Por: Gustavo Páez Escobar
(Prólogo del libro Navío de arena,
de Inés Blanco)
Con el cuarto poemario de Inés Blanco vuelve a ocurrir un hecho curioso: que a partir de la aparición de su primera obra, cada tres años ha germinado una nueva cosecha en sus campiñas líricas. Paso a paso, su libro inicial de 1993, fue seguido por Piel de luna en 1996, por El tiempo y la clepsidra en 1999, y por Navío de arena en 2002.
Como en el ánimo de la poetisa no ha estado prevista dicha periodicidad, puede pensarse que el tres es para ella un número cabalístico que le ha llevado buenos vientos literarios. Siempre han existido números sagrados, como el tres y el siete, a los que las culturas primitivas atribuían especiales interpretaciones. Pitágoras no solo vio en los números los principios de todas las cosas, sino que los veneraba con sentido religioso.
También el cuatro, a propósito del número de serie del libro actual, tiene propicias coincidencias en relación con el contenido de la obra. Cuatro son las fases del día: el amanecer, el mediodía, el atardecer y la noche, y cuatro las estaciones del año: la primavera, el verano, el otoño y el invierno.
Asimiladas estas etapas a las edades del hombre, corresponden a la niñez, la juventud, la madurez y el ocaso, estaciones de la vida por donde discurre la poesía de Inés Blanco. Si se trata de la orientación por el mundo, cuatro son los puntos cardinales: el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, sin los cuales no es fácil ninguna travesía, ni humana ni poética.
Este Navío de arena, cargado de emociones y nostalgias, de llantos y esperanzas, navega por los mares del alma con arribos en cuatro puertos, que son los capítulos del libro. Al abrir sus páginas para iniciar el viaje, aparecen cuatro faros que alumbran la vida sentimental de la escritora: la abuela, el padre, la madre y los hijos.
En este divertido juego de las cifras y las cábalas, no resulta aventurado afirmar que entre números y poesía existe estrecha relación. En ambas ciencias –y teniendo a la poesía como la ciencia maestra de los sentidos– existen ingredientes de magia y encantamiento.
Antes de embarcarnos en este navío poético que Inés ha armado con rigores de orfebre y artes de alquimista, deseo expresar algunas ideas sobre los hilos comunicantes que encuentro en sus libros. En ellos la primera marca común es la del amor, amor vivo y persistente que nace en sus primeros años y la acompaña por el resto de sus días. Desde pequeña amaba las mariposas, los campos y las ilusiones, y con esta llama descubrió el amor humano.
Nadie ignora que el amor es alborozo y sorpresa, emoción y hallazgo, serenidad y paz. Pero no hay amor sin tristezas, sombras y vacíos. Siendo la expresión suprema de la alegría, también lo es de la amargura. El hombre sufre porque ama. Quizá sufrir sea la mayor certeza del amor.
Hay amores rebosantes de dicha, pero para llegar a esa plenitud hay que recorrer caminos de abrojos. Esta cantora de los sentimientos que es Inés Blanco desgrana en su obra los punzantes dolores que nacen de la nostalgia, la desilusión, la soledad, la ausencia, el olvido. Parece que llevara a flor de piel una vibrante melancolía que la hace interpretar las eternas cuitas del amor.
Escribe sus versos bajo la inspiración de metáforas refulgentes, que no le han llegado por generación espontánea, sino que son el producto de severos escrutinios sobre el valor de las palabras y la magia de la expresión. Maestra de la brevedad y del verso libre, y cuidadosa de las reglas gramaticales, enhebra pensamientos y plasma imágenes con la elocuencia que prodigan los vocablos nobles y las frases certeras.
A propósito del esmero que observa con la sintaxis y la ortografía (virtud notable en su última obra), hay que lamentar el vicio bastante generalizado de los poetas modernos que sacrifican las comas, o las usan a la diabla, acaso para que el lector las ponga o las suprima a su arbitrio. Craso error.
¿Cómo escribir con ritmo y modulación (reglas fundamentales de la poesía) pisoteando los signos ortográficos? La coma, en cualquier escrito y sobre todo en poesía, es recurso para la fluidez de la expresión y la donosura del estilo. El ritmo poético de Inés Blanco crea música en el alma. Aunque se trate de la melancolía más intensa o del dolor más lacerante, sus versos intimistas causan fascinación. Su lenguaje es diáfano y conciso, espontáneo y emotivo. Huye de las penumbras, así sean las de su propio espíritu pesaroso, para llevarles luz y consuelo a las almas enamoradas.
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Las voces del retorno, primer capítulo de su libro navegante, es el encuentro con sus raíces familiares y en él afloran sugestiones sobre genes que la habitan y le traen aromas del Oriente legendario. Su padre el coronel, a quien no conoció, y le empaña el recuerdo, vive en su sangre y en su espíritu. Su madre, la anciana-niña convertida en su guía de todas las horas, le afianza el derecho de soñar. A la abuela imborrable se dirige con humo en los ojos, entre fatigas y pesares, y le dice: «Déjame ver tu pena y tu silencio en cada surco de tu piel».
En los hijos, en quienes ve prolongarse los ancestros que le dieron identidad en la vida, representa sus querencias en vuelo por el pasado, que hoy todavía es presente, para dialogar con los objetos caseros, con los sueños y las secretas pertenencias. Esta vuelta a sí misma es la afirmación de sus orígenes, de su nombre, de la vida y de todo cuanto ama y no desea abandonar. En retozona familiaridad con la parca, hace este lance triunfal: «Para vivir, engañé a la muerte; la vestí de rojo, la llamé ‘señora’, y de sus manos le arrebaté mi vida».
El ala invisible, segunda escala del itinerario, aviva la pasión amorosa tras el eco de los suspiros, los ardores de la piel, las ansiedades y los desengaños, los besos fugaces, los abrazos inconclusos y el adiós irremediable. Aquí hay dolor, lágrimas, silencio, ausencia. Quizá se trate de la amante perdida en el piélago del olvido, que todavía no ha naufragado y se sostiene a bordo de la esperanza.
Un grito roto por la mar bravía revela el estado del alma ardorosa en medio del temporal: «Esta emoción que me recorre agita las olas de la sangre». Más tarde estalla el deseo incontenible: «Voy a amarte en secreto, sin límite, sin miedo, con sentido o sin él». Pero el amante no responde, pues «se marchó en un tren, en las ruedas del viento, o cabalgando en el lomo de la tarde».
Viene luego Travesía en azul, tercera etapa, que es el éxtasis del espíritu ante la mar reposada del amor, tras abandonar las borrascas de las almas en pena. Debe suponerse que la poetisa buscó la palabra «azul» para acentuar el sentido de la serenidad, de la calma, de lo etéreo, del cielo sin nubes. «El arte es lo azul», dijo Víctor Hugo, y es posible que tal expresión hubiera motivado a Rubén Darío para escribir Azul, obra de fina contextura estética donde explaya un lirismo colmado de emociones y belleza. Laura Victoria se consagró en las letras colombianas con Llamas azules, libro de delicado erotismo que estremeció en 1933 el corazón de los enamorados.
En hermosa metáfora, Inés Blanco anuncia que «sobre la piel del mar escribiré un poema con música y sirenas (…) Dibujaré un pentagrama con notas deshojadas a la guitarra de la luna». Es lo que hace la navegante en su aventura marina: viajar al lomo de las olas, en plácida sucesión de amaneceres y atardeceres, de luces fugaces, de ríos que coquetean con la luna, de valles dormidos en el horizonte, de árboles que se doblan bajo la impiedad del hombre. Esta simbiosis de la poesía y la naturaleza cae como lluvia de rocío sobre las arideces del alma.
Se llega así al final de la jornada, entre gozos y dolores, entre sueños y recuerdos, entre frustraciones y anhelos, en el capítulo llamado Momentos. Son éstos instantes de reflexión, perplejidad o encanto ante las menudas y grandes cosas de todos los días, que una vez nos invaden el espíritu de luces y esperanzas, y otras, de sombras. Mundo loco o hechizado que una vez lleva a la poetisa a sorber una «porción de soledad» en el tráfago de un aeropuerto, y al día siguiente saborea el néctar del colibrí o se conmueve con el llanto de la guitarra y el fulgor de la acuarela.
Es, además, el espacio de las vacilaciones, las preguntas sin respuesta, la metamorfosis de todas las horas, donde el hombre aparece como fantasma undívago y obstinado, y también se viste por momentos de ángel o de mago. «El porqué de esta guerra lo ignoran las palomas», es definición tan sutil como perspicaz con que Inés Blanco desgarra su alma herida en medio del cataclismo. Pero acto seguido, en La lluvia de Saigón, danzará «bajo la música del agua».
La travesía ha terminado. Este Navío de arena ha cumplido su tránsito completo por las aguas –tormentosas o apacibles– de la vida. Es un viaje por los sentimientos del hombre, y no tenemos por qué preguntarnos si la capitana de la nave ha buceado en sus propias intimidades para ofrecernos estos cuadros patéticos de la condición humana, ya que el alma es universal e inmutable.
Bogotá, abril de 2002.