Por: Gustavo Páez Escobar
(Palabras en la presentación de la novela Ventisca)
Un día tuve la extraña pretensión de fundar un pueblo. Idea ambiciosa que me persiguió a través de los años, cada vez con mayor apremio, hasta llevarme a fijar, en algún momento de optimismo, el primer mojón de mi pueblo imaginario. Nacía así en la arquitectura del escritor la que sería mi tercera novela, bautizada Ventisca, que, luego de pasar por rigurosas jornadas de moldura y rectificación, ve hoy la luz pública gracias al generoso apoyo de la Universidad Central, presidida por el doctor Jorge Enrique Molina Marino, gran mecenas de la cultura colombiana.
Han transcurrido varios años desde cuando se anotó la primera línea sobre un proyecto idealista, hasta el día de hoy, cuando la palabra se convierte en libro. Años de maduración, de ajuste, de autocrítica y depuración mientras la idea tomaba contextura; y hubo necesidad, a la postre, de destruir el pueblo que se había levantado con ardoroso empeño, por haber quedado flojos los cimientos. Esta historia es la muerte de un pueblo, y si bien se observa, es la angustia del propio autor que vive siempre en lucha contra sus espíritus y desasosiegos. A veces se supone que esta permanente agitación conduce al reposo. Pero el escritor no descansa. Nunca estará satisfecho por completo, ni con la primera ni con la vigésima obra, y la última corrección, que le ha producido desahogo, será apenas un remanso para proseguir la marcha con nuevos bríos y superiores tormentos.
La paciencia y el sacrificio, tan connaturales a la carrera del escritor, son los factores más determinantes de la labor literaria. Ningún artista como el escritor está sometido a tantos rigores y privaciones, a tantas renuncias y torturas, y sólo en la soledad y el silencio será posible para él, en lucha implacable contra sus diablos interiores, plasmar sus sueños. Pero esto no es el infierno. Es campo de batalla creadora, imposible de interpretar por los profanos, donde la paz se conquista con gotas de sangre y enlazando fantasmas. Ya advirtió Rilke: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».
El escritor no debe escribir confiado en el éxito, y primero ha de saber que la gloria es caprichosa: a veces llega, otras veces llega tarde, y nunca agranda la obra valedera. La ostentación va por otro camino. El mérito puede más que la propaganda artificiosa. Cuando se escribe con honestidad y con amor a la gente, el mejor laurel que conquista el escritor es el de saberse fabricante de ideales. En el arduo y paciente trabajo es donde se acrisola la obra del artista, y la prisa por publicar resulta nefasta. Si escribir y esperar es regla de oro en este oficio tan exigente, la precipitación atomiza los mejores propósitos.
Carpentier recomienda veinte años de escritura antes de publicar algo. Flaubert se tomaba una semana en la elaboración de la página bien balanceada, y por eso su producción, escasa en volúmenes y densa en profundidad, no la consumirá jamás el comején del tiempo. Rulfo confesaba que en Pedro Páramo estaba todo cuanto necesitaba contarle al mundo, y convirtió su novela, de sólo cien páginas –pero páginas magistrales–, en destello prodigioso de la brevedad alucinante.
La brevedad es virtud que no consiste en decir poco sino en expresar más con menos palabras. Para ello el escritor ha de imponerse severas disciplinas de purga del lenguaje y enriquecimiento de las ideas. Esta regla va enlazada con la sencillez, y ya se sabe que en la sencillez reside la elegancia. Manifiesta Camilo José Cela que «todo lo que no sea humilde, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor».
La escritura y el dinero no van de la mano y se rechazan. Hablan diferente idioma. La ley del escritor se ofusca con las fulguraciones del oro, pero si el oro lo deslumbra y lo seduce, que cambie de oficio. En la abundancia de bienes materiales, lo mismo que en las cimas de la fama que ya no dejan trabajar, naufragan las intenciones más optimistas. El escritor es un animal de resistencia y de fuerzas increíbles, y tal vez su mejor comparación es con el buey, modelo de paciencia y mansedumbre, que entre palos y maltratos resiste sufridas jornadas y transporta pesados cargamentos.
El novelista, que no podrá escribir sino la realidad de sus propias vivencias, está llamado a ser el supremo historiador del tiempo. Pintar la vida –y esa es su función primordial– consiste en traducir la condición humana y compenetrarse con el dolor y la alegría. Sus personajes, así sean simbólicos o surrealistas, son tomados de la verdad del mundo y revestidos de caracteres probables. Para muchos la novela es la primera de las artes porque su objetivo es el hombre.
Ser novelista significa un duro destino. Es una labor que no permite la quietud ni el adormecimiento, menos la marcha atrás. Cuando las criaturas han tomado vida, jalan al escritor, se meten en su carne y en su espíritu, lo estrujan y lo obligan a que responda por ellas. Para que el narrador cumpla con su misión debe saber interpretar la fuerza de sus personajes, o de lo contrario sucumbirá él mismo. Su único compromiso es con los protagonistas de sus relatos, y necesita hacer de ellos ángeles o demonios. Debe asesinarlos o salvarlos, pero nunca abandonarlos en el absurdo.
Cuando pretendí fundar un pueblo, la primera piedra me quedó bien colocada. Las calles iniciales salieron rectas, e incluso los primeros habitantes nacieron bien formados. Pero luego alguna cuadra se torció y algún parroquiano se rebeló. Y más tarde la aldea se había ladeado, el cura se había vuelto concupiscente y la beata, incrédula. Todo conspiraba contra la intención de sostener el pueblo recto. Lo dejé que siguiera su curso natural y advertí que allí, en ese mundillo de conflictos, estaba reunida la humanidad entera, con sus virtudes y pecados, sus castidades y lujurias, sus grandezas y miserias.
Había buscado un pueblo alegre y me resultó triste. La niebla persistente comenzó a invadir la población, y más tarde me encontré en territorio de sombras y fantasmas. No sabía, como en los dominios de Rulfo, si se trataba de seres vivos o de almas muertas. Comprendí entonces que era la aldea que siempre había llevado en la subconsciencia, azotada por la ventisca y la soledad. Ese pueblo, una especie de piedra mal colocada en el camino, agobiaba el alma del escritor. Y era preciso que desapareciera. Creció hasta límites razonables y luego vino la destrucción. Ventisca es una agonía. Y también una liberación.
La literatura nos permite crear ilusiones y ennoblecer la existencia. Es un talante ante la vida. La mayor tragedia del hombre, corno lo dijo Pascal, es no saber permanecer quieto entre cuatro paredes: las paredes de la creación y el diálogo interior. Si la literatura es ansiedad y búsqueda, escozor y suplicio, también es placer. Por la literatura morimos todos los días, cuando nos torturamos el cerebro en busca de la verdad, y con ella renacemos cuando encontramos la claridad. Sus laureles son esquivos, pero su justificación está en la conquista. Cada libro lleva algún átomo del alma, un rastro del hombre.
Recordemos, para terminar, la cita de un poeta ruso: «No hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras».
El Espectador, Bogotá, 10 y 14-V-1990.
Dominical de La República, Bogotá, 10-VI-1990.
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 1990.
La noche de Zamira, prólogo de la novela de Gustavo Páez Escobar, 1998.