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Un campesino sin regreso

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He vuelto a leer, muchos años después de su primera lectura, un excelente libro quindiano. Se trata de la novela Un campesino sin regreso, de Euclides Jaramillo Arango, que fue publicada por la editorial Bedout en 1959. Este libro, que no volvió a editarse ni se consigue en las librerías, ha cumplido 33 años de vida. Pertenece a la gran literatura regional que, triste es decirlo, no conocen la mayor parte de las nuevas generaciones.

Novela sobre la violencia colombiana, de las mejor logradas en este género. Como consecuencia de aquella época nefasta, muchos escritores nacionales dejaron su testimonio veraz, incorporado hoy a lo que se conoce  como la “literatura de la violencia”. Pocos, sin em­bargo, son los libros que en realidad están llamados a per­durar, y entre ellos se cuenta el de Jaramillo Arango, por más que el propio Quindío lo tenga olvidado.

Los jóvenes de hoy ignoran lo que fue la violencia política que azotó los campos del Quindío. Por fortuna, ya quedó derrotada la negra noche y no han vuelto a presentarse gérmenes que hagan temer por la aparición de aquella barbarie. El Quindío, a pesar de los signos adversos que castigan hoy su actividad agrícola, vive en un oasis de paz. Pocos depar­tamentos pueden mostrar la misma suerte.

La narrativa, que es por ex­celencia la gran historiadora de los tiempos, recoge en el libro que aquí comento un episodio lacerante sobre aquel turbión que pasó por el Quindío y sembró pavor y destrucción. Se destruían los hombres como ver­daderos lobos, sin saberse por qué, y desaparecía la tranquilidad en campos y po­blaciones. El sectarismo político, que hacía de las suyas en el territorio nacional, se enseñoreó de las campiñas cafeteras y desvertebró la tradicional fisonomía de esta región que sólo conocía el tra­bajo honrado.

Este libro de Euclides Jaramillo Arango es un canto a la tierra. Lo más sagrado que tiene el quindiano, su tierra feraz y amorosa, se engrandece en la pluma maestra de quien presenció de cerca la hecatombe fratricida. ¿Cómo pedirles a los jóvenes de hoy que conozcan esta novela si ya no se consigue? Ojalá alguien se preocupe por reeditarla.

La Crónica del Quindío, Armenia, 11-VIII-1992.

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La ansiedad viaja en buseta

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El periodista y escritor pereirano Héctor Ocampo Ma­rín, director del Dominical de La República, avanza en su carrera literaria con La ansiedad viaja en buseta, novela publicada por la Universidad Central a finales de 1991 como parte de los actos con que el claustro conmemoró sus 25 años de vida. El autor, que ha incursionado de preferencia en el género del ensayo (entre otros títulos con Pasión creadora, El poeta de la ruana y Gilberto Alzate Avendaño), salta ahora  a la palestra con su primera novela.

Antes de referirme a su nuevo libro, deseo detenerme en la per­sonalidad de Ocampo Ma­rín como promotor de cultura. Es la suya una de esas silenciosas voces de provincia que se destacan hoy en el plano nacional. Años atrás sobresalió su nombre en las pági­nas del Magazín Dominical de El Espectador como uno de los críti­cos más destacados del acontecer literario del país.

Más tarde se vinculó al perió­dico La República, donde ocupó diferentes cargos, entre ellos el de director y gerente encargado. Pero donde más ha trabajado por la cultura es desde las páginas del Dominical de La República, que con lujo de competencia dirige hace largos años. Gaceta abierta a todas las inquietudes, donde se acoge con igual entusiasmo al novel escritor que a la figura consagrada de las letras. Allí no existen los odiosos grupos que se apoderan del espa­cio en otros periódicos para ensal­zar sus propios nombres. Por el contrario, su política es la de llegar al mayor número de perso­nas y brindar estímulo sobre todo al escritor incipiente.

Ocampo Marín se ha decidido, al fin, a lanzar su prime­ra obra de narrativa, que él deno­mina «inocuo juguete literario». Breve novela de 177 pági­nas que a nadie le hace daño, en efecto, y por el contrario despierta en el ánimo del lector un delicioso «sentido del humor y la musicali­dad», como dice Horacio Gómez Aristizábal en las palabras del prólogo. Fino humor crítico con el que se mira el discu­rrir de la existencia y se pintan estados sociales comunes a cual­quier individuo.

El novelista viaja con sus per­sonajes en la buseta de la ansie­dad, o sea, a bordo de los afanes de la vida cotidiana. Y se vuelve gran observador de minucias, esas que no ve la gente del común, pero las reconoce y admira cuando al­guien las pinta con ingenio y capacidad sociológica. Su buseta parte todos los días a las 7 y media de la mañana, de Pinares de Occidente, sector de clase me­dia que representa, por lo tanto, un mundo madrugador de conflic­tos y esperanzas, de luchas y alegrías, esto es, la eterna trage­dia del hombre.

Alfonso López Michelsen des­cribe en la novela Los elegidos la alta burguesía que se vive en el barrio de La Cabrera. Mundos contrapuestos –el de López Michelsen y el de Ocampo Marín–, con un mismo personaje: el hom­bre. Es decir, la vida.

El Espectador, Bogotá, 29-IV-1992.

 

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La mujer doble

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Próspero Morales Pradilla vino a descubrir con sus dos últimas novelas de tipo erótico, ya al final de su vida, la industria del best seller. Desde temprana edad cultivó las letras y se destacó como cuentista con los títulos Una muchacha discutible, Cianuro y otras bebidas y El último macho. Es además autor de otros libros de distinto género. También sobresalió como co­laborador de periódicos y revistas, entre ellos, El Es­pectador y El Tiempo.

La verdadera nombradía como  escritor la obtiene con Los pecados de Inés de Hinojosa (1986), novela de enorme éxito editorial, llevada luego a la televisión con el mismo resultado. La muerte lo sorprendió, en septiembre de 1990, sin permitirle disfrutar del que será su segundo best seller: La mujer doble, su obra póstuma, que, concluida el 24 de diciembre de 1989, acaba de poner en circulación la firma Plaza y Janés.

Los norteamericanos son expertos en esta industria del éxito en librerías. Ya existen hasta escuelas para fabricar best sellers bajo la firma de un autor coti­zado. Para esto no importa, literariamente hablando, que el libro sea bueno o malo, sino que se venda. Hay dos filones que los norteamericanos explotan con resul­tados sorprendentes: el sexo y la violencia. Un amigo me contaba en Orlando (Florida) que al estadinense sólo le interesa lo que produzca utilidad. Estos temas, tan antiguos como la humanidad, han sido tratados por los novelistas de todos los tiempos. Pero en las épocas actua­les se les dan ciertos toques obscenos o sangrientos, según el caso, para incitar las pasiones del hombre con­temporáneo.

Próspero Morales Pradilla, gran sicólogo del alma fe­menina y de la pasión humana, conquista con sus dos últimas obras el misterio de la fama. Le da un viraje a su literatura y halla las técnicas para hacer sugesti­vos sus temas. El público le ha respondido, yo diría que con delirio. Por eso, su carrera de escritor ha al­canzado altas cumbres en los mercados del libro, pro­piciadas por la casa profesional en ventas gigantescas

La mujer doble es novela de acción e indudable interés, cuyo desarrollo gira en elmarco histórico de la Inquisición, y pinta una turbulen­ta época de piratas y suplicios, de brujas y sexo, de aventuras e intrigas. El lector penetra poco a poco en los teatros del aquelarre, siempre bajo la seduc­ción del sexo, y en los dominios oprobiosos que ejercen tanto la Inquisición, bajo el mando eclesiástico, como el poder civil, tan siniestro como aquélla.

Carma, el sitio de los acontecimientos, es un pueblo amurallado, a orillas del mar. A lo largo de la narra­ción se siente la incursión de los piratas y se va con ellos a las tabernas y los prostíbulos, mientras en otro ángulo se mueve la alta sociedad entre privilegios y maquinaciones. El novelista consigue el escenario perfecto de La Habana inquisitorial. Usa el vocablo apropiado, crudo en algunas escenas, y salpica el rela­to con finas dosis de humor. Tal vez hubiera podido morigerar cierto lenguaje de burdel, a lo García Már­quez, pero es posible que así hubiera disminuido las ventas.

Mujeres sensuales como Pita Candela, Perla Yamurí, Carmita de Figueroa o la Trastienda son la permanente provocación de los hombres del pueblo, y lo son también del lector excitado. Y como se trata de descubrir en este grupo de mujeres compuesto por pecadoras y santas, como en todo pueblo del orbe, a la mujer de doble carácter sexual, el lector no cesa de darle cuerda a la fantasía. Al final aparece, como parte del mensaje enjuiciador del novelista, la locura lujuriosa de sor Catalina, vibrante personaje que no se sabe si pertenece a Dios o al Diablo.

Próspero Morales Pradilla entrega, a los tres meses de muerto, esta gran novela, retrato de una época tenebrosa, de persecuciones, lujurias, diablos y brujas. Lástima que la muerte le hubiera impedido gozar de su fama en ascenso, que ahora crecerá con el nuevo best seller, al que le auguramos larga vida.

El Espectador, Bogotá, 15-I-1991
Revista Cultura, Tunja, junio de 1991

* * *

Comentario:

Felicito al ágil periodista Gustavo Páez Escobar por su artículo acerca de la obra brillante del desaparecido escritor Próspero Morales Pradilla, libro que ya disfruté y recomiendo a la vez por ser la obra representativa de la narrativa actual. Dagoberto Rodríguez Alemán, Mompox.  

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Las puertas del infierno

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No es novela fácil de leer esta de José Luis Díaz Granados, Las puertas del infierno,  publicada por la Universidad Central. La misma obra fue editada, en su salida inicial, por Oveja Negra, en 1985. Una dama me comentaba en estos días que al proponerse leer la no­vela había tenido que abandonarla por haberle parecido obscena. El libro, en efecto, no es para que lo lean damas pudorosas, pero es accesible a las mentes que posean un estructurado criterio literario.

No es vulgar en sí mismo sino que tiene el acierto de presentar al vivo, y en esto consiste el arte del narrador, la vida borrascosa de las calles bogotanas que entre desenfrenos y mujerzuelas pintan el ambiente social. En este mundo turbulento en que deambulan, en el azar de las calles y bajo la sombra encubridora de los hoteluchos, tiernas jovencitas y mujeres ajadas que se han vuelto expertas en la profesión más antigua del planeta, se destapa la atmósfera de vicios y mise­rias que azota a todas las sociedades del universo.

El hombre, personificado en la novela por José Kristián, es, lo mismo que Bloom en el Ulises de James Joyce, el protagonista que se deja llevar por los ríos de la humanidad y descubre, en cada perfume barato y en cada sonrisa apagada, la tragedia universal. Quizá se sacia de sexo, noche tras noche, pero a la postre sabrá que el sexo que se compra no produce placer.

Es dura novela de desamparos, de tinieblas, de callejones sombríos y licores amargos, donde hombre y mujer, como animales voraces, persiguen el amor en las corrientes del libertinaje. En este coctel luciferino, como lo llama el novelista, danzan ángeles y demonios que se atraen, se estrechan y se estrangulan bajo los exorcismos de la carne. ¿Y el amor? Es la pregunta que aflora en la lectura, sin que la formule el narrador, y que al final se convertirá en una denuncia. De tanto repe­tir alcobas fugaces y mujeres livianas sin hallar el amor, el hombre, este azotacalles de los grandes cen­tros urbanos, se encontrará solitario.

A Kristián lo asedia una sombra obsesiva: Yoli. Mu­jer apetecible, cercana y lejana al mismo tiempo, a quien busca conquistar. Es la misma Molly de Joyce, la mujer libidinosa que estremece el deseo sin entregarse por completo. En la posesión está el amor, y éste no siempre se logra aprehender. Es huidizo y no se atrapa en los laberintos de la prostitución.

José Luis Díaz Granados, amante de la sicología freudiana, deja que la conciencia hable en este relato de fugas nocturnas. Unas veces se encarna en Joyce, otras en Miller, luego en Kafka, más allá en los poetas mal­ditos de los romanticismos alucinados. Hay en sus deli­quios permanente mención del padre, y a las claras se nota la fuerte influencia que éste ejerce en su vida. Vida que traslada, a veces con gran precisión de cir­cunstancias personales, a las páginas de su novela; la que debe leerse con mucha atención, y que una dama asustadiza despreció por obscena.

José Luis es un apasionado de la obra de Joyce. En su no­vela aplica la técnica del monólogo interior para en­contrarse con su alma. Las calles de Dublín son las mismas calles de Bogotá. Y no se diferencian de ningún vericueto de las urbes tumultuosas. Arma complejidades en el lenguaje y en la estructura novelística, y así queda identificado con el autor de Ulises, su héroe, a quien le escribió un soneto que comienza así: “Cada vez que me encuentro yo contigo / olvido los momentos infelices / y todas las oscuras cicatrices / de mis heridas íntimas mitigo”.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1990.

 

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Guías del escritor

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en la presentación de la novela Ventisca)

Un día tuve la extraña pretensión de fundar un pue­blo. Idea ambiciosa que me persiguió a través de los años, cada vez con mayor apremio, hasta llevarme a fijar, en al­gún momento de optimismo, el primer mojón de mi pueblo ima­ginario. Nacía así en la arquitectura del escritor la que sería mi tercera novela, bautizada Ventisca, que, luego de pasar por rigurosas jornadas de moldura y rectifi­cación, ve hoy la luz pública gracias al generoso apoyo de la Universidad Central, presidida por el doctor Jorge Enrique Molina Marino, gran mecenas de la cultura colombiana.

Han transcurrido varios años desde cuando se anotó la primera línea sobre un proyecto idealista, hasta el día de hoy, cuando la palabra se convierte en libro. Años de maduración, de ajuste, de autocrítica y depuración mien­tras la idea tomaba contextura; y hubo necesidad, a la postre, de destruir el pueblo que se había levantado con ardoroso empeño, por haber quedado flojos los cimientos. Esta historia es la muerte de un pueblo, y si bien se ob­serva, es la angustia del propio autor que vive siempre en lucha contra sus espíritus y desasosiegos. A veces se supone que esta permanente agitación conduce al reposo. Pero el escritor no descansa. Nunca estará satisfecho por completo, ni con la primera ni con la vigésima obra, y la última corrección, que le ha producido desahogo, será apenas un remanso para proseguir la marcha con nuevos bríos y superiores tormentos.

La paciencia y el sacrificio, tan connaturales a la carrera del escritor, son los factores más determinan­tes de la labor literaria. Ningún artista como el es­critor está sometido a tantos rigores y privaciones, a tantas renuncias y torturas, y sólo en la soledad y el silencio será posible para él, en lucha implacable contra sus diablos interiores, plasmar sus sueños. Pero esto no es el infierno. Es campo de batalla creadora, imposible de interpretar por los profanos, donde la paz se conquista con gotas de sangre y enlazando fantasmas. Ya advirtió Rilke: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».

El escritor no debe escribir confiado en el éxito, y primero ha de saber que la gloria es caprichosa: a veces llega, otras veces llega tarde, y nunca agranda la obra valedera. La ostentación va por otro camino. El mérito puede más que la propaganda artificiosa. Cuando se escribe con honestidad y con amor a la gen­te, el mejor laurel que conquista el escritor es el de saberse fabricante de ideales. En el arduo y pacien­te trabajo es donde se acrisola la obra del artista, y la prisa por publicar resulta nefasta. Si escribir y esperar es regla de oro en este oficio tan exigente, la precipitación atomiza los mejores propósitos.

Carpentier recomienda veinte años de escritura an­tes de publicar algo. Flaubert se tomaba una semana en la elaboración de la página bien balanceada, y por eso su producción, escasa en volúmenes y densa en profundi­dad, no la consumirá jamás el comején del tiempo. Rulfo confesaba que en Pedro Páramo estaba todo cuanto necesitaba contarle al mundo, y convirtió su novela, de sólo cien páginas –pero páginas magistrales–, en destello pro­digioso de la brevedad alucinante.

La brevedad es virtud que no consiste en decir poco sino en expresar más con menos palabras. Para ello el escritor ha de imponerse severas disciplinas de purga del lenguaje y enriquecimiento de las ideas. Esta regla va enlazada con la sencillez, y ya se sabe que en la sencillez reside la elegancia. Manifiesta Camilo José Cela que «todo lo que no sea humilde, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor».

La escritura y el dinero no van de la mano y se re­chazan. Hablan diferente idioma. La ley del escritor se ofusca con las fulguraciones del oro, pero si el oro lo deslumbra y lo seduce, que cambie de oficio. En la abundancia de bienes materiales, lo mismo que en las cimas de la fama que ya no dejan trabajar, naufragan las intenciones más optimistas. El escritor es un animal de resistencia y de fuerzas increíbles, y tal vez su mejor comparación es con el buey, modelo de paciencia y mansedumbre, que entre palos y maltratos resiste sufridas jornadas y transporta pesados cargamentos.

El novelista, que no podrá escribir sino la realidad de sus propias vivencias, está llamado a ser el supremo historiador del tiempo. Pintar la vida –y esa es su función primordial– consiste en traducir la condición humana y compenetrarse con el dolor y la alegría. Sus personajes, así sean simbólicos o surrealistas, son tomados de la verdad del mundo y revestidos de caracteres probables. Para muchos la novela es la primera de las artes porque su objetivo es el hombre.

Ser novelista significa un duro destino. Es una labor que no permite la quietud ni el adormecimiento, menos la marcha atrás. Cuando las criaturas han tomado vida, jalan al escritor, se meten en su carne y en su espí­ritu, lo estrujan y lo obligan a que responda por ellas. Para que el narrador cumpla con su misión debe saber interpretar la fuerza de sus personajes, o de lo contra­rio sucumbirá él mismo. Su único compromiso es con los protagonistas de sus relatos, y necesita hacer de ellos ángeles o demonios. Debe asesinarlos o salvarlos, pero nunca abandonarlos en el absurdo.

Cuando pretendí fundar un pueblo, la primera piedra me quedó bien colocada. Las calles iniciales salieron rectas, e incluso los primeros habitantes nacieron bien formados. Pero luego alguna cuadra se torció y algún parroquiano se rebeló. Y más tarde la aldea se había ladeado, el cura se había vuelto concupiscente y la beata, incrédula. Todo conspiraba contra la intención de sostener el pueblo recto. Lo dejé que siguiera su curso natural y advertí que allí, en ese mundillo de conflic­tos, estaba reunida la humanidad entera, con sus virtudes y pecados, sus castidades y lujurias, sus grandezas y miserias.

Había buscado un pueblo alegre y me resultó triste. La niebla persistente comenzó a invadir la población, y más tarde me encontré en territorio de sombras y fantasmas. No sabía, como en los dominios de Rulfo, si se trataba de seres vivos o de almas muertas. Comprendí entonces que era la aldea que siempre había llevado en la subconsciencia, azotada por la ventisca y la soledad. Ese pueblo, una especie de piedra mal colocada en el camino, agobiaba el alma del escritor. Y era preciso que desapareciera. Creció hasta límites razonables y luego vino la destrucción. Ventisca es una agonía. Y tam­bién una liberación.

La literatura nos permite crear ilusiones y ennoble­cer la existencia. Es un talante ante la vida. La mayor tragedia del hombre, corno lo dijo Pascal, es no saber permanecer quieto entre cuatro paredes: las paredes de la creación y el diálogo interior. Si la literatura es ansiedad y búsqueda, escozor y suplicio, también es pla­cer. Por la literatura morimos todos los días, cuando nos torturamos el cerebro en busca de la verdad, y con ella renacemos cuando encontramos la claridad. Sus laureles son esquivos, pero su justificación está en la conquista. Cada libro lleva algún átomo del alma, un rastro del hombre.

Recordemos, para terminar, la cita de un poeta ruso: «No hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras».

El Espectador, Bogotá, 10 y 14-V-1990.
Dominical de La República, Bogotá, 10-VI-1990.
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 1990.
La noche de Zamira, prólogo de la novela de Gustavo Páez Escobar, 1998.

 

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