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Mi viejo Espectador

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De los 1.500 artículos que he escrito para periódicos y revistas, la mayoría han sido publicados en El Espectador. En este periódico inicié mi carrera de columnista en el año de 1971, bajo la tutela y la orientación cada vez más añoradas de Guillermo Cano, descubridor de nuevos escritores.

Hoy ya no escribo en El Espectador, desde que los Cano se fueron del diario. El retiro obligado de la familia Cano determinó para los lectores la pérdida de viejos y esclarecidos columnistas, unas veces por voluntad propia, como en el caso de Osuna, y otras por decisión del diario, como sucedió con la mayoría. El Espectador, a partir de ese momento, no era el mismo: le habían cambiado la sangre y el espíritu.

Ya en mi condición de simple lector, mucho trabajo me costó acostumbrarme al nuevo estilo. El talante periodístico que había caracterizado al fundador y sus descendientes, que tantas batallas heroicas libraron por la democracia,  se veía afectado por un ánimo reformador en materia tecnológica, plausible sin duda, pero la línea editorial no era la misma: faltaban claridad y firmeza.

El aguerrido periódico de los Cano, adalid de las luchas contra el narcotráfico y la corrupción pública, parecía que hubiera bajado la guardia, por más que no faltaban editoriales vigorosos y valientes, y algunas voces diáfanas –aisladas como los mismos editoriales– que surgían de los nuevos columnistas. Pero esa no era la constante. Ese no era el nervio que había movido por más de cien años la vida de la empresa.

Se opera ahora, con la llegada del doctor Carlos Lleras de la Fuente a la dirección del periódico, otro cambio de estilo. Se dice que el estilo es el hombre. La opinión pública está pendiente de su gestión y ha comenzado a notar que el vigor de su personalidad se refleja en sus escritos inteligentes, de variada índole, en forma sugestiva para los lectores y positiva para el país. Es evidente la garra de combatiente heredada de su padre, lo que resulta buen presagio. A esto se agregan su sentido crítico –matizado de fino humor– y la agudeza con que analiza el acontecer nacional.

Pero hay que esperar. Por lo pronto, El Espectador da otro rumbo en su accidentada existencia. Hay definiciones claras y juicios severos sobre los desvíos de la moral pública y los graves problemas que trastornan la tranquilidad de los colombianos en estos momentos atroces de guerra y disolución social. Lo deseable es que esta actitud perdure para el bien de Colombia. Desde luego, conociendo la formación del doctor Lleras de la Fuente, no puede temerse que esa línea de conducta se debilite bajo su administración.

Mientras tanto, yo me hago a la idea de que volverá a renacer mi viejo Espectador. Ojalá el espíritu de Guillermo Cano surja de los escombros para trazar nuevos derroteros. Sobre las cenizas de ayer es preciso levantar lo que debe salvarse como los bienes más preciados para proteger los principios rectores de El Espectador: la dignidad, la independencia, el carácter, la fortaleza para el combate.

La Crónica del Quindío, Armenia, 15-II-2000

* * *

Misiva:

Leí con mucho interés su columna de opinión titulada Mi viejo Espectador, publicada en el diario La Crónica del Quindío, en la que saluda mi llegada a la Dirección del periódico. Le agradezco también sus generosos calificativos y sus buenos deseos para que El Espectador siga siendo el vigoroso medio de comunicación que siempre ha sido. Carlos Lleras de la Fuente, Director – Presidente.

 

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La nave que no naufragó

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los Cano de la hora presente –es decir, los que comandaron el bar­co en la mayor tempestad que haya resistido periódico alguno en Colombia– no pueden sentirse derrotados por la transacción comercial a que tuvieron que  acceder para evitar el naufragio. No había otra alternativa: o se vendía la mayor parte del capital a una empresa poderosa, o se clausuraba el periódico.

Los nuevos socios han ofrecido respetar los severos códigos morales e intelectuales y la independencia sostenida du­rante 110 años y por primera vez el perió­dico deja de ser un diario de familia.

No fue eso lo que soñó el fundador de El Espectador, don Fidel Cano, que en 1887 hizo surgir de la nada una elemental imprenta de provincia, y que en los años siguientes tuvo que sufrir cárceles y per­secuciones por defender sus ideas. Ni fue eso lo que soñaron don Luis, don Gabriel y don Guillermo Cano –este último in­molado al pie del cañón–, los intrépidos capitanes que en los tiempos sucesivos li­braron valerosos combates, cada cual en su hora, animados por los mis­mos principios que habían inspirado al fundador.

Pero los tiempos cambian. Lo que era una moderada empresa de familia, sin ambiciones ni pretensiones excedidas, que dejaba razonables rendimientos y permitía combatir la sinrazón y el atro­pello, al paso de los días fue deteriorando sus cifras, como consecuencia de los enfrentamientos con los poderosos, hasta llegar al colapso por todos conocido. Los últimos directores, Juan Guillermo y Fernando Cano, nunca periclitaron en esa lucha desproporcionada.

Ellos, junto con los otros Cano que comandan el periódico en la hora más aciaga de su existencia, son los campeo­nes finales de este periodismo de héroes. También lo es José Salgar, el periodista más veterano del país, y que por eso se conoce como maestro de periodistas, nom­brado director temporal durante el pe­ríodo de la transición, y que debe ser nombrado director titular para que se garantice la supervivencia ideológica de El Espectador.

Otro campeón, que acaba de entregar sus arreos de mosquetero –pero no sus lanzas y sus plumas– es Héctor Osuna, el incomparable carica­turista a la par que combativo columnista, que ha dado al traste con tanto reye­zuelo de la farándula política del país.

En fin, son campeones todos los que navegan y navegaron a bordo del diario por las aguas de un mar embravecido que atenta contra la libertad de expresión. La sociedad necesita de una crítica rigurosa, nítida, vehemente, libre, practicada con altura, como siempre la ha ejercido El Espectador. Yo no sé si el Grupo Bavaria lo permitirá. Parece que va a intentarlo. Hoy lo importante es sa­ber que el periódico no ha naufragado.

El Espectador, Bogotá, 6-XII-1997.
La Crónica del Quindío, 10-XII-1997.

 

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El final de una epopeya

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este 22 de marzo marca en la vida de El Espectador el final de una epopeya: la epopeya de los Cano. Don Fidel Cano, que en 1887 funda el periódico en Medellín –en una casa destartalada de la calle de El Codo–, nunca llega a imaginarse las penalidades que él y tres generaciones más de su familia habrán de sufrir hasta la venta del diario, 111 años después.

El modesto taller donde se edita, formado por unos cuantos chibaletes y una maltrecha prensa «Washington», es adquirido a plazos por los amigos de don Fidel, cuotas que él devolverá más tarde en forma religiosa. Este precario inventario es símbolo de la nada, frente a las gigantescas rotativas que hoy posee la empresa en plena era de la revolución tecnológica.

El ideal es grande. «El Espectador –dice don Fidel en la primera edición–  trabajará en bien de la patria con criterio liberal, y en bien de los principios liberales con criterio patriótico». Con este lema ha librado todas sus batallas. Ha combatido los abusos oficiales y ha defendido la justicia y la libertad. Nunca se ha dejado seducir por el capital, ni ha cedido ante el poder de los dineros corruptos.

Cuando en 1981 denuncia los abusos de un poderoso grupo financiero que explota la confianza del público, lo hace con vehemencia y sin tregua, por espacio de seis años, sacrificando sus propias finanzas al serle retirados los numerosos avisos publicitarios que el consorcio sostiene en la prensa nacional.

Meses después de su fundación, el periódico es suspendido durante seis meses por el gobierno de Núñez. Al año siguiente llega otro cierre de seis meses por orden del presidente Holguín. En 1893, el gobernador de Antioquia lo silencia durante 31 meses y reduce a prisión a su director. Los cierres más prolongados ocurren a partir de octubre de 1899 (cuatro años) y a partir de diciembre de 1904 (ocho años). En la vida del diario se cuentan ocho recesos, que en total suman alrededor de 17 años.

En 1892, se le impone es multado por publicar un suelto que se considera subversivo. En su comunicación, el ministro de Gobierno se despide, como es la usanza de la época, con el «Dios guarde a usted». El director le responde: «Puede su señoría disponer del dinero que según su telegrama ha resuelto exigirme forzosamente. Dios me guarde de usted. Fidel Cano».

El 6 de septiembre de 1952 son incendiadas y saqueadas sus oficinas. En la dictadura de1l general Rojas se le ordenan dos multas: una de $ 10.000, sin precisar los motivos; y la otra de $ 600.000, por presuntas inexactitudes en las declaraciones de renta, multa que meses después es revocada por el Tribunal de lo Contencioso Administrativo. Por esos días escribe el director, don Gabriel Cano, dos de sus más célebres editoriales: El tesoro del pirata y La isla del tesoro.

Cuando al fin se siente un respiro, exclama don Gabriel: «Esta es la vieja y la nueva historia de El Espectador: una historia de pobreza, de lucha, de trabajo; una batalla del esfuerzo coronada al fin de muchos años con unos   pocos gajos del esquivo laurel del triunfo». El victorioso director –¡oh ironía!– está muy lejos de sospechar que años después su hijo Guillermo, el mártir mayor del periodismo colombiano, será asesinado por sus valerosas luchas contra el narcotráfico.

El fuego de la palabra

El periódico, a lo largo de su agitada historia, ha sido victima de censuras, persecuciones, atropellos, suspensiones, incendios, multas, intimidaciones, cárceles, asesinatos… Difícil encontrar en el mundo entero otro periódico que haya resistido tantos y tan violentos ataques de quienes buscan la destrucción de la palabra. Pero como El Espectador no deja morir los principios éticos, siempre, como el ave fénix, sale victorioso de las cenizas.

Cuando los narcotraficantes destruyen las instalaciones del diario con implacables cargas de dinamita, parece que la historia hubiera llegado al final. Pero no: desde los escombros humeantes se escucha aquel día –día de muerte y resurrección– la voz de José Salgar, que escribe editorial del día siguiente: ¡El Espectador sigue adelante! Es la propia voz de Guillermo Cano, que había dicho: «De las ceniza de equipos calcinados resurgirá siempre el fuego de la palabra».

Inmolado don Guillermo, sus hijos Juan Guillermo y Fernando se ponen al frente de la nave, todavía con el eco de la dinamita en el alma. Se asesoran de José Salgar, maestro de periodistas y el amigo más fiel de la casa. Prenden de nuevo los motores y el mar se encrespa con nuevos torbellinos. Luchan los tres –111–, y detrás de ellos toda la familia, por salvarse del naufragio que amenaza a la casa Cano como consecuencia de sus luchas heroicas.

Y cuando ya no queda más por hacer, el periódico se vende. Pero no se va a pique. Osuna, que opina que hubiera sido mejor hundirse con la nave, se marcha. Otros opinan como él y también se marchan. A El Espectador lo compra el mayor grupo financiero del país, que a Osuna le produce urticaria.

Así llega a su final esta epopeya periodística de 111 años. El número parece cabalístico. Es como si la hojita aquella fundada en Medellín por don Fidel Cano hubiera quedado reducida a tres palitos –111–: Juan Guillermo, Fernando y José. Ellos son los últimos mosqueteros de esta casta de titanes que defendieron hasta última hora el imperio de la palabra y las normas tutelares de la casa, en la peor guerra económica que haya tenido periódico alguno.

Arranca el año 112

Desde entonces la historia de El Espectador queda dividida en dos. Ahora arranca el año 112, en la antesala del siglo XXI. Siglo más azaroso que el vislumbrado por don Fidel Cano cuando cometió la quijotada de hacerse periodista. El Grupo Bavaria y el nuevo director del diario, Rodrigo Pardo, manifiestan que mantendrán los principios fundamentales de los Cano como la columna vertebral de la empresa. A la gente hay que creerle. Muchos esperamos que así ocurra, cumpliéndose la ley de las cosechas: la semilla bien sembrada germina siempre.

El Espectador, Bogotá, 22-III-1998

* * *

Mensaje dirigido al doctor Rodrigo Pardo García-Peña al asumir la dirección de El Espectador:

Después de leer la edición donde se conmemoran los 111 años de vida de El Espectador queda la sensación de que continúa  vivo el espíritu que motivó a don Fidel Cano a fundar el periódico. Muchas cosas cambiarán en adelante –hombres, estilos, diagramaciones–,  pero lo importante es que no desaparezca lo fundamental: la independencia crítica para decir la verdad, y el profesionalismo periodístico para mantener un diario de alta calidad informativa e ideológica.

Con un cordial saludo,

Gustavo Páez Escobar

 

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Periodismo analítico

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hernando Roa Suárez, director de la Escuela Superior de Ad­ministración Pública, conme­mora sus 25 años de periodismo en el libro que acaba de editar: La muerte de la imaginación impide el cambio. Con ese mismo título publicó en 1971, en Lectu­ras Dominicales de El Tiempo, un reportaje a propósito del proceso político que se vivía en Chile con motivo del gobierno socialista de Salvador Allende.

A partir de entonces ha escrito en los diarios El Tiempo y El Espectador una serie de artículos sobre diversos temas de actualidad, que recoge ahora en este libro bajo los siguientes capítulos: Política, Ciencia y cultura, Economía, Medio ambiente. El abogado Roa Suárez, espe­cialista en Ciencia Política y Alta Dirección del Estado, presta sus servicios a la Esap desde hace largos años y desde allí viene comprometido con la formación académica y la marcha del país.

No sólo es estudioso de los proble­mas colombianos, sino que es autor de varios libros y numerosos ensayos aparecidos en perió­dicos y revistas, así como de diversas conferencias ante respetables audiencias. Se ha preocupado por refle­xionar en los problemas políticos, lo mis­mo que en los socioeconómicos, en esta nación a la deriva y huérfana de liderazgo que tambalea en su des­tino histórico.

Hay personajes de la historia que lo apasionan: Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán. Sobre ellos ha publicado tres libros en la presente década, y prepara otras figuras, con el rigor académico que lo distingue, sobre líderes de la nacionalidad que han influi­do en la suerte del país, y cuyo ejemplo hemos dejado en el olvido.

Siendo secretario privado de la Go­bernación de Boyacá en la administra­ción de Carlos Eduardo Vargas Rubiano, observó de cerca las carencias de aquel pueblo grande, venido a menos en la hora ac­tual gracias a la indiferencia (para no lla­marla ineptitud) de sus dirigentes políti­cos. Uno de los escritos de este libro se ti­tula: ¿Qué hacer en Boyacá?

Estos ensayos, que poseen la virtud de la brevedad, ponen de presente lo que significa el periodismo como orientador de la opinión pública, cuando se ejerce con in­dependencia, sindéresis y espíritu críti­co. El autor, que vive rodeado de juventu­des en marcha hacia los puestos del Esta­do, insiste ante los alumnos de pre y de posgrado en una norma que debería ser de forzoso cumplimiento: comprome­terse con Colombia. Y además escribir, como él lo ha hecho –y lo demuestra con su libro de recapitulación–   sobre los agu­dos problemas que perturban la vida na­cional.

El Espectador, Bogotá, 4-X-1997

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Calibán

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Luis Carlos Adames, antiguo colaborador del periódico El Tiempo y hombre de investigación y estudio, ha elaborado una excelente antología, publicada por el Círculo de Lectores, de crónicas de Enrique Santos Montejo (Calibán), como  homenaje al periodista más destacado de su época, 25 años después de su muerte.

En 1927 nacía en El Tiempo la columna que sería la más leída de la prensa nacional: La danza de las horas. Calibán, espíritu inquieto y periodista versátil, estaba vin­culado desde 1917 al diario del cual era fundador y propietario su hermano Eduar­do, y en 1912 había creado en la ciudad de Tunja el periódico La Linterna, pu­blicación de ardientes lides ideológicas y de estilo urticante, que se arropaba, en medio del frío glacial de la urbe monacal, con el calor de las letras de molde.

Sus vehementes campañas políticas y an­ticlericales –una premisa de la hora– le va­lieron dos excomuniones eclesiásticas, que no lo hicieron desistir de sus aco­metidas, que creía justas. Por aquellos días, a la ponderación que le hizo un amigo por el fino traje que lucía en la capital del país, Calibán le dijo:  «Estoy estrenando mi vestido de primera excomunión».

Refiriéndose a él, dice Alberto Lleras que «el demonio de la actualidad habitaba en su cuerpo». Como jefe de Redacción de El Tiempo durante largos años, pulsaba en su columna el nervio del quehacer nacional. Escribía de afán y con ímpetu, con placer hedonista, y nunca se dio tregua para analizar los hechos palpitantes de la política, la eco­nomía o las ciencias. Con la misma pro­piedad con que incursionaba en el mundo de las artes y los libros, recorría, en notas amenas y originales, los territorios del amor y las mujeres. Era un diletante sin dejar de ser crítico social.

Además, devorador de novelas, há­bito que recomendaba a sus amigos como fórmula para conocer mejor la humanidad. No se sabía de dónde sacaba tiempo para su disciplina de lecturas y para escribir tres columnas semanales. Sus danzas, pergeñadas en letra menudita y enigmática, requerían los buenos oficios de un traductor experto, el de todas las horas en el periódico, convertido por eso mismo en su mejor confidente li­terario. Su prosa, de corte castizo y diáfano, campeaba por su crítica caballeresca y su fina ironía. Don Quijote, para que mejor se le comprenda, era su mentor de cabecera.

Su hijo Hernando, actual director de El Tiempo, nos contó en el acto de presentación del libro de Adames una característica de Calibán: la inestabilidad de sus juicios. Sus escritos solían ser contradictorios, lo que no se oponía a que fueran válidos en su mo­mento, con la razón de que cada día trae su afán. La verdad de hoy era, y es, transitoria. Al día siguiente vendrá otra y la desplazará. Circunstancia que es esencia vital del pe­riodismo.

Sin embargo, Calibán fue periodista universal. Sus Danzas de las horas son eso: un vaivén, un termómetro de la vida. El título lo dice todo. Por eso, se salvan de la fugacidad del tiempo.

El Espectador, Bogotá, 13-III-1997.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-V-1997.