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Archivo para la categoría ‘Personajes singulares’

La lenta agonía de Pardo García

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

“No tiene salvación mi vida que se consume lentamente como un cirio mortuorio», me dice en una de sus últimas cartas. Nuestro excelso poeta, postulado al Premio Nóbel de Literatura, que pronto cumplirá 85 años de edad y que reside en Méjico desde el año de 1931, presiente que su fin se encuentra cercano.

Agobiado de dolores físicos y pavorosa angustia, casi paralizado y con pocos deseos de vivir, se sostiene con el recuerdo de su patria lejana y de los amigos que se comunican con él. Se extingue como una llama al viento, y Colombia ignora sus padecimientos. Es un ser solitario y amargado a quien nuestro país le debe la gloria de una de las poesías más bellas que se han escrito en el mundo.

Para que se tome conciencia de esta realidad dolorosa, quiero hacer pública mi ultima carta al poeta:

«Me pide usted que no le escriba más. Y agrega que su vida es ya una lenta agonía. Su corazón se encuentra traspasado por mil espadas de dolor, y al borde de la muerte.

«Precisamente por eso no voy a obedecerle. Deseo que mi voz colombiana, de amigo entrañable, penetre hasta su lecho de dolor y le diga: usted no morirá solo. Aquí está Colombia, aquí está este solícito vigilante de sus horas turbias, de sus negras noches de agonías inenarrables, con una palabra de aliento. Usted morirá, como Prometeo, con el vientre devorado por un buitre. Y siendo, al igual que él, inmortal como el fuego, no será devorado por la ingratitud humana.

«Usted es el Prometeo moderno que deja pirámides de civilización para que el orbe aprenda de su estro iluminado. Sufre en su potro de tormento, frente a una parca luju­riosa que lo asedia con respeto, y un día habrá de vencerla con estas pa­labras: Yo no soy materia. Mi cons­titución es el espíritu, mi universo el cosmos…»

La patria, con su paisaje, sus pá­ramos, sus ríos, sus montañas, su alma campesina, representa para Pardo García una de las entrañas más profundas de su esencia poética. Me cabe el honor de haber sido gestor ante él de la hermosísima página que escribió para la edición extraordi­naria, en noviembre pasado, de la revista Diners, y que luego repro­dujo Lecturas Dominicales de El Tiempo, titulada Imagen vegetal y dolorida de Colombia. Quienes la leyeron saben que se trata de su despedida de la tierra colombiana. El maestro sufre, y no hay dolor más grande que el de los poetas.

Más que de apoyo material, ne­cesita de la presencia espiritual de sus compatriotas. Hay que emprender una campaña nacional para que no muera como un desterrado. De este sentimiento se harán eco nobles colombianos como los si­guientes: Belisario Betancur, Otto Morales Benítez, Octavio Arismendi Posada, Maruja Vieira, José Chalarca, Horacio Gómez Aristizábal, Héctor Ocampo Marín, Juan Gossaín…

El Espectador, Bogotá, 5-VI-1987.

* * *

Misiva:

Sí, ciertamente, como lo he dicho tantas veces, es la última voz de la poesía universal que hizo de este bello instrumento del espíritu humano un conjunto sinfónico que todo lo abarca. Desde las lacerantes palpitaciones de los sentidos en busca de la temporalidad de los placeres dionisíacos, hasta la formulación casi metafísica de los enormes misterios ante los cuales se opaca la pupila de los seres humanos, Pardo se eleva a las estrellas para interrogar y buscar las formas de la gran armonía universal (…) Es por esto que el versátil poeta ha de ser considerado como un gran cantor del Universo, al igual que Einstein lo fue desde las frías cifras de las ecuaciones.

Plenamente conscientes de la edad avanzada de nuestro coterráneo, de la desolación atenazante de la soledad que carcome sus últimos días, nos reunimos un grupo muy prestante de intelectuales para organizarle un homenaje en la ciudad de Cali en el cual los colombianos hagamos el reconocimiento de su gloria (…) Armando Barona Mesa, Occidente, Cali, 10-VIII-1987.

Las lecciones de doña Bertha

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Doña Bertha, y ya sabemos de quién se trata, acaba de cumplir 80 años y no los revela. Mujer activa en sus labores domésticas, en el cuidado de sus jardines y en el ajetreo político, se le ha olvidado envejecer. Se mueve con nervio y desparpajo en los escenarios de la vida nacional, donde su opinión es original y valiosa. Y cuando necesita morder ciertas epidermis lo hace con la ponzoña de sus tábanos periodísticos.

Doña Bertha Hernández de Ospina Pérez es una institución en el país. Su influencia es indiscutible dentro de su partido, donde actúa como si tuviera categoría de expresidenta de la República, y también es oída con interés entre los liberales, ante quienes demostró su carácter decidido aquel lejano 9 de abril.

Desde entonces adquirió su propia personalidad. Se le vio desempeñarse con coraje en defensa de su marido, el Presidente amenazado por la turba desenfrenada, y también de las instituciones nacionales, que peligraban derrumbarse y postrar a la nación en el caos. Los sucesos abrileños no podrán reconstruirse fielmente sin la presencia de esta mujer de fibra antioqueña y de armas tomar, y se faltaría a la verdad histórica si se desconocieran su valentía y su inteligencia para afrontar la confusión de aquella hora dramática para la democracia.

Su ilustre marido, que parecía a la deriva en mitad del naufragio, sintió fortalecido el ánimo para resistir y combatir gracias a la solidaridad estimulante de su aguerrida compañera. En ese momento nacía un personaje con ribetes de leyenda: Doña Bertha, dama de pelea, pero también de raciocinio. Su perspicacia femenina superó muchos escollos y colaboró en muchas soluciones.

La Doña Bárbara de Rómulo Ga­llegos personaliza la epopeya de las duras e indómitas tierras venezola­nas, con el fondo de la mujer do­minadora y seductora, o sea, la am­bivalencia del ímpetu y el halago femenino. En Doña Bertha se com­binan el valor, la astucia y la gene­rosidad de la mujer colombiana, apta lo mismo para el combate que para el afecto.

Ella no encuentra diferencias entre conservadores y liberales, si bien sigue sus propias ideologías con convicción. «Yo no admiro a las personas por su partido, sino por su talento, por su trabajo y su honra­dez», precisa. Por el doctor Carlos Lleras Restrepo, a quien considera el colombiano más importante del momento, siente profundo aprecio. Y disiente con frecuencia de los jerar­cas de su partido, a quienes instiga para que organicen, sin egoísmos, una colectividad cohesionada. Le gusta hablar claro y esto mortifica a muchos. Sus verdades levantan ampolla, por lo penetrantes y cer­teras.

Es hoy doña Bertha la amorosa abuela que multiplica su afecto entre sus numerosos descendientes; que madruga a consentir sus orquídeas, dirigir la cocina y atender, como buena ama de casa, múltiples que­haceres; que participa con entu­siasmo en la actividad política, y que le queda tiempo para leer y escribir dos veces por semana su punzante columna El Tábano, venenoso insecto que pica donde más duele.

Mujer de diversas face­tas y simpática personalidad, dueña de excelente sentido del humor y temible ironía. A nadie le pide per­miso para opinar. Expresa sus ver­dades como las siente. Su carácter franco y desenvuelto se ha ganado el cariño de los colombianos.

El Espectador, Bogotá, 12-V-1987.

La sombra de Dalí

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Salvador Dalí, que ha ido extin­guiéndose como una exhalación, es hoy apenas una sombra. Los profa­nadores de la fama, que no se resignan a la inmovilidad de las bestias sagra­das, lo persiguen por todas partes, lo manosean y hacen malabarismos con la marchitez de su ilustre esqueleto. Se empeñan en buscar la llama de un cerebro que aún quisieran encendido para la genialidad, como si la chispa de la vida fuera imperecedera, y apenas logran presentarnos el fantasma que impresiona de tanta sequedad.

Salvador Dalí ya no vive. Vegeta, y esto es grave en los genios. Parece querer complacer a sus áulicos de cabecera mostrándose todavía extra­vagante —su actitud sideral— y a duras penas logra llamar la atención por sus desquicios otoñales. Obvio que si no se tratara del divino Dalí los periódicos no recogerían sus tristes lamentos. El astro ya declinó y es inútil colocarlo de nuevo en órbita. Es preferible dejarlo quieto, clavado en su hoya de momia inmortal.

Ya ni siquiera el pobre Dalí engarza el cielo con sus mostachos desafiantes. Estos se ven mustios y él no es el mismo: está desfigurado. Una cosa era el pintor con su actitud aérea y su cresta olímpica, y otra muy distinta la figura lánguida y desgarbada que acaba de aparecer en un periódico español, con la mano derecha en alto como señal de que aún puede pintar. «Todavía pienso», es la traducción exacta.

El solitario viejo se había quemado la mano maestra en un incendio de su habitación en el castillo de Púbol. Su torpeza senil, algo tan inevitable como la gloria que conquistó —y que tontamente pretende agrandar—, le impidió sofocar las llamas que se apoderaron de su lecho.

Ahora proyecta pintar en la Torre Galatea un inmenso laberinto. Las paredes irán recubiertas de huevos gigantes y la fachada, de panes a porrillo, miles de panes, millones de panes… El mismo Dalí, el esclavo de Miguel Ángel, se trepará con los utensilios por andamios y poleas para plasmar la fórmula celestial.

Se aislará en la pieza simple y desde allí dirigirá su obra postrimera. Eso es lo que se propone. El maestro todavía piensa. Su imaginación sigue calenturienta desde la quemada. Que los dioses lo lleven de la mano para que no termine con el cráneo destrozado en este banquete de yemas y panes colosales…

Hoy es un hombre reducido a la impotencia, aunque con el cerebro vivo. Sin duda es ésta su mayor desgracia. Lucha con la saliva como si fuera una secreción maligna. Es en ocasiones una sustancia espesa como el barro, que amenaza ahogarlo, y en otras le falta saliva para lubricar la boca y conducir los alimentos a la garganta. La lengua le patina en el fango salivar.

Esta permanente crisis lo mantiene en pugna con los alimentos y el estómago, como un tormento estático. En sus momentos de mayor sequedad le gustaría que le rociasen la boca con un spray y ambiciona «algo fresco, algo como menta, bombones de menta para mantener algo de saliva…”

Robert Descharnes, estudioso de la obra del pintor y uno de sus confiden­tes, así lo puso a hablar, agotándole la saliva, para que el mundo quedara enterado de que el genio no ha muerto. Son estos secretos de dormitorio que el cercano biógrafo, sin empacho, difunde por el orbe comodocumento excepcional, con el comentario lógico de que el divo vive y «su inteligencia y su genial imaginación todavía están en perfecto estado».

Hay algo de humor cruel en este cuadro clínico, elaborado por la impertinencia del amigo íntimo que nunca falta, y el mismo Dalí, al confesar sus torturas, ignora que se hace amargo. Quizá piensa que es un nuevo destello de sus exageraciones increíbles. Para eso es maestro de la desmesura.

*

Salvador Dalí ha muerto. No vive desde que murió su mujer. Las puntas de su bigote, famoso signo sensual, que parecían disparar balas ultrate­rrestres, hoy se muestran mustias. Desapareció el hombre. El fantasma todavía traga saliva. Pero el genio nunca perecerá.

El Espectador, Bogotá, 3-XII-1984.

 

El viejo Euclides

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No siempre se es viejo por los años. La edad cronológica es diferente a la edad mental, y cuando a los años ma­duros se llega con capacidad intelectiva, se es joven. Viejo también es el que ha perdurado en la amistad. Decir viejo, que en este caso es término cariñoso, no es lo mismo que decir decrépito.

Un grupo de intelectuales del país rindió en días pasados un homenaje en Armenia a Euclides Jaramillo Arango con motivo de cumplir 75 años de vida. Alguien averiguó a hurtadillas la fecha de nacimiento y la divulgó a los cuatro vientos de la ciudad, como yo lo hago ante el país entero, donde mi personaje goza de reconocida fama como perio­dista y escritor.

Siempre reacio a los reconocimientos y los homenajes, que lo joroban y lo desequilibran, como me lo confesó un día, hubiera declinado esta manifestación si no es porque lo asaltamos en su reposo.

Jaramillo Arango ha preferido la vida humilde y silenciosa y se ha mantenido protegido contra la adulación y la os­tentación. Le huye a la lisonja por lo mismo que él no la emplea con los demás. Y como su temperamento ha sido recatado y su alma generosa, prefiere los honores para los otros y elude los que él mismo se ha ganado a lo largo de su existencia constructiva y ejemplar.

Pero en esta ocasión no puede desa­tender la voluntad de sus amigos de las letras que acuden espontáneos al propio escenario de su creación artística a testimoniarle su voz de aplauso por lo que ha hecho y por lo que significa para la literatura colombiana. Y tampoco puede esconderse al abrazo de una ciudad que lo quiere y desea expresarle su admiración.

Nacido en Pereira, ciudad de la que fue alcalde en sus mocedades, es Armenia su segundo hogar. Aquí ha vivido la mayor parte de su vida y aquí ha realizado su carrera literaria. Su obra más importante —como elemento cí­vico, promotor cultural, catedrático, hu­manista— se ha cumplido en esta co­marca que forja hombres de progreso y es tierra fértil para el cultivo del ta­lento.

Euclides Jaramillo Arango es la mezcla perfecta de café, paisaje y literatura. Goza con la naturaleza –y la vida descomplicada y poética de los cafeta­les– lo mismo que goza con los libros —su remanso espiritual—. Escribir es para él, más que una terapia, el ejer­cicio vital que lo tonifica y lo mantiene en paz con la existencia.

Morirá, como Gautier, con la pluma en los dedos. Euclides Jaramillo es escritor de nacimiento, como otros son torpes de cuna. Y puede mostrar en esta cumbre envidiable de sus bodas de diamante lo que logra el pensamiento cuando va acompañado de la acción creadora. Gracias a esa vo­cación y a ese empeño deja numerosos libros en los géneros del cuento, la novela, la crónica,  la lingüística, el folclor, que engrandecen su nombre y le dan lustre a la ciudad.

*

Jaramillo Arango, el líder de la co­munidad, ha estado vinculado a cam­pañas como las de la creación del de­partamento, fundación de la Univer­sidad del Quindío e iniciación de la re­gional de Fenalco; fue presidente del Comité de Cafeteros y de la junta del Banco Cafetero; siempre ha actuado en la cátedra universitaria; y le ha dado aliento a cuanto suceso cultural o cívico se ha desarrollado en la región.

Es, por tanto, personero de su época y de su comarca. Armenia es su gran pa­tria sentimental. Nada tan propicio como refrendárselo en esta ocasión.

El Espectador, Bogotá, 31-XII-1985.

 

Blanca Cecilia

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gratas sorpresas se lleva el escritor cuando, como en el caso de Blanca Cecilia, lectora insospechada, descubre revelaciones que jamás había imaginado. ¿Escribir para quién?, es la pregunta intranquila que suelo formularme en mis ratos de incertidumbre, cuando pienso que al paso que lleva el mundo los lectores se agotan con la misma velocidad con que aumenta la frivolidad. Leer, leer con placer y raciocinio, no es una disposición de los tiempos modernos.

El problema del escritor no está tanto en saber para qué escribe, si ese ejercicio por sí sólo es un tónico para la inteligencia y un bálsamo para el corazón, sino en averiguar si sus palabras tienen destinatario y cumplen algún objetivo social. Se escribe para curar el hastío y ensanchar el alma. Se escribe para huir de los mediocres. Los libros y el simple garrapateo en los periódicos, siendo canales idóneos para la transmisión del pensamiento, se convierten en medios inmejorables de comunicación humana. ¿Pero el público sí recibe los mensajes, los digiere, los controvierte?

Ninguna vanidad me acompaña al narrar aquí un episodio personal que se vuelve motivador para mis colegas periodistas y escritores sobre la reali­dad de gentes escondidas que nos siguen los rastros. No hay ningún afán publicitario, sino un pretexto para estimular el penoso oficio de quienes escribimos para el grueso público.

Blanca Cecilia, lectora anónima que coincide con mis puntos de vista, quiso conocerme en persona. Había visto en el periódico la referencia sobre un libro mío que deseaba adquirir, lo que se convertía de paso en un acceso al autor. Supuso que me localizaría en El Espectador, donde me creía redactor de planta o contertulio habitual. Pero en dos llamadas sucesivas resulté allí desconocido. Con el tercer interlocutor obtuvo la certeza de que el columnista no era ningún fantasma y que además sería de fácil localización.

Mi incógnita lectora, que desde ya me producía inquietud, quedaba pendiente de mi llamada. Pero ésta sólo era posible a horas fijas, lo cual, sonando a misterioso, hacía crecer la fantasía. Dar con Blanca Cecilia fue más difícil que ella comprobar mi existencia.

Como su teléfono no contestaba, había que pensar en la trampa burlesca con que el público, protegido por el anonimato, se ríe de nosotros los pobrecitos escribidores de que habla Larra. Con bromas semejantes nos arman deliciosas aventuras y luego nos castigan por cándidos. Pero como la provocación puede más que la prohibición, no tardé en descubrir la residencia. Era una casa silenciosa y hermética, sin nin­guna señal de vida.

*

Al fin se entreabrió el postigo. Luego apareció la borrosa silueta femenina que se negaba a dejar de frente el rostro de la dama. Algunas hebras doradas de la abundante cabellera flotaban en el aire y una sugestiva mujer inquisidora, en esta Bogotá de las sorpresas y los peligros, más suspenso le creaba a la escena.

Me identifiqué, y ella se mostró solícita. Fue como si las sombras de la mansión se hubieran iluminado. Y seguí.

Blanca Cecilia es una anciana invá­lida que vive solitaria en un palacio, colosal para su soledad. Maneja con maestría la quietud de sus miembros atrofiados y tiene incluso horas establecidas para deambular, abandonando la silla y las muletas, por un espacio seguro de su tranquilo territorio. Ella misma se prepara  los alimentos y mantiene en orden y armonía el ambiente doméstico. “¿Para qué empleadas del servicio si éstas no se consiguen y son un problema mayor que tenerlas?”, argumentó.

Sería, por estos indicios, una mujer afligida y neurótica. Tal vez una excéntrica millonaria que, como Howard Hughes, se mantiene aislada de los contagios y la gente. ¡Nada de esto! Es una septuagenaria inválida —ya a esta edad la mujer confiesa sus años— que se ha quedado sola y sin embargo vive alegre y saludable. A pesar de su postración física hace ejercicios circulatorios por la casa (y por eso la hora de pasar al teléfono es restringida).

Quedé sorprendido con su vitalidad y su entusiasmo. En su cuerpo y en su espíritu la senectud está derrotada y la supervivencia, garantizada. “Hasta los cien años”, me dice con optimismo. He aquí el personaje íntegro, el anciano glorioso que pregona Gonzalo Canal Ramírez en su libro Envejecer no es deteriorarse.

¿Su secreto? Ya lo habrán adivinado los lectores que siguen el relato, de pronto por camino equivocado. Mi recién descubierta amiga es lectora voraz. Sus horas de soledad, que para otros son catastróficas, Blanca Cecilia las llena de lecturas exquisitas y música selecta.

Conforme recorro los estantes de su biblioteca surgen en envidiable profusión los clásicos de todas las épocas. La feliz señora, una brillante excepción en nuestro mundillo de mínimos lectores, se emociona hablándome de libros y personajes y se detiene en pasajes enteros que la apasionan y no le permiten declinar el ánimo.

Cuadros, porcelanas, diversas expresiones artísticas refulgen en el espacio encerrado y mágico que el mundo externo ignora y son el marco ideal de su alma en constante combustión espiritual. Me muestra de salida el arrume de periódicos. “El Espectador –me dice– es mi solaz diario. Yo distingo a los columnistas, califico sus escritos y diferencio los estilos. Vivo las emociones del periodismo y los libros…” Salí complacido con su ejemplo y me propuse compartir con mis lectores tan saludable experiencia.

*

¿Para quién se escribe?, fue la pregunta inicial. El desconsuelo de la escritura, que a veces nos golpea, tal vez no existiera si pensáramos en las Blancas Cecilias, recónditas hadas madrinas que todos tenemos vigilantes en las vueltas del camino.

El Espectador, Bogotá, 10-XII-1984.