementos de la naturaleza en criaturas vitales. Primero se enamoró de la poesía y después del alma humana. La poesía, como atributo de los seres sensibles, es camino seguro hacia el hombre. No puede haber poeta verdadero si sus cantos no son afirmación de la vida y sublimación del espíritu.

La obra de Inés Blanco, en continuo ascenso, la conforman tres títulos, todos de la década del noventa: Paso a paso (1993), Piel de luna (1996) y El tiempo y la clepsidra (1999). Cada tres años la amiga generosa nos ha regalado una grata sorpresa.

Obra valiosa la suya, de postrimerías del siglo XX, tan caracterizado hoy por el desamor y la desnaturalización del hombre, que lleva impulso para recorrer el nuevo milenio con el mensaje del amor y la esperanza, que será siempre la justificación de la vida. La poetisa, sin salirse de su tiempo y, por el contrario, recogiendo los destrozos de esta época deshumanizada, ha escrito para los días futuros. Y también para países remotos, ya que varios de sus poemas han sido traducidos al inglés y al italiano.

Esto de que el amor sea el cemento con que están armados sus libros, lo dicen los testimonios escritos recogidos en las tres ediciones. Criterios convergentes que no sólo enaltecen la vena lírica de Inés Blanco, sino que proclaman la necesidad de amar como el único camino para la salvación del hombre.

Su poesía brota de sus corrientes interiores y se derrama en alborozos y tristezas, soledad y silencio, evocación y distancia. El efluvio de los sentimientos no sería posible fuera de la emoción que dispensa el amor, tanto en el gozo como en el sufrimiento.

Como corolario hay que decir que nuestra distinguida escritora ha hecho de su obra un canto a la vida, lo que supone la fusión del hombre y la naturaleza, aliados para proclamar el sentido de la existencia humana. Regresa ella a sus primeros años para encontrarse con los recuerdos que quedaron dormidos en la casa paterna y en los caminos transitados. Surgen las iniciales sorpresas y las jubilosas y a veces turbadas sensaciones de la niña y de la adolescente que despertaba al mundo y se enternecía con el concierto maravilloso del universo.

Paso a paso recorre sendas secretas y confiesa asombros y plenitudes ante el amor naciente. Amor que es al mismo tiempo confusión y certidumbre, alborozo y pena, misterio y esperanza. En sus otros dos libros no hace cosa distinta que reafirmar el destino irrevocable del corazón.

Los poemas de Inés Blanco poseen, en mi sentir, dos altas calidades que deseo destacar. Son, en primer lugar, poemas intimistas que ahondan en las fibras del alma y permiten descubrir los sentimientos con fulgurante realismo. Es como si los versos perforaran con cinceles mágicos las pasiones recónditas que se anidan en el alma humana, y que sólo los poetas consiguen captar con autenticidad y belleza.

La otra calidad, muy ligada a la anterior, es la sensibilidad para percibir, más allá de lo que acontece con el común de la gente –y también de algunos poetas– los latidos del corazón y los ecos de la naturaleza. Bajo el poder de las emociones y el conjuro de la palabra surgen poemas embrujados por delicado sensualismo que se hace más deleitoso y de superior estirpe con el fulgor de las metáforas.

Inés, por encima de otras excelencias, es cantora del alma y de la naturaleza. En sus libros palpita el mundo elemental y se engrandece la vida bajo el hechizo de la metamorfosis encantada. Es maestra del verso libre, tendencia que a simple vista no obedece ninguna regla métrica, pero que desentona y mortifica cuando carece de emoción y ritmo.

No puede haber ritmo en la poesía si el ritmo no se lleva en el alma. Además, la brevedad fascinante con que la artista cincela sus versos se hermana con la brevedad del colibrí, el milagro alado de los vientos.

Con esa brevedad ha fabricado sus tres libros. La poesía tiene poder de síntesis, pero la síntesis no puede ser válida si carece de profundidad y belleza. Las publicaciones de Inés Blanco se destacan por su elegancia y cuidadosa confección editorial.

No sólo es ella artesana de la palabra sino la directora artística de sus propias ediciones, y como tal le señala pautas a la casa impresora, ejerce vigilancia implacable de los textos y las carátulas, y sufre cuando algo sale imperfecto. Dicho en otras palabras, se entrega a sus libros como lo que en realidad son: sus hijos espirituales.

Oportuno señalar este don estético para entender por qué los títulos de sus obras y de muchos de sus poemas han sido, por lo certeros y expresivos, el resultado de severas pesquisas. Tal, por ejemplo, el rótulo de su segundo libro: Piel de luna. Tal vez no ha habido poeta en el mundo que no le haya cantado a la luna como fuente de inspiración, ni enamorado que no haya buscado en ella la fuerza magnética para sus cuitas y ansiedades.

Piel de luna es metáfora afortunada, metáfora que se vuelve mujer y pasión. La autora se oculta a veces bajo el seudónimo insinuante de Luna de Abril, nombre poético con el que ha querido proclamar el mes de su nacimiento –que tiene a Aries como signo zodiacal generador de fuego, energía y creatividad– y de paso compenetrarse con la luna como astro del amor.

Su tercer libro, alrededor del cual estamos esta noche reunidos, recibe otro nombre elocuente: El tiempo y la clepsidra. En él la poetisa insiste en el hallazgo de sus caminos, sólo que esta vez pone mayor acento en la melancolía, la soledad, la ausencia, el olvido y la muerte, como lo expresa en el poema Búsqueda incesante: «Así, oculto entre latidos breves, compartías mi lecho primigenio y esta búsqueda incesante de encontrarnos, cara a cara con la vida, trecho a trecho con la muerte».

Inés Blanco es la sensible tejedora de los sentimientos del hombre en todas las temperaturas de la emoción. Sabe medir la vida, gota a gota, como si el tiempo se deslizara por la clepsidra de su propia existencia. Resalta las conquistas y placeres del amor con la misma densidad con que pinta el dolor y la nostalgia, el desencanto y el vacío, la amargura y la desilusión, ya que los sentimientos son tornadizos, como es cambiante la naturaleza humana.

La música que lleva en el espíritu le permite percibir las resonancias del mundo y las pasiones del hombre, que luego interpreta con palabras enamoradas, como un himno a la vida. En todos sus libros surge palpitante el tema eterno del amor, movido a veces por delicado erotismo, siempre luminoso, porque ella sabe que sólo con amor es posible vivir.

Bogotá –Casa de España–, 19 de agosto de 1999.

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La máquina del poeta

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Tal vez a pocas personas interese saber que la máquina de escribir de Germán Pardo García, muerto en Méjico hace cuatro años, fue rescatada para el museo que lleva su nombre en la población de Choachí. Muchos ignorarán la noticia. Por fortuna, quedan lectores sensibles (la honrosa minoría selecta) que se preocupan por los sucesos de la cultura.

Cuando el espacio aéreo está fletado por los negocios florecientes de la droga, transportar de Méjico a Colombia un artefacto anticuado e inútil, que ya no escribe poesía, suena a quijotada. Sin embargo, es un hecho destacable. Quienes amamos los símbolos del talento sabemos lo que representa esta herramienta de trabajo que forjó, entre tecleos silenciosos, una de las obras más valiosas de la literatura americana.

En mi viaje a Méjico, pocos años antes de su muerte, que­dé maravillado al descubrir en su sencillo  apartamento la parvedad de sus bie­nes materiales y la majestad de sus emblemas.

En un mueble, la bandera de Colombia. Y colgados en la pared, los retratos de Einstein, César y Jack Dempsey, a quienes él cali­ficó como «el hombre más grande que ha dado la huma­nidad en cuanto al pensa­miento», «el gigante de la ac­ción» y «el gigante de la fuer­za».

Me imaginaba al poeta ro­deado de un mar de libros, y solo hallé dos: un diccionario de griego y un ejemplar de Apolo Pankrátor, obra que re­coge su producción en 60 años de poesía (1915-1975). Cerca de estos libros reposaba su máquina de escribir como trofeo épico con la que había escrito miles de poemas y ha­bía ganado la batalla del espí­ritu.

La preciosa corresponden­cia que mantuvo Germán Par­do García con escritores co­lombianos y de diferentes paí­ses vio la luz en aquella im­prenta elemental, hoy silencia­da para siempre. Al desapa­recer el amo, la máquin, huérfana de afecto, se entu­meció como elemento iner­te.

Hoy se recupera gracias a la mediación del escritor co­lombiano Aristomeno Porras, resi­dente en Méjico, que me la remitió para entregarla a la Casa de la Cultura de Choachí. Quedará en la tierra donde el poeta del cosmos tomó el aliento para su poesía monu­mental. El alma del Pardo García vivirá en el páramo que templó su espíritu para el do­lor y la grandeza, y reposará en el utensilio alegó­rico de sus combates de escri­tor. Está máquina tiene algo de fantasmal por su conviven­cia con el ermitaño de Río Támesis.

El alcalde de Choachí, Héctor Darío Cruz, es el cla­vero de la reliquia. Al recibir­la, me manifiesta lo siguiente: «Expreso mis agradecimientos por la asignación de la máqui­na que perteneció al poeta Germán Pardo García, como también por su gentil dona­ción del libro Biografía de una angustia, elementos que en­traron a ser parte del patrimo­nio cultural del municipio y que darán a las próximas ge­neraciones la oportunidad de conocer estos valores”.

La Crónica del Quindío, Armenia, 13-VIII-1995.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, agosto de 1995.

 

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Destino del poema

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

(Contraportada del poemario El tiempo y la clepsidra)

En la poesía de Inés Blanco prevalece el amor como el cemento espiritual que le da consistencia a su obra. Como el amor todo lo ilumina –incluso las sombras de la muerte–, la escritora ha comprendido que sin esa lámpara mágica es imposible hallar la emoción que exige el arte poético. Es imposible que haya vida, ilusión y encanto, si no hay amor. Y eso es la poesía: la magia de los sentidos, la medicina del alma. No puede haber poeta grande sin nervio para la emoción, sin capacidad de asombro.

Sus tres libros publicados –Paso a paso, Piel de luna y El tiempo y la clepsidra– son un canto a la vida, a la naturaleza, al hombre. Cuando se va por los caminos de la infancia, surgen diáfanas y emotivas las  sorpresas del ser deslumbrado ante los prodigios del sol naciente de la existencia, y el alma se llena de arrobo. Es entonces cuando «con la paz de Dios entre los dedos, aviva el fuego, atiza la memoria», y surge la mujer.

Luego llegará el tiempo de la adolescencia; y con ella, del deseo y la esperanza. Brotará la mujer sensitiva, la del beso ardiente y el cuerpo palpitante. Aquí el canto dirá sus secretos más íntimos, y despuntará la aurora. Estos poemas de Inés Blanco, imbuidos de alegrías y nostalgias, son cristalinos como el agua de la montaña y burbujeantes como suspiros del alma. Cuando le canta al dolor y la tristeza, al olvido y la ausencia, a la soledad y el silencio, siempre se encuentra con ella misma para dialogar con su alma enamorada.

El mundo entero cabe en estas páginas, porque por ellas corre la vida. Esta penetración en el recuerdo es igual para todos. Pero sólo la poesía logra embellecer los sentimientos.

Bogotá, 5-XI-1998.

 

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Laura Victoria, en la Academia

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Laura Victoria, la poetisa más desta­cada del país en la década de los años treinta, que reside en México hace más de medio siglo, ha sido elegida miem­bro correspondiente de la Academia Co­lombiana de la Lengua. Poco dirá el nom­bre de Laura Victoria para las nuevas gene­raciones, tal vez en razón de su larga ausen­cia de la patria.

Por eso es tan importante el reconoci­miento que hace de su obra la Academia de la Lengua. Su primer poema lo escribe a los 14 años de edad, y como sus compañeras de estudios no creen que sea la autora, les compone acrósticos veloces para que no quede la menor duda. Su precoz vocación poética la llevará en pocos años a la fama continen­tal, al lado de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sancores.

El maestro Valencia, uno de los primeros en descubrir esta revelación, le manifiesta: «Recibió usted el don divino de la poesía en su forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura». La salida de su primer libro en 1933, Llamas azules, representa uno de los grandes sucesos de la época. Hoy han transcurrido 65 años desde aquella albora­da gloriosa, y la fugacidad del tiempo, con sus inevitables mantos de olvido, ha im­puesto un doloroso silencio alrededor de la ilustre colombiana.

Es autora de siete libros ya consagrados por la crítica. En Méjico se quedó por razo­nes familiares, y ya no es fácil que regrese a Colombia. Pero nunca ha dejado de pensar en su patria, en su gente y sus paisajes. Fue aquí donde inició su carrera, para luego desplazarse como diosa de la poesía romántica por los países latinoamericanos.

Es preciso anotar, por otra parte, que fue la pionera de la liberación femenina al romper los moldes de la acartonada y gaz­moña sociedad de principios del siglo que no permitía un espacio para que la mujer pensara por sí misma, y menos actuara. En aquellas calendas, a las bellas hijas de Eva sólo les tocaba obedecer y callar.

Un poema tan audaz como En secreto, imbuido de perturbadora ternura y deli­ciosa sensualidad, en un medio acallado por los excesos religiosos y las falsedades so­ciales, por fuerza tenía que provocar es­cándalo. Con su fina vena erótica, Laura Victoria re­volucionó la poesía colombiana y le abrió a la mujer los caminos de la libertad.

Justo galardón, y no importa que sea tardío, el que confiere la Academia de la Lengua para premiar el mérito de la egregia colombiana, oriunda de Soatá, que hoy, coronada de gloria y llena de nostalgia, ve pasar sus horas del crepúsculo en tierra aje­na, con el alma puesta en Colombia. Ahora sabe que su patria no la ha olvidado.

El Espectador, Bogotá, 18-VI-1998.

 

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