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Retrato de un sicario

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la pasada Feria Internacional del Libro, en medio de las toneladas de papel que se procesan en estos eventos, llegó a mis manos una obra breve, tamaño bolsilibro, de apenas 158 páginas, titulada La comida del tigre.

Se trata de una novela de Hernando García Mejía, nacido en Caldas y residenciado hace largos años en Medellín. Su producción de los últimos tiempos se ha dirigido a la literatura infantil, campo en que suma más de quince títulos y que le ha hecho ganar puesto destacado a nivel nacional. Esto haría pensar que su último libro es otra lectura para jóvenes. Pero el tema es de otro tono.

Versa sobre el narcotráfico, el mayor flagelo que perturba hoy la paz nacional y desencadenó la mayoría de desgracias que padecemos. Cuando hace varias décadas el narcotráfico apareció en Colombia, nunca se calculó que podría llegar a ocasionar tantos estragos públicos y familiares. En tal forma se inoculó esta peste maldita, que hasta la vida hogareña de infinidad de respetables familias se dejó infectar y así mismo transmitió incalculables desastres a toda la sociedad.

Lo que al principio parecía simple epidemia de fácil cura, se volvió mal endémico de toda la nación. Una verdadera gangrena social invadió el cuerpo social del país, y hasta personas sanas fueron atacadas por el contagio ambiental.

Esa es la materia que aborda Hernando García Mejía en su reciente novela. Sobre el mismo hecho se han escrito numerosos libros y se han llenado infinitas páginas en periódicos y revistas. En literatura no hay ningún tema agotado, y todo depende del enfoque y el estilo que cada autor dé a los sucesos humanos, que han sido y siempre serán los mismos, con diferentes variantes. ¿Una novela más sobre drogas, y narcos, y terrorismo?, se preguntará alguien con escepticismo. Sí: una novela más, pero con otro autor, otro tratamiento, otra mira.

García Mejía, que vivió en su ciudad la ola terrorista liderada por Pablo Escobar, es testigo fiel del clima de atrocidad, vejación y degradación que sufrieron los antioqueños durante aquella época nefasta. Con el estilo ágil y preciso que caracteriza sus obras, el autor elabora el retrato de un sicario de las comunas de Medellín. El mismo sicario que se reproduce por el país entero y encarna, para nuestra desgracia, el comportamiento social de un sinnúmero de compatriotas que se van por los caminos seductores de la droga y el enriquecimiento fácil.

En libro tan breve, queda pintado el escenario de las pandillas de narcos que, comandadas por el gran capo, irrumpieron en la villa reposada, hasta robarle la paz edénica, y luego se apoderaron de todo el país, hasta destrozarnos la esperanza. La novela es un breviario de la mafia. Relato rápido, conciso y ameno –en medio de las asperezas propias de la vida relajada–, escrito con pulso de periodista y rigores de humanista.

En diálogos vivaces y lenguaje vigoroso, y con mínimos personajes (que representan todo un submundo canallesco), los matones de esta historia se mueven como peces en el agua, entre explosiones de dinamita, voladuras de oleoductos, motos, ‘traquetos’, ‘parceros’, metralletas, secuestros, asesinatos, venganzas, odios cavernarios. Por allá, en el fondo escondido de la moraleja, se mueve la eterna historia del bien y del mal, la de Caín y Abel, la de la pasión rastrera y el amor puro, episodios que son connaturales al hombre y siempre estarán presentes en cualquier teatro de la humanidad.

Por lo demás, celebro el encuentro con el viejo amigo y escritor, que registra obra valiosa en los campos de la narrativa, la poesía y el ensayo, y a quien auguro los mejores éxitos con el viraje novelístico que da en su carrera, con este libro que sin duda despertará interés y dejará motivos de reflexión.

El Espectador, Bogotá, 16-V-2002
Revista Manizales, octubre de 2002

 

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Un veterano encuentra su destino

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo de la novela de César Hincapié Silva)

Cuando hace treinta años llegué a Armenia conocí a César Hincapié Silva como inquieto personaje de la vida municipal. Acababa de crearse el departamento del Quindío y él había sido el primer jefe de la Oficina de Planeación, y por lo tanto, protagonista de los planes iniciales del desarrollo regional, que por aquellos días hacían destacar al Quindío en el concierto nacional, por su estructura administrativa y su impulso creador, como el «departamento piloto de Colombia». El joven abogado de la Universidad La Gran Colombia, especializado en España en Derecho Económico y Seguridad Social, también había adelantado en Brasil una maestría en Administración y Planeamiento, títulos con que comenzó a trabajar por la prosperidad de su tierra.

Después ocupó algunos cargos en la capital del país y allí mismo regentó la cátedra en distintas universidades. Radicado de nuevo en el Quindío, se consagró al ejercicio de su profesión, con presencia activa en la vida pública de la comarca, como conferencista y autor de interesantes artículos en los medios de comunicación. Sus intervenciones suscitaban polémicas y despertaban interés en la comunidad. Este contacto con los problemas de su tierra lo vinculó a la actividad política, y a la vuelta de los años lo llevó a ser concejal de Armenia y diputado a la Asamblea del Quindío.

Cuando en 1993 publicó el libro El camello de la Planeación, importante estudio que se convertiría en manual de consulta, el autor revalidaba los viejos conceptos aprendidos en Sao Paulo y practicados en el naciente departamento del Quindío. Y había algo más: fuera de tratarse de una obra escrita para eruditos en el tema, nacía con este libro una serie de publicaciones que el autor trabajaba en silencio, y que iban a descubrir al humanista que se escondía bajo la piel del político, del abogado y del economista que todos identificaban en las calles apacibles de la ciudad.

Dos años después aparecía un libro revelador de la capacidad de estudio del autor, obra valorada como aporte sustantivo para interpretar la historia quindiana bajo los enfoques de la sociología y la economía. Se trata de Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío, investigación seria y documentada que nadie había acometido, sobre el poblamiento de la región con diferentes razas y culturas que fueron determinando un estilo social. Desde tiempos remotos, esas corrientes migratorias se vincularon en tal forma al desarrollo de la región, que son hoy parte fundamental de la idiosincrasia quindiana. Esto, de paso, explica por qué el Quindío es tierra abierta y cosmopolita, donde nadie es extraño y todos son bienvenidos como motores del progreso.

Algún día me encontré con un cuento de Hincapié Silva en el periódico La Crónica del Quindío. Se trataba de una narración amena y picante que se movía en el ambiente pueblerino, y no me costó trabajo descubrir que ese pueblo sosegado, y más tarde centro floreciente, era Armenia, escenario ideal para poner a trabajar la imaginación de los escritores. Era la primera noticia que yo tenía sobre la vena cuentística del autor.

A poco andar de aquel hallazgo inesperado, varios cuentos más de su autoría salieron al aire en las páginas del diario quindiano. Sin duda, la cosecha estaba en maduración y había llegado la época de la recolección, como acontece con los granos de café. Esos relatos, extraídos del diario acontecer de la comarca, rescatan con humor e ironía sucesos curiosos y memorables bajo el ropaje de personajes comunes. Y como el nuevo cuentista quindiano es hombre de empresa y acción, en 1997 recogió esos episodios en el libro Cuentos sobre el tapete.

* * *

Ahora lo tenemos de novelista. Para el narrador que hay en Hincapié Silva, pasar del cuento a la novela es un tránsito natural, o por lo menos atractivo. Son dos géneros que en alguna forma se hermanan –»contar cosas»–, pero que tienen sus propias reglas y sus propias complejidades. Visto de otra manera, el buen cuentista puede ser pésimo novelista, y viceversa. Aunque se presentan las dos condiciones a la vez, también en ambos sentidos. En fin, al amigo le ha dado por ser novelista, y debemos celebrar su arrojo.

Líbreme Dios de pretender ser crítico literario, y escuche César, que ha tenido la generosidad de pedirme unas palabras de presentación de su novela, este criterio: en literatura todo es válido, y la única falla es dejar de escribir. Hay que escribir pensando siempre en el lector y menos en los críticos, porque aquél es el único juez verdadero.

Máximo Gorki expresa lo siguiente: «Soy un amante de los libros; cada uno de ellos me parece un milagro y el autor un mago. Un libro es un fenómeno de la vida, del mismo modo que lo es el hombre». Gorki, que aprendió a escribir sin más maestros que la lectura insaciable de los clásicos –sobre todo los franceses– y que enriqueció la imaginación con las impresiones que recibía de su trato con la gente y de su observación de los problemas sociales, pinta en sus obras, con crudeza, la miseria de las clases bajas de la Rusia zarista, y dejó preciosos consejos sobre el arte de escribir.

Objetivo primordial de la novela es dibujar la vida. Toda novela, en esencia, debe ser una obra de historia. Y la historia abarca todas las circunstancias que rodean la existencia del hombre, desde la cuna hasta la muerte, y desde las guerras y los conflictos sociales, o la pintura de pueblos y entornos familiares, o la descripción de personajes y en general de los seres humanos, hasta la hondura de los sentimientos y la intimidad de los paisajes interiores. Por eso, el novelista debe ser el mayor historiador del hombre y del tiempo.

Regla fundamental para el novelista es no escribir sino sobre lo que ha vivido o presenciado. De lo contrario se saldrá de la realidad, y ya se sabe que la realidad, así sea presentada con hechos ficticios o en ambientes surrealistas, debe ser probable para que sea valedera. La novela de César Hincapié Silva, Un veterano encuentra su destino, describe con autenticidad los hechos de su historia. Encara un conflicto de la actualidad colombiana, el del narcotráfico, y esto la hace sugestiva.

El relato despierta interés desde las primeras páginas por la acción ágil como se mueven sucesos y personajes, lejos de retruécanos literarios y con el uso de lenguaje sencillo y directo. Al lector de novela le interesa ante todo que el relato fluya, despierte expectativa y sea de fácil comprensión, y por eso mismo huye de los tonos doctorales y los pasajes pesados u oscuros.

Peñas-Frías, escenario principal de los acontecimientos, que el novelista localiza cerca de Armero, es un pueblo perdido en escarpado lugar de la cordillera, que languidece en medio de la soledad y el abandono. Una carretera intransitable mantiene detenido el progreso local, y los dirigentes de la población, apabullados por el desamparo y el tedio enfermizo, no encuentran la manera de solucionar las miserias crónicas. Los movimientos sísmicos producidos por el Nevado del Ruiz estremecen la vida pueblerina y la penetran de inseguridad y miedo. Es un pueblo muerto, donde asusta el silencio.

Entre tanto, los notables de la comunidad, personajes lerdos y fosilizados, recorren las calles como sombras huidizas. Lucas Huertas y Manrique, el alcalde, se ha adaptado a todo y no mueve un dedo para quebrar la monotonía. Santiago Sallas, el notario, sólo piensa en sus tarifas en declive. Joaquín Lagos, el barbero, propala los chismes de la clientela y aviva la insatisfacción resignada del vecindario. Tarcizo Chávez, el concejal, trata de romper el marasmo colectivo, pero sus protestas no encuentran eco. Bernardino Pedroza, el cura, tacaño y esclavo del dinero, y por añadidura fanático y vociferante, se queja de las limosnas escasas.

¿Qué pueden esperar estas poblaciones sin esperanza que se derrumban entre la resignación y el hastío insalvables, manejadas por dirigentes ineptos y habitadas por almas apocadas? ¿Qué sociedad puede sobrevivir a merced de la pobreza, la explotación y el cretinismo?

Peñas-Frías es cualquier pueblo de Colombia. El novelista ha creado su pueblo imaginario –pero cierto–, que lo mismo puede ser su propia tierra nativa o el más escondido rincón de provincia. Ha erigido este prototipo como símbolo de la mediocridad social, y en medio ha situado a personajes de carne y hueso que pueden identificarse con los que existen en cualquier localidad.

Cuando en Peñas-Frías se radica Esteban Altagracia, traficante de narcóticos, la vida se transforma. Todo está dado para sembrar la revolución en aquella comunidad somnolienta. El propio cura le ha vendido, a precio de ambición, la tierra para los cultivos ilícitos. Altagracia hace reconstruir la carretera, por la que en poco tiempo circulan caravanas de turistas entre las que se camuflan los personajes más extraños: aventureros, especuladores, tahúres, prostitutas… Comienza el lavado de dinero en grande, a ojos vistas de la población. El alcalde se une con el mafioso, el barbero aumenta sus tarifas, el notario remodela su oficina, el cura pondera el adelanto conseguido en tan poco tiempo, el concejal Chávez adelanta un juicio público contra el narcotraficante, y se queda solo…

La bonanza marimbera invade al poblado y anestesia las conciencias. Coca, heroína, toneladas de billetes… El progreso llega en volandas. Altagracia es ahora el amo y señor del pueblo. Se le condecora, por supuesto, como el gran benefactor público. Esta prosperidad relámpago hace brotar toda clase de negocios populares: almacenes, restaurantes, cantinas. Los bienes se multiplican y el dinero se enseñorea de la vida municipal. Alguien proclama: «Un milagro de Dios».

En otro ángulo de la novela se mueven el fiscal, la abogada de la Procuraduría y el agente de la DEA. Son fuerzas silenciosas que luchan contra el avance del narcotráfico y por lo tanto se enfrentan a un problema descomunal. Yesid Cifuentes, el fiscal, es el intelectual preocupado por la evolución social y cultural de los países del mundo. Patricia Brunel, la abogada, es la lectora apasionada que matiza el ejercicio de su cargo con obras clásicas de la literatura universal.

Y Leonard Sicard, el agente de la DEA, veterano de la guerra del Vietnam, libra en varios países una guerra implacable contra el narcotráfico. Estos mundos yuxtapuestos, el de los negociantes de narcóticos y el de los funcionarios judiciales, han incitado a César Hincapié Silva a tramar un argumento novelístico de palpitante interés.

El propio novelista, como abogado e intelectual, parece que se reflejara en algunas facetas de sus personajes y sus ambientes. El escritor de narrativa, muchas veces sin advertirlo, suele refundirse en el alma de sus criaturas literarias. No hay duda de que Hincapié Silva conoce a fondo el tema que trata. Es un tema nacional y universal que todos conocemos, pero sólo el escritor logra trasladarlo como memoria para las futuras generaciones. Es aquí donde se cumple la función del novelista como testigo del tiempo.

Un veterano encuentra su destino es, por otra parte, novela con fondo romántico en medio del bazar de las drogas y la corrupción del medio ambiente. El amor, que todo lo puede y todo lo ennoblece, parece que iluminara estas páginas infestadas por las yerbas malditas y sacudidas por el volcán desafiante. En medio del turbión de los vicios públicos, de la concupiscencia del dinero y del envilecimiento de la comunidad,  brilla el amor como el sol maravilloso que dulcifica la vida. Novela de amor donde no falta la frustración amorosa, que relampaguea al final de la obra como si se tratara de uno de esos idilios inmortalizados por Beatriz y Laura, heroínas sublimes de Dante y Petrarca.

El real personaje de esta novela es, para mi gusto personal, Peñas-Frías, pueblito fantasma que se convierte en eco de la conciencia nacional y de la conciencia individual de los colombianos. En él está representada la comedia humana, con sus miserias y grandezas.

Cuando por las calles de la población discurren los miembros de la pequeña sociedad, plantean sus problemas y desencantos y aceptan las soluciones fáciles sin importarles la perversión de la moral pública, es como si las mismas personas, transmutadas a otro ambiente, vivieran en el centro más populoso y allí se ocuparan de sus cotidianos quehaceres. La conducta permisiva que se vivió en el rústico poblado es la misma, guardadas proporciones, que impera en las grandes ciudades. Nada cambia, porque el hombre es igual en todas partes.

La naturaleza circundante, formada por montañas abruptas y amenazada por el volcán que estallará a cualquier momento, como en efecto sucedió, es otro personaje vital de la novela. Cuando la furia del volcán arrasa con la región, puede decirse que es la misma ira de Dios la que castiga al hombre para señalarle el camino acertado. ¿Peñas-Fría fue borrada del mapa por la fuerza sísmica? Los pueblos míticos –como Comala de Juan Rulfo, Tipacoque de Caballero Calderón o Macondo de García Márquez– nunca desaparecen. César Hincapié Silva ha creado otro pueblo mítico en el alma de la cordillera, sujeto ahora a una metamorfosis transitoria, que el novelista describe en estas palabras:

«En Peñas-Frías, la huida de los murciélagos fue evidente y numerosos  habitantes observaron este hecho con curiosidad… Los murciélagos, después de la calma, regresaron con oportunismo; merodearon entonces por esos lugares extraños, en donde ya nada quedaba y todo tendría que volver a nacer. Era el paisaje gris oscuro suspendido, en el cual se sentía la presencia de la muerte, como si en ese sitio terminara ese microcosmos”.

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La noche de Zamira

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en el acto depresentación de la novela)

Cuando hace 27 años publicaba en Armenia mi primer libro, la novela Destinos cruzados, no alcancé a sospechar hasta qué punto pesaría ese hecho en mi vida futura. Por aquellos días desempeñaba la actividad de banquero, brillante posición social, aunque incompatible con el oficio de escribir. El extraño encuentro de las letras de cambio con las letras del espíritu producía en mí un conflicto de intereses. Es el mismo choque de trenes que en otro sentido se menciona hoy en la vida nacional.

Hace ocho años el escritor se bajó del tren de las finanzas para recorrer a pie el camino solitario de las letras. Liberado de las seducciones y las esclavitudes del dinero, encontraba en el sosiego de la biblioteca la libertad y el ambiente que no podía tener en la atmósfera febril de la banca. Había previsto ese refugio para los años maduros, por instinto de conservación. Por eso no resultó difícil cambiar la fábrica de dinero –de dinero ajeno– por la fabricación de los propios libros. Mal negocio, si el asunto se mira sólo bajo el aspecto monetario. Por fortuna, esta noche estamos reunidos alrededor de afanes superiores a los del vil metal.

En la banca aprendí a conocer la humanidad. Pocos escenarios tan propicios para explorar el alma y entender los conflictos de la sociedad. Al escritor doblado de banquero esta circunstancia le permitía obtener, en su trato cotidiano con la gente, valiosas experiencias sobre la condición humana.

Mi nueva novela, La noche de Zamira, pretende captar un cuadro dramático del suceso social y económico que se conoció en el país como la bonanza cafetera. Al amparo de la ficción, pero sobre la base de hechos ciertos –función primordial del novelista como testigo del tiempo y escritor de la historia–, estas páginas ofrecen un perfil de los campos pródigos del café convulsionados por la riqueza repentina. Riqueza que le trajo prosperidad al gremio productor y fortaleció las arcas nacionales, pero al mismo tiempo creó intensos dramas en las zonas cafeteras y en la vida de los hogares.

Hace veinte años le nació al novelista la idea de escribir esta historia. Y hace siete años logró realizar su sueño. Pero el editor no aparecía. Una editorial de prestigio se interesó en la obra, calentó la ilusión del autor durante largos meses, y a la postre fracasó la publicación.

Vino después el vía crucis tan conocido por los escritores en general, de puertas que se entreabren y luego se vuelven herméticas; de entidades culturales cuyas rotativas sólo alcanzan para el sanedrín de los privilegiados; o de amigos que se tornan sordos o evasivos cuando se les pide ayuda para un proyecto editorial. Este es el trato común que se da a la literatura en Colombia, patria grande de escritores inéditos. Los mecenas, que florecieron en otros tiempos, son hoy una especie en extinción.

Contra este estado de cosas se rebelaron mis tres hijos, Liliana, Fabiola y Gustavo Enrique. A ellos les dolía, como si fuera en carne propia, que el esfuerzo heroico que hace del escritor una víctima de la indolencia colectiva, se frustrara en la desesperanza. Y se convirtieron en mis propios editores. Mayor solidaridad y estímulo no se puede esperar. Ellos, en realidad, son los campeones de esta noche.

Mi libro fue elaborado con amor. Si el escritor no escribe con amor, está perdido. Sin embargo, no busco dejar mensajes sino entretener. Tal es el fin de la narrativa, lo que significa que la novela no es un documento ni una proclama. Alguien le preguntó a Nabokov si en sus novelas había mensajes, y él respondió: «Señor, no soy telegrafista».

Muy honrado me siento porque la obra, forjada en una región tan cara a mis afectos –el Quindío–, reciba las aguas bautismales en la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, presidida por un quindiano ilustre, Horacio Gómez Aristizábal, gran promotor de la cultura y noble amigo de todas las horas.

No menos enaltecedora la presencia del novelista Fernando Soto Aparicio, figura insigne de las letras boyacenses, cuyo nombre trasciende las fronteras patrias. No puedo olvidar, con honda gratitud, que fue él quien llevó a la televisión mi primera novela. Siempre me han acompañado su guía y ancha solidaridad. Aquí están representadas mis dos tierras amadas: Boyacá, mi cuna nativa; y el Quindío, que me acogió como hijo adoptivo.

¡Cuán arduo y desprotegido el camino de las letras! Pero la alegría de esta noche, rodeado el escritor del cariño insuperable de la esposa y los hijos –el mejor regalo de la vida– y de la gratísima compañía de todos ustedes, borra las asperezas y los sinsabores. El oficio de escribir es un estado del alma. Vocación irrenunciable. Ya lo dijo Robert Frost: «Escribir es muy difícil, pero no escribir es mucho más difícil».

Bogotá, 23-VII-1998
Revista Manizales, N° 688, septiembre de 1998

(Además, la obra fue presentada en el Centro de Estudios Colombianos (Bogotá, 27-VIII-1998), Universidad del Quindío (Armenia, 7-IX-1998) e Instituto Caldense de Cultura (Manizales, 10-IX-1998).

Comentarios

Desde el capítulo inicial, donde se narra cómo un recolector del grano llega en época de cosecha a Zamira, hasta el capítulo final donde se ofrece un fresco de excelente factura literaria sobre el abandono en que se encuentra la Hacienda Golondrinas, otrora una de las más productoras de café, la novela es una radiografía completa sobre una actividad que origina todo un engranaje comercial. La obra denuncia el trastoque de valores que se produjo en la región cafetera como consecuencia de la bonanza. De ser una sociedad con arraigados principios morales, pasó a ser una sociedad permisiva con el delito. Revista digital Érase una vez, Argentina, 2017.

Vivo en el Quindío y me doy el gusto de tomar café y leer libros en un ambiente de paisajes y de gente muy cordial. Gracias por un portal tan culto como este. Leí hace tiempos La noche de Zamira y es el reflejo de lo que ocurrió hace muchos años con la bonanza cafetera, y la afectación de la clase alta, media y baja. Sonia Stella Maldonado (en la revista Érase una vez, 8-II-2017).

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La noche de Zamira

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en el acto de

presentación de la novela)

Cuando hace 27 años publicaba en Armenia mi primer libro, la novela Destinos cruzados, no alcancé a sospechar hasta qué punto pesaría ese hecho en mi vida futura. Por aquellos días desempeñaba la actividad de banquero, una brillante posición social, aunque incompatible con el oficio de escribir. El extraño encuentro de las letras de cambio con las letras del espíritu producía en mí un conflicto de intereses. Es el mismo choque de trenes que en otro sentido se menciona hoy en la vida nacional.

Hace ocho años el escritor se bajó del tren de las finanzas para recorrer a pie el camino solitario de las letras. Liberado de las seducciones y las esclavitudes del dinero, encontraba en el sosiego de la biblioteca la libertad y el ambiente que no podía tener en la atmósfera febril de la banca. Había previsto ese refugio para los años maduros, por instinto de conservación. Por eso no resultó difícil cambiar la fábrica de dinero –de dinero ajeno– por la fabricación de los propios libros. Mal negocio, si el asunto se mira sólo bajo el aspecto monetario. Por fortuna, esta noche estamos reunidos alrededor de afanes superiores a los del vil metal.

En la banca aprendí a conocer la humanidad. Pocos escenarios tan propicios para explorar el alma y entender los conflictos de la sociedad. Al escritor doblado de banquero esta circunstancia le permitía obtener, en su trato cotidiano con la gente, valiosas experiencias sobre la condición humana.

Mi nueva novela, La noche de Zamira, pretende captar un cuadro dramático del suceso social y económico que se conoció en el país como la bonanza cafetera. Al amparo de la ficción, pero sobre la base de hechos ciertos – función primordial del novelista como testigo del tiempo y escritor de la historia–, estas páginas ofrecen un perfil de los campos pródigos del café convulsionados por la riqueza repentina. Riqueza que le trajo prosperidad al gremio productor y fortaleció las arcas nacionales, pero al mismo tiempo creó intensos dramas en las zonas cafeteras y en la vida de los hogares.

Hace veinte años le nació al novelista la idea de escribir esta historia. Y hace siete años logró realizar su sueño. Pero el editor no aparecía. Una editorial de prestigio se interesó en la obra, calentó la ilusión del autor durante largos meses, y a la postre fracasó la publicación.

Vino después el vía crucis tan conocido por los escritores en general, de puertas que se entreabren y luego se vuelven herméticas; de entidades culturales cuyas rotativas sólo alcanzan para el sanedrín de los privilegiados; o de amigos que se tornan sordos o evasivos cuando se les pide ayuda para un proyecto editorial. Este es el trato común que se da a la literatura en Colombia, patria grande de escritores inéditos. Los mecenas, que florecieron en otros tiempos, son hoy una especie en extinción.

Contra este estado de cosas se rebelaron mis tres hijos, Liliana, Fabiola y Gustavo Enrique. A ellos les dolía, como si fuera en carne propia, que el esfuerzo heroico que hace del escritor una victima de la indolencia colectiva, se frustrara en la desesperanza. Y se convirtieron en mis propios editores. Mayor solidaridad y estímulo no se puede esperar. Ellos, en realidad, son los campeones de esta noche.

Mi libro fue elaborado con amor. Si el escritor no escribe con amor, está perdido. Sin embargo, no busco dejar mensajes sino entretener. Tal es el fin de la narrativa, lo cual significa que la novela no es un documento ni una proclama. Alguien le preguntó a Nabokov si en sus novelas había mensajes, y él respondió: «Señor, no soy telegrafista».

Muy honrado me siento porque la obra, forjada en una región tan cara a mis afectos –el Quindío–, reciba las aguas bautismales en la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, presidida por un quindiano ilustre, Horacio Gómez Aristizábal, gran promotor de la cultura y noble amigo de todas las horas.

No menos enaltecedora la presencia del novelista Fernando Soto Aparicio, figura insigne de las letras boyacenses, cuyo nombre trasciende las fronteras patrias. No puedo olvidar, con honda gratitud, que fue él quien llevó a la televisión mi primera novela. Siempre me han acompañado su guía y ancha solidaridad. Aquí están representadas mis dos tierras amadas: Boyacá, mi cuna nativa; y el Quindío, que me acogió como hijo adoptivo.

¡Cuán arduo y desprotegido el camino de las letras! Pero la alegría de esta noche, rodeado el escritor del cariño insuperable de la esposa y los hijos –el mejor regalo de la vida– y de la gratísima compañía de todos ustedes, borra las asperezas y los sinsabores. El oficio de escribir es un estado del alma. Una vocación irrenunciable. Ya lo dijo Robert Frost: «Escribir es muy difícil, pero no escribir es mucho más difícil».

Bogotá, 23-VII-1998

Revista Manizales, N° 688, septiembre de 1998

(Además, la obra fue presentada en el Centro de Estudios Colombianos (Bogotá, 27-VIII-1998), Universidad del Quindío (Armenia, 7-IX-1998) e Instituto Caldense de Cultura (Manizales, 10-IX-1998).

 

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Tierra de leones

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Novela escrita en 1983 por Eduardo García Aguilar, oriundo de Manizales y residente hace varios años en Méjico. La obra fue reeditada a fines de 1997 por el Instituto Caldense de Cultura, cuyo di­rector, Carlos Arboleda, expresa lo siguiente en las palabras del prólogo:

«Para Eduardo García Aguilar Manizales es una ciudad que existe de­bido al desvarío de sus fundadores. Se le antoja alucinada en el vértigo de la montaña y le parece significativo que se haya erigido un panóptico al pie de su cerro tutelar, el Morro de San Cancio, al cual se asomaron los primeros colonos como intuyendo que en ella iba a levan­tarse un cerro mayor, como monumen­to al oscurantismo y a la ‘caverna’, la Catedral de Manizales».

En estas palabras de Arboleda queda definida la intención del novelista y localizado el escenario de la obra. Obra que en lenguaje vehemente e irónico describe la identidad de Manizales, desde su creación en las la­deras del volcán –lugar inhóspito y agresivo que no puede corresponder a un razonable planeamiento– hasta los días de su mayor esplendor social y cultural, donde surge la figura legenda­ria de Leonardo Quijano, intelec­tual fracasado y espíritu burlesco que parece deambular aún por las ca­lles congeladas de su esclarecida urbe.

Leonardo Quijano, de noble cuna, tuvo también su época de resplandor como personaje local en época de fulgentes bohemias y ensalzados abolengos. Hijo auténtico de la ciudad, representa a la clase prestante que en la atmósfera de la política y de los clubes lleva el privile­gio de los altos designios que parece no han de terminar nunca. Pero no: au­sente de la ciudad por varios años, cuan­do regresa a ella, decaído por las fatigas de la vida, y logra que el gobernador Rebolledo lo nombre secretario de Be­llas Artes, descubre que ni Manizales ni él son los mismos.

Todo está cambiado. O acaso todo en el pasado era diferente de como él lo había visto con otros ojos, y ahora des­cubre que la transformación negativa que lo trastorna, define la verdad de su tierra. Al no ser el Quijano de otros días, recorre pesaroso las calles y se tropieza con ruinas y desencantos, has­ta determinar que se encuentra ante el hun­dimiento inevitable. De él y de su solar nativo.

Y empieza, con la memo­ria retrospectiva, el juicio se­vero de su entorno. Ya los fundadores no son los gran­des prototipos de la historia; la clase dirigente ha careci­do de propósitos de civilización; la re­ligiosidad ha creado almas pacatas y voluntades inanes; la monumentalidad (plasma­da en la soberbia catedral y en otras obras suntuarias y de relumbrón) es un  espejismo; la cultura, de que tanto se jactaron en el pasa­do los grecolatinos, es un embeleco; Manizales, en fin, opaca y desfigurada, os­cila en el precipicio.

Quijano, intelectual de­cadente y frustrado, se mueve en la novela como es­píritu delirante que no quisie­ra admitir la realidad impla­cable. Regresa de sus viejas glorias y se estremece ante la urbe ignorada. Entre trago, sexo y desvaríos, sus lares se desfiguran y terminan con­vertidos en un símbolo. Tam­bién él es símbolo del pa­sado irrecuperable. Siente que la ciudad lo olvidó, y vuela como fantas­ma que debe regresar a la os­curidad.

Novela dura y crítica, de realidad y demencia, perturbadora e irreverente, y al mismo tiempo de un verismo inocultable para cualquier sociedad. Es la divagación metafísica de un hijo notable de Manizales que quie­re su ciudad e invita a reflexio­nar sobre su pasado, presente y futuro.

Este libro de García Aguilar recuerda otra obra memorable: Manizales bajo el volcán (1991), de Hernando Salazar Patiño. Ambos autores, oriundos de Manizales y críticos de su en­torno, coinciden en que el paisaje de la ilustre ciudad se ha oscurecido. Y es preciso despejarlo.

La Crónica del Quindío, Armenia, 1-VI-1998

 

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