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Archivo para la categoría ‘Paisajes’

Café y paisaje

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hermoso libro el que con el nom­bre de Café y paisaje, elaborado por Interprint Editores, entra a enri­quecer la bibliografía artística de la tierra colombiana, tan rica en paisajes y productos agrícolas. El café, que no sólo es patrimonio económico sino también belleza ambiental, está consagrado como el grano seductor de los artistas —llámense pintores, fotógrafos, poetas o escritores— y en el motor más poderoso de la economía na­cional.

La lente maestra de Félix Tisnés retrata en deslumbrantes policro­mías el alma campesina que se mueve alrededor de las matas de café y captura el ambiente fantástico de los paisajes y las cose­chas en florescencia.

La presentación de la obra la hace Jorge Cárdenas Gutiérrez, el veterano presidente de la Federación Nacional de Cafeteros. La dirección editorial y el diseño están a cargo de Juan Manuel y Adelaida del Corral, profesionales del ramo. Y los textos son del escritor y perio­dista José Chalarca, quien en erudita prosa narra la historia del café y aporta valiosos datos para los anales del producto insignia de los co­lombianos.

Es el del escritor Chalarca un vasto ensayo sobre el recorrido, a lo largo de dos siglos y medio, de este per­sonaje de la vida nacional que nace, según la versión más autorizada, hacia el año de 1732, en la Misión Jesuita de Santa Teresa de Tabage, confluencia del Meta con el Orinoco.

En el siglo XVIII se inicia su siembra silenciosa en distintas re­giones del país, pero sólo en la ter­cera década del siglo XIX se indus­trializa. Véase, de ayer a hoy, este contraste significativo: la primera exportación, realizada en 1835, consiste en 2.592 sacos de 60 kilo­gramos; y hoy la producción total del país llega a 12 millones de sacos, de la cual Antioquia aporta 5 millones. El café representa el 50% de nuestras exportaciones, y las obras de in­fraestructura para el sector, conta­bilizadas hasta 1984, pasaban de 41.000 millones de pesos.

Del café viven 5 millones de per­sonas, y 300.000 pequeños agricul­tores poseen fincas de apenas 3 hectáreas en promedio. La zona ca­fetera está con­formada por un millón de hectáreas y éstas se localizan sobre todo en los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío y norte del Valle.

El cafeto, como lo pregona José Chalarca, es «el néctar negro de los dioses blancos» que, originario de Etiopía, se quedó entre nosotros como la mayor brújula de la pros­peridad colombiana; la cual, como es bien sabido, ha estado expuesta a caídas y angustias, y a veces a reales descalabros, sin que por eso se haya abandonado la vocación cafetera de los colombianos. El café se lleva en la sangre. Es una deidad irrenunciable. Dios y mito, dolor y alegría, paisaje y tradición, vive incrustado en lo más íntimo de nuestras costumbres y se proclama en la conciencia como un estandarte de la nacionalidad.

En este libro, que además repasa la geografía de Co­lombia en sus riquezas minera, ga­nadera, bananera, y se recrea en sus montañas, sus ríos y parajes turís­ticos, se enaltece el significado de la  tierra amable y pródiga y se destaca la trascendencia de la raza forjadora de progreso. Parece como si la patria vibrara en cada una de estas páginas esplendentes.

El Espectador, Bogotá, 13-I-1987.

 

Paisaje boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A la Costa se va en busca de mar, de sol, de trópico. En el Valle florecen las fértiles campiñas y los espigados talles femeninos. Los farallones se imponen en los Santanderes como centinelas impenitentes en medio de la dureza de la tierra. En el Antiguo Caldas el café brota acariciante como labios encar­nados de mujer sensual.

Cuando se quiera encontrar paisaje, legítimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedre­gosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje.

Es ahí donde surge en todo su esplendor el magne­tismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el de­curso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. El sol temeroso se esconde entre los pedre­gones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

Como si la pereza del ambiente invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones –tal vez el arbusto convertido en ave voladora, tal vez el pájaro que se torna en duendecillo, o acaso el animal prehis­tórico que se transforma en peñas­co… –, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos cap­tar cuando ya han desaparecido, pa­samos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento del boyacense. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas –donde cada tramo de asfalto algo le quita a la virginidad– con la pureza del alma boyacense.

Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización –los come­jenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero– algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-1985.

 

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Monguí, tierra de ensueño

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A corta distancia de Sogamoso, por carrete­ra bien conservada, se encuentra el municipio de Monguí, recostado en una explanada solitaria. A su lado se desliza el río que lleva su nombre, de aguas limpias y pensativas. Allí el paisaje boyacense se im­pone con densidades taciturnas, que invitan a la contemplación y a la paz del espíritu.

Es pueblo de larga historia, cuya fecha de na­cimiento se remonta a 430 años. Desde los alrededo­res sobresale la torre de la Basílica, famoso templo construido en el siglo XVIII y que alberga una Virgen portentosa, en cierta competencia con su vecina de Morcá, otro atractivo de romerías y milagros.

Es el templo de Monguí, junto con el extinguido convento de los franciscanos que se halla pegado a él, uno de los más deslumbrantes monumentos del arte colonial, convertido en pinacoteca que retiene obras de incalculable valor, de Vásquez y Ceballos. Motivo de admiración es el retablo de la Madona, imagen renacentista de gran hermo­sura que atrae caravanas de turistas de todos los si­tios del país.

El turista se desliza por entre las acuarelas del contorno típicamente campesino, y entrando al pueblo, lo recibe la primera piedra centenaria que atestigua la presencia de un sitio tallado sobre la roca que parece emerger de la prehistoria. Allí esta­rán las casas solariegas y las tapias embardadas, co­mo testimonio de épocas lejanas.

El escaso vecinda­rio permanece de puertas para adentro de sus resi­dencias entregado a la industria de los balones de fútbol, actividad que desplazó a la agricultura y que permite a sus habitantes obtener razonables ren­dimientos económicos. Oficio que practican to­das las familias, con arte y entusiasmo, y sin embar­go no tienen en el pueblo un campo de fútbol.

Las calles, que huyen del modernismo, se en­cuentran clavadas sobre piedras rojas y rectangula­res, en esplendente espectáculo de simetría y firmeza. Los blancos portalones y los espaciosos coberti­zos hacen pensar en épocas de caballerías y remo­tas costumbres manchegas.

La Basílica se levanta majestuosa como guardiana de aquella heredad que no han logrado deteriorar los años. Detenido el turis­ta en mitad de la plaza, se impresiona con la soledad y se maravilla con la fantástica arquitectura que circunda la majestad del pueblo quieto, con siglos de historia, que le huye al turismo falso que termina­ría robándose sus costumbres recatadas.

Por eso, Monguí no quiere restaurantes ni tabernas y prefiere recogerse en sus recónditas intimidades. El boyacense, reser­vado y cauto, lleva en el corazón el paisaje de su tie­rra y no se presta para sospechosas mutaciones.

Monguí se mantiene prevenida contra el cambio mutilador. Repudia las cantinas y los sitios jacarandosos. Consume apenas los licores hogare­ños y rechaza el turismo de las alegres mujeres y los tragos embrutecedores. No quiere dejarse robar la tranquilidad lugareña y no le importa tampoco que a corta distancia la vida se mueva con otros ritmos.

Un puente de piedra atraviesa la hondonada y conduce al final del pueblo, por donde continúa el camino de herradura que se pierde entre la montaña recelosa. Es la montaña que cuida del sosiego de es­tos moradores callados e industriosos que desperta­ron con la noticia de que su terruño fue el premiado en el concurso del pueblo más lindo de Boyacá. Los monguíes no tuvieron necesidad de enlucir una fa­chada ni de cambiar una piedra, porque la belleza de su solar es permanente y auténtica y no necesita de retoques para ser fascinante.

Saben ellos que tienen un tesoro, y si lo compar­ten con los miles de turistas,  es para que Colom­bia les ayude a conservarlo. La Basílica, monumento nacional, vive temerosa de los asaltan­tes, con la mirada atenta de quienes saben custodiar el arte. En Morcá le robaron a la Virgen su preciosa corona, y los habitantes de Monguí se man­tienen prevenidos para que no le suceda lo mismo a su soberana protectora.

Este sencillo municipio boyacense, de escasos ocho mil habitantes, de calles pulcras y piedras relucientes, es una invitación a la paz del alma, esa que sólo se consigue entre la despre­vención de la vida simple. La naturaleza, que es sabia, no ha permitido la perturbación del lugar apacible que no cambiarían los monguíes por la urbe más tumultuosa del planeta.

El Espectador, Bogotá, 21-XII-1980.

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Dos paisas en Boyacá

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Adel López Gómez y su hija Gloria López de Robledo, asiduos colaboradores de La Patria y de otros órganos periodísticos, y por otra parte auténticos paisas, no resistieron la tentación de recorrer los paisajes boyacenses durante los días santos y encontraron de anfitrión nada menos que a Carlos Eduardo Vargas Rubiano, el famoso Carlosé, afiebrado propulsor del desarro­llo turístico de Boyacá.

Carlosé, mi ilustre paisano –y conste que por estas tierras paisas del Quindío existen también boyacenses, a manera de trueque–, es un enamorado de su tierra, o mejor, de nuestra tierra. Son excepcionales las crónicas suyas en El Tiempo que no se re­fieran a algún tema boyacense.

No solo quiere a Boyacá, sino que la defiende, la proclama y quiere verla cada día más esplendorosa. Noble misión la suya de vivir repicando, con su lenguaje direc­to y de grato sabor, sobre las necesidades de la comarca, al pro­pio tiempo que enalteciendo las maravillas de la naturaleza plá­cida que invita a la contemplación.

Adel y Gloria, que no se hacen rogar para apreciar uno de los espectáculos más embriagantes que tiene Colombia, descendieron de su montaña manizaleña y, entre rezos y arrebatos místicos, vie­ron desfilar la Semana Mayor de Tunja, una de las pocas ciudades que aún conservan todo el fervor religioso.

A Tunja se llega como a un santuario. Sus techos legendarios, cargados de historia, evocan epopeyas y misterios. Ciudad añeja y envuelta en denso manto de niebla, silenciosa y casi que in­móvil en su pasado glorioso, habrá que mirarla siempre con res­peto y admiración, si su solo nombre evoca grandeza.

Depositaria de inmenso acervo cultural, conserva casi intac­tas sus reliquias coloniales. Sus templos son verdaderos museos donde el ánimo se conmueve ante la magnificencia de sus cuadros, de sus muros centenarios, de sus maderas artísticas.

Tópaga y Monguí, a un lado de Sogamoso y mirándose de reojo, son dos pueblecitos recostados en la estribación de la cordillera. En sus templos se guarda un venero de arte re­ligioso. Se llega a Villa de Leiva por entre el sosiego de paisa­jes que obligan a la paz interior. Resucita en aquel itinerario ese afán que todos hemos acariciado alguna vez, de sentirnos ca­minantes de sendas encantadas. Es la estampa europea, con sus plantíos quietos, sus aires sedosos y sus atardeceres huidizos entre sombras y luces.

Villa de Leiva, dormida en siglos de historia, con sus añoranzas de próceres y hechos patrióticos, es el remanso donde se quisiera morir. Sus piedras milenarias, sus balcones coloniales, sus museos, su convento de monjas enclaustradas, sus calles melancólicas nos remontan a esos esce­narios del siglo pasado colmados de paz y de sueño, que hoy es­tán destruidos por el vértigo de la época.

El hotel Sochagota, en Paipa, reclinado sobre un lago apaci­ble, es el hogar que encuentra el turista para calmar sus cansancios. En los alrededores han quedado otros hospe­dajes que sacian, como en los viejos cuentos de caballerías, la sed del transeúnte. El hotel Termales, con sus aguas vaporosas y relajantes, reconforta las energías para proseguir la ruta.

Duitama, con sus manzanas encarnadas, quizás haga despertar algún apetito dormido, y allí, para fortuna de los dos paisas buscadores de emociones, habrían de tropezarse con su pisano de la púrpura obispal, monseñor Julio Franco Arango, dispuesto a abrazarlos con su abrazo mitad caldense y mitad boyacense. Adel y Gloria habían salido santificados desde que en Tunja se encontraron con otro caldense, también de púrpura eclesiástica, el ilustre arzobispo de Boyacá.

Lástima que la brevedad de esta nota no permita continuar adelante por estos senderos de mi tierra. A los visitantes tampo­co les quedó tiempo para proseguir la jornada. Yo los hubiera con­ducido por entre páramos y frailejones hasta Soatá, mi tierra chi­ca, y les hubiera dado a probar un dátil. Les hubiera enseñado otros horizontes en aquellas anchas polvaredas que aún no han sido profanadas por el infierno del asfalto. La vida allí es bucólica, descomplicada y hasta arisca. Pero placentera. Y habríamos llegado a Tipacoque, el paraíso inmortalizado por Eduardo Caballero Calderón, rincón rupestre y altivo en medio de su sosiego. Algún día volverán y hallarán nuevos paisajes y latitudes insospecha­das.

Por ahora bástenos saber que han regresado gratos con la hos­pitalidad de un terruño que no en balde se precia de ser amable y querendón. Y para no dejar adormecer el entusiasmo, aterrizaron en sus lares caldenses y empuñaron la pluma para contornear deliciosas crónicas que para ellos son un deber que no les perdonaría Carlosé. Boyacenses y paisas, cuando tenemos capacidad para medir la her­mosura, podemos recreamos en elogios mutuos, y nadie puede con­tradecirnos.

El Espectador, Bogotá, 1-V-1976.
La Patria, Manizales, 10-V-1976.

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