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Lectura tardía

lunes, 25 de mayo de 2015 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo primero que leí de Óscar Collazos fue una serie de cuentos publicados en los famosos bolsilibros del Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura), de los que era lector impenitente. Esos cuentos me causaron impacto por la destreza del autor para crear ambientes de tensión y críticos estados sociales.

En agosto de 1978 adquirí su novela Los días de la paciencia, editada por el Círculo de Lectores, le eché un vistazo, vislumbré su contenido y la ingresé con placer y honra a mi biblioteca. Pasaría mucho tiempo, demasiado tiempo para leerla, lo confieso hoy con franqueza.

Lo que nos sucede a los coleccionistas de libros es que la vida no nos alcanza para abarcar tantos temas, tanta literatura apasionante, que a veces se estacionan durante largos años en los anaqueles. Sucede en ocasiones que buena parte de la biblioteca se queda sin leer. Esto nos ocurre a la mayoría de los escritores.

Cabe agregar que una manera de proteger y consentir los libros –aunque no se lean pronto, o nunca se lean– es conservarlos bajo el cobijo y el cariño de las bibliotecas. Por mi parte, debo confesar el nexo afectuoso que nace en mí desde que las obras llegan a mi poder, consistente en acariciar a menudo los lomos, repasar los títulos, limpiarles el polvo del olvido, leer alguna frase escondida. En síntesis, conversar con el autor. Este diálogo silencioso crea lazos nutritivos.

A Óscar Collazos lo seguí en su literatura de combate, reveladora de su compromiso social, y en sus artículos de prensa, atentos siempre a los problemas palpitantes del país. Sobre todo desde su columna de El Tiempo, que escribía desde 1997, no había desviación pública que escapara a su ojo vigilante y a su crítica severa.

Acostumbrado a leer su columna semanal para apreciar su libre opinión sobre los grandes asuntos de la vida nacional, encontré, con alarmante desconcierto, la carta abierta que dirigió el pasado 4 de febrero al neurólogo Rodolfo Llinás, donde le pedía, como dato de interés general, su concepto acerca de la grave y poco común enfermedad que lo aquejaba: la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), que le producía la pérdida de masa muscular, el debilitamiento del aparato respiratorio, dificultades de movilidad, de deglución y del habla, aunque mantenía lúcida su capacidad mental.

Y decía que avanzaba en la escritura de una nueva novela. Su obra novelística se acerca a los veinte títulos. Esa circunstancia me llevó a consultar la lista de libros  suyos que estaban en mi poder, y descubrí que habían transcurrido ¡37 años! desde que adquirí su primera novela: Los días de la paciencia. Y aún no la había leído. Hacerlo ahora, como lo he hecho con la fiebre del lector tardío, se convirtió en el mejor homenaje a esta vida meritoria que declinaba en las garras de una enfermedad trágica.

Era la primera novela que ventilaba el drama de Buenaventura, flagelada desde entonces por la violencia, el contrabando, la prostitución, el hambre, los hampones y las bandas criminales. Salido desde muy niño de su pueblo natal, Bahía Solano (Chocó), llega al puerto del Pacífico a los siete años de edad y allí pasa su niñez y su juventud. En la sangre lleva la semilla del escritor, y con esa óptica capta aquel panorama de barbarie y ruindad que se agiganta a su alrededor.

Sabe interpretar la tragedia del hombre. En sus cuentos y novelas no hace otra cosa que repetir, en distintos escenarios y bajo el mismo detonante social, la miseria, la injusticia y la corrupción que destrozan al país. Y muere en paz con su destino de escritor, a los 72 años de edad, luego de coronar una de las carreras más sólidas de la literatura.

El Espectador, Bogotá, 22-V-2015.
Eje 21, Manizales, 22-V-2015.
NTC, Cali, 24-V-2015.

* * *

Comentarios:

Por qué será que tenemos que esperar a que mueran los escritores para leerlos. Lo mismo me pasó a mí con Óscar Collazos. Solo leí un libro suyo, sobre García Márquez, que me pareció muy bueno. Pero nunca leí al novelista.  Solamente leí un cuento de sus primeros años, donde se descubre a un magnífico narrador. José Miguel Alzate, Manizales.

Su Quinta Columna en el diario El Tiempo fue muchas veces soporte de inquietudes mías sobre la vida de nuestro país, pues encontraba coincidencias de criterio con las suyas. Precisamente en estos días pensé en adquirir alguna de sus novelas (aparte de sus columnas, no he leído nada de él), y la leeré de inmediato. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Significativos reconocimientos y homenaje a Óscar Collazos. Incluimos la columna en la compilación que hacemos sobre el escritor. NTCGRA, Cali.

Tuve una excelente relación de amistad y de intercambios de producción bibliográfica con Óscar. Cada vez que vino a Bogotá me llamó para darles marcha a estupendos paliques literarios e históricos. Gracias por esta columna que hace justo homenaje a un buen escritor. Alpher Rojas, Bogotá.

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Los elegidos

viernes, 20 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

I

La edición de Canal Ramírez data de 1970. Adquirí la obra en la Gobernación del Quindío, siendo su autor presidente de la República, en verdad sin muchos deseos de leerlo pronto.

Quienes coleccionamos libros para leerlos algún día, y mantenemos a la mano los temas que más nos seducen en el momento, abrigamos la esperanza de que la vida nos conceda tiempo para revisar tanto material que va llenando los estantes del futuro. La lectura es ejercicio sin plazo. El verdadero placer reside en la relectu­ra selecta.

Leí el libro varios años después de haberlo adquirido y a los 32 de su primera salida, en 1953 (Editorial Guaranía de Méjico). Como lo recomienda Schopenhauer, llegué a sus páginas con mente abierta y sin el menor prejuicio. El verdadero lector es el que logra valorar el libro por sí solo, con abstracción del autor y de circunstancias favorables o desfavorables que puedan influir en el propio concepto.

En el caso de Los elegidos era fácil dejarse sugestionar cuando su autor, el doctor Alfonso López Michelsen, ocupaba el cargo de presidente de Colombia. Es decir, en momentos de gran efervescencia política.

Los elegidos de 1953, o sea, los privilegiados de la fortuna en cualquier tiempo, son los mismos que han dominado la vida colombiana. Y no se ve que vayan a desaparecer. De ayer a hoy, sin cambios fundamentales en las estructuras de un país que se divi­de entre opresores –la casta burguesa– y oprimidos –el pueblo silencioso–, la novela de López Michelsen nada ha corregido, si ese era su propósito. En algunos casos las distancias se han agrandado. De esta reali­dad no se salva ni el período presidencial del nove­lista (1974-1978).

La fuerza de los poderosos se concentra, en la fic­ción, en el camino de la Cabrera, y en la realidad, en los puestos claves del Gobierno y en los negocios. Es la nuestra una sociedad capitalista que se mantiene inalterable en sus sistemas de poderío y que el escritor no pudo reformar en su propio gobierno.

La influencia del oro, que condena a los desheredados al ostracismo y la soledad, quizás es más pronunciada ahora que en la década de los 40, cuando fue concebida la novela. Ya dentro del terreno narrativo, es posible que a la novela le falte mayor fuerza, más dinamismo en el desarrollo de la trama. En algunas partes el narrador asume el papel de crítico social y trata de sentar cátedra sin permitir que sus personajes se muevan solos. Pero logra mante­ner el interés del lector. Parece que López Michelsen compren­dió la carencia de fluidez y por eso en el prólogo advierte que se trata de un relato. Es, en cualquier forma, excelente radiografía del país.

Y una denuncia social, valerosa en su época, cuando el autor comenzaba a incursionar en su mundo burgués, y al mismo tiempo lo enjuiciaba. En varios episodios se deja llevar por su tendencia al ensayo y afloran tesis sobre la formación calvinista, el puritanismo, el dominio materno, el choque religioso y de costumbres. Aquí se advierte la condición de intelec­tual que siempre ha prevalecido en López Michelsen.

Y no podía faltar el amor. Hay escenas de real romanticismo, con boleros al fondo y florestas encan­tadas. Si el libro no fuera una novela, sería un tra­tado del amor. Me parece que el autor logra éxito evidente en su tangencial ensayo sobre el bolero y su influjo social. «El pueblo, la clase media, lo mismo que esa sociedad de los clubes –dice–, todos utilizan el bolero con el mismo propósito, como el cuerno de caza simula la queja de la hembra».

El Espectador, Bogotá, 26.VII-2013.
Eje 21, Manizales, 26-VII-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 27-VII-2013.

II

Siempre he sospechado que en el alma de López Michelsen durmió un romántico que se dejó despertar, y hasta dispersar, por el barullo de su destino político. Muchas páginas de Los elegidos no son sino la búsqueda del amor y del sexo, con el pretexto de la mujer elemental y sensual, mantenida en reserva y alejada de los suntuosos salones. El recuerdo del amor rosa, la mayor conquista de la juventud, no abandona nunca al hombre, ni en sus años seniles.

El novelista, que por esencia es biógrafo de sí mismo y no puede escribir sino sobre lo que siente, suele retratarse en sus escritos. A veces se adelanta al tiempo, porque también posee poderes de adivinador. Y lo que es más curioso y más sorprendente, de adivina­dor de su propia vida. Sin quererlo, el novelista no hace sino traducir su universo interior.

Con esta novela regresamos a una etapa distante de la vida colombiana. Comienza esta cuando el novel escritor tenía unos 31 años de edad e irrumpía, con el ímpetu de su futuro prometedor y el bagaje de su refinada educación inglesa, en la política colombiana. Por aquellas calendas su padre, gran estadista y hombre del alto mundo, ejercía su segunda presidencia y le abría paso a su hijo en la política y en los dorados salones de la burguesía.

Entonces López Michelsen ya intuía su destino privilegiado y disfrutaba de los gajes de la buena suerte, y fue cuando como paradoja debió de planear Los elegidos, documento de pro­testa social contra el círculo de los explotadores que él mismo vivía. Años más tarde, asilado en Méjico, salía la obra a la luz pública.

Ante el suceso bibliográfico del momento, Alberto Lleras Camargo calificó a López Michelsen como «el más valeroso de los escritores contemporáneos», aceptando el juicio de Hernando Téllez. Y además advierte que en la Cabrera (el «Du coté de la Cabrera» proustiano) debe haber una tumba abierta para el atrevido escritor.

¿Qué pasó para que López Michelsen no hubiera reformado en su gobierno el mundo que denunció? Quiso hacerlo. Fue cuando con su Movimiento Revolucionario Liberal se volvió disidente. Arremetió contra los poderosos y sus atropellos y ofreció grandes cambios sociales. Ya su padre, que era su brújula, los había impulsado.

El descendiente sabía, como el protagonista de su relato –el alemán B.K. perseguido por el régimen nazi y a quien los burgueses criollos de nuestro país terminaron despojando de sus bienes y de su tranquilidad–, lo que significaba el exilio y lo que dolía la persecución de los verdugos. Conocía el ambiente de intrigas y de canonjías tramado en las pirámides del privilegio. «El verdadero gobierno del país –dice entonces– lo constituye el alto mundo». Ahí va implícito el deseo de que haya cambio de fórmulas. Este reajuste de las costumbres no lo consigue, empero, cuando ejerce el poder.

Su novela es, por lo tanto, una protesta perdida. Desaprovechó el momento histórico para reformar el país. El instinto de adivinación que hay en el novelista parece como si hubie­ra puesto en sus labios esta frase pre­monitoria que pesco en la lectura de su novela: «Ahora comprendo que, a pesar de la distancia y de los años, y de que yo creía ser un explorador de mundos nuevos, no hice sino repetir entonces los mismos errores de mi juventud».

En Los elegidos se perciben en López Michelsen buenas dotes de narrador. Magnífico fotógrafo social. Es un libro bien escrito, que pertenece al género de las novelas intelectuales. De haber seguido de literato hubiera competido con Gabriel García Márquez. Creo que en las intimidades de López Michelsen protestó un novelista frustrado.

El Espectador, Bogotá, 2-VIII-2013.
Eje 21, Manizales, 3-VIII-2013.
La Crónica del Quindío, 3-VIII-2013.

* * *

Comentarios:

Leí el libro hace muchos años. Coincido con el breve análisis que hace la columna. Y la verdad, esta obra del doctor López Michelsen no requiere de mucho más juicio. Acertada la apreciación del poco cambio que presenta la estructura social y económica, de la década de los cuarenta a nuestros días. Gustavo Valencia García, Armenia.

Después de recordar mi lectura de esta novela, hace muchos años, afirmo que esta reseña es de las que llamarían clásicas porque toma cada párrafo como lo sintió el autor al obligarse a retratar algunas cosas que veía en su entorno burgués, muy a la manera como El gran Gatsby lo hizo a su modo en los mismos años de mi exjefe, con quien algún día hablamos de esa experiencia “atribulada”. Jaime Lopera Gutiérrez, Armenia.

Claro que siguen mandando «Los elegidos». Y seguirán. La historia de Colombia parece ser la negación de la historia y más la representación del “eterno retorno» de los griegos. Marx decía que la historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda, como comedia. Pero, si aplicamos eso a Colombia, creo que aquí Marx se equivocó: la primera vez fue tragedia, pero la segunda vez es desastre absoluto. Porque, cuando creemos que ya hemos tocado fondo, mira uno abajo, a nuestros pies y… ¡oh sorpresa!, estamos parados sobre un abismo. Jorge Mora Forero, colombiano residente en Estados Unidos.

Cuando López escribió Los elegidos era joven, inconforme y venía de Europa: un continente que buscaba acabar con los desequilibrios sociales. Cuando llegó al gobierno tenía 60 años y la piel curtida de la insensibilidad colombiana por el roce frecuente con amigos terratenientes, financieros y de los clubes sociales bogotanos, a quienes les importa un carajo el abismo social que separa a sus connacionales. Decartonpiedra (correo a El Espectador).

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Los años verde olivo

miércoles, 18 de diciembre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No tenía yo ningún conocimiento sobre el escritor chileno Roberto Ampuero, nacido en Valparaíso en 1953, y autor de doce novelas, un libro de cuento y otro de ensayo, hasta que mi amigo manizaleño Pablo Mejía Arango, columnista de La Patria, me recomendó la novela Nuestros años verde olivo, a propósito de las crónicas que publiqué sobre mi reciente viaje a Cuba.

Esto me permitió descubrir un excelente novelista, tanto a través del título antes citado como de estos otros que seleccioné entre sus obras famosas: ¿Quién mató a Cristián Kustermann? y El caso Neruda. En el género policíaco, al que pertenecen varias de sus novelas más reconocidas, el escritor ha creado un personaje emblemático: el detective Cayetano Brulé. Esto mismo sucedió con Agatha Christie respecto al detective Hércules Poirot.

Fuera de Chile, Roberto Ampuero ha vivido en Cuba, Alemania, Suecia, Estados Unidos y Méjico, donde es hoy embajador de su país. Además ha sido catedrático y columnista y posee vasta experiencia internacional en el campo cultural. También en el político, toda vez que Nuestros años verde olivo, editada en 1999 (y que comenzó a escribir en 1981), nació a raíz de su vínculo socialista en contra de la dictadura de Pinochet, y de su adhesión a la causa revolucionaria de Fidel Castro, de la que se desengañó al haber vivido o conocido los amargos episodios que narra en su novela. Huyendo de una dictadura, cayó en otra.

El libro contiene dos aspectos fulgurantes que atrapan la atención del lector: el novelístico, movido por la pericia narrativa para mantener una constante atmósfera de interés y suspenso, y el testimonial, que describe de manera elocuente los actos de opresión, tortura y pérdida de la libertad ejecutados por el régimen castrista durante el medio siglo que lleva la revolución. Dicha realidad, que parece aminorarse en los últimos días, ha causado la pobreza estremecedora que sufre el pueblo cubano.

Sobre su novela, manifiesta Ampuero: “Ella es mi memoria, mi recuerdo personal, mi verdad individual, de los años de exiliado que viví en la isla”. Por supuesto, esta obra de aparente ficción, que encaja en el género de novela autobiográfica (con algunos personajes encubiertos para evitar represalias contra las personas que revelaron sus confidencias), se encuentra en la lista de libros prohibidos por el gobierno cubano. Solo circula en forma clandestina, y por lo tanto, muy restringida, como sucede con libros de otros autores censurados: Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, entre otros.

Vargas Llosa expresó el siguiente concepto sobre la novela de su colega chileno: “Hacía tiempo que un libro no me absorbía y emocionaba tanto”. Esto mismo puede decir el autor de estas líneas. Y agrego: si se desea conocer la verdad oculta sobre el régimen totalitario que atropelló los derechos humanos, suprimió las libertades individuales y amordazó la libertad de expresión, la respuesta la da este libro. Lo que narra es extensivo a toda la vida cubana. Tal la fuerza comunicante que el escritor, víctima de la frustración al igual que miles de cubanos y de escritores y artistas, le ha imprimido a su obra maestra.

Concluida la lectura del libro, me queda grabada esta escena patética: los libros no permitidos en Cuba son reciclados como papel o tirados a las calderas para su extinción. Las dictaduras son la prolongación de la época inquisitorial, aunque la mayoría se diferencian de ella por el aspecto religioso. No hay dictadura buena. Algunas son peores que la propia Inquisición.

El Espectador, Bogotá, 5-IX-2013.
Eje 21, Manizales, 6-IV-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-IV-2013.
Red y Acción, Cali, 6-IV-2013.

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Comentarios:

En las dictaduras la religión es la dictadura misma, y el dictador, el ídolo, el centro del culto. Y el culto, como en todas las religiones, lo hay de todos los colores: azul, rojo, rojizo… En fin, solo me resta decir que el hecho de que nos hayamos salvado en Colombia de una de esas dictaduras, no nos vacuna contra una recaída. Ar mareo (correo a El Espectador).

No he leído ninguna novela de Roberto Ampuero, ni de muchos otros escritores que han narrado horrores de los disidentes del régimen castrista. Pero casi desde el principio de su revolución en los 60 hablé e hice amistad con cantidad de cubanos exiliados en Colombia que me contaron todas las masacres del régimen. Desde esa época comienzan a incubarse mi odio y rabia por el castrismo. Casi parecido al régimen de Stalin y el de Hitler. Luis Quijano, colombiano residente en Houston (USA).

Estoy de acuerdo con Ampuero: no hay dictadura buena, aunque agregaría que ellas no solo se visten de verde olivo. Pueden hacerlo también con corbata y vestidos elegantes, cooptando los medios de comunicación, presentando a los adversarios como enemigos y aplastando el pensamiento crítico y su expresión, que es el quejido o la alerta que emiten las sociedades cuando sus estructuras producen vivencias discriminatorias. Jorge Mora Forero, colombiano residente en Estados Unidos.

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Medio siglo de La rebelión de las ratas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La rebelión de las ratas gana en España, en 1961, el premio Selecciones Lengua Española de la Editorial Plaza & Janés y le hace conquistar a su autor alto renombre nacional e internacional. En ese momento Fernando Soto Aparicio tenía 28 años de edad, y a partir de entonces inicia una vertiginosa carrera, hasta convertirse en uno de los escritores más prolíficos y acreditados del país, con una obra que se aproxima a los 60 volúmenes.

La novela no se pudo publicar en 1961 ya que el régimen de censura implantado por el general Franco, al considerarla subversiva y posible detonante de problemas sociales, prohibió su edición en España. En vista de lo cual, los abogados de la editorial presentaron un recurso de apelación. Además, se dejaron sentir las protestas de varias asociaciones de escritores.

La respuesta a esta reacción fue la de permitir la publicación, pero mutilándole 40 páginas, lo cual fue rechazado en forma categórica por Soto Aparicio. Frente a nuevas apelaciones y protestas, las que se habían extendido a escritores de varios países, en 1962 pudo publicarse la novela en su integridad. Ganó la literatura y perdió la implacable censura del gobierno dictatorial, como tenía que ocurrir.

La rebelión de las ratas fue publicada diez años antes que Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Ambas novelas se convertirían en la mayor insignia de sus autores y están entre las primeras obras cronológicas de sus carreras. Esto indica que el triunfo en el arte es caprichoso. Después de tales títulos, y por más altura que tomaron los escritores, nunca consiguieron superar aquellas producciones de juventud que recibieron –y siguen recibiendo– los mejores comentarios del público.

En el presente mes de mayo y dentro de la Feria Internacional del Libro se produce la reedición de las dos obras con motivo de los 40 y 50 años que cumplen desde su primera impresión. Y se presentan varios hechos curiosos: ambas novelas fueron ganadoras de premios de España, sus autores tenían 26 y 28 años de edad cuando obtuvieron el galardón, las dos novelas corresponden al género de denuncia, ambos autores nacieron en el mismo mes (Soto Aparicio, el 11 de octubre 1933, y Álvarez Gardeazábal, el 31 de octubre 1945), y por otra parte, ambos tienen el número 1 en el día del natalicio.

Álvarez Gardeazábal escribe un excelente prólogo para la edición de lujo de La rebelión de las ratas, de Panamericana Editorial, donde anota: “Su autor, tal vez más respetado que promovido, ha seguido batallando con uno y otro libro, con uno y otro tema, abriéndose en la historia nacional un nicho igual al que los creyentes de su natal Boyacá les abren a las distintas manifestaciones de la Virgen María en los taludes de sus carreteras o en las orillas de las montañas (…) La vigencia de esta obra la ha dado el mayor crítico que posee la literatura: el paso de los años. Ha resistido convertida en ícono de una durísima realidad colombiana que no se nos acaba. La eterna batalla por sobrevivir”.

La literatura está de plácemes con esta doble efemérides. Cóndores y rebeliones van de la mano en la espectral violencia que, nacida en los años 50 del siglo pasado, arruinaron la paz del país. Las denuncias del escritor boyacense y del escritor tulueño no han perdido vigencia.

Nunca pensaría Fernando Soto Aparicio que aquel Rudecindo Cristancho que llegó a conseguir trabajo en una mina de carbón en el pueblo imaginario de Timbalí (Boyacá), que encontró la acogida de una prostituta –Cándida– y más tarde lideraría la rebelión de los trabajadores contra el hambre y la explotación, encarna el mismo minero de la época actual, vilipendiado por el trabajo infame y las mismas condiciones de ruindad y servidumbre de hace 50 años. Cambiando de escenario –y no de patronos tiranos–, La rebelión de las ratas es otra Germinal, de Emilio Zola. Tanto la novela francesa como la colombiana se convertirían  en poemas épicos del trabajo.

El Espectador, Bogotá, 4-V-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-V-2011.
Eje 21, Manizales, 7-V-2011.

* * *

Comentario:

Poema épico de los de abajo, tu columna, dedicada  al escritor Soto Aparicio, es una bendición merecida de tu pluma para el escritor más consagrado de Colombia, aunque sin muchos medios, pero con muchos aplausos. Desde Sevilla, te mando un cálido saludo solidario con la amistad y las letras. Ramiro Lagos, Sevilla (España).

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Novela de Esperanza Jaramillo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La carrera literaria de Espe­ranza Jaramillo se inicia con el libro Caminos de la vida, publi­cado por la Gobernación del Quindío en 1979. En este almáci­go de delicadas prosas líricas, la autora revela un alma sensible frente a los prodigios de la exis­tencia. En su carrera de escrito­ra no habrá desfallecimientos, si bien la atención de su actividad bancaria la desvía por épocas de su propósito de ha­cer literatura. Es la eterna lucha entre las letras de cambio y las letras del espíritu.

Oriunda de Manizales, se es­tablece en Calarcá a la edad de doce años. El Quindío, embruja­da tierra de cafetales, horizontes abiertos y fascinantes estampas bucólicas, ha visto germinar su­cesivas cosechas de escritores y poetas. Comarca fecunda donde brotaron en el pasado célebres cuentistas como Eduardo Arias Suárez y Adel López Gómez; que posee figuras de excelencia en la poesía, como Carmelina Soto y Baudilio Montoya, y que cuenta además con exponentes conno­tados en los géneros del ensayo, la novela y el costumbrismo, esa comarca sería tierra pródiga para la joven viajera venida de las cumbres manizaleñas.

A Esperanza la conocí en el Quindío. Llegado también te otras latitudes, por aquellos días actuaba yo como gerente de un banco en la ciudad de Armenia y al mismo tiempo me desempe­ñaba en las letras y el periodis­mo, hazaña que, sin duda con ex­ceso de arrojo, logré culminar con buena fortuna. Ella fue la primera directora de la Casa de la Cultura de Calarcá, antes de ingresar al sector bancario, en el cual lleva más de veinte años de labores, cumplidas entre Calarcá, Armenia y Bogotá, ciu­dad ésta donde hoy ocupa una destacada posición en Bancafé.

Al publicar su primera nove­la, El brazalete de las ausencias y los sueños, he de resaltar, ante todo, el esfuerzo enorme que significa escribir una obra dentro del clima agitado de los números. Como el dinero y las letras marchan por diferente ca­mino, son dos campos opuestos y de difícil articulación entre sí, que por eso mismo representan un choque de trenes para quie­nes busquen cumplir los dos ofi­cios a la vez.

Tras la sutil elaboración de su prosa lírica, aparece hoy la narradora vigorosa –y algo torrencial– que no se da tregua ni respiro para hacer caminar la historia. Historia que se convier­te en una constante búsqueda del amor y la felicidad. Los se­res que pinta Esperanza son pro­tagonistas de las vicisitudes eternas que giran en torno a las querencias, frustraciones y an­helos del corazón. Alma, la he­roína de la novela, es la mucha­cha elemental de todos los pue­blos y de todos los escenarios sociales, que siente el ansia de amar y ser amada. Ese fluir de los sentimientos le permite a temprana edad su primera expe­riencia amorosa.

Pero como el corazón es vo­luble, llega el desengaño. Cura­da de su desilusión, surge otro romance, y más tarde un nuevo fracaso, seguido de fallidas ilu­siones por encontrar en alguna parte el amor verdadero.

La búsqueda del amor y la fe­licidad será siempre el gran reto de la humanidad. Batalla que nunca se dará por terminada, por lo mismo que el alma no se resigna a la orfandad y a la de­rrota de su naturaleza espiritual y de su esencia sensitiva. El hom­bre no puede perder el derecho a soñar, el más sagrado de sus derechos. Eso es lo que defiende Esperanza en su novela.

La Crónica del Quindío, Armenia, 24-II-2003

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