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Archivo para la categoría ‘Personajes singulares’

Alicia Caro

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Estuvo en días pasados en Colombia Alicia Caro –su nombre artístico en el cine mejicano–, hija de la poetisa Laura Victoria. Su nombre de pila es Beatriz Segura Peñuela, pero su destacada actuación en el cine azteca a partir del papel estelar que desempeñó en La vorágine hizo más conocido desde entonces su nombre de actriz.

A partir de 1947 protagonizó 36 películas al lado de figuras consagradas, como Libertad Lamarque, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, Fernando Soler, Luis Aguilar, Luis Sandrini. En 1971 figuró en María junto con Taryn Power, hija de Tayron Power. Esta película se rodó en los fascinantes paisajes del Valle del Cauca, escenario de la célebre novela de Jorge Isaacs. Significa esto que su nombre se encuentra vinculado a las dos novelas más famosas que tenía la literatura colombiana en aquella época.

Alicia Caro y Sofía Álvarez (ya fallecida) han sido las únicas colombianas que conquistaron laureles en la cinematografía mejicana. Esto ya es historia del pasado, pero los registros históricos recogen hoy sus nombres en la galería de películas que tuvieron alta nombradía.

Alicia Caro hizo sus primeros estudios en el Colegio de la Presentación de Duitama. Muy joven se trasladó a Méjico con motivo del conflicto conyugal de Laura Victoria, y allí se quedó. Un día el célebre productor de cine Miguel Zacarías, creador de estrellas,  solicitó la presencia de las mejores alumnas de la academia donde Alicia estudiaba, y supo de inmediato que ella encarnaba la condición estelar que buscaba para La vorágine.

Bajo la dirección de Zacarías, que durante un año sometió a su elegida a los rigores del arte cinematográfico (dicción, fotografía, actuación), Alicia Caro dio la talla y entró por la puerta grande del cine más extendido en los países latinoamericanos. A madre e hija les pidió que buscaran para la nueva actriz un nombre breve y fonético, que ella haría famoso. Así nació Alicia, en honor del personaje de La vorágine, y Caro, como tributo a Miguel Antonio Caro.

En 1956 se casó con Fernando Arbeláez y con él viajó a Suecia, donde el poeta había sido nombrado primer secretario de nuestra embajada. Antes del año se separaron. De vuelta en Méjico, Alicia continuó en la actividad del cine y la televisión. Años atrás también se había desempeñado en obras de teatro.

En 1965 se casó, por segunda vez, con el popular actor Jorge Martínez de Hoyos. Gabriel García Márquez, con quien la pareja tenía estrechos lazos de amistad, fue el padrino de la boda. La nueva unión cumplió un itinerario venturoso de 32 años, hasta la muerte de Martínez de Hoyos luego de su papel en la película Edipo alcalde, obra de García Márquez que se rodó en Colombia.

Con Alicia Caro –o Beatriz Segura– tuve la suerte de compartir gratos momentos de amistad y evocación durante su reciente visita a Bogotá. Aquella figura juvenil, llena de belleza y seducción, que les puso toques de picardía y encanto a los papeles que fulguraban en la pantalla grande, perdura aún en la memoria de quienes alcanzamos a recordar sus películas.

Guardo muchas imágenes de su época dorada, lo mismo que de Laura Victoria en la suya, dentro de la carpeta que me confiaron para adelantar el trabajo biográfico sobre la poetisa, publicado en 2003, pocos meses antes de su muerte. Madre e hija tuvieron alto desempeño en sus carreras, la una en la poesía y la otra en el cine. Fueron dos destinos que marcharon al unísono y que dejan, cada cual en su campo, brillantes realizaciones.

El Espectador, Bogotá, 17-XI-2010.
Eje 21, Manizales, 19-XI-2010.
La Crónica del Quindío, Armenia, 20-XI-2010.

* * *

Comentarios:

Veo cómo has plasmado lo mejor de mi vida artística, resaltando mi desempeño y carrera como actriz, en cine, teatro y televisión de México. Admiro cómo está contenida toda mi vida en tu columna, la que me hace sentir orgullosa. Abarcas en realidad toda mi vida con la constante presencia de mi amada madre, cuyo nombre siempre has mantenido en alto, sobre todo a través de tu excelente biografía sobre ella. Me admira y me gusta ver mi vida en tu pluma. Alicia Caro, Méjico.

Qué buena la evocación de esas dos grandes figuras colombianas que descollaron en la famosa época de oro del cine mejicano. Parece que fue ayer cuando vimos esa buena película de La vorágine. Cómo pasa el tiempo, pero sin duda perduran los buenos recuerdos. Gracias a Gustavo Páez por recordarnos un poco de esa juventud de la cual nos acordamos con esta clase de bellos momentos juveniles. Mi querida mamá era gran admiradora de la poetisa Laura Victoria, siempre me habló de su poesía, y claro, yo la leía mucho. Mi interés sobre el artículo también radica en el hecho de que Fernando Arbeláez fue mi profesor de Humanidades en la Facultad de Geología de la Universidad Nacional, allá por el año 1960. Como soy un poco aficionado al cine y a las telenovelas, también me acuerdo mucho de Alicia Caro. Soy bastante nostálgico de mi época, y todo lo que me recuerde mis años de juventud me llama la atención. Luis A. Quijano, Houston.

Artículo generoso, laudatorio, evocador. Así me ha parecido el artículo en honor de nuestra Alicia Caro, tan querida, tan admirada, tan llena de ausencias en estos últimos años, ausencias que me duelen en una persona tan brillante, tan cálida e importante en la historia del cine mexicano, del cual soy admiradora, pero solo en lo que se refiere a lo que aquí se llama «la época de oro», que fue, justamente, aquella en la que brilló, y brilló en serio y de verdad, la bella Alicia Caro de ese entonces. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico.

Qué buen articulo. Como es costumbre recibo por parte tuya la información y enseñanza no solo de la familia sino de personajes destacados de nuestra historia y nuestro presente. Mauricio Guerrero Peñuela, Miami.

En los años  70, me residencié en Ciudad de México por motivos de trabajo y en ella viví por espacio de 3 años. Conocí e hice amistad con el actor-cantante Luis Aguilar (el gallo giro).  En  conversaciones, pasajes y recuerdos de su vida como actor, le consulté acerca de la señora Alicia Caro, a quien pude ver en películas en las que actuaron juntos. En estas cintas observé la belleza, actuación y temple como actriz de la señora Caro. Me considero afortunado de tener en mi colección de películas del señor Luis Aguilar 3 cintas en las que actuó al lado de la hermosa actriz. Por sus comentarios en su artículo, me enteré que la dama fue esposa del veterano y excelente actor mexicano Jorge Martínez de Hoyos, de quien recuerdo su película Aquellos años, donde encarna al presidente mexicano don Benito Juárez. Quiero expresarle mi afecto, porque leyendo sus comentarios y observando las fotos incluidas en su página, pude ver unas donde aparece usted con la señora Caro y la señora madre de ella, la poetisa Laura Victoria. Por favor, dele mis  saludos, respeto y admiración a la señora Alicia Caro. Carlos Hernán Salazar Romero, Caracas, Venezuela, 7-VII-2014.

 

 

Mariano Salazar Giraldo

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El último viva que le escuché a don Mariano fue en la deve­lacíón del busto del maestro Guillermo Valencia, hace menos de un mes. Era ya una voz apagada, con cierto tono acusador de tragedia, pero diáfana como toda la trayectoria de este buen hombre que se dio el lujo de mantener un canto perenne a la vi­da y que se despidió de ella apenas con un murmullo, sin ningu­na lamentación y con el pecho eufórico de sanas embriagueces.

Si con el correr del tiempo a alguien se le ocurre preguntar cuál fue el hombre más enamorado de Armenia, habría que contes­tarle que lo fue Mariano Salazar Giraldo. Él no hizo grandes cosas por esta ciudad. Sus actos fueron sencillos, casi simples, pero de una dimensión espiritual que muy pocos pueden discutirle ese privilegio.

No construyó edificios, ni ar­mó puentes, ni trazó avenidas, ni consiguió auxilios en las al­tas esferas del Gobierno, ni repartió puestos ni prebendas ofi­ciales. No pronunció discursos grandilocuentes, ni coronó reinas, ni encabezó peregrinas cruzadas de falsos parroquianismos. Pero estaba presente en todo suceso importante. Fue, por sobre todo, un romántico de la amistad, y repartió amistad  con el corazón rebosante.

Era la suya una estampa imprescindible que campeaba por estos predios con el gracejo en los labios, y que sin ser los suyos, aprendió a quererlos acaso más que los propios. Los defendía con vigor y los proclamaba a los cuatro vientos.

Pocas devociones tan entrañables, tan extrañamente fieles, co­mo la que este hidalgo sentía por Armenia. Nació para ser ele­gante con la vida, y no solo en su aspecto externo de irreprochable maestro del porte airoso, sino en su irreductible condición de caballero a carta cabal, señor de la amabilidad y el gesto galante. Anclado en estos lares que lo albergaron sin condiciones, soportó con ánimo sereno, y siempre con el pecho erguido, los dardos del destino.

Jamás se le oyó quejarse de la adversa fortuna e hizo del diario vivir una parábola de resignación y dignidad. Aprendió lo que pocos hombres logran en la vida: ser distinguido en medio del infortunio.

E hizo de su existencia un canto al optimismo. Alguna vez, hace apenas pocos años, la ciudad reconoció en él a una de sus figuras más cívicas. Puso sobre su pecho el emblema de «Amor a Armenia», y él se sintió recompensado. Grandilocuente en su pala­bra sencilla, les contaba a propios y extraños que esta era la mejor tierra del universo y deambulaba por sus calles con el legítimo orgullo de ser personaje de la mejor prosapia, caballe­ro con arreos de emperador, escudero con lanza de invencible com­batiente. No se dejó arrebatar, nunca, el título de espadachín.

Allí donde hubiera ocasión de defender a su ciudad, estaba él. No permitía que nadie hablara mal de la comarca y sus gen­tes. En los actos públicos, en las tertulias íntimas, desgrana­ba sus emociones con fuertes ímpetus, para que todos las escu­charan, y con místicos arrebatos para que nadie dudara de su corazón inmenso.

Muchos se preguntarán qué aliento inspiraba sus bohemias de euforias cívicas. Acaso se confundan sus alborozadas presencias en los actos públicos con posturas advenedizas. Era esa, precisa­mente, la fisonomía más auténtica de quien consideraba estar cumpliendo con un deber en cada viva a la región y a sus persone­ros.

Se nos fue sencilla, silenciosamente. Murió, a buen seguro, cantándole a Armenia, como el cisne en su postrer alborozo emite su mejor exhalación. De ahora en adelante se echará de menos la voz que fue siempre potente para prodigar elogios. Y más que su voz, que continuará resonando en la conciencia de los quindianos, faltará la presencia física de este mensajero de la simpatía y la nobleza que ya ganó, por fortuna, puesto indis­cutible en el corazón de la gente.

La Patria, Manizales, 23-VI-1976.

El otonielismo

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Yo y Tú», el estupendo programa de televisión que dirige Alicia del Carpio, tiene el acierto de saber interpretar la vida colombiana, al día, como va ocurriendo. Son pocos los verdaderos programas de humor que nos quedan. Cuando se exagera en la comicidad se cae en el ridículo. Gran di­ferencia existe entre el apunte chispeante y el cuento obsceno. El ingenio bogotano, sobre todo, que es tan espontáneo, se distorsiona cuando no encuen­tra intérpretes tan agudos como estos que conforman la escuela de doña Alicita.

La sátira, género que tuvo su máxima expresión en el siglo de oro de la literatura española, fue manejada magistralmente por los críticos de la época que nos dejaron páginas de gran realismo sobre las costumbres de aquel mundo de granujas, hampones y vagos que levan­taron polvo en los anchos caminos del vicio y las bufona­das.

España, sin las carica­turas de un Lazarillo, de una Celestina, de un Fray Gerundio, se nos habría borra­do en una de sus pintores­cas fisonomías. ¿Qué habría hecho el mundo, más tarde, sin el Quijote redentor?

Se extrañan hoy los genios que en otras épocas retrataron el alma de los pueblos. El costumbrismo, caído de capa en nuestros días, no solo tiene pocos cultores, sino pocos intérpretes. La vena humorística viene en decadencia desde que a la vida se le ha dado un tono dramático. Reír, en este siglo cargado de elementos explosivos, es un don devaluado.

«Yo y Tú» ha logrado tra­ducir, a lo largo de veinte años de perseverancia en el arte de la comicidad, los sentimientos del pueblo colombiano. Sus protagonistas, que un día personifican la vida casera con su fondo de penurias y estrechas fruiciones, y que otro pintan al personaje de actualidad recorriendo el país en vísperas electorales, se mueven entre las bambalinas de la crítica social y la fina ironía para representar la tragicomedia que es siempre la vida.

Otto Greiffenstein saltó de animador a cómico de la televisión en una serie que se mantiene en el favor del público gracias a su autenticidad. Se convirtió, de pronto, al descubrir su vena humorística, en el inquieto Otoniel Jaramillo, personaje muy nuestro no solo por lo Jaramillo, sino también por lo Otoniel.

Es el clásico lagarto de la política, manzanillo consumado, que arma su oficina de influencias en persecución de prebendas y de nombradías. Eterno candidato a embajadas y ministerios, no pierde ocasión para asistir a cuanto coctel se organiza, y si no lo invitan, se cuela. Anda torcido, con todo, nuestro Otoniel Jaramillo, que, ya en vísperas de lograr la embajada, se apuntó mal al filo del bolígrafo.

Pero no desfallece, y postula su nombre para la contienda electoral. Con ímpetu se arroja a la plaza pública, monta su tolda aparte, fustiga a las oligarquías, predica días de bonanza bajo sus banderas, se va lanza en ristre contra la vida cara, la inflación, el desempleo, y como todo político que se precie forma sus comandos del otonielismo en pueblos y veredas. Infatigable en la lucha, no le da tregua a su empeño proselitista y hace fulgurar su imagen en pancar­tas y proclamas.

Pero a la hora de las definiciones sus listas quedan derrotadas en el alto panorama de la nación y apenas alcanza, en la oscura provincia, dos o tres conce­jales. Alega maniobras fraudulentas, monstruosas pa­trañas. Y el otonielismo, una institución más, con todo y verse frustrado, se repone pronto de los descalabros. Vislumbra nuevos horizontes, y aun con la cabeza magullada y el ánimo maltrecho anuncia a su fiel reducto de San Gil que se apresta a celebrar la derrota, gesto que no se da en todos los políticos.

Otoniel Jaramillo, por quien muchos votaron en la realidad, en broma o en serio, es todo un político. Más risueño que el común de ellos, que no han logrado restañar las heridas. Es el candidato que, sin demasiados cálculos, y siempre optimista, no se in­timida ante el fracaso y postula desde ahora su nombre a la campaña presidencial. Y como de derrota en derrota espera llegar al triunfo final, que no se desentiendan sus contendores.

El otonielismo es la nueva corriente que se abre paso con su inmenso público que se mantiene firme a lo ancho y largo del país. Tiene carisma. Es calculador de su propia imagen. Sabe que el humor es arma peligrosa que solo pocos políticos, como él, saben mane­jar con destreza para mantener conquistadas las masas. ¡Que viva el otonielismo!

El Espectador, Bogotá, 25-V-1976.

¡Adiós, mi General!

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos días antes de su muerte, el 23 de diciem­bre, lo llamé a su pieza de enfermo del Hospital Mi­litar a desearle feliz Navidad. No era fácil poder ha­blar con él. Dos operaciones seguidas lo mantenían aislado y apenas se le permitían bre­ves visitas de sus familiares.

Mientras la línea tele­fónica hacía el primer contacto con el conmutador del hospital, yo pensaba en las hazañas del ilustre hombre que un día ya lejano había hecho tremo­lar nuestros colores patrios en las cúspides belige­rantes de Corea. Por mi mente desfilaban las conde­coraciones y símbolos de su brillante carrera mili­tar que él mantenía con discreto orgullo en el museo abierto en la intimidad de su hogar.

En ese momento oí el retumbar de la artillería atronando los cielos de la Corea convulsionada por el turbión de la guerra. Allí, en pleno campo de batalla, jadeante e intrépido, como coloso enfada­do, nuestro glorioso Batallón Colombia ganaba posi­ciones con el ardor de un puñado de valientes que bajo el mando del entonces teniente coronel Jaime Polanía Puyo había traspuesto los mares y desafiado el peligro para luchar por la libertad.

A paso de tita­nes este grupo de hombres aguerridos se abrió cam­po por entre brigadas enfurecidas que pretendían sembrar la barbarie en un planeta todavía convaleciente de la última hecatombe mundial. La mayor nostalgia del soldado es, sin duda, la ausencia de su patria y de su hogar. Recuerdo que alguna vez me contaba Jaime Polanía Puyo las penalidades que se viven al pie del cañón de guerra, lejos de lo que más se ama.

Y este 23 de diciembre, mientras el hilo telefó­nico buscaba contacto con el héroe de Corea, ahora reducido al duro lecho del hospital —¡él, que había sido todo vigor!—, pensaba yo en lo efí­mero de la gloria. Trabajo me costaba admitir que este hombre templado en los rigores del campo de batalla y que había clavado en lo más alto de la cumbre la bandera del heroísmo, tuviera que acep­tar su propia inexorable decadencia ante el asedio de la tenaz enfermedad.

Un pariente suyo me había advertido que era difícil hablar con él. La buena suerte me per­mitió, sin embargo, que le expresara de viva voz el saludo navideño. Algo me decía que era el adiós definitivo. Supe que sus compañeros de armas lo habían visitado y, como en sus tiempos de comba­tientes, habían hermanado sus emociones y rememorado las gestas de sus días glo­riosos. El soldado muere reposado cuando puede acu­mular al final de la jornada los recuerdos fortifi­cantes de la misión bien cumplida.

Viajero de los caminos del mundo, un día se estableció en Armenia. Había concluido su eximia carrera militar que le hizo ganar los más altos ho­nores no solo de su patria sino de otras naciones. El presidente Truman le otorgó la Estrella de Pla­ta, por «extraordinario heroísmo», y la Legión del Mérito, en grado de Legionario, las dos distin­ciones más altas que otorgan los Estados Unidos a oficiales extranjeros. A su regreso de Corea pasó a comandar importantes guarniciones del país y fue gobernador del Valle en el final del régimen militar.

Condecoraciones, documentos y un acervo de libros, cartas y fotografías con personalidades del mundo los guarda hoy celosamente su familia y fueron mantenidos por él con entrañable afecto, y nunca con vanidad, de no ser el sano orgullo de haber sido el hombre que les dio lustre a su patria y a los suyos. Amante de las disciplinas humanísti­cas, era asiduo lector de historia y él mismo escribió importantes trabajos sobre la materia.

En el Quindío, tierra de cafetales y de ensoña­ciones, se volvió soñador. Labró la tierra y apelma­zó su sensibilidad en estos predios de la exuberan­cia. El héroe busca siempre el reposo del atardecer. Por eso, cambiado el fusil por la herramienta de trabajo, rastrilló las entrañas de la tierra y dis­trajo sus horas entre crepúsculos y arrobamientos.

Persona sencilla, dadivoso y envuel­to en radiante campechanía que le abrió el aprecio de estas gentes que rechazan los modales afectados, discurrió con naturalidad por entre sur­cos y minerías, siempre con el gracejo en los labios y el ánimo abierto a la camaradería.

Le dio por volverse minero. Y como minero que se respete, nunca hizo capital. Pero al lado de la minería montó su mundo de anchas vivencias, aca­so irreal, pero siempre eufórico. Los estudios que levantó sobre yacimientos de la zona de Salento, que algún día serán realidad, constituyen valiosos puntales que deben ser aprovechados para explotar esta riqueza.

A Jaime Polanía Puyo se le recuerda rodeado de funcionarios del Gobierno, a cuyas puer­tas vivía tocando para despertar el interés oficial, de misiones extranjeras, de mapas, de gruesos volú­menes en varias lenguas y de misteriosas pedrerías que, junto a sus blasones, constituían su razón de ser.

Espíritu inquieto, nunca se conformó con la improductividad. Al abrigo de sus ilusiones, ilusio­nes de hombre visionario y tenaz, recorría el país con inusitada obstinación —¡la quijotesca terque­dad del minero!— y estaba pronto para opinar y aconsejar siempre que sabía de la aparición de un nuevo filón. Era invitado principal en toda reunión o congreso sobre minería.

Nunca se dejó vencer por los incrédulos. Y mu­rió en su ley, batallando al pie de las minas y aca­riciando sus glorias pretéritas. Su casa es hoy un baluarte de grandezas, que guarda con igual auten­ticidad las medallas ganadas en buena lid que los filones de la vigorosa personalidad que lo mantu­vo alerta, en el reposo del guerrero, ante las perspectivas de un horizonte vivificante. Su mejor bla­són, la familia envidiable, se levanta hoy como testimonio elocuente de las andanzas del héroe que supo ser grande para hacer grandes a los suyos.

La Patria, Manizales, 2-II-1976.

El artista colombiano

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este típico personaje de las calles bo­gotanas, que improvisaba fáciles escenarios en cualquier sitio de la ciudad y que llegó a convertirse en auténtico intérprete del pueblo, está ahora pos­trado en un hospital de caridad. Sus admiradores desaparecieron como por encanto. Ya no desfila ante sus ojos ese errátil mundo bogotano que detenía la marcha, entre curioso y sugestionado, atraído por la lengua picante y a veces prohibida del legítimo «cachaco”, y desde su lecho repasará con impaciencia tanto recuerdo, ahora medio desdibujado, de su incontenible re­pertorio.

Fue, a lo largo de treinta o de cua­renta años, el mejor remedador de la farándula política, lo mismo que del pequeño o del gran acontecimiento, y gozaba, al igual que su auditorio, per­sonificando a los protagonistas de la actualidad, a quienes fustigaba con fina ironía y ademán bufón, aunque también les concedía a veces el honor de la alabanza, cuando lo merecían en su veredicto implacable.

Dotado de aguda receptividad, siempre comprendió cuál era el proble­ma o el tema del momento y desde su tribuna callejera llegó a convertirse, sin proponérselo, en crítico de la vida cotidiana No siempre nos damos cuenta de la importancia de estos tribunos del pueblo que logran mantener, mejor que tanto político envanecido, la simpatía de las inmensas masas que se deslizan por los ríos humanos de las urbes.

El “artista colombiano» sufre ahora la inclemencia de una lesión a la columna  vertebral. Necesita médicos y drogas. Por allá, en el frío y solitario cuartucho del hospital, un perio­dista descubrió que el talento colom­biano estaba derritiéndose entre una enfermedad voraz, alejado por fuerza de su teatro y sufriendo la ausencia y la indiferencia de su público.

No pide ayuda económica, según sus palabras, por más que se encuentre en absoluta indigencia, pero está espe­rando desde hace cinco meses que de su gran auditorio salgan personas que le lleven alivio para su tormento físico y moral.

En la cama del hospital sufre el «artista colombiano». Es, infortuna­damente, el mismo destino del artista colombiano en general. Aquel, el que borró su nombre de pila para con­vertirse en un bien de inventario de la ciudad, y también de Colombia, ha pasado al olvido. Es el mismo que hizo gozar al pueblo durante largas tempo­radas. Ha sido quizás el mayor censor del acontecer nacional.

Con él se va algo, todos los días, del Bogotá de antaño. Cada sitio tiene su propio artista, su personaje au­tóctono, que se va desmembrando de la sociedad con dolor, como aquel que está arrinconado en Bogotá con su tra­gedia a cuestas.

Después del descubrimiento, varias cámaras de televisión y reporteros de periódicos lo visitaron y lo exhibieron con cierto toque de noticia, con cierto afán de actualizarlo, pero no todos con el enfoque real ante el hombre de­caído, ante el artista que hizo las ale­grías del público heterogéneo y que ahora declina después de haber cum­plido el inevitable ciclo de la comedia humana.

El «artista colombiano» es patri­monio de la ciudad. Y esta debe hacer­le menos ingrata la decadencia. Para su público, ese amorfo espectro de las grandes ciudades, es posible que esté preparando nuevas actuaciones pa­ra cuando pueda estirar, en cualquier vía pública, como lo espera y nosotros lo deseamos, su esqueleto remendado.

La Patria, Manizales, 1-III-1975.