Por: Gustavo Páez Escobar
(Prólogo de la novela de César Hincapié Silva)
Cuando hace treinta años llegué a Armenia conocí a César Hincapié Silva como inquieto personaje de la vida municipal. Acababa de crearse el departamento del Quindío y él había sido el primer jefe de la Oficina de Planeación, y por lo tanto, protagonista de los planes iniciales del desarrollo regional, que por aquellos días hacían destacar al Quindío en el concierto nacional, por su estructura administrativa y su impulso creador, como el «departamento piloto de Colombia». El joven abogado de la Universidad La Gran Colombia, especializado en España en Derecho Económico y Seguridad Social, también había adelantado en Brasil una maestría en Administración y Planeamiento, títulos con que comenzó a trabajar por la prosperidad de su tierra.
Después ocupó algunos cargos en la capital del país y allí mismo regentó la cátedra en distintas universidades. Radicado de nuevo en el Quindío, se consagró al ejercicio de su profesión, con presencia activa en la vida pública de la comarca, como conferencista y autor de interesantes artículos en los medios de comunicación. Sus intervenciones suscitaban polémicas y despertaban interés en la comunidad. Este contacto con los problemas de su tierra lo vinculó a la actividad política, y a la vuelta de los años lo llevó a ser concejal de Armenia y diputado a la Asamblea del Quindío.
Cuando en 1993 publicó el libro El camello de la Planeación, importante estudio que se convertiría en manual de consulta, el autor revalidaba los viejos conceptos aprendidos en Sao Paulo y practicados en el naciente departamento del Quindío. Y había algo más: fuera de tratarse de una obra escrita para eruditos en el tema, nacía con este libro una serie de publicaciones que el autor trabajaba en silencio, y que iban a descubrir al humanista que se escondía bajo la piel del político, del abogado y del economista que todos identificaban en las calles apacibles de la ciudad.
Dos años después aparecía un libro revelador de la capacidad de estudio del autor, obra valorada como aporte sustantivo para interpretar la historia quindiana bajo los enfoques de la sociología y la economía. Se trata de Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío, investigación seria y documentada que nadie había acometido, sobre el poblamiento de la región con diferentes razas y culturas que fueron determinando un estilo social. Desde tiempos remotos, esas corrientes migratorias se vincularon en tal forma al desarrollo de la región, que son hoy parte fundamental de la idiosincrasia quindiana. Esto, de paso, explica por qué el Quindío es tierra abierta y cosmopolita, donde nadie es extraño y todos son bienvenidos como motores del progreso.
Algún día me encontré con un cuento de Hincapié Silva en el periódico La Crónica del Quindío. Se trataba de una narración amena y picante que se movía en el ambiente pueblerino, y no me costó trabajo descubrir que ese pueblo sosegado, y más tarde centro floreciente, era Armenia, escenario ideal para poner a trabajar la imaginación de los escritores. Era la primera noticia que yo tenía sobre la vena cuentística del autor.
A poco andar de aquel hallazgo inesperado, varios cuentos más de su autoría salieron al aire en las páginas del diario quindiano. Sin duda, la cosecha estaba en maduración y había llegado la época de la recolección, como acontece con los granos de café. Esos relatos, extraídos del diario acontecer de la comarca, rescatan con humor e ironía sucesos curiosos y memorables bajo el ropaje de personajes comunes. Y como el nuevo cuentista quindiano es hombre de empresa y acción, en 1997 recogió esos episodios en el libro Cuentos sobre el tapete.
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Ahora lo tenemos de novelista. Para el narrador que hay en Hincapié Silva, pasar del cuento a la novela es un tránsito natural, o por lo menos atractivo. Son dos géneros que en alguna forma se hermanan –»contar cosas»–, pero que tienen sus propias reglas y sus propias complejidades. Visto de otra manera, el buen cuentista puede ser pésimo novelista, y viceversa. Aunque se presentan las dos condiciones a la vez, también en ambos sentidos. En fin, al amigo le ha dado por ser novelista, y debemos celebrar su arrojo.
Líbreme Dios de pretender ser crítico literario, y escuche César, que ha tenido la generosidad de pedirme unas palabras de presentación de su novela, este criterio: en literatura todo es válido, y la única falla es dejar de escribir. Hay que escribir pensando siempre en el lector y menos en los críticos, porque aquél es el único juez verdadero.
Máximo Gorki expresa lo siguiente: «Soy un amante de los libros; cada uno de ellos me parece un milagro y el autor un mago. Un libro es un fenómeno de la vida, del mismo modo que lo es el hombre». Gorki, que aprendió a escribir sin más maestros que la lectura insaciable de los clásicos –sobre todo los franceses– y que enriqueció la imaginación con las impresiones que recibía de su trato con la gente y de su observación de los problemas sociales, pinta en sus obras, con crudeza, la miseria de las clases bajas de la Rusia zarista, y dejó preciosos consejos sobre el arte de escribir.
Objetivo primordial de la novela es dibujar la vida. Toda novela, en esencia, debe ser una obra de historia. Y la historia abarca todas las circunstancias que rodean la existencia del hombre, desde la cuna hasta la muerte, y desde las guerras y los conflictos sociales, o la pintura de pueblos y entornos familiares, o la descripción de personajes y en general de los seres humanos, hasta la hondura de los sentimientos y la intimidad de los paisajes interiores. Por eso, el novelista debe ser el mayor historiador del hombre y del tiempo.
Regla fundamental para el novelista es no escribir sino sobre lo que ha vivido o presenciado. De lo contrario se saldrá de la realidad, y ya se sabe que la realidad, así sea presentada con hechos ficticios o en ambientes surrealistas, debe ser probable para que sea valedera. La novela de César Hincapié Silva, Un veterano encuentra su destino, describe con autenticidad los hechos de su historia. Encara un conflicto de la actualidad colombiana, el del narcotráfico, y esto la hace sugestiva.
El relato despierta interés desde las primeras páginas por la acción ágil como se mueven sucesos y personajes, lejos de retruécanos literarios y con el uso de lenguaje sencillo y directo. Al lector de novela le interesa ante todo que el relato fluya, despierte expectativa y sea de fácil comprensión, y por eso mismo huye de los tonos doctorales y los pasajes pesados u oscuros.
Peñas-Frías, escenario principal de los acontecimientos, que el novelista localiza cerca de Armero, es un pueblo perdido en escarpado lugar de la cordillera, que languidece en medio de la soledad y el abandono. Una carretera intransitable mantiene detenido el progreso local, y los dirigentes de la población, apabullados por el desamparo y el tedio enfermizo, no encuentran la manera de solucionar las miserias crónicas. Los movimientos sísmicos producidos por el Nevado del Ruiz estremecen la vida pueblerina y la penetran de inseguridad y miedo. Es un pueblo muerto, donde asusta el silencio.
Entre tanto, los notables de la comunidad, personajes lerdos y fosilizados, recorren las calles como sombras huidizas. Lucas Huertas y Manrique, el alcalde, se ha adaptado a todo y no mueve un dedo para quebrar la monotonía. Santiago Sallas, el notario, sólo piensa en sus tarifas en declive. Joaquín Lagos, el barbero, propala los chismes de la clientela y aviva la insatisfacción resignada del vecindario. Tarcizo Chávez, el concejal, trata de romper el marasmo colectivo, pero sus protestas no encuentran eco. Bernardino Pedroza, el cura, tacaño y esclavo del dinero, y por añadidura fanático y vociferante, se queja de las limosnas escasas.
¿Qué pueden esperar estas poblaciones sin esperanza que se derrumban entre la resignación y el hastío insalvables, manejadas por dirigentes ineptos y habitadas por almas apocadas? ¿Qué sociedad puede sobrevivir a merced de la pobreza, la explotación y el cretinismo?
Peñas-Frías es cualquier pueblo de Colombia. El novelista ha creado su pueblo imaginario –pero cierto–, que lo mismo puede ser su propia tierra nativa o el más escondido rincón de provincia. Ha erigido este prototipo como símbolo de la mediocridad social, y en medio ha situado a personajes de carne y hueso que pueden identificarse con los que existen en cualquier localidad.
Cuando en Peñas-Frías se radica Esteban Altagracia, traficante de narcóticos, la vida se transforma. Todo está dado para sembrar la revolución en aquella comunidad somnolienta. El propio cura le ha vendido, a precio de ambición, la tierra para los cultivos ilícitos. Altagracia hace reconstruir la carretera, por la que en poco tiempo circulan caravanas de turistas entre las que se camuflan los personajes más extraños: aventureros, especuladores, tahúres, prostitutas… Comienza el lavado de dinero en grande, a ojos vistas de la población. El alcalde se une con el mafioso, el barbero aumenta sus tarifas, el notario remodela su oficina, el cura pondera el adelanto conseguido en tan poco tiempo, el concejal Chávez adelanta un juicio público contra el narcotraficante, y se queda solo…
La bonanza marimbera invade al poblado y anestesia las conciencias. Coca, heroína, toneladas de billetes… El progreso llega en volandas. Altagracia es ahora el amo y señor del pueblo. Se le condecora, por supuesto, como el gran benefactor público. Esta prosperidad relámpago hace brotar toda clase de negocios populares: almacenes, restaurantes, cantinas. Los bienes se multiplican y el dinero se enseñorea de la vida municipal. Alguien proclama: «Un milagro de Dios».
En otro ángulo de la novela se mueven el fiscal, la abogada de la Procuraduría y el agente de la DEA. Son fuerzas silenciosas que luchan contra el avance del narcotráfico y por lo tanto se enfrentan a un problema descomunal. Yesid Cifuentes, el fiscal, es el intelectual preocupado por la evolución social y cultural de los países del mundo. Patricia Brunel, la abogada, es la lectora apasionada que matiza el ejercicio de su cargo con obras clásicas de la literatura universal.
Y Leonard Sicard, el agente de la DEA, veterano de la guerra del Vietnam, libra en varios países una guerra implacable contra el narcotráfico. Estos mundos yuxtapuestos, el de los negociantes de narcóticos y el de los funcionarios judiciales, han incitado a César Hincapié Silva a tramar un argumento novelístico de palpitante interés.
El propio novelista, como abogado e intelectual, parece que se reflejara en algunas facetas de sus personajes y sus ambientes. El escritor de narrativa, muchas veces sin advertirlo, suele refundirse en el alma de sus criaturas literarias. No hay duda de que Hincapié Silva conoce a fondo el tema que trata. Es un tema nacional y universal que todos conocemos, pero sólo el escritor logra trasladarlo como memoria para las futuras generaciones. Es aquí donde se cumple la función del novelista como testigo del tiempo.
Un veterano encuentra su destino es, por otra parte, novela con fondo romántico en medio del bazar de las drogas y la corrupción del medio ambiente. El amor, que todo lo puede y todo lo ennoblece, parece que iluminara estas páginas infestadas por las yerbas malditas y sacudidas por el volcán desafiante. En medio del turbión de los vicios públicos, de la concupiscencia del dinero y del envilecimiento de la comunidad, brilla el amor como el sol maravilloso que dulcifica la vida. Novela de amor donde no falta la frustración amorosa, que relampaguea al final de la obra como si se tratara de uno de esos idilios inmortalizados por Beatriz y Laura, heroínas sublimes de Dante y Petrarca.
El real personaje de esta novela es, para mi gusto personal, Peñas-Frías, pueblito fantasma que se convierte en eco de la conciencia nacional y de la conciencia individual de los colombianos. En él está representada la comedia humana, con sus miserias y grandezas.
Cuando por las calles de la población discurren los miembros de la pequeña sociedad, plantean sus problemas y desencantos y aceptan las soluciones fáciles sin importarles la perversión de la moral pública, es como si las mismas personas, transmutadas a otro ambiente, vivieran en el centro más populoso y allí se ocuparan de sus cotidianos quehaceres. La conducta permisiva que se vivió en el rústico poblado es la misma, guardadas proporciones, que impera en las grandes ciudades. Nada cambia, porque el hombre es igual en todas partes.
La naturaleza circundante, formada por montañas abruptas y amenazada por el volcán que estallará a cualquier momento, como en efecto sucedió, es otro personaje vital de la novela. Cuando la furia del volcán arrasa con la región, puede decirse que es la misma ira de Dios la que castiga al hombre para señalarle el camino acertado. ¿Peñas-Fría fue borrada del mapa por la fuerza sísmica? Los pueblos míticos –como Comala de Juan Rulfo, Tipacoque de Caballero Calderón o Macondo de García Márquez– nunca desaparecen. César Hincapié Silva ha creado otro pueblo mítico en el alma de la cordillera, sujeto ahora a una metamorfosis transitoria, que el novelista describe en estas palabras:
«En Peñas-Frías, la huida de los murciélagos fue evidente y numerosos habitantes observaron este hecho con curiosidad… Los murciélagos, después de la calma, regresaron con oportunismo; merodearon entonces por esos lugares extraños, en donde ya nada quedaba y todo tendría que volver a nacer. Era el paisaje gris oscuro suspendido, en el cual se sentía la presencia de la muerte, como si en ese sitio terminara ese microcosmos”.