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Tierra mojada

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Manuel Zapata Olivella nació en Lorica (Córdoba) el 17 de marzo de 1920 y murió en Bogotá el 19 de noviembre de 2004. Se graduó de médico, pero encauzó sus energías vitales hacia el cultivo de las letras, en los géneros del cuento, la novela y la dramaturgia, campos en que dejó obras valiosas, varias de ellas ganadoras de destacados galardones. Su pasión fue la antropología, ciencia que le permitió interpretar al hombre en sus más amplios aspectos y proclamar los orígenes de su raza negra.

Fue gran defensor de los negros. El nervio de su obra está movido por los dramas de los seres desamparados que vegetan, en medio de penurias, enfermedades y humillaciones, en las riberas de los ríos que él mismo, como habitante de esas latitudes brutales, vivió con intensidad. Antes de morir, dispuso que sus cenizas fueran tiradas al Sinú, el río tutelar de su tierra, a fin de que las aguas proletarias se encargaran de llevar sus restos hasta el África remota, de donde provienen sus orígenes. Con ese rito, a la vez poético y religioso, volvió a encontrarse con sus ancestros y así reafirmó la perennidad de su linaje.

Una de sus novelas más representativas es Tierra mojada, que he releído en estos días como homenaje silencioso al autor con motivo de su fallecimiento. El libro reposa en mi poder desde 1972, cuando fue publicado por Bedout, y ahora encuentro en esas páginas otra dimensión de la historia narrada y mayor acento de la protesta social lanzada por el novelista como vocero de los hombres oprimidos. Duro territorio el del Sinú, donde una legión de pequeños agricultores lucha por sobrevivir en medio de las enfermedades, la pobreza y el hambre, y por retener un pedazo de tierra bajo la tiranía del gamonal, que cada vez los cerca más entre los garfios de la miseria, los extermina y los hace desaparecer en las aguas borrascosas de los ríos.

Esa tierra poblada de arrozales, caimanes y mosquitos y explotada con el sudor de la raza negra, es un retrato de la América india adonde no ha llegado todavía ningún recurso de liberación y se mantiene, por lo tanto, como zona de esclavitud en pleno auge de las libertades. Hombres famélicos y taciturnos, desposeídos de sus parcelas y trashumantes de cosechas oprobiosas, deambulan por esas riberas con sus pesares y sus familias a cuestas, sin manera de levantar sus propios ranchos ni poseer sus propias siembras, ya que el latifundista despojador no puede admitir competencia en sus dominios. El mismo río nutricio, por donde se deslizan los cadáveres, se convierte en un tirano del desamparo.

Zapata Olivella presenta en Tierra mojada un mundo duro, dramático, movido por personajes fuertes y por situaciones patéticas, acordes con la realidad que el narrador presenció y vivió en aquellos cenagales. Esa es su tierra sufrida, pintada como un rostro del dolor universal que padece la gente desprotegida en la defensa de la vida, imagen que el escritor transplanta a otros de sus libros: Chambacú, corral de negros, Changó, el gran putas, Hotel de vagabundos, El retorno de Caín, Pasión vagabunda, Cuentos de muerte y libertad, Las raíces de la furia negra…

La vagancia es una idea obsesiva en la obra de Zapata Olivella, y nace de su propia juventud menesterosa. Rodeado de pobreza, un día toma una chalupa y se marcha a Cartagena, y de allí a Panamá, donde es detenido por vago y sospechoso. Liberado, continúa su viaje sin brújula hacia países incógnitos: Costa Rica, Nicaragua, Guatemala, Méjico… En esos recorridos azarosos, duerme en los vagones del ferrocarril, en los parques solitarios o en los campos abiertos, donde lo coja la noche y descubra un escondite para ocultar su ruina. Es la senda del caminante de la vida y del futuro novelista que vagabundea por todas partes y en todas encuentra miseria, desolación e injusticia.

Por fortuna, lee las novelas de Gorki y de otros escritores desprotegidos de la suerte, y esas lecturas le dan ánimos para no desfallecer. A medida que recorre mundo, desempeña cuanta ocupación se le presenta: ayudante de mecánica, portero, pintor de brocha gorda, empleado de un manicomio… Cuando a lo largo del tiempo estudia medicina y obtiene el título profesional, ya el mundo ha penetrado en la sensibilidad de este intérprete de la condición humana. Con tal bagaje, estructura su obra literaria. Y se vuelve, al igual que Nicolás Guillén, el gran cantor de la raza negra.

El Espectador, Bogotá, 24 de febrero de 2005.
Libros y letras, boletín No. 1.671, Bogotá, 12 de marzo de 2005.

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Los hijos del viento

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con esta novela, Fernando Soto Aparicio llega a las 50 obras publicadas. Su producción literaria se inicia en 1960 con Los bienaventurados, y al año siguiente sale La rebelión de las ratas, su novela más representativa, que ha tenido múltiples ediciones y se volvió texto preferido en los establecimientos docentes. De su extensa obra, 26 títulos corresponden a novelas, 12 a libros de poemas, 8 a cuentos y relatos, 4 a ensayos. Es el novelista más prolífico de Colombia y el que ha dedicado la totalidad de su trabajo intelectual a enfocar la condición humana dentro de las más variadas circunstancias del hombre.

En los 43 años de labor continua y en los 70 de edad, que cumple en octubre próximo, Soto Aparicio ha escrito, con su propia vida, el mejor ejemplo de vocación literaria y la prueba más elocuente de lo que representa la artesanía de la palabra. Editado un libro, ya viene en camino el siguiente. Es lo que sucede en este caso, cuando en el mismo suceso de sus bodas de oro bibliográficas, el escritor anuncia el título número 51, Poemas en ocre y luna, que aparecerá en los próximos meses. Beatriz Espinosa Ramírez, licenciada en filosofía, escribió hace varios años el ensayo Soto Aparicio o la filosofía en la novela, excelente análisis sobre la carrera de este infatigable escritor boyacense y sobre su identidad con el hombre latinoamericano

La rebelión de las ratas gira en torno a la explotación de los mineros en las entrañas sórdidas de los socavones. Nítida denuncia sobre el trato ímprobo que reciben estos trabajadores en toda América, a merced de patronos crueles y embrutecidos por la soberbia del dinero. Es la misma temperatura que, en escenario diferente, se vive en Germinal, inmortal obra de Emilio Zola. En Los hijos del viento, nuestro escritor aborda otro tema similar y de palpitante vigencia: el de la raza indígena, vulnerada en sus derechos fundamentales y pisoteada en su propio territorio. Cuatro décadas después de publicada su obra cumbre, Soto Aparicio retoma la misma bandera social contra el ultraje de que son víctimas las clases humildes.

Vigía del Viento, el sitio donde se desarrollan los sucesos, es el resguardo de una comunidad indígena que durante milenios viene entregada al cultivo pacífico de la tierra y a la íntima veneración de sus dioses y creencias, y que un día, con motivo de la llegada de la compañía petrolera, ve amenazada su tranquilidad con la irrupción de poderosas maquinarias y el gobierno arrogante de los empresarios gringos, en asocio con los aliados colombianos. En esta forma quedan lesionadas las costumbres y tradiciones de los uwas, como en el episodio de los mineros, por el despotismo y el atropello. Con la usurpación de la tierra y el irrespeto de las normas tutelares, los indígenas, perseguidos y diezmados, tienen que abandonar sus parcelas en medio del desespero y la desprotección.

Esto no es solo novela: es la lacerante realidad que ocurre desde tiempos inmemoriales en la profundidad de nuestras selvas, en actos lesivos de la dignidad humana, que una vez protagonizan las casas caucheras o las compañías exploradoras del petróleo, y otras las guerrillas y los capos de las drogas, que parecen ser -o son- la misma cosa. Mientras tanto, bajo el fragor de las balas, de la dinamita y de las fumigaciones aéreas, se atenta contra los árboles, el agua, los animales y la flora tropical, exterminando uno de los mayores recursos naturales con que cuenta el país. “Fuimos los dueños de la tierra -clama la vilipendiada población indígena- y ahora somos los desterrados. Fuimos árboles de raíces enormes y ahora sólo somos los hijos del viento”.

Este testimonio estremecedor, escrito con aliento poético, se convierte, además, en bello canto de la selva, con cierta reminiscencia de José Eustasio Rivera en La vorágine. Como novela-denuncia se va contra el maltrato de los indios, el despojo de las tierras, el abuso y corrupción de las autoridades, el poder del capitalismo, el imperio de los guerrilleros. Novela con pocos personajes centrales, no deja decaer un solo instante el interés del lector y tiene a la jungla como su principal actor. Maneja a ratos un erotismo bien dosificado, que cae a gotas, como leve llovizna, sobre las tierras convulsionadas por la barbarie del hombre. Llovizna Abril, líder de los uwas, habla el lenguaje de la selva -porque es la propia selva- y se convierte en heroína fascinante del drama que representa.

El Espectador, Bogotá, 21 de mayo de 2003.

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Un veterano encuentra su destino

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

(Palabras pronunciadas en Armenia: prólogo de la novela de César Hincapié Silva)

Cuando hace 35 años llegué a Armenia conocí a César Hincapié Silva como un inquieto personaje de la vida municipal. Acababa de crearse el departamento del Quindío y él había sido el primer jefe de Planeación, y por lo tanto, protagonista de los planes iniciales del desarrollo regional, qaue por aquellos días hacían destacar al Quindío en el concierto nacional, por su estructura administrativa y su impulso creador, como el “departamento piloto de Colombia”. El joven abogado de la Universidad La Gran Colombia, especializado en España en Derecho Económico y Seguridad Social, también había adelantado en Brasil una maestría en Administración y Planeamiento, títulos con que comenzó a trabajar por la prosperidad de su tierra.

Después ocupó algunos cargos en la capital del país y allí mismo regentó la cátedra en distintas universidades. Radicado de nuevo en el Quindío, se consagró al ejercicio privado de su profesión, con presencia activa en la vida pública de la comarca, como conferencista de prestigio y autor de interesantes artículos en los medios de comunicación. Sus intervenciones suscitaban polémicas y despertaban interés en la comunidad. Este contacto con los medios de su tierra lo vinculó a la actividad política, y a la vuelta de los años lo llevó a ser concejal de Armenia y diputado a la Asamblea del Quindío.

Cuando en 1993 editó el libro El camello de la Planeación, importante estudio que se convertiría en manual de consulta de los estudiosos, el autor revalidaba los viejos conceptos aprendidos en Sao Paulo y practicados en el reciente departamento del Quindío. Y había algo más: fuera de tratarse de una obra escrita para eruditos en el tema, nacía con este libro una serie de publicaciones que el autor trabajaba en silencio, y que iban a descubrir al humanista que se escondía bajo la piel del político, del abogado y del economista que todos identificaban en las calles apacibles de la ciudad nativa.

Dos años después aparecía un libro revelador de la capacidad de estudio del autor, obra valorada hoy como aporte sustantivo para interpretar la historia quindiana bajo los enfoques de la sociología y la economía. Se trata de Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío, una investigación seria y documentada, que nadie había acometido, sobre el poblamiento de la región con diferentes razas y culturas que fueron determinando un estilo social. Desde tiempos remotos, esas corrientes migratorias se vincularon en tal forma al desarrollo de la región, que son hoy parte fundamental de la idiosincrasia quindiana. Esto, de paso, explica por qué el Quindío es tierra abierta y cosmopolita, donde nadie es extraño y todos son bienvenidos como motores del progreso.

Algún día me encontré con un cuento de Hincapié Silva en el periódico La Crónica del Quindío. Se trataba de una narración amena y picante que se movía en un ambiente pueblerino, y no me costó trabajo descubrir que ese pueblo sosegado -y más tarde centro floreciente- era Armenia, escenario ideal para poner a trabajar la imaginación de los escritores. Era la primera noticia que yo tenía sobre la vena cuentística del autor.

A poco andar de aquel hallazgo inesperado, varios cuentos más de su autoría salieron al aire en las páginas del diario quindiano. Sin duda, la cosecha estaba en maduración y había llegado la época de la recolección, como acontece con los granos de café. Esos relatos, extraídos del diario acontecer de la comarca, rescatan con humor e ironía sucesos curiosos y memorables bajo el ropaje de personajes comunes. Y como el nuevo cuentista quindiano es hombre de empresa y acción, en 1997 recogió esos episodios en el libro Cuentos sobre el tapete.

* * *

Ahora lo tenemos de novelista. Para el narrador que hay en Hincapié Silva, pasar del cuento a la novela es un tránsito natural, o por lo menos atractivo. Son dos géneros que en alguna forma se hermanan -”contar cosas”-, pero que tienen sus propias reglas y sus propias complejidades. Visto de otra manera, un buen cuentista puede ser pésimo novelista, y viceversa. Aunque se presentan las dos condiciones a la vez, también en ambos sentidos. En fin, al amigo le ha dado por ser novelista, y debemos celebrar su arrojo.

Líbreme Dios de pretender ser crítico literario, y escuche César, que ha tenido la generosidad de pedirme unas palabras de presentación de su novela, este criterio: en literatura todo es válido, y la única falla es dejar de escribir. Hay que escribir pensando siempre en el lector y menos en los críticos, porque aquel es el único juez verdadero. Máximo Gorki expresa lo siguiente: “Soy amante de los libros; cada uno de ellos me parece un milagro y el autor un mago. Un libro es un fenómeno de la vida , del mismo modo que lo es el hombre”. Gorki, que aprendió a escribir sin más maestros que la lectura insaciable de los clásicos -sobre todo los franceses- y que enriqueció la mente con las impresiones que recibía de su trato con la gente y de su observación de los problemas sociales, pinta en sus obras, con crudeza, la miseria de las clases bajas de la Rusia zarista, y dejó preciosos consejos sobre el arte de escribir.

Objetivo primordial de la novela es dibujar la vida. Toda novela, en esencia, debe ser una obra de historia. Y la historia abarca todas las circunstancias que rodean la existencia del hombre, desde la cuna hasta la muerte, y desde las guerras y los conflictos sociales, o la pintura de pueblos y entornos familiares, o la descripción de personajes y en general de los seres humanos, hasta la hondura de los sentimientos y la intimidad de los paisajes interiores. Por eso, el novelista debe ser el mayor historiador del hombre y del tiempo.

Regla fundamental para el novelista es no escribir sino sobre lo que ha vivido o presenciado. De lo contrario se saldrá de la realidad, y ya se sabe que la realidad, así sea presentada con hechos ficticios o en ambientes surrealistas, debe ser probable para que sea verdadera. La novela de César Hincapié Silva, Un veterano encuentra su destino, describe con autenticidad los hechos de su historia. Encara un conflicto de la actualidad colombiana, el del narcotráfico, y esto la hace sugestiva. El relato despierta interés desde las primeras páginas por la acción ágil como se mueven sucesos y personajes, lejos de retruécanos literarios y con el uso de un lenguaje sencillo y directo. Al lector de novela le interesa ante todo que el relato fluya, despierte expectativa y sea de fácil comprensión, y por eso mismo huye de los tonos doctorales y los pasajes pesados u oscuros.

Peñas-Frías, escenario principal de los acontecimientos, que el novelista localiza cerca de Armero, es un pueblo perdido en un lugar escarpado de la cordillera, que languidece en medio de la soledad y el abandono. Una carretera intransitable mantiene detenido el progreso local, y los dirigentes de la población, apabullados por el desamparo y el tedio enfermizo, no encuentran la manera de solucionar las miserias crónicas. Los movimientos sísmicos producidos por el Nevado del Ruiz estremecen la vida pueblerina y la penetran de inseguridad y miedo. Es un pueblo muerto, donde asusta el silencio.

Entre tanto, los notables de la comunidad, personajes lerdos y fosilizados, recorren las calles como sombras huidizas. Lucas Huertas y Manrique, el alcalde, se ha adaptado a todo y no mueve un dedo para quebrar la monotonía. Santiago Sallas, el notario, solo piensa en sus tarifas en declive. Joaquín Lagos, el barbero, propala los chismes de la clientela y aviva la insatisfacción resignada del vecindario. Tarcizo Chávez, el concejal, trata de romper el marasmo colectivo, pero sus protestas no encuentran eco. Bernardino Pedroza, el cura, tacaño y esclavo del dinero, y por añadidura fanático y vociferante, se queja de las limosnas escasas.

¿Qué pueden esperar estas poblaciones sin esperanza que se derrumban entre la resignación y el hastío insalvables, manejadas por dirigentes ineptos y habitadas por almas opacadas? ¿Qué sociedad puede sobrevivir a merced de la pobreza, la explotación y el cretinismo? Peñas-Frías es cualquier pueblo de Colombia. El novelista ha creado un pueblo imaginario -pero cierto-, que lo mismo puede ser su propia tierra nativa o el más escondido rincón de provincia. Ha erigido este prototipo como símbolo de la mediocridad social, y en medio ha situado a personajes de carne y hueso que pueden identificarse con los que existen en cualquier localidad.

Cuando en Peñas-Frías se radica Esteban Altagracia, traficante de narcóticos, la vida se transforma. Todo está dado para sembrar la revolución en aquella comunidad somnolienta. El propio cura le ha vendido, a precio de ambición, la tierra para los cultivos ilícitos. Altagracia hace reconstruir la carretera, por la que en poco tiempo circulan caravanas de turistas entre las que se camuflan los personajes más extraños: aventureros, especuladores, tahúres, prostitutas… Comienza el lavado de dinero en grande, a ojos vistas de la población. El alcalde se une con el mafioso, el barbero aumenta sus tarifas, el notario remodela su oficina, el cura pondera el adelanto conseguido en tan poco tiempo, el concejal Chávez adelanta un juicio público contra el narcotraficante, y se queda solo…

La bonanza marimba invade el poblado y anestesia las conciencias. Coca, heroína, toneladas de billetes… El progreso llega en volandas. Altagracia es ahora el amo y señor del pueblo. Se le condecora, por supuesto, como el gran benefactor público. Esta prosperidad relámpago hace brotar toda clase de negocios populares: almacenes, restaurantes, cantinas. Los bienes se multiplican y el dinero se enseñorea de la vida municipal. Alguien proclama: “Un milagro de Dios”.

En otro ángulo de la novela se mueven un fiscal, un abogado de la Procuraduría y un agente de la DEA. Son fuerzas silenciosas que luchan contra el avance del narcotráfico y, por lo tanto, se enfrentan a un problema descomunal. Yesid Cifuentes, el fiscal, es un intelectual preocupado por la evolución social y cultural de los países del mundo. Patricia Brunel, la abogada, es un lectora apasionada que matiza el ejercicio de su cargo con obras clásicas de la literatura universal. Y Leonard Sicard, el agente de la DEA, veterano de la guerra del Vietnam, libra en varios países una guerra implacable contra el narcotráfico. Estos mundos yuxtapuestos, el de los negociantes de narcóticos y el de los funcionarios judiciales, han incitado a César Hincapié Silva a tramar un argumento novelístico de palpitante interés.

El propio novelista, como abogado e intelectual, parece que se reflejara en algunas facetas de sus personajes y ambientes. El escritor de narrativa, muchas veces sin advertirlo, suele refundirse en el alma de sus criaturas literarias. No hay duda de que Hincapié Silva conoce a fondo el tema que trata. Es un tema nacional y universal que todos conocemos, pero solo el escritor logra trasladarlo como memoria para las futuras generaciones. Es aquí donde se cumple la función del novelista como testigo del tiempo.

Un veterano encuentra su destino es, por otra parte, una novela con fondo romántico en medio del bazar de las drogas y la corrupción del medio ambiente. El amor, que todo lo puede y todo lo ennoblece, parece que iluminara estas páginas infestadas por las yerbas malditas y sacudidas por un volcán desafiante. En medio del turbión de los vicios públicos, de la concupiscencia del dinero y del envilecimiento de una comunidad entera, brilla el amor como el sol maravilloso que dulcifica la vida. Novela de amor donde no falta la frustración amorosa, la cual relampaguea al final de la obra como si se tratara de uno de esos idilios inmortalizados por Beatriz y Laura, heroínas sublimes de Dante y Petrarca.

El personaje real de esta novela es, para mi gusto personal, Peñas-Frías, el pueblito fantasma que se convierte en un eco de la conciencia nacional y de la conciencia individual de los colombianos. En él está representada la comedio humana, con sus miserias y grandezas. Cuando por las calles de la población discurren los miembros de la pequeña sociedad, plantean sus problemas y desencantos y aceptan las soluciones fáciles sin importarles la perversión de la moral pública, es como si las mismas personas, transmutadas a otro ambiente, vivieran en el centro más populoso y allí se ocuparan de sus cotidianos quehaceres. La conducta permisiva que se vivió en el rústico poblado es la misma, guardadas proporciones, que impera en las grandes ciudades. Nada cambia, porque el hombre es igual en todas partes.

La naturaleza circundante, formada por montañas abruptas y amenazada por un volcán que estallará a cualquier momento, como en efecto sucedió, es otro personaje vital de la novela. Cuando la furia del volcán arrasa con la región, puede decirse que es la misma ira de Dios que castiga al hombre para señalarle el camino acertado. ¿Peñas-Frías fue borrada del mapa por la fuerza sísmica? Los pueblos míticos -como Comala de Juan Rulfo, Tipacoque de Caballero Calderón o Macondo de García Márquez- nunca desaparecen. César Hincapié Silva ha creado otro pueblo mítico en el alma de la cordillera, sujeto ahora a una metamorfosis transitoria, que el novelista describe en estas palabras:

“En Peñas-Frías, la huida de los murciélagos fue evidente y numerosos habitantes observaron este hecho con curiosidad… Los murciélagos, después de la calma, regresaron con oportunismo; merodearon entonces por esos lugares extraños, en donde ya nada quedaba y todo tendría que volver a nacer. Era el paisaje gris oscuro suspendido, en el cual se sentía la presencia de la muerte, como si en ese sitio terminara ese microcosmos”.

Armenia, 4 de junio de 2004

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La noche del girasol

miércoles, 25 de noviembre de 2009 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

“La felicidad es tan elemental que a veces no la vemos. ¿Vemos y valoramos el aire? Sin él no existiría la vida”. Esta consideración, expresada por uno de los personajes de Fernando Soto Aparicio en su reciente novela La noche del girasol, editada por Plaza y Janés, es el eje central de la obra. La búsqueda de la felicidad recorre toda la historia que el escritor boyacense presenta en su nueva creación, con la cual llega a 51 libros publicados. Es la suya, sin duda, una de las carreras literarias más fecundas y sólidas del país, que arranca desde la propia niñez y ha cumplido un itinerario de entrega absoluta a las causas del alma y del espíritu.

Su mayor ponderación la ha obtenido en el terreno de la narrativa, con 27 novelas y 8 libros de cuentos y relatos. El éxito en la novela, con varios títulos que se volvieron indispensables en las aulas escolares, y sobre todo con La rebelión de las ratas (ganador de un acreditado premio en España, en 1962), ha relegado a segundo plano otra de sus fibras más auténticas, la de poeta, campo en que ha editado 12 libros y está próxima a salir una antología que ha tenido oportunidad de conocer el autor de estas líneas.

Soto Aparicio ha tomado al hombre como el personaje de todas sus tramas. No hay novela en que no explaye los eternos conflictos de la condición humana, situados en suelo colombiano pero de común suceso en cualquier país de América o el mundo. Por eso es escritor universal. Los dramas de la injusticia social, la pobreza, la violencia, la explotación de los humildes, el atropello de gobernantes y políticos afloran en sus obras como ma palpitante de la desgracia del hombre en cualquier latitud del planeta.

Es reiterativo y a veces obsesivo en algunos planteamientos, pero sus historias las elabora con novedad y buena sazón, como si cada episodio fuera inédito. La obsesión en literatura significa certeza sobre los asuntos que apasionan al escritor. Lo que hace el buen novelista no es otra cosa que pintar bajo múltiples ropajes las cotidianas y comunes vivencias del género humano, que poco cambian de un escenario a otro, pero que solo el verdadero escritor consigue hacer originales con su estilo y su mente artística. ¿Cuántas novelas se han escrito sobre la violencia colombiana? ¿Cuántas sobre la guerrilla, el narcotráfico y el secuestro? Son incontables. La diferencia reside en que unas son legibles y otras despreciables.

La noche del girasol gira sobre uno de los mayores suplicios que vive el país: el secuestro. Tema de actualidad que el novelista maneja con altas dosis de emoción y suspenso, de pasión y erotismo, de felicidad y desdicha, y que desde las primeras páginas conquista al lector con una ilación ágil y patética. Obra de admirable brevedad, donde se mueven dos mujeres encantadoras como personajes centrales de una historia a la vez tierna y dramática.

Con su poder para novelar, el autor describe a cabalidad el horizonte sombrío de la vida nacional sometida al flagelo permanente de los plagios y las torturas, de la barbarie y la muerte, y hace emerger el amor y la poesía como flores exóticas y fragantes en medio de la tragedia. Los versos de Alfonsina Storni y Laura Victoria derraman sus aromas sobre un territorio cruel y salpicado de sangre. Como el girasol solo se levanta de día, esta flor marchita en la noche se convierte en  símbolo de la violencia colombiana. Por eso, La noche del girasol existe como testimonio de la fatalidad.

El Espectador, Bogotá, 24 de junio de 2004.  

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Retrato de una burguesa

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Helena Araújo reside en Suiza desde 1971. Se dedica a investigar la obra de las escritoras latinoamericanas y dar conferencias sobre este tema en Lausana, lugar donde reside, y en otras ciudades europeas. En 1986 obtuvo el Premio Platero del Club del Libro Español de Naciones Unidas, por un ensayo sobre poetisas posnadaístas colombianas. Es autora de las obras La M de las moscas, La Scherezada criolla, Fiesta en Teusaquillo, Signos y mensajes y Las cuitas de Carlota. En el momento trabaja en una novela y en un libro de cuentos.

En Colombia ejerció una intensa labor como crítica literaria, con notas que publicaba en Eco, Nueva Prensa y Gaceta Tercer Mundo. Sus enfoques, francos y agudos, mortificaban a algunos escritores, pero eran en general bien recibidos, dada su versación en la materia. Sus ideas crean polémica y suelen sostener tesis novedosas, como la de que “los grandes amantes de la historia han sido andróginos”. Es una decidida defensora de las causas femeninas. En su último libro anota cinco epígrafes, todos de mujeres, entre los que destaco esta frase penetrante de María Mercedes Carranza, escritora rebelde que se suicidó en julio de 2003: “El cielo y su infierno, odio y amor, la dicha y la desdicha, el color de la luz, son el desencuentro de todas esas cosas que dicta mi oscuro e incierto corazón”.

En Las cuitas de Carlota, novela publicada hace poco en Barcelona (España), Helena Araújo pinta un ambiente similar al de Fiesta en Teusaquillo (1981) y de esta manera reafirma el mundo burgués al que pertenece, y en el cual pone a caminar sus personajes. La primera regla para que la escritura de ficción resulte real está en que el autor elabore sus historias basado en sus propias vivencias. No se debe escribir sino sobre lo que se siente y gira en derredor, para no falsear la fidelidad de los relatos. Es lo que ella practica en sus novelas, y por eso la descripción de la burguesía bogotana, que años atrás se movía en Teusaquillo y hoy lo hace en el barrio Chicó -escenario de su última obra-, resulta el dibujo auténtico de la cotidianidad.

Esta mujer de la clase media alta que se llama Carlota representa a la dama de brillo social que frecuenta clubes y espacios distinguidos, rodeada de políticos y hombres de negocios, sin saber para qué sirven sus pergaminos y su prestante apellido. Se abre paso, a veces a codazos, por entre una sociedad veleidosa que cifra sus valores en la posesión de la fortuna y en el ejercicio del poder, y que oculta sus lacras tras la fachada de las nobles estirpes. Sociedad falsa y prosaica que Carlota no puede rehuir, por ser su propio mundo, con el que debe contemporizar en medio de intrigas, engaños, remilgos y pasiones secretas, sabedora de que el éxito social depende de la simulación y la habilidad para mantenerse a flote.

En este marco de la prosopopeya, el poder y el dinero, discurre la vida de una mujer disipada, cuyo único escape parece residir en los amoríos clandestinos y en las clases de pintura, con las que busca una terapia para sus heridas incurables. Las cuales, al seguir abiertas, son atendidas en los despachos de los siquiatras y en las casas de reposo. La turbia unión conyugal, caracterizada por los malos tratos y los tedios sexuales, se agrava todos los días y aspira a encontrar un aire de serenidad, que no llega. Conocer hombres y jugar a la aventura amorosa no es la mejor fórmula de salvación, pero es la que se acostumbra en el terreno de las apariencias y las frivolidades.

Esta novela es el reflejo de la sociedad burguesa, tan conocida por la autora,  que en medio de clubes, salones de té, esplendores y ficciones, crea mundos artificiales que trastornan la personalidad. Por algo la protagonista de la historia, ansiosa de libertad y asfixiada por la atmósfera de chismes y maniobras que se urden en su medio ambiente, persigue salir del laberinto que no la deja vivir en paz. Novela realista que denuncia, con delicioso lenguaje lleno de humor y picardía, las costumbres perniciosas de la alta sociedad. Fuertes dosis de sicología femenina ha utilizado la novelista para pasear por los predios aburguesados de su Bogotá lejana, de la que se ausentó hace 33 años. Su mente inquieta regresa ahora en las páginas de este libro apasionante.

El Espectador, Bogotá, 5 de febrero de 2004.
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