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Archivo para la categoría ‘Personajes singulares’

Un pastor benemérito

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 70 años, el 20 de abril de 1935, nacía en Bogotá, dentro de un hogar boyacense de acendrados principios religiosos, el presbítero Jorge Medina Escobar. Terminado su bachillerato en el Colegio San Bartolomé-La Merced, cursó dos años de derecho civil, carrera que abandonó para adelantar   estudios de filosofía, teología y derecho canónigo, disciplinas desarrolladas en la Universidad Javeriana, el Colegio Eclesiástico Aloisiano y la Universidad Gregoriana.

Su vocación, que al principio se inclinó por la abogacía, estaba equivocada: sería sacerdote, título que obtuvo luego de sólida preparación y firme convicción acerca del destino que le correspondía cumplir en la sociedad.

En 1963 recibió la ordenación sacerdotal de manos de monseñor Baltasar Álvarez Restrepo, obispo de la diócesis de Pereira, donde inició su ministerio católico. El joven clérigo llegaba a conocer en el Antiguo Caldas la comarca floreciente, de gente sencilla, laboriosa y acogedora, cuyo espíritu abierto y franca simpatía cuadraban con la manera de ser del nuevo pastor de almas. Ese ‘bautizo’, como he de llamarlo a fin de situarme en el clima  apropiado para ambientar esta nota, significó el feliz comienzo de su vida eclesiástica.

El resto de su ejercicio lo cumplió en Bogotá, con ejemplar entrega a sus actividades, en las que dejó huellas de su dinamismo y entusiasmo, don de gentes y destacadas ejecutorias. Comenzó como notario del Tribunal Eclesiástico, y a lo largo del tiempo ha sido capellán de los colegios Teresiano y La Enseñanza; capellán-profesor de las universidades de La Salle y Jorge Tadeo Lozano; capellán de la Industria Militar, del Batallón Miguel Antonio Caro, del Batallón Guardia Presidencial, de la Escuela Logística y del Batallón de Mantenimiento del Ejército, y profesor de la Escuela Militar de Cadetes.

En esta labor desarrollada entre la docencia y la capellanía corrieron más de 30 años, y conforme avanzaba el tiempo y surgían otros compromisos, iban quedando atrás algunos de los nexos adquiridos con planteles de enseñanza e instituciones castrenses, hasta que a la postre, con la satisfacción del deber cumplido, entró alborozado a la época gratificante del retiro.

Pero no del retiro absoluto, porque continúa desempeñando una de las funciones más preciadas de su apostolado: la de celebrar durante los 20 primeros días del mes la misa de mediodía en la parroquia de Santa Ana, barrio de Teusaquillo, oficio que cumple desde hace 36 años. Y también la de realizar en la misma parroquia las exequias de la una de la tarde. Además, en el conjunto residencial donde reside celebra los domingos, desde hace 16 años, misas a las 10 y a las 12 del día, de las que se benefician los vecinos de los sectores aledaños.

En el territorio de Santa Ana, este clérigo simpático y encantador (a quien en familia le damos el diminutivo cariñoso de Jorgito, por su afabilidad, sencillez y espíritu de servicio) es todo un personaje. Podría decirse que el mismo aprecio de que goza entre los vivos, también lo tiene entre los muertos, pues son incontables las almas que han recibido de sus manos, con una palabra de consuelo y esperanza, la despedida hacia el otro mundo.

En nuestro ámbito familiar, su ministerio ha estado presente en cuanto bautizo, enfermedad, matrimonio o defunción se le llame: esa es la ventaja de contar con sacerdote propio, dispuesto siempre a dispensar el bien.

En medio de su itinerario entre militares y estudiantes, que le ha absorbido gran parte de su vida, las anécdotas que han surgido son numerosas. Poseedor de exquisito sentido del humor, en las reuniones sociales sobresale por su vena chispeante y sus cuentos picantes. Acostumbrado a tratar presidentes y altos personajes y a conocer lo mismo las cumbres del poder que los abismos de la miseria, su visión humana no puede estar mejor cimentada. Por eso, en sus homilías resuenan los problemas sociales con el vigor y la elocuencia del gran orador sagrado que siempre ha sido.

La Presidencia de la República, en los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco, le otorgó brillantes condecoraciones, como también lo hizo el Comando General de las Fuerzas Militares. Y las universidades donde estuvo vinculado reconocieron sus servicios con muestras de gratitud.

Tras largos años de investigación, en 1992 publicó el libro Raíces familiares, que recoge nuestros ancestros Medina, Calderón, Escobar y Corso, obra que motivó nuestra primera reunión de familia, con más de 400 asistentes. Por dicho trabajo supe que la palabra “Medina” viene del árabe y significa “Ciudad”.

Se me ocurre pensar que el padre Jorge Medina Escobar, obediente a su apellido, representa el pastor auténtico del mundo moderno alojado en los territorios de cemento, donde se agitan las grandes desigualdades sociales. Ahora entiendo por qué prefirió ser sacerdote y no abogado.

El Espectador, Bogotá, 14 de abril de 2005.

El príncipe de las extravagancias

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Michael Jackson, el llamado “rey del pop”, es un ídolo arrollado por la fama.  Cuánto daría él en su mundo erróneo, y aclamado por multitudes de fanáticos, por tener un minuto de felicidad. Su mala estrella no le permite gozar de un instante de sosiego. En medio de sus millones de dólares, compadezco al pobre Jackson y no deseo estar metido en su piel. Tal vez el signo más distintivo de su desequilibrio mental resida en el cambio de piel y en la rectificación de la nariz y la barbilla que se hizo practicar hace varios años, para pasar de negro a blanco y adquirir otra imagen.

Con dicha metamorfosis tuvo una negación de sí mismo y un desprecio de su propia figura. Esta duda patológica sobre su identidad se manifiesta en su personalidad desubicada que lo lleva a sentirse a veces hombre y a veces mujer. Su mente vive en conflicto y no logra captar la realidad. Su mundo es fantasioso y lleno de telarañas. De niño, su padre lo golpeaba para que aprendiera las clases de coreografía y cantara mejor. La violencia paterna lo apegó al afecto de la madre, y este complejo lo mantiene todavía en el mundo de la niñez, a sus 44 años de vida. Es posible que de ahí no salga nunca. Si fuera sólo niño, lo envidiaría. Pero es un niño traumatizado. ¡Pobre Jackson!

Una prueba de su anormalidad es la atracción que muestra por los niños, la que lo ha llevado a cometer acciones aberrantes, condenadas por las leyes penales de todo el mundo. Parece que él no es consciente de esa conducta y confunde el sentido de la ternura con el abuso sexual. Ha logrado eludir graves denuncias de pederastia gracias al poder del dinero y a su inmensa popularidad, lo que le ha permitido proteger sus inclinaciones malsanas.

Hace diez años afrontó una acusación por el atropello de un menor de edad, pleito del que salió airoso mediante el pago de una suma millonaria. Dicha cifra, según rumores, se sitúa entre quince y cuarenta millones de dólares, con la que anestesió la conciencia de los padres de la víctima. Ahora le aparece otro caso similar, por el que entró con las manos esposadas a una comisaría de Las Vegas, de donde salió una hora después haciendo la señal de la victoria, después de pagar una fianza de tres millones de dólares.

Acto seguido tomó su jet privado y regresó ufano a grabar su última canción: “Otra oportunidad”. Título que se convierte en una ironía, considerando la forma descarada como maneja su comportamiento y se enfrenta a los tribunales. Parece, sin embargo, que esta vez no se librará del rigor de las leyes. Hay quienes sostienen que ha llegado al final de su carrera.

Desde luego, él no lo cree así. Sostiene que es inocente y que todo lo que ha hecho es dormir con niños, pero sin tocarlos. También es de su autoría la siguiente frase: “Si no hubiera más niños en la tierra, si alguien anunciara que todos los niños están muertos, me tiraría desde un balcón”. Hace poco, mostró a su tercer hijo ante una multitud de fanáticos, en un  balcón de Berlín, exponiéndolo a serio peligro en el vacío.

Jackson ha perdido la noción de lo que significa el respeto a los niños y de seguro cree que el abuso sexual es muestra de afecto. Por eso, tampoco respeta la sociedad. Como su mundo y su mente siguen siendo infantiles, instauró en su finca Neverland, con un costo exorbitante, fantásticas diversiones para la niñez, de las que, obvio, él mismo participa. Y tiene a Peter Pan como su ídolo mayor. Aquí es donde coinciden los siquiatras en diagnosticar su falta de identidad, que lo lleva a cometer delitos sexuales sin reparar en ellos, los que luego pretende borrar con dinero. Este monstruo de la sociedad  moderna, como lo es en Colombia el cantante Diomedes Díaz, cifra su imperio en la idolatría de las multitudes que aplauden sus extravagancias y perdonan sus transgresiones morales.

Jackson era uno de los artistas más ricos del mundo. Su patrimonio se calculaba en 750 millones de dólares. Pero su carrera de derroches, junto con las cifras astronómicas que paga por evadir la justicia, lo llevan hoy a la ruina. En las Vegas gastó 10 millones de dólares en perfumes destinados a Elizabeth Taylor, su mejor amiga, y adquirió para él un reloj de dos millones, que nunca pagó.

El mantenimiento de Neverland y la nómina de sus 120 empleados le representan un costo exagerado. Se dice que sus deudas pasan de 200 millones de dólares. Parece que en su mundo agresivo, repugnante y estrafalario, perdió todas las oportunidades para retener unos pocos dólares de felicidad. ¡Pobre Jackson!

El Espectador, 29 de enero de 2004.

El general en su gloria

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La última vez que me vi con el general Antonio Medina Escobar fue en unos funerales de familia. A su habitual distinción se sumaban el regio atuendo y el airoso sombrero a la usanza de los viejos tiempos de la aristocracia inglesa. Mi esposa, tan admiradora de la elegancia, le dijo que su porte mostraba al perfecto dandy, y yo halagué su bizarría comparándolo con un lord de otoñales arreos.

Sonriente, nos dijo que venía vestido como para un encuentro real con nuestra parienta la muerta. Dos meses más tarde, ante el repentino deceso de Antonio, y con aquella imagen grabada en el recuerdo, se me ocurre pensar que con ese talante caballeroso, distintivo de su exquisita personalidad, penetró ufano en la morada eterna.

Su retiro del Ejército se produjo en 1980, luego de brillante hoja de servicios cumplida por espacio de treinta años y engrandecida con alta eficiencia, claras dotes intelectuales y acendrados principios éticos y morales. El general Jaime Valderrama Gil, compañero suyo de arma, lo recordó en la oración fúnebre como el muchacho entusiasta que en enero de 1949 ingresaba a la Escuela Militar de Cadetes con su maleta de ideales juveniles y el alma abierta a los rigores y las conquistas del destino castrense. Su inteligencia y dedicación al estudio y el trabajo lo llevarían a ocupar el primer puesto de su promoción.

En vista de su ejemplar desempeño, fue escogido para adelantar la carrera de ingeniero químico en la Academia Militar de Chile, de donde volvió con honores para ocupar destacadas posiciones en la rama logística del Ejército. Allí brindó su concurso decisivo en la reorganización de la Industria Militar, cuya gerencia ocupó con lujo de competencia.

Otras posiciones por donde pasó fueron las de director de adquisiciones, intendente general del Ejército, profesor e instructor en especialidades propias de su carrera. Con “Paso de vencedores”, el lema de infantería, logró todas sus victorias. Incluso la del matrimonio, acontecimiento memorable sobre el que es oportuno hacer un gracioso comentario.

Debido a su corta edad de 22 años, cuando se fue a estudiar a Chile, y temeroso de que sus superiores no le autorizaran el matrimonio con su novia Teresa Obregón, que podría considerarse precipitado, resolvió casarse en secreto, infringiendo los reglamentos. Para proteger la confidencia, dejó a su amada en Bogotá y mantuvo muy bien guardado el sigilo. Pero un año después, incapaz de resistir la cruel separación, decidió contar la verdad y así entró a ejercer sus legítimos derechos. Esa sólida unión cumplió 48 venturosos años de armonía y felicidad. Un triunfo rotundo del amor.

Como catedrático en institutos militares y universitarios ganó renombre por su formación didáctica y su poder para transmitir conocimientos. Era un militar humanista que no se conformaba con el solo ejercicio de la milicia, sino que nutría el alma con disciplinas académicas y lecturas selectas. Siguió las enseñanzas de don Quijote, quien una vez manifestó que “las armas requieren espíritu como las letras”, y éstas “deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo”.

Regido por las normas inalterables de honestidad y pulcritud que siempre había practicado, solía repetir con orgullo que era un general pobre que había huido del enriquecimiento fácil y la conducta indigna, para buscar el decoro de la vida y la supremacía de los principios. Ahí residía la fuerza de su carácter.

Ya retirado del Ejército, era observador atento y crítico agudo del acontecer nacional. Sufría con los infortunios de la patria. Su hermano, el sacerdote Jorge Medina Escobar, nuestro familiar apóstol de las virtudes cristianas, recuerda una de las frases cáusticas que más pronunciaba el general en su fallida esperanza de recuperar los valores perdidos: “En Colombia reina la mentira. Todo el mundo miente, todo el mundo engaña”.

Con estos perfiles queda pintada la recia personalidad de Antonio Medina Escobar, hombre probo y patriota integérrimo, cuya honestidad debe servir de modelo social en estos momentos de descomposición. En el Ejército hizo famoso el apelativo de “Pipo”, como sinónimo de inteligente.

Mientras en la Escuela Militar de Cadetes la cureña transportaba sus despojos mortales, en medio de los honores que le tributaban los altos mandos militares y los generales retirados, yo recordaba su fina estampa de gentleman. Los griegos le daban gran importancia al aspecto externo, como un reflejo del alma, y no me cabe duda de que Antonio supo combinar la elegancia física con la gallardía del espíritu.

El Espectador, Bogotá, 12 de septiembre de 2002.

El zar del café

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A los dos tomos publicados en 1989 por el Fondo Cultural Cafetero como homenaje a don Manuel Mejía, que durante 20 años dirigió los destinos de la Federación Nacional de Cafeteros, sigue hoy el volumen que honra el nombre de don Arturo Gómez Jaramillo -el llamado “zar del café”-, que sucedió a  don Manuel Mejía por espacio de 24 años. Los doctores Otto Morales Benítez y Diego Pizano Salazar, expertos en temas cafeteros, fueron los coordinadores de ambas obras y escribieron para ellas textos especializados. La labor de compilación y asesoría editorial del último tomo estuvo a cargo del escritor José Chalarca, y el diseño, diagramación e impresión fueron realizados por Común Presencia Editores.

El exministro Juan Manuel Santos, en las palabras de presentación del libro, hace alto elogio de don Arturo Gómez Jaramillo como una de las figuras más destacadas de la industria cafetera y lo recuerda como persona muy cercana a sus afectos. A esas palabras de reconocimiento se suman las de otros ilustres colombianos -entre ellos, varios expresidentes de la República-, lo mismo que las de prestantes dirigentes extranjeros que señalan las calidades que hicieron sobresalir a nuestro líder como hábil negociador, sabio estratega e inmejorable guía en los mercados mundiales.

Todos los testimonios que se recogen en la obra coinciden en anotar los rasgos distintivos de su personalidad, tanto en el campo corporativo como en el ámbito privado: sencillez y serenidad, energía y claridad, inteligencia y amabilidad, discreción y equilibrio, cultura y modestia. Con estos atributos se ganó el cariño y el respeto de cuantos lo rodeaban, y así cumplió una de las carreras más brillantes en la vida empresarial del país.

Él y don Manuel Mejía, que poseían muchas características en común, llegaron a ser pilares de la caficultura colombiana, con eco internacional. Eran a la vez respetados y temidos, dentro del difícil juego de las competencias.

Mientras don Manuel Mejía creó conciencia cafetera e imprimió a la entidad la organización y el vigor iniciales, don Arturo la fortaleció hasta volverla modelo de solidez y prestancia. Los gobiernos colombianos buscaban las luces de este par de ejecutivos visionarios, para adoptar los rumbos de la economía nacional. Oriundos ambos de la ciudad de Manizales, su mayor identidad fue con la tierra y la producción agrícola. Desde jóvenes tuvieron el primer contacto con el café y no olvidaron nunca la lección bien aprendida.

“Como campesino -dice don Arturo- aprendí a valorar la paciencia y conocer el valor del centavo”. El sentido del dinero como herramienta de trabajo y progreso lo practicó en sus años de colegio con un lucrativo negocio de almendras, simpático episodio relatado por él en un reportaje del libro. Esa fórmula comercial la aplicaría años después en los grandes negocios del café. Hubiera podido ser político o magistrado, pero cambió esas opciones por la pasión cafetera, luego de haber actuado como concejal de Manizales (y presidente de la entidad), secretario de Hacienda de Caldas, juez civil y juez superior de Manizales.

Hay una interesante faceta de su personalidad que pocos conocen, y es la de su vasta cultura. Desde joven era ya amante de los clásicos y eligió a Montaigne como su autor preferido. Su gusto por la poesía y las humanidades lo llevaría a escribir poemas clandestinos, que nunca ha querido revelar al público y que sólo disfrutan sus amigos más allegados en momentos de intimidad. Es profundo admirador del arte en general, y sobre todo del arte italiano.

En el precioso libro a que se refiere esta nota se rescatan artículos suyos publicados hace cerca de 60 años en el periódico manizaleño La Mañana. Quizá sea un escritor y periodista frustrado. Fuera del poder de síntesis con que están elaboradas esas columnas, se advierte en ellas dominio de los temas y firmeza de las ideas.

Era la suya, hacia 1944, cuando iniciaba en Manizales su vida cafetera, una mente inquieta que se ocupaba del acontecer cotidiano en los campos de la cultura, la economía y la historia, y que expresó conceptos valiosos y valerosos  como éste acerca de la biografía de Rafael Núñez, escrita por Indalecio Liévano, opinión que le hace honor a su pensamiento libre:

“Los colombianos habíamos sido educados, al menos los liberales, en el odio a Núñez y en la alabanza al radicalismo (…) Nunca se nos indicaron las modalidades políticas en que vivió el país durante esos años, ni los problemas fundamentales que ocupaban a la opinión pública y afectaban el porvenir económico de los hombres de trabajo. El odio es un mal historiador (…) Hice el itinerario de esas páginas con morosidad y estudio y concluí aceptando la casi totalidad de las tesis del autor (…) Entre otras cosas demuestra Liévano que Caro no es el ogro monarquista que nos han querido pintar los historiadores apasionados y faltos de responsabilidad”.

Retirado de la Federación en 1982, el “zar del café” reside hace varios años en Argentina y goza de admirables memoria y lucidez. El orden, disciplina, método, sencillez y recato que mostró en la actividad laboral, son los mismos que gobiernan la época dorada del descanso. Al igual que una de sus reglas de oro en el trabajo fue mantener el escritorio siempre limpio, hoy, a los 88 años de edad, siente la conciencia limpia. Hombre silencioso y alejado de vanidades, pero cubierto de gloria, el discurrir de su vida actual es discreto y sereno.

El Espectador, Bogotá, 13 de marzo de 2003.

El caballero de “El Corso”

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Legendaria figura la de Alberto Ángel Montoya -el “maestro del soneto galante”, que llamó Guillermo Valencia-, nacido hace un siglo en Bogotá y cuya sombra de refinado dandy aún se percibe hoy en la casa sabanera de “El Corso”. (El poeta nace en marzo de 1902, no de 1903, como figura por error en algunos textos). En esta morada vivió intensas pasiones amorosas, trasplantadas a sus libros con fulgores prodigiosos, y allí pasó sus últimos años en absoluto silencio monacal, presa de atroz ceguera y alumbrado por la llama etílica. El sibarita de perfumados salones sociales, que “amaba el vino, la mujer y el juego”, vería con los ojos de la mente, alejado del mundo y los placeres, transcurrir las horas borrosas del atardecer, y exclamaría: “Hoy soy feliz porque aprendí a ser triste”.

Testigos de aquella época de sombras se encargaron de seguir desde lejos los pasos del poeta por la casona blasonada y refulgente, y luego solitaria, que años atrás había sido centro de alegres bohemias intelectuales y mundanas. Por “El Corso” desfiló lo más selecto de la sociedad bogotana, y entre los contertulios más allegados puede citarse a José Camacho Carreño, Alberto Lleras, Germán Pardo García, Jorge Padilla, Eduardo Castillo, Edmundo Rico, Jaime Barrera Parra, Rafael Vásquez, Nicolás Gómez Dávila, Rafael Maya, Mario Laserna.

Cuando sus ojos comenzaron a marchitarse, los viejos confidentes -cada vez menos buscados por el dueño de casa- entendieron que debían mantenerse a prudente distancia y solo de tarde en tarde pasaban por la hacienda silenciosa,  animados por el fervor constante hacia el anacoreta. El bardo quería retirarse del mundo externo, para vivir mejor entre los límites penumbrosos del ocaso. Este deseo se hizo manifiesto cuando en el portalón de la casona apareció esta inscripción: “Prohibida la entrada a los parientes”.

El grupo de antiguos oficiantes de los festines de la inteligencia y del alcohol, unidos por el placer y el gusto por la vida, se preguntarían cómo el poeta del regocijo y del apetito mundano lograba resistir su adversidad sin buscar la solución suicida, como en sus casos desesperados lo habían hecho Silva, Larra, Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Stefan Zweig, y años después lo haría Ernest Hemingway.

Para dicho enigma resulta adecuada la siguiente interpretación. En primer lugar, la pérdida de la vista, causada por el golpe que años atrás le había producido una pelota de polo, despertó en Ángel Montoya la vena dormida del misticismo. Después de probar los lujuriosos desenfrenos y de conocer las dimensiones del alma sensorial, supo que la vida no solo es sexo y emoción pasajera, sino alma y serenidad. Acaso el amor auténtico había naufragado en el torbellino de sus aventuras carnales, o él no había sabido encontrarlo.

Cuando tiempo después aterrizó en su desventura, tras conocer todo lo que otorga y quita la orgía del mundo, sus ojos marchitos descubrieron la verdad ignorada: el camino -en este caso el camino de “El Corso”- era el de adentro, no el de afuera, es decir, el de la propia intimidad del poeta ciego. Y renunció a la vida pagana para encontrarse con el amor verdadero: el de una viuda atractiva y de su mismo rango social, varios años menor que él.

Jorge Padilla, en excelente estampa que escribe sobre su amigo, cuenta que en enero de 1946, en forma inesperada, Ángel Montoya contrae matrimonio en la iglesia de Las Nieves de Bogotá, ataviado, a la usanza del dandy perfecto, con su flamante levita de largas colas.

He aquí, por otra parte, la anécdota encantada y poco conocida que narró a Vicente Pérez Silva el poeta Rafael Vásquez, y que aquel, a su turno, me confió en momentos en que me proponía trazar las presentes líneas:

Días antes de la boda, el poeta departía, en un establecimiento del centro de la ciudad, con un amigo que protegía sus horas de tinieblas. Al recordar Ángel Montoya que se había comprometido a enviar una colaboración al diario El Tiempo, tomó el teléfono -que era de disco, como se sabe, y por eso le facilitaba la marcación- para disculparse por no poder cumplir con el trabajo. Pero se equivocó en algún número, y en lugar del periódico le contestó una dulce voz femenina. La conversación fluyó como entre viejos amigos -que no lo eran-, se volvió placentera y surgió el romance bajo el estímulo del vino.

Convinieron una cita para días después, con la advertencia de que él era bohemio y además ciego. En el encuentro, subyugada ella por la figura apuesta y la exquisita galantería del conquistador, y él por la ternura presentida, quedó sellada la unión matrimonial. La dama era María Junguito, que se convertiría en la fiel y abnegada compañera de las horas sombrías.

Una noche, el bohemio llega a su casa en compañía de dos amigos y le pide a su esposa una botella de vino y cuatro copas. Al notar que hacía falta la copa de ella, tal circunstancia le inspira el soneto Pasión tardía: “Toma la copa y bebe, que mañana / no habrá vino en tu copa ni en la mía. / Inútilmente prolongué mi fría / indiferencia mentirosa y vana…”

Ángel Montoya, henchido de fascinación voluptuosa por la mujer, es cantor del hechizo femenino. El amor erótico, lo mismo que ocurriría con Laura Victoria, lo conduce al misticismo. La ceguera le lleva otras luces al espíritu y lo vuelve más profundo. En la última etapa de su vida nace el filósofo. Su poesía, tanto en verso como en prosa (yo no he sabido precisar cuál de las dos es superior), sobrecoge y enamora.

Su mayor arte es la del soneto clásico. Con poemas como el Soneto al amor, su obra mejor lograda, conquista la gloria: “Cuántas veces, amor, por retenerte / puse a tus pies mi juventud rendida. / Y cuántas a pesar de estar herida / te la volví a entregar por no perderte…”

El Espectador, Bogotá, 27 de marzo de 2003.