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Archivo para la categoría ‘Personajes singulares’

Don Manuel y el café

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Fondo Cultural Cafetero ha puesto en circulación el libro Historias económicas del café y de don Manuel, del que es autor Otto Morales Benítez. Es un detenido estudio sobre los antecedentes y el desarrollo de la historia del café alrededor de un personaje de leyen­da, a quien se conoció en el mundo internacional del grano como Mister Coffee, don Manuel Mejía.

Morales Benítez, que tanto ha profundizado en los hechos y en los hombres notables que forjaron la gloria del Gran Caldas, repasa ahora esta extraña personalidad, de difícil repetición en los tiempos actuales, que du­rante 20 años protagonizó, como gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, uno de los liderazgos más prolon­gados y más auténticos del país, con resonancia en el resto de naciones cafeteras. Era considerado  el líder de mayor prestigio en el ramo, y tanta era su autoridad, que los mercados del mundo se movían con sus fórmulas maestras. Se le respetaba y se le temía al propio tiempo.

Huérfano de padre a los dos años, crece al lado de su abuelo José María Mejía, pionero de la industria cafete­ra en Caldas, uno de esos robles de antaño que había apren­dido de la vida práctica a hacer empresa grande y a irra­diar en los suyos las virtudes del bien y del progreso. El viejo leía cada ocho días, al calor de la armonía hogareña, el que había bautizado como «Re­glamento para el gobierno doméstico de la familia de la casa», toda una constitución que inculcaba principios, imponía deberes y formaba a los miembros del clan con las reglas del buen ciudadano. Una de esas normas acon­sejaba como hora propicia para acostarse la de las nue­ve de la noche, y para levantarse la de las cinco y me­dia de la mañana, en el caso de las mujeres; y para los hombres un sueño más breve.

Don Manuel, apelativo de respeto y cariño que adquirió para toda la vida, aprendió de su abuelo el or­den y la disciplina que más tarde implantaría en su carrera de negocios, lo mismo que el dominio del ca­rácter y la templanza de la voluntad. Cuando en 1916 es nombrado gerente del Banco del Ruiz, cargo que desem­peña hasta 1925, ostenta condiciones sobresalientes de moralidad, imaginación y buenas maneras; con estos dones manejaría años después los complicados hilos del mercado cafetero del país.

Antes de llegar a tan alto designio había quebra­do dos veces en sus negocios particulares. Primero co­mo exportador de café en Manizales y luego como comerciante en Bogotá. La crisis de los años 30 le deja serias desgarraduras. Viaja a Honda, a la edad de 43 años, abatido y solitario, y allí se recupera, de nuevo en la actividad del café. Alfonso López Pumarejo, que lo ha­bía conocido en Manizales siendo los dos negociantes del grano, y que ahora es presidente de la República, lo escoge de la terna –con cierta oposición del gremio cafetero– pera ser el gerente de la entidad. Así se inicia este liderazgo de 20 años, hasta que la muerte lo fulmina el 10 de febrero de 1958, en su propio escrito­rio, de un paro cardíaco.

Había recibido la Federación sin recursos y con pre­cios deprimidos en los mercados internacionales. Con este reto se lanza a la empresa audaz de rehabilitar un organismo postrado, tarea que cumple en forma asombrosa hasta situar a Colombia como modelo mundial de produc­ción. Al país le crea conciencia cafetera. Del silencio y la discreción hace sus armas más poderosas para ganar todas las batallas, incluso las de superación de sus quiebras enriquecedoras.

Nacen bajo su administración el Fondo Nacional del Café, la Flota Mercante Grancolombiana, el Banco Cafetero y la Compañía Agrícola de Seguros. Amplía los Almacenes Generales de Depósito y los llena, como en un cuento fantástico, con los granos multiplicadores de la rique­za colombiana. «Necesitamos un fantasma como don Ma­nuel», gritan en el Brasil. Lleras Restrepo, que como ministro de Hacienda en 1939 había librado con él gran­des combates –entre ellos, el del Pacto de Cuotas–, lo llama «hombre sin tacha, discreto, afectivo y efectivo, buen amigo».

Este libro de Otto Morales Benítez cumple dos obje­tivos primordiales: honrar la memoria de un caldense y un colombiano ilustre y enriquecer la bibliografía ca­fetera.

El Espectador, Bogotá, 12-XII-1990.

 

Homenaje a Germán Arciniegas

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En forma intensa y sin olvidar detalle trabaja la junta organizadora del homenaje nacional que se tributa­rá al maestro Germán Arciniegas el día 28 de febrero en el Hotel Hilton de Bogotá. El país estará represen­tado en el acto. De diferentes regiones vendrán gober­nadores y sus secretarios, rectores y profesores universi­tarios, representantes de academias, de centros de histo­ria y de entidades culturales. El mundo intelectual rodea­rá de aprecio a este milagro de supervivencia que ha en­trado, juvenil y eufórico, en el año que marcará, el 6 de diciembre, 90 campanazos de su existencia creadora.

Germán Arciniegas, el escritor colombiano más traduci­do a otros idiomas junto con Gabriel García Márquez, ha sido el cantor por excelencia del continente americano. América entera, comprendiendo a Estados Unidos y Canadá, es para él cofre mágico de donde ha extraído leyendas e historias fantásticas no vistas por otros escritores. Su pluma castiza, salpicada del humor juguetón y vitalizante de su personalidad, ha creado un continente re­mozado, partiendo desde su descubrimiento hasta los días actuales, donde nada se ha escapado a la penetración del historiador y el humanista. Y le asigna, en uno de sus libros, un título alucinante: El Continente de siete co­lores.

Arciniegas ha descubierto otra vez a América. Su li­teratura americanista encerrada en numerosos tomos y ensayos sueltos ha escrito una gran novela sobre esta tierra de fabulación y maravillas, de sufrimientos y tor­turas, y también de esplendores, que a pesar de apro­ximarse a sus 500 años de vida permanece virgen en muchos de sus inexplorados secretos.

Para él ha sido una obsesión hablar de América. Su primer libro, El estudiante de la mesa redonda, publica­do en 1932, se convertiría en el introito de este tema inagotable. Las primeras palabras del libro abren con optimismo la aventura del descubrimiento:

«Metámonos en la taberna de la historia. Que vengan aquí, a la mesa redonda, y a conversar con el estudiante de Amé­rica, estudiantes de todos los tiempos. Nadie se escan­dalice: nunca tuvimos sitio más decoroso para platicar: siempre en los bodegones, en los desvanes, en las taber­nas nos sorprendieron la muerte o la alborada cuando más henchido teníamos el ánimo de empresas generosas y la emo­ción vibraba en las palabras».

Por esta vocación y esta devoción irrenunciables ha recibido el título preciso: Hombre de las Américas. Otto Morales Benítez, que le ofrecerá el homenaje, recordará, y además demostrará, hasta qué grado el maestro se confunde con la propia tierra americana. Arciniegas es América. Es como un roble gigante que se extiende de nor­te a sur para proteger contra los piratas y los aventu­reros el territorio de los mitos y las leyendas. Terri­torio de esclavos, de tiranías, de imperios derrotados, donde todavía pululan los reyezuelos de sanguinarias dic­taduras tropicales, es al propio tiempo un edén y una en­soñación. Arciniegas lo ventila a los cuatro vientos con su prosa llena de gracia y lozanía.

La pasión de América es para el maestro un estado del alma. El continente le hierve en la sangre y se le suble­va en el corazón. Lo quiere grande y a veces se le desfigura en medio de las reyertas y las ambiciones de la opresión. Su espíritu libre rechaza la esclavitud.

Esta vitalidad asombrosa con que Germán Arciniegas arriba a la edad nonagenaria, como uno de esos bajeles de la conquista americana, se la otorga con creces su espíritu joven. Maestro de juventudes, como que todavía se mezcla con ellas en la cátedra y en las mesas redondas, aquí lo tenemos, pleno de energía, como una reliquia del país.

El Espectador, Bogotá, 21-II-1990.

Teresa Cuervo: una lección palpitante

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue mujer excepcional. Al lado de Carlos Cuervo Márquez, su padre –político, ministro, parlamentario, diplomático y hombre de letras–, aprendió hondas leccio­nes de vida. Viajera constante, se impregnó de cultura y de experiencias diversas y asimiló el movedizo y edi­ficante mundo de la diplomacia. Cuando él murió en 1930, siendo embajador en Méjico, su hija sintió que el mundo se le había partido en dos.

Teresa Cuervo Borda, que a los veintidós años era una inquieta estudiante de pintura, sorprendió a la recatada sociedad bogotana de principios del siglo con la apari­ción, entre escandalosa y revolucionaria, de la primera mujer que en Colombia dibujaba desnudos. Ya desde enton­ces reflejaba un rasgo sobresaliente de su personalidad: la independencia y la audacia. En Méjico tomó ciases de pintura del maestro Armando Dreschler, con quien estuvo a punto de casarse, y allí forjó, entre la vida social y la labor artística, la sólida estructura para lo que sería en Colombia su desempeño como fundadora del Museo de Arte Colonial y directora, por espacio de 28 años, del Museo Nacional.

Luchando contra la penuria de las finanzas y los esco­llos propios de organizaciones en formación, esta dama intrépida, que no había nacido para la quietud, le ponía claridad a todo cuanto tocaba. La firmeza de su carácter y el sutil encanto de sus dotes femeninas le abrían las puertas de los gobiernos y el corazón de los hombres. Talentosa y culta, discreta y batalladora –e irradiando siempre ese charme francés que le hacía ganar admiracio­nes por todas partes–, Teresa fue la gran ejecutiva de su época, cuando la mujer apenas se atrevía a abrir el portón de la casa paterna.

En 1942 creó la Sociedad de Amigos del Museo de Ar­te Colonial. Conforme crecían las donaciones y progre­saban las salas de artistas, el patrimonio cultural se afianzaba más en Colombia. Ella trajo la primera exposi­ción de originales de Goya, Watteau, Pantoja de la Cruz, Bassano, Ribera y otras celebridades.

En 1944 fue invitada por Estados Unidos a inter­cambiar conocimientos con los bibliotecólogos, directo­res de archivos y de museos del país. Allí fue objeto de grandes homenajes y al cabo de varios meses regresó a Co­lombia con la riqueza de nuevos descubrimientos. Su nom­bre tenía trascendencia internacional.

En 1946 fue nombrada directora del Museo Nacional, car­go que desempeñó hasta poco antes de morir. Le correspon­dió transformar el antiguo Panóptico, donde eran guardados los mayores delincuentes del país, en templo del ar­te. Venció todos los obstáculos hasta lograr consolidar una obra inmensa, orgullo hoy de la nación. Teresa Cuervo Borda hizo de su apostolado una norma de vida. Y de su virtud, una lección palpitante.

A la muerte de su padre pasó por una dura época de es­trechez económica, que resistió con fortaleza y dignidad. Era toda una dama, amable y encantadora, que derrotaba los infortunios con el temple de su alma. El recuerdo del gran amor de su vida, el capitán de barco Collins, de origen inglés, siempre la acompañó y la fortaleció. Poco antes de morir (a los 86 años) le pidió a Elvira, su so­brina predilecta –Elvira Cuervo de Jaramillo, la política de hoy–, que le bajara del armario unas cartas y unas fotos. Eran de Collins, que había continuado escribiéndo­le y amándola. Un dulce amor secreto, que Teresa se llevó a la tumba: dispuso que las fotos y las cartas fueran en­terradas con ella, como así sucedió.

Varios gobiernos extranjeros la habían condecorado por su prestancia internacional. El nuestro le concedió en dos oportunidades la Cruz de Boyacá, en las administra­ciones de Carlos Lleras Restrepo y de Misael Pastrana Borrero.

*

Al cumplirse en 1989 el centenario de su nacimien­to, se unieron el Ministerio de Educación Nacional, la Fundación Beatriz Osorio, la Sociedad de Mejoras y Or­nato de Bogotá, Salvat Editores y Villegas Editores, bajo el entusiasmo de Elvira Cuervo de Jaramillo, para ren­dir a la dama ilustre un hermoso homenaje en el libro que lleva por título Teresa Cuervo, el que cuenta con prólogo de Álvaro Gómez Hurtado. Su autor, Juan Luis Mo­reno Carreño, ha escrito, en galano y descriptivo lenguaje, la afortunada semblanza sobre esta mujer de alcur­nia –descendiente de José Ignacio de Márquez y de Rufino José Cuervo– que es reconocida por la historia como la pionera del arte en Colombia.

El Espectador, Bogotá, 30-XII-1989.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nos. 46-47, enero-abril/1990.

 

Un filántropo quindiano

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Braulio Botero Londoño nació en La Unión (Antioquia) pero desde niño se estableció en el Quindío. Circasia se convirtió en su segunda patria chica. Viajero de diversas geografías, tanto de Colombia como del mundo, siempre mira hacia el Quindío como  su horizonte sentimental. En esta tierra de cafetales y hombres de trabajo ha librado sus batallas de libertad y ha visto coronar sus sueños de grandeza.

Sufrió cárceles, persecuciones, estrecheces económicas. Conoció en toda su intensidad la violencia política. Ocupó una de las secretarías de la Go­bernación de Caldas y fue alcalde de Armenia. En todas partes dejaba vestigio de su contextura como hombre de ideas y de progreso.

Braulio, que siempre se ha definido como librepensador —discípulo de Voltaire y sus fórmulas de libertad—, un día se enfrentó, en la bella y tranquila población de Circasia, al fanatismo de la Iglesia retardataria que hacía discrimi­naciones para enterrar a los muertos. Eran los tiempos en que se negaba la sepultura en los cementerios católicos a los suicidas, los librepensadores o quienes murieran en estado de pecado, a criterio del señor cura.

Miguel Botero, su padre, había donado un lote para la construcción del cementerio laico. La idea tomó fuerza y dio origen al Cementerio Libre, fundado el 28 de agosto de 1932, que nacía como respuesta a la actitud de la Iglesia y que desde entonces se designa como «un monumento a la libertad, la tolerancia y el amor». Braulio Botero Londoño ha sido su principal mentor y sostenedor.

Alrededor del Cementerio Libre, convertido en ver­dadera obra de arte, y que está despojado, en medio del hermoso paraje florido y pas­toril, del sentido de la muerte, existen veinticinco cuadras de terreno donadas por Braulio para el funcionamiento de una guardería infantil y un sa­natorio para enfermos menta­les, lo mismo que para la cons­trucción de hornos cre­matorios para todo el Quindío, obra que ha sido propuesta al gobierno departamental y que será, sin duda, acogida en corto tiempo.

Este personaje de provincia, al mismo tiempo lugareño y trotamundos, poseedor de vasta cultura forjada en la vida práctica —entre sudores, viajes y lecturas—, es uno de los ma­yores valores del Quindío. Amasó, gracias a su labor in­fatigable y su visión porten­tosa, respetable fortuna.

Pero no siguió el camino de la mayoría, que hacen de la ri­queza un medio de egoísmo y explotación, sino que ha com­partido la buena suerte con los seres desdichados. Nació para ser bondadoso. Y pasará a la historia como el mayor filán­tropo del Quindío, lo que es bastante decir, ya que el quin­diano es por naturaleza abierto y humanitario.

«Siempre he preferido conseguir un grano de amor que una tonelada de  oro», es frase suya que tengo enmarcada como definidora de su alma grande.

La Fundación Braulio Botero Londoño, que funciona desde hace varios años con estatutos claros y vida jurídica y económica muy despejada, ha recibido buena parte de sus bienes para seguir incrementando el servicio a la humanidad. Braulio, que es un filósofo del dinero, entiende que cuando éste se desvía causa desastres. Leo, en el reportaje que le hace una revista caleña, estas sabias definiciones:

“El interés destruye los afectos, el dinero corrompe los más nobles principios. Donde hay dos hombres hay una discusión reclamando para sí lo mejor. Siempre he procurado no tener negocios con personas que están cerca de mi corazón».

*

Cuando recibí la invitación formulada por el gobernador del Quindío para la imposición de la Orden del Café, en la inauguración de la Casa de la Cultura en Circasia, en verdad sentí no poder concurrir al acto. Conozco a fondo la dimensión de este espíritu generoso, salido de lo común en momentos de avaricias y pequeñeces, que hoy se encumbra sobre los aires libertarios de Circasia y sobre los vientos frescos del Quindío como ejemplo de desprendimiento para los ricos de Colombia.

Braulio emerge de la tierra cafetera como lo que ha pregonado para su Cementerio Libre: libertad, tolerancia, amor.

El Espectador, Bogotá, 7-VI-1988.

 

El cafecito de Osuna

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo que Cosas del Día del periódi­co El Tiempo encuentra como humor sombrío en algunas de las caricaturas de Osuna, se trata, en realidad, de la fibra más mordaz de su ironía in­vencible. El autor de la nota, que se deja dibujar en ella con calzonarias completas, elemento que ya no se usa pero que distingue a quien lo carga, admira sin embargo a su crí­tico contumaz y alcanzó a lamentar su retiro momentáneo de las páginas de El Espectador.

Osuna dijo que salió a tomarse un tinto para luego regresar. Hay en su disculpa, muy a la bogotana, algo más que una explicación de cortesía. Algo incomoda al maestro, y apenas lo deja deslizar entre líneas. Pienso, y me voy a tomar esa libertad de in­terpretación, que desde la muerte de Guillermo Cano —su oráculo y su álter ego— Osuna quedó partido en dos. Permanece perplejo, como por lo demás ha sido su posición ca­racterística ante el país en banca­rrota.

Creó a Lilín de una costilla suya para que le ayudara a soportar el desencanto, pero el hijo, rastrillado entre luces de bengala y lágrimas decembrinas de estupor, se mantiene ofuscado. Abortado en el fragor de la descarga alevosa, carece de completo equilibrio para estar en pie.

Lo hemos visto merodeando entre escombros, con ojo confuso y paso vacilante, como queriendo zafarse de los pantalones de su papá, pero no se atreve. Algún día será hombre. Ahora es sólo un pichón, y el país, con sus monstruosidades, le queda grande. Lo asusta, y él todavía no está hecho para espantos.

Por eso, Osuna salió a tomarse su taza de café, que en Bogotá llamamos el cafecito, con Lilín de la mano. A él apenas ha comen­zado a enseñarle el lenguaje nacional. A mostrarle cómo es Colombia, país de fantasías infantiles y fan­tasmas nocturnos. Lo llevó hasta la curva del arrebato y entre los dos rezaron un padrenuestro por el abuelo.

Por el abuelo de Lilín, porque la criatura no vino al mundo tan desprotegida, a pesar de haber nacido de una bala. Es posible que en aquella vuelta en U, donde nadie logrará borrar la sangre más igno­miniosa de la libre expresión, el pe­queño se vuelva grande. Abra los ojos a lo insospechado. Por ahora su padre,  compadecido de la pequeñez, tiene temor de que su retoño crezca más de la cuenta. Le duele herir los sueños infantiles.

Tanto el cafecito de los ejecutivos como el de los caricaturistas esconde algo recóndito, a veces de difícil descubrimiento. También los nego­cios se mueven con olor a tinto, y no siempre salimos bien librados de una gerencia comercial. Muchas veces las ilusiones se esfuman entre aromas de cafetal y sorbos calurosos. El cafecito de Osuna ha sido de frustración.

Pero ya regresó a marcar tarjeta en la empresa nacional. Está bien que lo hubiera hecho antes de que ésta, de pronto, se acabara. Hay una protesta egoísta del público cuando el maestro de 25 años de fogueos nutridos se va de descanso: es el temor de que se queme el rancho en su ausencia.

*

Nunca la misión del caricaturista está concluida. La guerra de Marte no terminará jamás en el mundo. Seguimos siendo egoístas. Tal vez por aquello de que Osuna sólo hay uno. Creo que Hersán llegó a sufrir cierta desolación durante la ausencia al alcanzar a presentir que le haría falta aquel cosquilleo entre delicioso y sombrío que le causaban las punzadas ponzoñosas. Y hasta es posible que hubiera pensado colgar, ya por innecesarias, sus calzonarias geniales.

El Espectador, Bogotá, 16-VI-1987.