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Archivo para la categoría ‘Personajes singulares’

Carta inédita de Isaacs

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Com-Industria, la Caja de Compen­sación de Palmira, ha tenido la gentileza de darme a conocer, por mano de su inteligente directivo el doctor Alfonso Meza Caicedo, una carta inédita de Jorge Isaacs para otro Jorge (tal vez Holguín), que la entidad acaba de adquirir para su sala cultural. Documento de profundo contenido humano y ético, en el que vale la pena reflexionar.

«Ya no puedo cortarme el sacrificio de hablarle con toda franqueza» —inicia la misiva—. «Quizá, dentro de poco tiempo, usted hallaría imperdonable no haber hecho lo que hago. No me atormente más así. Traje esos caballos, que por lo menos valen baratos $1.500, para cubrir con tal suma sus gastos y otros urgentes en casa, demasiado urgentes. No he podido realizar ni uno solo de esos animales. Si hubieran sido de hombre acomodado, valdrían mucho y sobrarían compradores…»

Y sigue narrando su lucha de meses para vender los animales y poder subsistir. «Mientras tanto —excla­ma—, ¡imagine usted qué habrá sido de mí y de las gentes de mi casa!». Luego menciona el proyecto de una empresa de minas que vislumbra como una esperanza para su futuro económico. Habla de gestiones inútiles para con­seguir un préstamo a pocos meses, en las que todos le voltean la espalda.

Y se duele: «Usted no sabe, amigo mío, leal y bueno, todo lo que me ha hecho padecer en estos cinco meses: mis hijos y Felisa se horrorizarían al saberlo: nunca sabrán, por ahora, lo que me cuesta trabajar por su felici­dad. Hace ya cinco meses que no tengo con qué pagar los alimentos en el hotel donde vivo. Se espanta usted, ¿no? ¿Se imagina qué veneno habré comido en estos cinco meses día a día? ¿Se imagina qué pensarán de mí los comensales que saben que no puedo pagar lo que como? Se figura usted cuál habrá sido mi tortura de cada instante. Qué valor y paciencia de amar a los míos como los amo. Estoy vivo, y esa es la prueba.

«Ahora hace tres semanas que no puedo pagar el lavado de la ropa… ni tengo dinero para fumar… Lo espanta todo esto. Sí, debe de espantarlo. ¿En qué tierra estoy, pues? ¿Quién soy sino el que hace treinta años trabajaba honradamente para vivir con pobreza, pero honrando al país y procurando enriquecerlo? ¡Ah! Todo esto podría volverlo a uno malo si no hubiera nacido bueno y fuerte. Todo esto podría llenarle de ira el alma, de ira fatal…»

*

Esta carta, que no cita lugar de origen, parece escrita en Buenaventura, donde Isaacs residía por épocas. De su lectura se desprende la angustia del hombre que, confiado en la venta de unos animales que le había dejado a su amigo Jorge, estaba reducido a mísera condición hu­mana por falta del vil metal que no fluía.

Increpa así a su amigo tardío: «Remedie tanta injusticia y desamparo mañana mismo: haga usted lo que yo haría, gozoso, y sin pérdida de instantes, hallándose usted en mi lugar. Así sufrí de marzo a septiembre de 1886, y Campo Serrano me salvó para bien del país; ya sabe usted cómo. Y ahora, cuando la obra heroica (déjeme llamarla así, dirigiéndome a usted) está al coronarse para bien de la nación y premio de mis esfuerzos; ahora cuando el país debía cuidar de que mi vejez prematura por él no fuera mi martirio, mi salud se agota en los sufrimientos y no puedo ocultarlos…”

Y concluye: «… no me deje ahogar así, tocando ya la orilla salvadora que debe darme reposo. Guarde oculta esta carta. Si después de que muera, alguno de mis hijos olvida cuánto me cuesta darles independencia y libertad, que él lo vea. No, Dios mediante todos serán…” (La parte final no ha aparecido).

*

Ahora que la dignidad y los valores morales se han eclipsado, acaso de­sentone este testimonio de recie­dumbre. Ahora que el ansia de dinero y la explotación son el signo más visible de la época, no se entenderá cómo este hombre cercado por el infortunio, infortunio material y espiritual, podía sostenerse con la sola fe en su capacidad de persona recta, que ade­más mantenía íntegro el sentido del honor, luchando contra la dureza de sus amigos.

La pobreza vergonzante es la peor de las pobrezas y en ella se esconden más personajes de los que se supone. Este mensaje de Isaacs no puede perderse. El país tiene que recuperar sus valores éticos. Del latrocinio permanente, de la distorsión de las costumbres, tenemos que re­gresar al ejemplo de los viejos que, como Isaacs, son brújulas redentoras.

El autor de María, abandonado por la buena estrella, suplicaba en silencio un mendrugo de pan. Resistía con estoicismo su adversidad, y antes que delinquir, jugaba su última esperanza. María le llegó a la posteridad como mensaje romántico, cuya esencia he­mos dejado evaporar, y pocos saben que detrás de la obra maestra había, como ven los lectores de estas líneas, un gigante de la grandeza humana.

El Espectador, Bogotá, 2-XI-1984.

 

Ese era Tulio Bayer

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue una vida ardiente, combativa y sin reposo. Llevaba 18 años en París, donde gozaba de un estatuto de refugiado político, y desde allí seguía con interés la suerte de Colombia. Se hizo guerrillero por necesidad, cuando se vio cercado y perseguido. Un día, en sus luchas intensas por las desigualdades sociales, se levantó en armas al no quedarle otro camino.

Se había ido contra el establecimiento al descubrir en Manizales, como secre­tario de Salud Pública, a los en­cumbrados adulteradores de la leche y traficantes de lotes oficiales, y más tarde al destapar en los Laboratorios Cup el negociado de las drogas. En estas andanzas se iba haciendo a enemigos cada vez más poderosos que terminaron acorralándolo y negán­dole las posibilidades de subsistir decorosamente.

Sufrió hambres, cárceles, afrentas. Pero no desistía de su denuncia social. «Yo he sido toda mi vida un luchador contra el abuso y la explo­tación, y además contra el absurdo», lo ratifica categóricamente al final de sus días. Con esa convicción libró sus tenaces y desproporcionadas ba­tallas. Lo afligía la suerte de los humildes. Lo sublevaba la arrogancia de los poderosos.

Pocos lo entendie­ron o lo perdonaron, porque lo creían un loco. Era rebelde con causa. No se doblegaba ante el halago ni la adver­sidad. No lo convenció el esplendor ni se dejó tentar por la fama. Hubiera podido ser brillante político o eminente hombre de ciencia, que para ambas cosas tenía madera.

Prefirió ser ideólogo. Devorador de libros y dueño de vasta cultu­ra, así entendía mejor la condición humana. Conocedor de la miseria que él mismo había padecido y que quería redimir en los demás, buscaba que el hombre fuera más digno o siquiera menos explotado. Y como su voz se perdía en el vacío, escribió su verdad. Iba por el cuarto libro, y la muerte le truncó otros importantes proyectos.

Respirando el denso ambiente de la cultura parisiense, su inteligencia se enriquecía de conocimientos y experiencias vitales. Allí se le admi­raba y se le respetaba. «Dejo mis libros como testimonio de un hombre que morirá como ha vivido: como territorio libre del cosmos», me dice en una de sus cartas.

Se empeñó en estudiar y difundir los peligros que se ciernen sobre el planeta por la contaminación ambiental. La destrucción progre­siva de los recursos naturales, contra la que se lucha en otros sitios, le preocupaba para Colombia, una nación sin conciencia ecológica.

Tulio Bayer, un día tertulio apete­cido de destacadas figuras de las letras y la política del país, actor de sonados sucesos guerrilleros que es­tán frescos en la memoria de muchos, y esencialmente hombre de com­bates ideológicos y de agudas con­troversias, ha muerto solitario en París. No era un comunista militan­te, ni lo fue nunca. Se había de­cepcionado de Cuba y de la Unión Soviética. Alrededor suyo se formó un gran silencio y pretendió ignorársele.

Yo, que hace mucho tiempo trabé con él una franca tad personal, al margen de ideologías y de identida­des políticas, que generalmente no compartía, solía recordarle que se había equivocado de estrategias. Pero siempre creí en la sinceridad de sus luchas. Su posición en la vida no fue nada cómoda, pero él prefería la inconformidad a la entrega. Era un especialista en bancarrotas y no lo asustaban los fracasos.

Cuando supe que le habían supri­mido el tabaco, el cognac y la sal, tres debilidades que difícilmente se re­nuncian, presentí que estaba próximo su final. Al comienzo del año escribí La Patria ajena, una nota que lo conmovió hondamente. Me dijo que era el primer artículo en la prensa colombiana que «defendía a Tulio Bayer, su obra, su lucha vital».

Y agregó que, acostumbrado a recibir de la barrera opuesta palos y piedras, un ramo de flores lo desconcertaba. «Este Páez está loco», exclamó su mujer entre sorprendida y jubilosa. Se sentía nostálgico de la Patria. Me confesó que se consideraba sin suerte histórica y que las batallas que había librado las había perdido. Pero que aun perdidas, algún día se tomaría conciencia sobre su significado.

No me cabe duda de que Tulio Bayer fue gran patriota. Sentía el dolor de Patria. Se equivocó de ca­minos. Pero no de objetivos. Su vida es un enigma difícil de descifrar. Yo creo poseer algunas claves, sobre las que pienso trabajar, que me expli­carán su rebeldía, su desacomodo en la sociedad. Hombre inquieto, fogoso, tenaz, sentimental, nunca desfalleció en sus principios. Es, por tanto, una vida admirable, aunque infortunada.

Y remata así su despedida: «Yo moriré en París, posiblemente con aguacero, con la satisfacción de ha­ber escuchado en vida, de tu boca, un elogio fúnebre tan bonito, que hasta he tenido ganas de creer que soy tan valiente como tú dices».

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1982.

 

La Patria ajena

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Porque la Patria, Pacho, es primero que todo nuestra. De todos.  Y Colombia es ajena». Tulio Bayer.

Leo ahora, y mejor releo, en un remanso de vacaciones, el excelente y combativo libro Carta abierta a un analfa­beto político, del médico Tulio Bayer, hoy refugiado en París, desde hace muchos años, como consecuencia de su protesta guerrillera contra el «establecimiento» colombiano. Cuando las noticias diarias de la prensa dan cuenta de la masacre entre colombianos que deja al país salpicado de sangre, cabe meditar, como lo hago con pesar al borde de uno de los límites territoriales, en presencia del mar que por fortuna sigue siendo nuestro, si la Patria –con esa mayúscula sentida que Bayer repite muchas veces en su escrito– es realmente de todos.

El primero en sentirla y añorarla, por tenerla lejos y desfigurada –en el afecto y en el acto físico y moral de su lenta destrucción–, es el mismo Bayer, el patriota que ha podido equivocarse de métodos y de estrategias, pero no de sentimiento nacionalista. Mucho se ha fustigado a este médico audaz que,  cercado y angustiado, reclamó, por medios considerados subversivos, mejores oportunidades para todos, comenzando por él mismo. Se lanzó a la rebelión al cerrársele todas las puertas, y acaso no se considere atrevido afirmar que es uno de los colombianos más valientes, por lo mismo que ha sido de los más combatidos y más sufridos.

Acaudillar causas sociales –y no podrá negarse que Bayer es un hombre que siente las necesidades del pueblo– no es posición cómoda. Muchos, como José Antonio Galán, el sacerdote Camilo Torres y Jorge Eliécer Gaitán, que también recibieron el calificativo de subversivos, pagaron con su vida el amor a sus ideas, el amor a la Patria. Nariño, y Sucre, y Bolívar, y Cristo fueron derrotados por defen­der a los humildes. La Carta de Jamaica, uno de los más importantes documentos políticos de nuestra historia, no es sino un clamor de justicia. En su tiempo provocó furiosas reacciones.

Ahora que la geografía de la Patria se tiñe de sangre a mañana, tarde y noche, en una de las guerras más violentas que haya conocido el país; ahora que la violencia urbana y la violencia rural están acabando con la tranquilidad de los hogares y la riqueza nacional; ahora que se enardecen las pasiones en el fragor de la plaza pública; ahora que el país se divide entre secuestrables y ¡Muerte a los secuestradores…! es cuando resuena la gran verdad de la Patria ajena. Nos matamos entre colombianos, nos zaherimos, desquiciamos la nacionalidad… ¡y aún queremos ser colombianos! Nos distanciamos por colores políticos y nos odiamos, olvidando que, al decir de Gaitán, «el paludismo no es liberal ni conservador, ni el hambre es liberal ni conservadora”.

Bayer pide comprobar «que hay un conglomerado humano hambreado, ignorante, engañado, que constituye la población del país». ¡Qué bien citar estas palabras al oído del candidato, de todos los candidatos que se disputan el favor las urnas!

Una artista colombiana, Feliza Bursztyn, acaba de morir asilada en País por nostalgia de Patria. Tulio Bayer, ausente de Colombia hace dieciocho años, tiene también dolor de Patria. García Márquez abandona apresuradamente nuestro territorio, «su territorio», por no sentirse en su casa. La Patria, entonces, no es de todos. Es un derecho y también una negación. La consigna de Bolívar  de unir a los colombia­nos, de hacerlos más hermanos, está perdida en nuestros días. En lugar de dispersar, de desterrar a los habitantes de es­ta sufrida Colombia, hay que unirlos, hay que atraerlos. La mejor manera de hacer patriotas es no formar apátridas.

Tulio Bayer, por decir y sostener su verdad –y esto es Carta abierta–,  tuvo que irse de Colombia. Vive  convencido de su verdad y no cede ante nada ni nadie. Ha estado a favor del pobre, del necesitado, del opri­mido. Se ha dado lujos poco comunes. El principal de ellos es el de mantenerse fiel a sus principios. Ha sufrido reveses, cárce­les, afrentas, pero nunca se ha doblegado. Le gusta ser así. Colombia no conoce a Tullo Bayer. Sabe, cuando más, de un «locato» que hacía guerrillas.

Antes de combatirlo, de expulsarlo de la sociedad, hay que leerlo. También es colombiano. Y es un colombiano sufrido, nostálgico de su suelo. Quizás nunca regrese a él. La Patria le es ajena, y no debería serlo. «Y para mí –dice– y creo que también para ti, Pacho, montañeros como somos en el origen, los  campesinos también son la Patria…»

El Espectador, Bogotá, 21-I-1982.
Clarín, Montenegro, enero de 1982.

 

 

Germán Arciniegas, o la vitalidad

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llega Germán Arciniegas a los ochenta años de vida gozando de una salud envidiable. Si los periódicos no recuerdan la edad del maestro, bien pudiera él dis­minuirse los años, como las mujeres, pero con la certe­za de que en su caso el almanaque lo traiciona­ría. Tal parece que la fecha lo cogió de sorpresa, por lo acostumbrado que está a sentirse joven. Lo demuestra, y además el país se halla ante uno de los ejemplos des­concertantes del vigor físico y la fuerza espiritual que pregonan plena vitalidad.

Germán Arciniegas es la parábola viva de la juventud, y aquí no se incurre en ningún eufemismo, porque no sólo aparenta buena disposición corporal, sino que re­frenda exuberante salud mental en sus obras y en su constante ejercicio como catedrático y escritor.

Ha encontrado las fórmulas del buen vivir como el obsequio escondido que la naturaleza concede a quie­nes saben encontrarlo, pero que niega a quienes no aprenden la filosofía de la subsistencia. Acostarse tem­prano y levantarse temprano es, entre otras, una regla sabía que él ejerce para sentirse lúcido y productivo.

Abierto su espíritu a la evolución de las generacio­nes, nunca se ha sustraído al diálogo con los muchachos, con quienes se confunde en alegre contacto con la reali­dad del mundo. No subestima las tendencias de los nuevos tiempos, sino que copia de ellos sistemas para amoldarse a las variables circunstancias de la época, que para otros son frustrantes y deprimentes. La depre­sión y el simple desacomodo ambiental o espiritual re­cortan los años y hacen al hombre desgraciado.

Critica los desaciertos de la juventud colombiana que se ha dejado dominar por la marihuana y la frivolidad de las discotecas, pero lo hace sin angustia y con el pro­pósito de ser un buen padre orientador, y no un maestro regañón. De una de esas discotecas salió una vez con el pesar de que los muchachos iban a ser sordos antes de los 40 años, y no volvió por allí para no atentar contra su sana audición.

Como catedrático enterado de las reformas universitarias y compenetrado con la mentalidad de es­ta época de conflicto y permanente choque, ausculta en sus alumnos la transformación de la humanidad. Se mezcla con la juventud y sus problemas para sentirse joven. Prefiere que lo quieran a que lo respeten.

Recorre todos los días buenas distancias a pie, como lo aconsejan los cánones de la salud, y su cuerpo, por eso, se mantiene vigoroso y elástico. No deja entrever los años que hoy le recuerdan los periódicos, y no se preocupa de la edad provecta porque sabe que esta es una ficción cuando la mente vive sana. Sigue los consejos de Lin Yutang que enseñan a los viejos a gozar de las emociones y retener las energías físicas. Recuerda que un corazón consentido es la mejor garantía para una vida abundante.

Es el suyo un corazón pleno de amistad y afecto. Gabriela, la afortunada esposa, ha sido la depositaria de un amor sin eclipses que le ha hecho crecer la dimensión del alma. «El amor, dice el maestro, es bueno porque tiene pasión, porque es conflictivo y porque realiza la confrontación de los sexos».

El corazón, entonces, es el gran motor que atrofia las fuerzas si se le deja debilitar, pero que engrandece la existencia cuando se le trata con cariño. Hay que llenarlo con amor para que responda con generosidad.

Germán Arciniegas es un privilegiado de la vida. Cuando a sus años otros están doblegados por la decrepitud, él exhibe energías y gozo para más largos recorridos. No quiere sentirse jubilado, porque sería tanto como convertirse en un mueble inservible. Es hombre activo que no entra en el deterioro del jubilado sin oficio. Ha escrito cuarenta libros y continúa trabajando con alegría en otros proyectos. No conoce la fatiga, y menos la pereza.

Su trayectoria le da lustre a Colombia por la profundidad y la donosura de su pensamiento. «El arte de la vida, escribió André Maurois, consiste en elegir un punto de ataque y en concentrar en él las fuerzas». Para qué agregar que este viejo ilustre, a quien se le dice viejo por afecto y no por evidencia, se adueñó del secreto de las fórmulas de vida certeras.

La Patria, Manizales, 12-XII-1980.

 

De leñador a político

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los pueblos suelen olvidarse de sus hombres preclaros. Cada generación crea sus propios líderes y desplaza, sin darse cuenta cabal, los símbolos que otrora hicieron la historia, o los sustituye a propósito para erigir nuevos arquetipos. Sobre todo en este desarraigo del hombre con su época, donde la juventud quiere romper hasta con los vínculos de la sangre en pretendido afán emanci­pador, los creadores de hechos memorables terminan envuel­tos en el polvo del tiempo y solo eventualmente, cuando ocurre algún súbito suceso, como la muerte, la gente reconoce silen­ciadas virtudes y rinde fugaces homenajes.

Creo que eso ha sucedido con Ramón Londoño Peláez, distin­guido médico y político que acaba de fallecer en Manizales, y en su niñez humilde leñador que demostró de lo que es capaz el hombre tenaz. For­jador de una larga época caldense que engrandeció con el talento del político fino, con él se separa un jirón de la historia del Gran Caldas. Luchó por su causa liberal con convicción y sin sectarismo.

Tuvo la satis­facción de verse premiado por sus conciudadanos con una amistad sin límites, y les co­rrespondió con generosidad desde los altos cargos que de­sempeñó, como la Secretaría de Salud Pública, la Secretaría de Gobierno, la alcaldía de Villamaría, varias veces la de Manizales, y la Gobernación de Caldas. Como presidente del Directorio Liberal, diputado, parlamentario y ministro de Salud Pública, puso siempre, por encima de mezquinos in­tereses, una mira muy alta de servicio a la comunidad.

Los conservadores, que tu­vieron en él al aliado res­petuoso y al contendor gallar­do, supieron de sus nobles programas ideológicos. Baste decir que La Patria, con su enhiesta bandera azul, gozaba de su amistad, porque él había sido formado para el diálogo civilizado y creador. En ese am­biente afectuoso y de exquisita categoría intelectual me tocó en suerte conocerlo, en diserta velada cultural que no podía es­tar completa sin la presencia de este hombre que lo mismo sabía de campañas políticas y so­ciales que de poetas y escritores famosos.

Para todo se prodigaba con elegancia y humanitaris­mo. La medicina fue en él un sacerdocio. No sucumbió ante el oscuro apetito enriquecedor y ejerció, en cambio, in­quebrantable solidaridad con el humilde y el menesteroso.

Ahora que en el país se añora al legendario médico de familia, una institución extinguida, no es posible que desaparezca otro de los pocos exponentes que aún nos quedaban sin rendirle emocionado tributo de admi­ración. Para fortuna suya, cam­pañas nacionales como la que adelantó contra la lepra, tu­vieron resultados elocuentes.

No quedaría completa esta reseña sin mencionar el rasgo más notable en la per­sonalidad de Ramón Londoño Peláez: su humor. Dotado de gran naturalidad en el trato, parecía surgir su sim­patía de una fuente inagotable de gracia, de recursivos apun­tes, de contagioso optimismo. Nunca se le vio abatido, porque conjugaba la vida con humor.

A sus adversarios de la lucha política los desarmaba con la frase ingeniosa y luego los ven­cía con su esplendente bondad. Fue un maestro de la risa espontánea. Su alma sencilla, docta en acariciar el gracejo penetrante, le mantenía radian­te el rostro y colmado el co­razón.

Por entre los cafetales de es­te Quindío que le insuflaba aromas puros, se abría paso, airosamente, con su pierna de palo. Con frecuencia nos lle­gaba de su sede manizalita en busca de paisajes y emociones campesinos. Se reía de la vida por haberse vuelto experto ad­ministrador de un apéndice por él mismo cobrado a la montaña que un día, en sus lejanos afanes de leñador, le había cer­cenado su anatomía.

Y a buen seguro que su último lance fue abrir las puertas incógnitas con su rodilla hechiza. Hombres como este merecen ser recor­dados con el mismo cariño que dispensaron a la humanidad.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1979.
La Patria, Manizales, 15-III-1979.