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La palabra enamorada

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Nostalgia de la luz,

de Inés Blanco)

Toda la obra poética de Inés Blanco, compuesta por seis libros, converge a un solo concepto: el amor. La escritora ha hecho del amor –vivido o idealizado– el soplo mágico que explora las inti­midades del alma y traduce en bellas palabras el caudal de las emociones, para su propio placer es­tético y el gozo de sus lectores. Desde que en 1993 inició su carrera literaria con la obra Paso a paso, hasta los días actuales, cuando entran en circula­ción los títulos Nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, su producción ha sido un himno cons­tante al amor.

Sobre el amor todo está dicho, pero su lenguaje nun­ca se agota. Jamás se agotará, porque el alma, la gran dispensadora del amor, nunca muere. La persona envejece, pero el amor, para quienes saben pro­tegerlo y consentirlo, permanece joven a pesar de las arrugas del tiempo. Los poetas han empleado todas las palabras imaginables para expresar el idioma del corazón, y no obstante las infinitas creaciones y obras maestras que han salido de todos los idiomas, la mina de la emotividad continúa inextinguible.

Inés Blanco, que desde la edad adolescente ya incursionaba en los predios de la poesía, ha sabido afinar su inspiración en la búsqueda de los vocablos y las imágenes que transmiten sus emo­ciones. Prima en su obra la brevedad de la palabra, en enlace musical con la metáfora y el ritmo. Ha escogido el verso libre como recurso, muy propio de su estilo, para elaborar con donaire las ideas e imprimirle modulación al poema. La sola brevedad no sería suficiente para cumplir dicho pro­pósito si no estuviera movida por la magia de la elo­cuencia.

Con la economía expresiva del lenguaje, que se ma­nifiesta en su escritura desde el primer libro, se ha hecho maestra en el arte de la síntesis, quizá el mayor atributo de la poesía. Muchos poetas sacrifican a veces la fluidez y la claridad en aras de los cánones impuestos por la métrica. Creo que Inés Blanco es buena discípula de Luis Vidales, que en 1926, con Suenan timbres, rompió los moldes tradicionales de la poesía y estableció el ver­so libre como canal apropiado de comunicación, escuela que desde entonces ha conquistado nume­rosos adeptos.

De todos modos, sea cualquiera la pauta que se utilice para hacer poesía, si esta no tiene ritmo, em­brujo y melodía y carece de fuerza para conmover el espíritu e irradiar la belleza, deja de ser poesía. Debe anotarse, por otra parte, que si el poema no brota del corazón, su autor marcha en contravía de lo que debe ser la obra de arte. La alquimia poética, que es como un sortilegio preparado por dioses ocultos, debe conducir al encanta­miento. Si logra este objetivo, el poeta está salvado.

Leyendo el poemario Nostalgia de la luz, que Inés Blanco pone en circulación luego de cinco años de silencio editorial, encuentro, para mi personal deleite, que las premisas anteriores están cumplidas. El canto al amor que brota de estas páginas es el mismo, aunque con diferentes matices, que ha marcado sus libros anteriores.

El amor en su obra es persistente, delicado y diáfano. La transparencia de la palabra enamorada ilumina todas las entretelas del sentimiento humano, que van desde el placer hasta el dolor, desde la alegría hasta la pesadumbre, desde el deseo hasta la soledad. Libro hecho de pre­sencias y ausencias, de silencios y nostalgias, de sue­ños y quimeras, de evocaciones y esperanzas. Ese es el amor.

Amor también son el padre, o la madre, o los hijos, o la flor que siente la cercanía del poeta, o el ave que revolotea por su entorno. Amor es la patria, esta patria lacerada y cubierta de dolor y lágrimas, que hiere la sensibilidad de la escritora y estremece el alma nacional.

Cuando se degustan los cantos de Inés Blan­co, se escucha como un sutil movimiento de alas que pasa sobre amantes invisibles para eternizar el sentido romántico de la vida. El amor intemporal, que puede ser también el amor inmaterial, y que los poetas saben glorificar en sus poesías sin tiempo, hace posible hoy La nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, dos poemarios unidos por el mismo sentimiento.

Bogotá, julio de 2007.

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Tejedora de sueños

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Los poemas del amor de Laura Victoria,

publicado por la Gobernación de Boyacá)

En los años veinte del siglo pasado, la aparición de una bella muchacha boyacense que agitaba el sentimiento de los bogotanos con su fina y audaz poesía sentimental, escandalizó a las almas mojigatas y despertó el marasmo de la recoleta ciudad traspasada de niebla y recogimiento. Laura Victoria hizo su primer verso a los catorce años, en un colegio de monjas, y ahora irrumpía en la capital del país como una revelación literaria.

Bien pronto su nombre alzó vuelo por los cielos de la poesía y conquistó clamorosos aplausos, tanto en Colombia como en el exterior. El Tiempo y Cromos publicaron sus primeros versos y llevaron al país la voz romántica de quien había nacido con música en el alma para enternecer los corazones con delicadeza erótica. Poesía de carne y hueso, que jamás había escrito mujer alguna en Colombia, recorrió todos los ámbitos y creó embeleso y conmoción interior.

Su poema En secreto, con todo lo que tiene de carnal y sugestivo, se volvió el himno que arrullaba el alma de los enamorados. De esa manera se proclamaba a los cuatro vientos la realidad del ser humano como sujeto de pasiones y dotado de alma sensitiva. Llamas azules, su primer libro (publicado en 1933), penetró con honores en las letras nacionales y recibió franco reconocimiento, entre otros, de Guillermo Valencia y Rafael Maya.

Laura Victoria no hizo nada distinto en su poesía que ennoblecer la condición humana. Como pionera en el país de la poesía erótica, redimió a la mujer de oscuros atavismos, consentidos por ella misma a causa de su mansedumbre inclemente (que hace tiempos dejó de existir) y de la ignorancia de su naturaleza pasional, creada para el hechizo, la conquista y la entrega. Y le abrió horizontes claros. Le enseñó a dignificar la carne con el goce legítimo de la sensualidad. No hizo del placer un pecado, ni una vileza, sino un derecho y un atributo.

Su poesía es la refrendación del alma como cofre de emociones y desencantos, de penas y alegrías, de amores y desamores. Su propia vida, manejada por el triunfo y el fracaso, el aplauso y el olvido, la bonanza y la tempestad, recorrió todos los caminos del corazón. Lo mismo que amaba, sufría. Ambas cosas, el gozo y el dolor, movieron su vida y su obra. Tal la temperatura de los versos que aquí se recogen.

Al buscar una muestra de sus poemas de amor para formar la ofrenda que por medio de este libro tributa el departamento de Boyacá a su memoria, por todas partes brotaron ríos de sensibilidad y fulgores de belleza. La escritora trabajó su producción con ritmo, melodía y donosura.

Es maestra del soneto clásico, género en el que deja, por su perfección, reales obras de arte. En sus versos de exquisito romanticismo, y no todos de alborozo, pues también los hay sembrados de espinas, se compendia el itinerario de una vida ilustre que nació entre aromas de dátil, en Soatá, y concluyó en Méjico, nimbada de gloria, el 15 de mayo de 2004, cuando le faltaban seis meses para cumplir el centenario de vida.

El entrañable toque sentimental, a veces lleno de desolación, nostalgia y soledad, y siempre de noble estirpe, es vaso comunicante de su lira. Un amor trágico, el de Manuel Just Chirivella –que descubrí revisando añejos papeles para escribir su biografía–, le inspiró poemas de estremecedora belleza. En Cuando florece el llanto (libro editado en España en 1960) hay sitio preferente para este capítulo de su corazón abatido por la fatalidad. Dichos poemas los titula Al pie de tu silencio. Caso parecido le ocurrió a Gabriela Mistral con Rogelio Ureta, su novio suicida, que le destrozó la existencia. También la chilena glorificaría el dolor en Los sonetos de la muerte y en el libro Desolación.

Los 65 años de residencia de Laura Victoria en Méjico significaron el olvido de su nombre en Colombia. Hoy pocos saben de su brillante carrera e ignoran, asimismo, que fue la poetisa más famosa del país en los años veinte y treinta del siglo pasado.

El vigoroso acento sensual y romántico de su poesía le hizo ganar grandes elogios de los escritores latinoamericanos, quienes la catalogaron como la poetisa más destacada de su época. Con ese título y con esos poemas regresa hoy, en las páginas de este libro, a su comarca boyacense, y a Colombia, como lo que siempre ha sido: la cantora por excelencia del amor.

Bogotá, noviembre de 2006.

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Verano de emociones

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Diversas facetas conforman el itinerario intelectual de Héctor Ocampo Marín: ensayista, académico, historiador, periodista, profesor, cuentista, novelista, poeta. Esta última vocación, cultivada desde sus inicios como escritor, viene a conocerse en época reciente: primero, con el libro Sinfonía de los árboles viejos, ganador de un certamen de poesía realizado en Villa de Bornos (España), en octubre de 2001, y luego con Memorias del verano, silenciosa labor realizada durante largos años y que sólo ahora ve la luz pública.

El Ayuntamiento de Bornos, por motivos inexplicables, dejó de publicar el libro triunfador y tampoco entregó los otros premios ofrecidos, ni dio explicación sobre tan insólita conducta. Sin embargo, este hecho curioso, muy propio de la picaresca literaria, le ha hecho conquistar al escritor una credencial legítima: la del éxito obtenido en franca lid.

A Héctor Ocampo Marín lo descubrí como poeta al tener la suerte, por amable deferencia suya, de leer (mejor: de sentir) su Sinfonía de los árboles viejos. Con dicho motivo expresé lo siguiente en columna de El Espectador:

«Es un delicado opúsculo movido por el lirismo, la filosofía, el sensualismo, el amor a la naturaleza y a la vida. El autor les pone alma y sentimiento a sus árboles y los transforma en seres animados que, al igual que los hombres, aman y sufren, gozan y lloran. Conversan con Dios, con el viento y la floresta. Sufren la intemperie y se refrescan con la lluvia. Tienen horas de hastío y también de alborozo. Los hay sensuales, y hedonistas, y tiernos. Otros cargan con la soledad de los años y se les enfría el corazón. En medio del universo telúrico, disfrutan la cantata del agua y perforan el alma de la piedra».

El mismo tono, con diferentes matices según los temas que aborda el poeta, lo encuentro en Memorias del verano. Título sugerente que hace pensar en la entrega del escritor al diálogo memorioso con su alma lírica. El verano, en las estaciones de la vida (que algún parecido guarda con la temporada climática), implica un estado de entusiasmo y energía, de fuego y pasión, donde el hombre reflexivo explaya sus vivencias bajo la sombra de la serenidad y el impulso de sus emociones. Así, llegamos a un verano de éxtasis frente a la belleza, dentro del canto armonioso a las riquezas del universo y del espíritu. Un verano poético.

En estas memorias se escucha el latido constante de la naturaleza, del amor y del recuerdo. Tres conceptos que, manejados con donaire y sutileza, enlazan toda la obra del poeta. En el primer capítulo, Bucólica sin edad (eso, en efecto, es la naturaleza inmutable), las palabras susurran bajo la hierba su canción mística, y en fulgurante explosión estallan con júbilo entre las brasas del solsticio. En el hallazgo del árbol sensual, o de la fuente perdida entre la maleza y el olvido, o del viento impetuoso y rebelde, o del apacible fulgor del amanecer y el sensitivo camino de la noche, hay embrujo y emoción. «¡Soy el árbol de las orgías y los silencios!”, grita en la espesura del monte la voz milenaria del deseo.

Ocampo Marín sabe interpretar el espíritu de la montaña. No en vano su espíritu creció entre las brisas agrestes de su Risaralda natal y se tonificó en la radiante campiña quindiana. Eso es lo que recoge en su obra: el eco de las tierras generosas por donde transitó en gratas jornadas de contemplación y ensueño. Desde sus primeros años lo deslumbró el colorido de los paisajes bucólicos. Su fusión con Dios y la naturaleza lo llevó a compenetrarse con los dones elementales de la vida.

Hoy su evocación se remonta a los alegres campos de la infancia y a la aldea lejana, con la casona solariega, que recreó su juventud. En este recorrido por el tiempo y la distancia, que incita la añoranza y acrecienta el goce de la intimidad, salen a su vera las palabras de Antonio Machado: «Yo voy soñando caminos de la tarde».

En Cantata de amor, segunda etapa de este itinerario, el pasado se vuelve melodía y nostalgia. El recuerdo romántico desata vientos de fragancias y despierta remotos idilios. El rostro del amor juvenil emerge entre la floración de las praderas que enmarcaron la conquista temprana, cuando el corazón comenzaba apenas a murmurar sus primeros anhelos. En medio de ese pasado de brumas perdura todavía la silueta de la fresca muchacha de provincia, cándida y tenue como la aurora fugaz. En esa imprecisión de los sentidos que brota del amor primigenio, la placidez se diluye en lontananza y hace resurgir la idea luminosa del corazón asombrado.

En Esclusas del tiempo, capítulo final, se percibe, con acento épico en algunos de sus poemas, el  énfasis hacia los valores legendarios o autóctonos que debe proteger el individuo tanto en su comarca como en las zonas del espíritu. El poeta clama por la pertenencia a la provincia y a cuanto ella representa, es decir, al medio ambiente, al río tutelar, a los huertos pródigos, a las tradiciones domésticas, al patrimonio ancestral, al pasado histórico. Los versos aquí reunidos, forjados con ricas gotas de lirismo, son afirmación de la vida y canto a la ternura.

Esta conjunción de afecto, nostalgia, deleite del paisaje y recuerdos íntimos hará placentero para el lector este verano emocional que todos hemos vivido alguna vez, y que los poetas se encargan de ensanchar y embellecer con su alma enamorada. Los ecos del corazón no conocen tiempos, razas ni fronteras, y por eso Ocampo Marín ha escrito su poesía con el sello de lo intemporal, que en este caso traduce el universo de las emociones. Y nos entrega un poemario elaborado con delectación y precioso estilo, en versos diáfanos y bien cincelados, con esa enjundia y esa concreción de que son maestros los orfebres de la palabra.

Bogotá, abril de 2005

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Los oficios de antaño

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En 1977, residente yo en Armenia, ciudad desde la cual escribía frecuentes columnas en el periódico manizaleño La Patria, recibí del doctor José Restrepo Restrepo, director y propietario de dicho diario, un precioso libro que acababa de ser editado, coincidiendo con los 50 años de vida del autor: El pastor y las estrellas, de Eduardo Santa. Esta obra sería la más representativa de su producción, al convertirse en una historia fascinante que narra el itinerario de un viejo pastor por horizontes encantados, al tiempo que descubre los oscuros territorios de la maldad humana, atizados por el odio, la envidia, la ambición, la intolerancia.

Abogado, académico, poeta, cuentista, novelista y ensayista, y por otra parte exdirector de la Biblioteca Nacional y profesor emérito de la Universidad Nacional, Eduardo Santa ha sido trabajador incansable de las letras, como lo acreditan sus numerosos libros, que han merecido altos elogios de la crítica. Dueño de una prosa vigorosa y castiza, realzada con los nobles recursos de su sensibilidad poética, sus cuentos y novelas tocan los grandes conflictos colombianos, como el de la violencia y los rencores eternos que han arruinado la paz pública durante casi dos siglos de rivalidades fratricidas.

El manejo sicológico de los personajes y la penetración aguda en la provincia le han permitido a Eduardo Santa la pintura de cuadros turbulentos sacados de la amarga realidad que vive el país. Sus ensayos literarios e históricos significan otro aporte importante para el estudio de la patria desde diferentes enfoques. La  vena poética cumple su cabal expresión en El paso de las nubes (1995), bello poemario movido por la fuerza lírica, el sensualismo y la añoranza.

Con El libro de los oficios de antaño rescata el alma del pasado al evocar los trabajos comunes en la vida de los pueblos, labores silenciosas y cotidianas que plasmaron el folclor nacional en largas épocas de quietud y ensoñación. Quienes venimos de aquellos tiempos lejanos, desdibujados hoy por el cambio de costumbres, no podemos olvidar a personajes elementales como el boticario, el carpintero, el peluquero, el fotógrafo, el sacamuelas, el voceador de periódicos, el estafeta de correos o la costurera doméstica, ni pasar por alto ambientes pintorescos como el de las pesebreras, los gitanos y los culebreros, amén del licencioso de las chicherías y los sitios de encuentros furtivos.

Acaso queden todavía, en algunas aldeas y pueblos, rezagos de tales rutinas, pero los oficios de ayer no son los mismos de hoy. El país era otro: había aptitud para la simplicidad y tiempo moroso para la delectación. En las pulidas páginas de recordación del escritor tolimense se hace admirable su capacidad descriptiva para dibujar, con geniales toques poéticos y sentimentales –cual otro Euclides Jaramillo Arango–, más de cincuenta ocupaciones básicas dentro del discurrir pueblerino, sin las cuales serían inconcebibles la vida comunitaria y el bienestar hogareño.

Este delicioso relato de los oficios de antaño se vuelve una memoria auténtica del ayer legendario, y de paso recupera los cuadros de costumbres vividos en su niñez y juventud, género literario desfigurado por las amnesias del tiempo y que Eduardo Santa revive con enorme poder narrativo, al igual que lo hace en otras de sus obras, como Cuarto menguante, Los caballos de fuego y La provincia perdida.

* * *

Hija de tigre sale pintada. Sarita Santa Aguilar, hija de Eduardo Santa, es una niña prodigio que a los trece años es ya autora de su primer libro, titulado Caminos de vida, en el que sus padres seleccionaron cuarenta y dos de sus mejores poemas escritos entre los seis y los diez años de edad. «Leyendo sus poemas –dice el gran lírico Óscar Echeverri Mejía– he comprobado, una vez más, que el poeta nace y que el poema es un don del Creador».

Este caso hace recordar a Ana Frank, que antes de los dieciséis años escribió el testimonio estremecedor sobre las monstruosidades de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Sarita, que desde su más tierna edad siente amor por los animales, la naturaleza y el ambiente hogareño, dice en su canto al árbol: «Cada hoja que se cae es un recuerdo cayendo en el olvido». Y a su conejita le advierte que «la reina de esta casa es mi corazón».

El Espectador, Bogotá, 14-XI-2002.

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Misiva:

Acabamos de abrir la página de El Espectador en la que aparecen tus magníficos comentarios sobre Los oficios de antaño y el libro de Sarita Caminos de vida. Nos gustaron mucho y los hemos enviado por e-mail a varios amigos residentes en el exterior. Te estamos muy agradecidos. Eduardo, Ruth, Sarita.

Viaje de emociones

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Navío de arena,

de Inés Blanco)

Con el cuarto poemario de Inés Blanco vuelve a ocurrir un hecho curioso: que a partir de la aparición de su primera obra, cada tres años ha germinado una nueva cosecha en sus cam­piñas líricas. Paso a paso, su libro inicial de 1993, fue segui­do por Piel de luna en 1996, por El tiempo y la clepsidra en 1999, y por Navío de arena en 2002.

Como en el ánimo de la poetisa no ha estado prevista dicha periodicidad, puede pensarse que el tres es para ella un número cabalístico que le ha llevado buenos vientos literarios. Siempre han existido números sagrados, como el tres y el siete, a los que las culturas primitivas atribuían especiales interpretaciones. Pitágoras no solo vio en los números los principios de todas las cosas, sino que los veneraba con sentido religioso.

También el cuatro, a propósito del número de serie del libro actual, tiene propicias coincidencias en relación con el contenido de la obra. Cuatro son las fases del día: el amane­cer, el mediodía, el atardecer y la noche, y cuatro las estacio­nes del año: la primavera, el verano, el otoño y el invierno.

Asimiladas estas etapas a las edades del hombre, correspon­den a la niñez, la juventud, la madurez y el ocaso, estaciones de la vida por donde discurre la poesía de Inés Blanco. Si se trata de la orientación por el mundo, cuatro son los puntos cardinales: el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, sin los cuales no es fácil ninguna travesía, ni humana ni poética.

Este Navío de arena, cargado de emociones y nostal­gias, de llantos y esperanzas, navega por los mares del alma con arribos en cuatro puertos, que son los capítulos del libro. Al abrir sus páginas para iniciar el viaje, aparecen cuatro fa­ros que alumbran la vida sentimental de la escritora: la abue­la, el padre, la madre y los hijos.

En este divertido juego de las cifras y las cábalas, no resulta aventurado afirmar que entre números y poesía existe estrecha relación. En ambas ciencias –y teniendo a la poesía como la ciencia maestra de los senti­dos– existen ingredientes de magia y encantamiento.

Antes de embarcarnos en este navío poético que Inés ha armado con rigores de orfebre y artes de alquimista, deseo expresar algunas ideas sobre los hilos comunicantes que en­cuentro en sus libros. En ellos la primera marca común es la del amor, amor vivo y persistente que nace en sus prime­ros años y la acompaña por el resto de sus días. Desde pe­queña amaba las mariposas, los campos y las ilusiones, y con esta llama descubrió el amor humano.

Nadie ignora que el amor es alborozo y sorpresa, emo­ción y hallazgo, serenidad y paz. Pero no hay amor sin triste­zas, sombras y vacíos. Siendo la expresión suprema de la alegría, también lo es de la amargura. El hombre sufre por­que ama. Quizá sufrir sea la mayor certeza del amor.

Hay amores rebosantes de dicha, pero para llegar a esa plenitud hay que recorrer caminos de abrojos. Esta cantora de los sen­timientos que es Inés Blanco desgrana en su obra los punzan­tes dolores que nacen de la nostalgia, la desilusión, la sole­dad, la ausencia, el olvido. Parece que llevara a flor de piel una vibrante melancolía que la hace interpretar las eternas cuitas del amor.

Escribe sus versos bajo la inspiración de metáforas refulgentes, que no le han llegado por generación espontá­nea, sino que son el producto de severos escrutinios sobre el valor de las palabras y la magia de la expresión. Maestra de la brevedad y del verso libre, y cuidadosa de las reglas gramati­cales, enhebra pensamientos y plasma imágenes con la elocuencia que prodigan los vocablos nobles y las frases certe­ras.

A propósito del esmero que observa con la sintaxis y la ortografía (virtud notable en su última obra), hay que lamentar el vicio bastante generalizado de los poetas moder­nos que sacrifican las comas, o las usan a la diabla, acaso para que el lector las ponga o las suprima a su arbitrio. Craso error.

¿Cómo escribir con ritmo y modulación (reglas funda­mentales de la poesía) pisoteando los signos ortográficos? La coma, en cualquier escrito y sobre todo en poesía, es re­curso para la fluidez de la expresión y la donosura del estilo. El ritmo poético de Inés Blanco crea música en el alma. Aunque se trate de la melancolía más intensa o del do­lor más lacerante, sus versos intimistas causan fascinación. Su lenguaje es diáfano y conciso, espontáneo y emotivo. Huye de las penumbras, así sean las de su propio espíritu pesaroso, para llevarles luz y consuelo a las almas enamoradas.

* * *

Las voces del retorno, primer capítulo de su libro na­vegante, es el encuentro con sus raíces familiares y en él afloran sugestiones sobre genes que la habitan y le traen aromas del Oriente legendario. Su padre el coronel, a quien no conoció, y le empaña el recuerdo, vive en su sangre y en su espíritu. Su madre, la anciana-niña conver­tida en su guía de todas las horas, le afianza el derecho de soñar. A la abuela imborrable se dirige con humo en los ojos, entre fatigas y pesares, y le dice: «Déjame ver tu pena y tu silencio en cada surco de tu piel».

En los hijos, en quienes ve prolongarse los ancestros que le dieron identidad en la vida, representa sus querencias en vuelo por el pasado, que hoy todavía es presen­te, para dialogar con los objetos caseros, con los sueños y las secretas pertenencias. Esta vuelta a sí misma es la afirmación de sus orígenes, de su nombre, de la vida y de todo cuanto ama y no desea abandonar. En retozona fami­liaridad con la parca, hace este lance triunfal: «Para vivir, engañé a la muerte; la vestí de rojo, la llamé ‘señora’, y de sus manos le arrebaté mi vida».

El ala invisible, segunda escala del itinerario, aviva la pasión amorosa tras el eco de los suspiros, los ardores de la piel, las ansiedades y los desengaños,  los besos fuga­ces, los abrazos inconclusos y el adiós irremediable. Aquí hay dolor, lágrimas, silencio, ausencia. Quizá se trate de la aman­te perdida en el piélago del olvido, que todavía no ha naufragado y se sostiene a bordo de la esperanza.

Un grito roto por la mar bravía revela el estado del alma ardorosa en medio del tem­poral: «Esta emoción que me recorre agita las olas de la san­gre». Más tarde estalla el deseo incontenible: «Voy a amarte en secreto, sin límite, sin miedo, con sentido o sin él». Pero el amante no responde, pues «se marchó en un tren, en las ruedas del viento, o cabalgando en el lomo de la tarde».

Viene luego Travesía en azul, tercera etapa, que es el éxtasis del espíritu ante la mar reposada del amor, tras aban­donar las borrascas de las almas en pena. Debe suponerse que la poetisa buscó la palabra «azul» para acentuar el sen­tido de la serenidad, de la calma, de lo etéreo, del cielo sin nubes. «El arte es lo azul», dijo Víctor Hugo, y es posible que tal expresión hubiera motivado a Rubén Darío para escribir Azul, obra de fina contextura estética donde explaya un li­rismo colmado de emociones y belleza. Laura Victoria se consagró en las letras colombianas con Llamas azules, libro de delicado erotismo que estremeció en 1933 el corazón de los enamorados.

En hermosa metáfora, Inés Blanco anuncia que «sobre la piel del mar escribiré un poema con música y sirenas (…) Dibu­jaré un pentagrama con notas deshojadas a la guitarra de la luna». Es lo que hace la navegante en su aventura marina: viajar al lomo de las olas, en plácida sucesión de amaneceres y atardeceres, de luces fugaces, de ríos que co­quetean con la luna, de valles dormidos en el horizonte, de árboles que se doblan bajo la impiedad del hombre. Esta sim­biosis de la poesía y la naturaleza cae como lluvia de rocío sobre las arideces del alma.

Se llega así al final de la jornada, entre gozos y dolores, entre sueños y recuerdos, entre frustraciones y anhelos, en el capítulo llamado Momentos. Son éstos instantes de reflexión, perplejidad o encanto ante las menudas y grandes cosas de todos los días, que una vez nos invaden el espíritu de luces y esperanzas, y otras, de sombras. Mundo loco o hechizado que una vez lleva a la poetisa a sorber una «porción de soledad» en el tráfago de un aeropuerto, y al día siguiente saborea el néctar del colibrí o se conmueve con el llanto de la guitarra y el fulgor de la acuarela.

Es, además, el espacio de las vacilaciones, las preguntas sin respuesta, la metamorfosis de todas las horas, donde el hombre aparece como fantasma undívago y obstinado, y también se viste por momentos de ángel o de mago. «El por­qué de esta guerra lo ignoran las palomas», es definición tan sutil como perspicaz con que Inés Blanco desgarra su alma herida en medio del cataclismo. Pero acto seguido, en La lluvia de Saigón, danzará «bajo la música del agua».

La travesía ha terminado. Este Navío de arena ha cumplido su tránsito completo por las aguas –tormentosas o apacibles– de la vida. Es un viaje por los sentimientos del hombre, y no tenemos por qué preguntarnos si la capitana de la nave ha buceado en sus propias intimidades para ofrecer­nos estos cuadros patéticos de la condición humana, ya que el alma es universal e inmutable.

Bogotá, abril de 2002.

 

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